miércoles, 10 de febrero de 2016

De la Esperanza al Sometimiento: República, guerra y Franquismo en Andalucía

De la Esperanza al Sometimiento: República, guerra y Franquismo en Andalucía


“La libertad no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres” (Manuel Azaña)










Bienvenid@ al estudio de la Segunda
República, la guerra civil y el primer Franquismo en Andalucía, y con
una óptica desde Antequera, la etapa más apasionante de la Historia
Contemporánea de un municipio que volvió a convertirse en esos años en
paradigma malagueño y andaluz








POR FAVOR, PARTICIPA, COMENTA, DEBATE Y HAZ CRÍTICA CONSTRUCTIVA. SÓLO ASÍ TIENE SENTIDO ESTE BLOG










martes, 24 de marzo de 2015






Lo mejor es la verdad













Febrero
de 1943. Mohamed, al que apodaban “el Guapo”, se acercó a su
compañero Ben Hamed. –Tengo que contarte algo- le espetó el bien
parecido soldado a un sorprendido colega que llevaba ya varios meses
maldiciendo al que pudiera haber manipulado su zaragüelle y extraído
un antiquísimo reloj niquelado de cadena bañada en oro, y que
llevaba inscrita la frase “Lo mejor es la verdad”.
Ambos
eran soldados en la 2ª Compañía del 4º Tabor del Grupo de Fuerzas
Regulares de Infantería Alhucemas Nº5, unidad con sede en Melilla,
dependiente del Ejército de África creada en 1921 tras el conocido
como Desastre de Annual, la grave derrota militar española frente a
los rifeños de Abd el-Krim, que supuso un punto de inflexión en la
política colonial española en el conflicto, así como una crisis
definitiva en la monarquía de Alfonso XIII, y que acabaría
desencadenando el golpe de estado que conduciría a la dictadura de
Miguel Primo de Rivera.
Años
más tarde extendería su protagonismo de nuevo sobre la península,
como en su participación en la represión sobre la Revolución de
octubre de 1934, o su papel en diversos principales de la guerra
civil española.
Efectivamente,
el panorama de incertidumbre que para los rebeldes se había asentado
sobre Andalucía tras los primeros días de iniciada la sublevación,
comienza sin embargo a cambiar sustancialmente a partir de los
primeros días de agosto de 1936, debido a una serie de factores como
la operación
“Paso
del Estrecho”
–por
la que entre los días 4 y 5 se posibilita el desembarco de una
primera expedición de tropas del Ejército de África- o el fracaso
de la ofensiva republicana comandada por Miaja sobre Córdoba y que
marca el inicio de rotundos fracasos gubernamentales en el teatro de
operaciones andaluz; motivados por la falta de coordinación entre
unidades milicianas y Ejército, errores tácticos graves, dudas,
indecisiones y deslealtades, y un reforzamiento rebelde a partir de
la entrada en la Península de aproximadamente la mitad del Ejército
de Marruecos; unos 12.000 hombres con unos 20.000 kilogramos de
material bélico, prestos a entrar en combate.
Aún
resonaban los ecos de su violencia en octubre del 34, pero fue a
partir de agosto de 1936 y bajo el mando del Comandante del Tercio de
la Legión, Antonio Castejón- famoso en el caso de Andalucía por
hechos militares como el control de los barrios sevillanos de Triana
y la Macarena, la ocupación de los municipios de Alcalá de
Guadaira, Arahal y Morón de la Frontera, o las incursiones en la
provincia de Huelva- cuando más patente se hizo la crueldad de unas
tropas regulares que, partiendo de zona sevillana, formaron parte de
la Vanguardia que ocuparía la zona Norte de Antequera entre el 11 y
12 de ese mismo mes.
Mucho
se ha escrito sobre la forma de actuar de los regulares en la
ocupación de los municipios en el primer verano andaluz de la
guerra, sobre el temor que sus métodos infundían en la población;
métodos que, como señala Seidman, no descansaban precisamente en
métodos novedosos de hacer la guerra, sino que
“los
guardias moros conocían el valor intimidatorio de los chillidos y
gritos colectivos. Para que las tropas fuesen agresivas, no era
necesaria alta tecnología”.
Incluso
trabajos que se entienden como apologéticos de la sublevación y el
franquismo en la zona antequerana llegaron a reconocer los excesos
cometidos por las tropas africanas, como la autobiografía del
cirujano malagueño Francisco Giménez Reyna: 
 
Parece ser que sus harcas de
regulares
[en relación
al general Varela]
han
cometido algunas tropelías al entrar en los pueblos conquistados. A
los moros les gustan las mujeres, los relojes y los dientes de oro.
Con un -tú estar rojo-, juzgan, condenan y ejecutan a quién no se
deje quitar la mujer, el reloj o el diente de oro… El bilaureado
general se ha indignado y ha tenido que imponer severas sanciones y
ordenar drásticas instrucciones. Pero también le ha causado un
deplorable efecto ver cadáveres de no combatientes, con las manos
atadas a la espalda, en los bordes de los caminos… ¡Esto no puede
ser! Varela quiere poner coto a esas barbaridades y ha decidido
hacerlo como sea, y a costa de quién sea. La guerra es una cosa. Las
masacres injustificadas son otra que no deben admitirse. Varela hace
la guerra con guantes blancos”.


Ahora,
en 1943, siete años después de aquellas temibles razias, estaban de
nuevo en la ciudad, con una presencia que, sin haber sido
oficialmente justificada o reflejada en prensa, a buen seguro debe
relacionarse con un contexto en el que el Régimen asume verdadera
conciencia de la dimensión del alcance de un fenómeno guerrillero
antifranquista al que menospreciaba publicitándolo como
bandolerismo, pero que protagonizaba un incuestionable salto
cualitativo gracias a la coyuntura propiciada por la Segunda Guerra
Mundial como por la intervención del PCE en el exilio para la
creación en España de una guerrilla de huidos.
Es
en este momento cuando no resulta suficiente la reestructuración de
la Guardia Civil desarrollada por su nuevo director general, Camilo
Alonso Vega, y encaminada a coordinar la presencia del cuerpo en los
principales focos guerrilleros, sino que se hace necesaria la
presencia de unidades militares, y que en el caso de Andalucía,
pondrían al servicio de la lucha contra la resistencia guerrillera
unidades como esta melillense, con una dotación aproximada de 800
soldados, y que volverían a hacer gala de una agresividad y crueldad
inusitadas en la persecución de guerrilleros hasta retirar su ayuda
en 1951 y asistir al definitivo languidecimiento de la Resistencia en
1952.

Como
coincidieron en señalar varios testimonios recogidos,
“Franco
se trajo moros para matar cristianos…”
.
Pero
por encima de todo esto, la impronta dejada en una parte de la
población condicionada por la vorágine de euforia y violencia que
traía aparejado el
discurso
adanista y fundacional en base a la laminación del enemigo
,
proyectado desde el
Régimen, y unido además al trauma previo de la violencia en la
retaguardia republicana, hacía que éstos fueran vistos como parte
de un Ejército Salvador que por ello sería agasajado, homenajeado
por una parte de población, tanto a través del reconocimiento como
en lo material.

Pero
esto no era suficiente para unas fuerzas en las que la violencia
sobre el enemigo venía acompañada del expolio. A incluso, aún así,
también valía el robo al semejante, en una guerra en la que no solo
se trataba de luchar ni defender nada, sino obtener el mayor rédito
posible.
-Sé
quien tiene tu reloj-, le dijo “el Guapo” a Mohamed Ben Hamed, al
que acompañó todo lujo de detalles de los que habían intervenido
en el hurto mientras éste se encontraba en estado de embriaguez, o
del destino del reloj, vendido por 55 pesetas al soldado Anabus Ben
Aixa, que lo pagaría en tabaco como en varias entregas en metálico
Las
sospechas apuntaban al también soldado Mohamed Ben Haixa, cuya
denuncia permitió conocer que sus raterías sobre otros soldados
fueron otras y más graves, como el robo de ropa, o 900 pesetas
extraídas de la maleta del regular Mohamed Ben Al-Lal mientras éste
realizaba su servicio de guardia y escolta en la estación de
ferrocarril de Antequera
Interrogado
Mohamed Ben Haixa, éste reconoció que robó el dinero violentando
la maleta del soldado Ben Al-Lal, y señalando como cómplice al
soldado Mohamed Ben Mohan, que se encargaba de vigilar para que nadie
viera el robo. También señaló al soldado Hamud Ben Aixa, que los
sorprendió en el robo, y al que pagaría por su silencio.
Finalmente,
de las 900 pesetas, 100 fueron destinadas a
“correrse
una buena juerga”
,
como señalaría Ben Haixa, mientras que el resto, repartido a partes
iguales, fue entregado para su salvaguarda a “la Lola”, una
prostituta considerada amante de Hamud, y a la que no confesaron la
procedencia del dinero, sino que se correspondía con atrasaos que se
les debían.

La
declaración de Mohamed Ben Haixa fue íntegramente corroborada por
el resto de implicados, sobre los que en noviembre de 1943 Francisco
del Pozo Herrera, capitán de Infantería del tabor donde ocurrieron
los hechos, y designado juez para llevar el caso, decreta el
procesamiento de los tres soldados implicados, con una edad de entre
21 y 23 años.
Así
permanecerían hasta junio de 1944 en que, finalizada la fase de
instrucción, el Fiscal Jurídico Militar solicita la pena de 6 meses
para Mohamed Ben Haixa y de 2 meses para cada uno de los
encubridores, Hamed Ben Aixa y Mohamed Ben Mohan, así como la
devolución del importe robado.

Seguidamente
son trasladados al calabozo del cuartel de la Trinidad en Málaga,
siendo llevados posteriormente y en régimen de prisión atenuada al
lugar de acuartelamiento de sus fuerzas en Antequera.

En
éste se encuentran cuando en octubre de 1945 el auditor de guerra de
Granada establece la anulación de la sentencia impuesta, y la vuelta
a la fase de instrucción y la celebración de un nuevo consejo de
guerra, por entender un error en la aplicación del Código de
Justicia Militar, tanto para el autor como para los cómplices -en
julio de ese mismo año había sido aprobado uno nuevo código de
justicia militar que modificaba varios artículos.

Así,
un nuevo consejo de guerra en enero de 1946 condenaría a Mohamed Ben
Haixa y Mohamed Ben Mohan a la pena de 2 años, 4 meses y 1 día como
autores de un delito de hurto, así como a Hamud Ben Aixa a la de 2
meses y 1 día como encubridor en el mismo delito.
Pocos
días después se haría efectiva su libertad, por haberse liquidado
la condena en calidad de prisión preventiva.

En
mayo de ese mismo año son trasladados al cuartel de regulares de
Segangan, en Melilla, donde se ubicaba la Plana Mayor del Grupo.

El
análisis de los procesos militares, como este 2618 de 1946, nos
ayudan a demostrar, entre otras cosas, cómo una década después de
iniciado el conflicto español, pueblos y ciudades continuaban
fuertemente militarizados, consecuencia directa del ejercicio de
presión y opresión vinculado, no solo a los apoyos sociales de la
resistencia guerrillera antifranquista, sino al aún mantenido Estado
de Guerra, y que se mantendría hasta 1948, casi diez años después
del último parte de guerra de abril de 1939.

De
la misma forma nos ayudan a corroborar cómo la
“justicia”
–siempre
entrecomillada- militar franquista no era igual para todos, por
ejemplo por la forma en que se desarrolla la instrucción, sin
informes de conducta de los encartados, o con una más que
cuestionable prisión preventiva que contrasta con la documentación
que acredita la presencia de los inculpados realizando servicios en
Ronda, mientras transcurre un tiempo que sería finalmente descontado
de la condena, y que a la postre permitiría evitar su ingreso en
prisión.

Por
otro lado puede extraerse la conclusión repetida en tantos procesos
de cómo el señalamiento de otros como forma de auto-exculpación o
de compartir la culpa, es común a la gran mayoría de los
comportamientos, si bien en este caso negó su implicación y
responsabilidad en el delito.
Todos
parecían haber tenido en cuenta la frase del reloj niquelado que
rezaba “lo mejor es la verdad”, sobre todo cuando los efectos de
la condena nunca podrían equipararse a los sufridos por los vencidos republicanos y sus entornos.



martes, 17 de febrero de 2015






Muy breves reflexiones sobre el Frente Popular en Málaga: CNT, abstencionismo y violencia antes y después de febrero de 1936


1936
tenía dos cosas que no tenía 1933: una amenaza fascista asentada y
un sembrado de represaliados por la revolución de Octubre de 1934.
Pero ¿cambiarían estos hechos la postura abstencionista del
anarcosindicalismo frente a las elecciones de febrero de 1936?

Ciertamente
no. CNT y FAI rechazaban –como antes- las elecciones, situándolas
como estratagema de las coaliciones mayoritarias para adormecer la
voluntad del obrero.
De
hecho, ni la prometida amnistía total para los represaliados de
octubre de 1934 por parte del Frente Popular en su manifiesto, ni la
asimilación de la amenaza fascista –aspectos ambos que podían
presuponer un acercamiento entre los coaligados de izquierdas y los
anarcosindicalistas- rebajaron la intensidad de las consignas
apoliticistas y abstencionistas de estos últimos, y si en algún
momento pudo ser percibida


una mayor displicencia, no lo fue desde luego
por una cuestión de no-entorpecimiento de voto de sus afiliados al
Frente Popular, sino por tratarse de organizaciones netamente más
débiles que en 1933, e incapaces de llevar a cabo, como en este año,
un proceso revolucionario posterior a los comicios. No era por tanto
una cuestión de condescendencia sino de pura logística e interés…
de supervivencia.



Sin
embargo prevaleció el mantenimiento de las posturas cerradas que no
contemplaban una libertad de acción para sus militantes en cuanto al
voto, sino todo lo contrario, arengando a no contribuir a la victoria
de una coalición en la que la izquierda obrera era presentada como
la gran traidora.

No
era de extrañar por tanto que, por ejemplo para el caso de
Antequera, socialistas y comunistas fueran los principales
destinatarios de los ataques cenetistas en la campaña para las
elecciones de febrero, como muestran los carteles de propaganda
electoral repartidos por la ciudad en esos días: 
 
Obrero
consciente:
Las
izquierdas y los socialistas quieren engañarte pretendiendo pasar
por tus amigos.
Recuerda:
Represión de Figols, persecución de la CNT, encarcelamientos por
Casares Quiroga, tiros a la barriga de Azaña, deportaciones a Bata,
Casas Viejas…
Obrero
consciente, ¡No votes a tus verdugos!
Confederación
Nacional de Defensa del Trabajo”
Obrero
español:
¿Qué
vuestro Jefe será Dimitrof? Sois españoles, ¡No lo toleréis!
Alzaos contra los negreros de Rusia y sus esbirros de España. ¡Os
engañan!
Confederación
Nacional de Defensa del Trabajo”
El
recuerdo más negro de la presencia socialista en el gobierno del
primer bienio republicano, o los llamamientos a la emancipación del
obrero español de los dictámenes de la Internacional Comunista,
constituirían la base argumental de esta central sindical para el
ejercicio de su apoliticismo abstencionista, sin tener en cuenta,
como ya decíamos, aspectos claramente concluyentes con el Frente
Popular como la amnistía de los presos del 34 o el empuje del
Fascismo.
Así
por ejemplo la Amnistía era concebida por unos y otros con claras
diferencias de forma, procedimiento y alcance, defendiéndose desde
el cenetismo una Amnistía Total –incluyendo a los presos por
delitos comunes- por la Fuerza y la Revolución, y no a través de la
vía legal y democrática de la victoria en las urnas del Frente
Popular.
Tampoco
coincidía en unos mínimos con la izquierda aliada sobre la
consideración definida de la amenaza fascista, ni con las formas de
combatirla. Para anarquistas y cenetistas la supresión de la amenaza
fascista solo podía hacerse por la misma vía adoptada por el
Fascismo: la violencia.

Pero
había algo más. Defendían que el Fascismo no era exclusivo de las
derechas, sino que la Dictadura del Proletariado, concebida por éstos
como un “Fascismo Rojo”, era igual de peligrosa que el
totalitarismo fascista, situando pues a derecha e izquierda como
artífices y a la vez subsidiarios de un Estado opresor que en fin
imposibilitaba la definitiva emancipación del proletariado.

Una
concepción que los situaba en el mismo nivel de enemistad con
falangistas, ugetistas, como con los miembros de una izquierda obrera
considerada aburguesada y traidora por su mera participación de un
programa-farsa político que implicaba la perpetuación de unas
instituciones dependientes de lo que entendían como Estado opresor,
y que probablemente pueda explicar por ejemplo los enfrentamientos de
notable violencia que se producen en la Málaga de los prolegómenos
de la guerra civil, con el asesinato entre otros del socialista y
Presidente de la Diputación de Málaga en aquellos días, o de un
joven concejal comunista y dirigente de UGT en el ramo de Pescadería,
a manos de pistoleros cenetistas.

En
definitiva, Amnistía y Amenaza fascista serían tentaciones
embriagadoras de las que el anarcosindicalismo sabría sin embargo
inhibirse para evitar su apoyo tácito al Frente Popular, para ellos
el orquestador del gran engaño al elemento obrero para su captación
de votos a través de estos dos cantos de sirena. 
 
(Para
saber más, en poco tiempo, recomiendo la lectura del recentísimo
trabajo del profesor Roberto Villa García “Obreros, no votéis. La
CNT y el Frente Popular en las elecciones de 1936”, en
Pasado
y Memoria. Revista de Historia Contemporánea,

13 (2014), pp. 173-196)

miércoles, 21 de enero de 2015






Una vida rota en tres pedazos


No
tuvo suerte Adolfo Acosta.




Vivió,
como casi todos, los que debían ser sus mejores años en un tiempo
convulso, y en su caso dedicado además a una profesión que en una
guerra se consideraba “de utilidad pública y necesidad
perentoria”. Practicante, nada menos.

Adolfo
había llegado con apenas 26 años al por entonces anejo antequerano
de Villanueva de la Concepción, donde pronto comenzó a compaginar
su profesión con la de ocasional maestro rural de los hijos de los
dueños de los cortijos de la zona, y entre los que tenía fama de
disciplinado, meticuloso en la metodología y rectitud religiosa.
Siempre
de aquí para allá, sin tiempo para otra cosa que no fuera trabajar,
hasta el punto de que en el pueblo todos bromeaban ya con el hecho de
que no iba a encontrar más novia que la jeringa.

En
estas se las buscaba Adolfo cuando conoció la noticia de una
sublevación fracasada y convertida en guerra que terminó por
removerlo todo.
Toda
la zona antequerana había resistido el primer envite sublevado e
iniciaba sus días como retaguardia republicana. Pronto caería sin
embargo la zona Norte del término. Fuente de Piedra, Humilladero,
Mollina, Antequera, Bobadilla, Alameda y Cartaojal sucumbían en
agosto de 1936 a la aplastante superioridad de unas tropas sublevadas
que, comandadas por el general Varela, buscaban acabar con el
aislamiento en que había quedado la zona granadina desde el 18 de
julio, y que conseguirían justo un mes más tarde.

Conseguido
este objetivo militar prioritario, los ojos se volvían ahora sobre
Málaga capital, punto estratégico de inestimable valor por la
importancia de su puerto, y por la conexión que desde la misma y a
través de su línea de costa se establecía con el Poniente.

Pero
antes era necesario atravesar otra buena parte del término de
Antequera, su zona más septentrional, en la que se encuadraban Valle
de Abdalajís, Villanueva de Cauche y la propia Villanueva de la
Concepción. En una casi perfecta línea recta que conectaba los tres
núcleos, se había asentado desde agosto de 1936 el que en ese
momento era el más importante de los frentes republicanos que
atravesaban la provincia.

Unidades
del Ejército de la República, milicias obreras, unidades
anarquistas y cenetistas lo componían, haciendo frente, no solo a la
diaria amenaza de unas tropas sublevadas que, apostadas a pocos
kilómetros, ya comenzaban a hacer sus primeras incursiones de
reconocimiento, sino de un verdadero éxodo poblacional de gentes
procedentes en su mayoría de la zona sur sevillana, como de los
propios salidos de la zona Norte de Antequera, aterrados unos ante
las violencias que de los moros se contaban, y dispuestos otros a
defender la legalidad de la República a través de las armas.

En
nada de eso pensaba Adolfo Acosta, ensimismado en su en ese momento
único trabajo de practicante –el periodo vacacional de clases
había llegado también a los cortijos de la zona- hasta que una
columna de la CNT, que había tomado el pueblo como campamento base,
lo requirió para que se dedicara en exclusividad a la atención de
heridos y enfermos entre las milicias. Una yegua, requisada a un
vecino para esta tarea, le acompañaría en sus desplazamientos a lo
largo de la línea de frente.

El
final del verano de 1936 no trajo consigo la vuelta de Adolfo a las
clases por los cortijos, ni tampoco el invierno de 1937.

Durante
los primeros días de febrero de este año tropas hispano-italianas
ocupaban la zona Sur del término antequerano, confluyendo sobre la
capital el día 8. Se iniciaba el mayor éxodo poblacional de la
historia de los conflictos bélicos europeos del siglo XX y Adolfo,
miedoso como muchos de las represalias, quedó minimizado en esa
maraña de terror que fue la huida de Málaga a Almería.

Pasó
por Murcia, Cartagena y Barcelona, movilizado por quinta y destinado
a la 94 Brigada de Infantería de Marina, en calidad de practicante,
y operando con esta unidad por los sectores del Segre y Tremps, y
siendo ascendido a Auxiliar facultativo segundo.

Pero
Adolfo quería regresar al pueblo, decisión sin duda acelerada por
la ocupación total de Cataluña, y el 1 de enero de 1939 planeó su
deserción a filas sublevadas, esperando contar su historia y ser
devuelto a casa.
Fue
llevado en cambio a los campos de concentración de Santoña
–Santander- y Escolapios –Bilbao-, hasta llegar a la también
bilbaína prisión de Tabacalera, donde ya en octubre de 1939
esperaba impaciente declarar para iniciar la instrucción de su caso.
Pero
llegaron sin embargo antes los primeros informes de las autoridades
del pueblo, aquellos que lo situaban como
“exaltado
propagandista del Frente Popular”

como de
“ejercer
gran influencia sobre el elemento obrero, para excitarlo”
,
antes de la guerra, así como de, ya en la retaguardia republicana,
robar una yegua y huir del pueblo ante la entrada de las tropas
sublevadas.

Permanecería
en Bilbao hasta marzo de 1940, en que se propone su traslado a
Antequera, y la continuación de un proceso que dos meses más tarde
concluiría con sentencia absolutoria.

En
junio de 1940 Adolfo Acosta vuelve libre al pueblo, sin obligación
de presentarse en ningún cuartelillo de turno, y con el propósito
de retomar a la normalidad de una profesión que de alguna forma no
había abandonado del todo en la guerra. Distinto sería el caso de
las clases en los cortijos, para las que se antojaba difícil que un
juzgado por Auxilio a la Rebelión, a pesar de ser absuelto, pudiera
seguir impartiéndolas.
Por
eso decidió Adolfo cambiar el libro por el cuchillo de matarife, y
acudir a las matanzas de los cortijos que pudieran requerir sus
servicios. Seguramente la experiencia de la guerra le había curtido
en la familiaridad de la sangre a borbotones, y por ahí pudiera
ahora encontrar ahora un dinero extra: abrir heridas en lugar de
cerrarlas.

Sin
embargo no duraría mucho la tranquilidad del retorno para Acosta,
que ve como seis meses más tarde se le notifica la incoación de un
nuevo proceso militar, pero por los mismos hechos por los que ya
había sido juzgado y absuelto.
El
desconcierto de Adolfo Acosta aumentaba además a medida que
aumentaba el número de vecinos con declaraciones inculpatorios sobre
las responsabilidades ya juzgadas, y que solo fueron contrarrestados
por aquellos que afirmaron que el nuevamente encartado siempre tuvo
un comportamiento excelente, y alejado de los excesos cometidos en la
retaguardia republicana.

Probablemente
estas últimas declaraciones influyeran en que en febrero de 1942
fuera decretado el sobreseimiento definitivo del caso, y un mes más
tarde se hiciera efectiva la libertad definitiva de Adolfo Acosta. O
quizás no definitiva…
En
agosto de 1942 Villanueva de la Concepción celebraba las fiestas
patronales en honor a la Inmaculada Concepción. Era el retorno a una
de las principales fiestas del pueblo después de varios años de
absoluta penuria en que éstas habían quedado reducidas a los meros
oficios religiosos y actos de desagravio. Sin embargo este año había
recuperado, siquiera en parte, el tono festivo, y en él también
intentó evadirse Adolfo Acosta.

En
la Taberna de la Viuda había improvisado una actuación una cantaora
de flamenco que había sido contratada por el Ayuntamiento para las
fiestas. Cantaba, acompañada de otros, a solo dos mesas de donde
Adolfo y dos amigos tomaban unos chatos de vino. Pero el ambiente
festivo quedó ensombrecido en el momento en que Adolfo, visiblemente
embriagado, al acercarse a la cantaora para felicitarla, fue empujado
por otro vecino mientras le gritaba
“¡fuera
de aquí, que este no es sitio para sinvergüenzas!”
.

Acosta
salió del bar avergonzado por la afrenta, como enfurecido por el
hecho de haber sido ya dos veces depurada su culpa; una culpa que
también había matado a sus dos hermanos, ejecutado uno después de
serle impuesta pena de muerte, y muerto el otro en el frente,
combatiendo en filas republicanas.

Adolfo
no soportaba más el dolor, y quizás su única forma de mitigarlo
fuera provocarlo en otros. Así entró en la taberna de al lado,
donde la noche antes había dejado su maletín de practicante, y sacó
del mismo el cuchillo que pocos meses antes había comprado en Málaga
por doce pesetas, sujetándolo con el cinto.

Pero
justo cuando salía por la puerta de la taberna de Francisco Lozano
-que reconocería posteriormente haber registrado el maletín
mientras su dueño estaba fuera- lo interceptó y le requirió el
cuchillo, forcejeando con él mientras le decía
“con
este tú no matarás a nadie”
,
a lo que Acosta le respondió
“eso
lo has hecho porque estamos en el Régimen que estamos, que si
cambiara puede que te acordaras de este día”.

Lozano
cogió fuertemente del pecho a Acosta, que tiró el cuchillo y
comenzó a llorar desconsoladamente, pidiendo a Lozano que no lo
denunciara. Lozano rompió el puñal de matarife en tres pedazos, se
lo entregó a Acosta y le dijo que lo llevara inmediatamente ante el
Cabo de la Guardia Civil en el pueblo. 
 
El
18 de agosto de 1942, después de su declaración en el cuartelillo,
Adolfo Acosta quedaba detenido en los calabozos, acusado de asesinato
frustrado y amenazas. De ahí sería trasladado a la Prisión
Provincial de Málaga.

De
nuevo informes y declaraciones desfavorables para el acusado, tanto
las que confirmaban la discusión en la taberna de la Viuda como las
que afirmaban haber presenciado las amenazas a Lozano Hoyos, y a las
que se unían ahora otras que lo situaban
“al
frente de una turba, dando voces de –¡muera la Guardia Civil!-“
,
o afirmando públicamente que vengaría la muerte de sus hermanos.

Por
el contrario, 35 vecinos de la vecina pedanía de Arroyo de Coche,
donde ahora vivía el inculpado avalaban con la firma de su puño y
letra, su
“intachable
conducta, con celo en su profesión, combinada con la de matarife,
así como maestro rural”.
 Quizás
de nuevo las declaraciones contradictorias y el apoyo decidido de una pedanía entera,
“todos
militantes de Falange y de las JONS”
,
influyeran en que en octubre de 1942 Adolfo Acosta fuera puesto en
libertad provisional mientras se completaba la instrucción del
sumario.


Así
hasta el 15 de junio de 1943, en que se decreta orden para su
procesamiento, y justo un año después, en que un Consejo de Guerra
lo condena a 1 año de prisión.

El
25 de junio de 1944 Adolfo Acosta ingresaba en la prisión de Málaga
para cumplir la condena impuesta, obteniendo la libertad definitiva
el 5 de mayo de 1945.

No
volvería sin embargo a Villanueva de la Concepción, fijando su
residencia en el vecino –y a la vez lejano- pueblo de Casabermeja.

 


Adolfo
Acosta Paniagua fue una víctima más de una coyuntura convulsa que
alteró todos los órdenes, políticas y sociabilidades, pero sobre
todo de una atroz represión que estableció su legitimación de la
sublevación en la necesidad de destrucción de un proyecto
republicano demonizado como caótico y violento, y de aquellos que
con ella tuvieron vinculación, aunque fuera solo a partir de una
militancia de base política y sindical.



Una
represión que en el mejor de los casos suponía el arrinconamiento
del sometido, la anulación de su capacidad política, y una
marginación social en la que no solo contribuyeron las autoridades
con sus informes desfavorables.
Por
ello el caso de Adolfo Acosta es el de muchos otros que sumaron a la
represión física que era la privación de libertad, el escarnio
cotidiano de una parte de la comunidad vecinal vigilante y
parapolicial, que apartaba y vituperaba al débil, a ese
“sinvergüenza”
de esa otra
España atentadora
contra el Orden, la Patria, la Religión; la
anti-España
de influjo
soviético; la apátrida; y sobre la que volcaba su delación por
venganza, ansia de ascenso hacia una España de vencedores, e incluso
miedo y supervivencia.

De
ahí que aumenten, a medida que se suceden nuevos procesos, las
declaraciones desfavorables, o aquellas otras que, siendo requeridas
para juzgar nuevos hechos, vuelven a hacer referencia a los ya
juzgados y sancionados. Todas ellas son valoradas con un rasero muy
diferente a aquellas que –raramente- representaran exculpación y
descargo para el inculpado, pues en el trasfondo permanece un ansia
represora insaciable que influiría indeleblemente sobre las
actitudes ciudadanas ante el Franquismo, ante sus propios vecinos, y
en las formas de sociabilidad establecidas entre todos ellos en estos
primeros años del Terror. 


(Toda la información extraída del sumario 5865/42, y que se conserva en el Archivo del Juzgado Togado Militar Nº 24 de Málaga) 

viernes, 8 de agosto de 2014






La Justicia –injusta- de Franco ¿el Bueno?


Los historiadores Francisco Espinosa y José María García Márquez vienen a señalar en su último trabajo, Por la Religión y la Patria. La Iglesia y el golpe militar de julio de 1936
(Barcelona, Crítica, 2014) que el establecimiento de los tribunales
militares franquistas en el contexto inmediato a la ocupación sublevada
de Málaga en febrero de 1937, y la consiguiente proliferación de los
procesos militares –con sus consejos de guerra-, constituía un soporte
más en la estrategia rebelde de legitimación y justificación de la
barbarie, en este caso a través de la regulación –ficticia, por
supuesto- del terror.
Pero en este inicio de una nueva fase, la del terror frío que coincidía con la anterior, la caliente
de los bandos de guerra, en que por encima de todo se trataba de un
terror calculado, no solo se buscaba legitimar las diferentes
manifestaciones de la violencia política extrema, sino hacerlo en base
al mito de Franco el Bueno, que sostenía que cuando el dictador
supo de la vorágine de violencia que se estaba produciendo, puso en
funcionamiento una maquinaria de justicia regulada, que evolucionaría
posteriormente en una proliferación progresiva del número de indultos.
Sin embargo éstos llegaban las más de las veces tarde, con el incoado ya
procesado, condenado y ejecutado. Era entonces cuando el discurso
justificativo sostenía que Franco albergaba sentimientos de voluntad y
amor que le conducían a su intención de perdonar… pero desgraciadamente
chocaba, la mayoría de las veces, con la burocracia del resto de hombres buenos que rodeaban a su caudillo.
Esta representación ficticia de justicia justa fue sin embargo, y como
tantas otras actitudes del Franquismo, asimilada y abrazada sin reservas
por esa parte de la comunidad afín, de la comunidad de los vencedores,
de la nueva buena sociedad española que, desde la aquiescencia y el
pleno alineamiento, como del apoyo incondicional, celebraron la
consecución exitosa a partir de julio de 1936 de todo el proceso
conspirativo nacido como contestación a una etapa republicana presentada
como caótica.

De la misma forma, junto a este nuevo éxito interno del Franquismo, los
consejos de guerra con los que se dotaba de cuerpo jurídico a la
represión, constituían para el Régimen una manera de mostrar al exterior
que en la España nacional no existía ya un terror incontrolado, sino
una aplicación ecuánime de la justicia frente a un enemigo brutalizado y
demonizado como artífice y protagonista del Terror Rojo.
Así menciona Peter Anderson, en su capítulo de una obra también muy
reciente, “Escándalo y diplomacia. La utilización de los consejos de
guerra para mantener la represión franquista durante la guerra civil”
(en Peter ANDERSON y Miguel Ángel DEL ARCO BLANCO (eds.): Lidiando con el pasado. Represión y memoria de la guerra civil y el franquismo,
Granada, Comares, 2014) que los resultados de los procesos militares
constituyeron una estrategia diplomática de legitimación internacional
del Franquismo, con el objetivo de evitar el cuestionamiento a partir de
la ocultación de una realidad trágica.
Sea como fuere, la justificación y la legitimación traerían aparejadas
otras acciones de identificación y movilización, que contribuirían a
alimentar esa visión dicotómica e irremediablemente antagónica de
España.


Esta contraposición de la comunidad cohesionada en torno a Nación,
Patria, Tradición y Fe Católica frente a otra castigada y apartada,
dicotomía estereotipada y polarizada de vencedores y vencidos, llevó
implícito un proceso de identificación de actores protagonistas, que se
completaría con la captación, localización y encuadramiento de los
apoyos sociales, fundamentales para su puesta en funcionamiento, pero de
los que desde luego, y para el caso que nos ocupa en este post,
destacan aquellos que desarrollen una participación en la represión, ya
sea como integrantes de los nuevos y remozados poderes fácticos, y por
ello integrantes y estrechos subalternos del poder, como desde abajo,
pero siempre a través del nexo común de la denuncia, la delación y el
señalamiento.


Una actitud en el caso de estos últimos que podía conllevar los méritos
suficientes para entrar a formar parte de lo que Francisco Cobo, en el
trabajo que coordina bajo el título La represión franquista en Andalucía. Balance historiográfico, perspectivas teóricas y análisis de resultados (Sevilla, Centro de Estudios Andaluces, 2014) ha denominado como “casta de vencedores”,
como de aquellos que experimentaron el tránsito desde la comunidad del
dolor y la muerte a la de la victoria y el castigo, y que ejercerían una
colaboración entusiástica como vengativa por los sufrimientos
–persecución y muerte- de ellos como de sus seres queridos, durante la
retaguardia republicana.

Y, por qué no decirlo, de aquellos que, bien por no generar sospechas de
tibieza, por interés económico, laboral, social o político en esta
nueva coyuntura, e incluso por miedo en el sentido de garantizar la
supervivencia, llevaron a cabo actitudes de participación y colaboración
en la represión.



El caso es que, como señalan Gutmaro Gómez y Jorge Marco en La obra del miedo: violencia y sociedad en la España franquista (1936-1950) (Barcelona, Península, 2011) “hombres
y mujeres, jóvenes y ancianos, viejos militantes y nuevos oportunistas
encontraron una buena coyuntura para ajustar cuentas con el pasado y
sentar las bases del futuro”
. Sobre ellos pues había vuelto sus ojos
el Régimen, y sobre ellos se apoyarían los tribunales militares para
legitimar la violencia sobre los vencidos, a través de sus denuncias y
sus testificaciones, permitiendo que, como afirman Anderson y Miguel
Ángel del Arco, éstos “jugasen un papel importante en los procesos” (Peter
ANDERSON y Miguel Ángel DEL ARCO BLANCO: “Lidiando con el oscuro pasado
de España”, en Peter ANDERSON y Miguel Ángel DEL ARCO BLANCO (eds.): Lidiando con el pasado. Represión y memoria de la guerra civil y el franquismo, Granada, Comares, 2014).


Era este desde luego uno de los objetivos del Régimen: conseguir la
implicación de la población, enfocando cada acción, por nimia y
cotidiana, a la lucha por España, y de paso haciendo ver al pueblo la
importancia de su papel en un proceso trascendental de palingenesia, a
través de lo que David Alegre Lorenz señala como un “entusiasmo activo y militante”
(David ALEGRE LORENZ: “Formas de participación y experiencia política
durante el primer franquismo: la pugna por los principios ordenadores de
la vida en comunidad durante el periodo de entreguerras (1936-1947)”, Rúbrica contemporánea, V. 3, 5, 2014)



Esta participación de una parte de la comunidad en el desarrollo de los
procesos militares, y que pretendía mostrarse interna y externamente
como voluntaria y espontánea, otorgaba si cabe más fuerza a la
estrategia legitimadora del Régimen a su acción. El pueblo participa,
junto a los legítimos poderes que sostienen y coadyuvan a la
consolidación del Nuevo Estado, en la impartición de justicia.

Un importante cometido que sin embargo, sería manipulado y solapado
conscientemente cuando el desarrollo de los procesos militares se
orientara peligrosamente hacia cauces de verdadera justicia, y no de
aquella que pretendía establecer el Régimen conforme a su interés de
aniquilamiento y corte desde la raíz.



Afirmaba Julia Artacho, sobrina del farmacéutico del municipio malagueño
de Cuevas Bajas asesinado en los días de retaguardia republicana en la
zona de la cercana Antequera, que su denuncia contra los vecinos
cueveños Antonio Matés y Francisco Guillén, por su presunta
participación en la mencionada muerte, no respondía a fines de venganza
sino de justicia.

Una justicia que desde luego el tribunal militar adscrito al Juzgado 12 de Málaga no iba a dudar en aplicar de forma diligente.

Matés, Presidente de la Casa del Pueblo durante el Frente Popular, y
señalado de haber utilizado su peluquería como centro de reunión y
debates de extremistas de izquierda, y Guillén, Secretario de la
Sociedad Agrícola del pueblo y responsable de Abastos en el Comité de
guerra, se enfrentaban a un proceso de final predecible, sobre todo tras
la acusación de implicación directa en asesinato.

Así lo corroboraba el atestado instruido por la Guardia Civil tras la
detención de ambos, añadiendo su responsabilidad en los sucesos de
octubre de 1934, o su exaltado propagandismo de izquierdas y, en última
instancia, su participación activa en la jornada de votación de febrero
de 1936.

Sin embargo, el giro en el proceso se produce cuando comienzan a
sucederse informes muy favorables al comportamiento de ambos, y
procedentes incluso de aquellos cuyo testimonio acusador resultaría
definitivo para la orientación trágica de la sentencia.
Así Francisco Márquez, sacerdote natural de Cuevas Bajas y profesor en
el Seminario de Málaga declararía hasta en tres ocasiones, y “en honor a la verdad y defensa de la justicia”, que logró sobrevivir a “una muerte segura”
gracias la protección de los acusados, que arriesgarían su propia vida
para, en colaboración con un Guardia de Asalto, ocultarlo en una casa de
la capital malagueña.

La misma protección afirmaron haber recibido dos religiosas del convento
de las dominicas de Antequera, como un matrimonio natural del pueblo y
que residía en Málaga, o una ayudante de modista que trabajaba en la
ciudad antequerana, y que asimismo afirmó como intercedieron para que el
cura párroco de Cuevas Bajas fuera respetado y permaneciera en el
municipio.


El Juez Municipal, el Jefe Local de Falange o el Alcalde se sumaron a
los testimonios exculpatorios para los detenidos, recalcando su buen
comportamiento y su actitud de condena a las acciones de violencia
desarrolladas en la retaguardia.
La contrariedad es manifiesta entre los que asistían a un cambio en el
rol de los hasta ese momento acusadores. Solo la actitud del cura
párroco parecía seguir el guión; ese que llevaba a los representantes
locales de la Iglesia católica a mimetizar los informes de conducta
redactados por comandantes de puesto de la Guardia Civil, jefaturas
locales de Falange, jefaturas de Investigación y Vigilancia, o
alcaldías, es decir, a transcribir acusaciones sobre unos hechos que en
la mayoría de los casos no habían presenciado, y sobre los que por tanto
no tenían constancia fidedigna de ejecución por parte de aquellos a los
que acusaban; ese que de paso llevaba a no corresponder el favor
recibido.


Cuando en el Franquismo la realidad alejaba al represor de su objetivo,
la ambigüedad y la manipulación se convertían en alternativas
especialmente eficaces para la aplicación del castigo.



Así reconoce el cura el comportamiento protector de los detenidos, como
su mediación ante el resto de componentes del Comité, pero el
razonamiento del religioso es pasmoso al concluir que ello “demostraba la influencia y ascendencia que sobre el jefe marxista tenían para conseguir esos permisos”.
Tampoco quedan atrás en la escala del absurdo sus garantías para
demostrar la participación de los acusados en el asesinato del
boticario, al señalar que “son hechos que no puede probar, pero que presupone como lógico por ser los detenidos miembros del Comité”.


Por la misma línea discurre el atestado final de la Guardia Civil al
sostener que tenía constancia que el principal protector de los
perseguidos no fue ninguno de los encausados, sino el Guardia de Asalto
desconocido, o que en caso de que se hubiera producido realmente la
protección, “esta carecía de mérito porque Matés es primo del sacerdote”.

La protección y el respeto a la vida carecían de mérito cuando traslucía
el parentesco, y en todo caso no representaban sino una muestra más de
cercanía a los ejecutores de la violencia.

Razonamientos
irrefutables… y desde luego suficientes para que el Juez instructor
obviara en su Auto-resumen cualesquiera de los testimonios
exculpatorios, como para que los miembros del Consejo de Guerra reunido
el 27 de septiembre de 1937, condenaran a Matés y Guillén a un delito de
Auxilio a la Rebelión y Rebelión Militar, respectivamente, y a una pena
de 12 años y 1 día y Reclusión Perpetua.
Pasarían respectivamente, y tras varias conmutaciones, cinco y once años
en cárceles como la Prisión Provincial de Málaga o la Colonia
Penitenciaria del Dueso, y quedarían adscritos tras su liberación a ese
otro régimen de presidio de muros y rejas invisibles que era la Libertad
Vigilada.
No había triunfado por tanto la verdadera justicia que reclamaba la
sobrina de Esteban Artacho, ni la que intentaron a través de sus
declaraciones vecinos y poderes, sino la actitud vengativa y
aniquiladora del Régimen, que era lo más parecido y cercano a la
justicia de Franco el Bueno.  



viernes, 6 de junio de 2014






El último cigarro





Rafael
Palacios Luque, el Chavero, era a pesar de sus 35 años un hombre viejo
que había perdido su juventud, sus mejores años, como tantos otros, en
la guerra.
Miembro
de las Juventudes Socialistas, había formado en las semanas de
retaguardia republicana antequerana parte del Comité de Incautación de
la más conocida fundición de toda la comarca, de la que era trabajador,
desarrollando sobre todo labores de dirección de blindaje de camiones
para el frente.
Tras
la ocupación de Antequera, a mediados de agosto de 1936, se alistó en
el Batallón Lenin, dando sus primeros pasos en esta nueva etapa como
integrante del Ejército Republicano en el anejo de Villanueva de Cauche,
donde sería ascendido a cabo y enviado, tras la ocupación de toda la
provincia malagueña en febrero de 1937, y ya como sargento, a los
frentes de Pozoblanco, Teruel y Levante.
Tras
el final de la guerra es detenido en Alicante e ingresado en el campo
de concentración de Albatera, de donde es enviado a Antequera,
ingresando en prisión, y condenado por consejo de guerra de junio de
1939 a la pena de muerte.
Entre
las prisiones de Antequera, Archidona y Málaga transcurren los años de
Palacios Luque, hasta que en 1943, pocos meses después de que en mayo le
fuera conmutada la sentencia impuesta por la de 12 años y 1 día, es
trasladado al destacamento penal de Chozas de la Sierra -a la postre
primera ubicación de la cárcel de Soto del Real- y como uno más de
tantos miles de republicanos vencidos a los que solo se permitió el
acceso a la
Nueva España por
la puerta de la reconducción, la re-educación y el sometimiento a
través de la explotación laboral y la mano de obra esclava, en su caso,
participando en la construcción de la línea férrea que terminaría
conectando de forma directa Madrid y Burgos.
Pero
no parecieron ser suficientes para Rafael, ni su labor en la
retaguardia republicana, ni su papel en el frente, ni desde luego el
tránsito punitivo sufrido después de terminada la guerra y en los años
siguientes, y tras un periodo de opacidad informativa, y que nos ha
impedido saber si obtiene la libertad vigilada después de su estancia en
el destacamento penal madrileño, o escapa del mismo, Rafael campa en el
verano de 1945, protegido por los montes que rodean la zona Sur
antequerana, como un hombre de la Sierra, sitiado de una forma cada vez
más asfixiante por las batidas de la Guardia Civil que desde hace meses
le acechan, pero sobre todo a partir de los primeros días de agosto,
cuando se atribuye a su “partida” el asesinato de un cabo de la Guardia
Civil de un municipio cercano.
Le
acompaña en su huida José López Quero, del que no suponemos más que su
relación con el Chavero debió fraguarse al calor de la desesperación y
la huida en un punto de encuentro y sin retorno.
El caso que ambos habían pasado a engrosar la nutrida lista de aquellos vencidos y represaliados que,
desde la clandestinidad en el interior de las cárceles, o como éstos a
través del fenómeno maqui, desarrollan un claro rechazo al Franquismo,
en este último caso, radical y público, y que desde luego generará,
hasta su erradicación a principios de la década de los Cincuenta del
siglo pasado, graves problemas de estabilidad a un Régimen que volvía a
valerse de la misma estrategia que ya empleara para sustentar su proceso
aniquilador sobre el proyecto republicano: demonización y brutalización
del enemigo, y equiparación de la lucha guerrillera antifranquista con
el bandidaje, la delincuencia común y el terrorismo.
Como criminales serían por tanto perseguidos Palacios Luque y López Quero, obviando por el contrario su adscripción a un movimiento
de resistencia guerrillera antifranquista en Andalucía, desarrollado
desde el propio estallido de la sublevación y la progresiva ocupación
rebelde de los territorios leales a la República, y hasta poco después
de recién entrada la década de los Cincuenta del siglo pasado.
E
igualmente como criminales serían represaliados, constituyendo ésta un
terreno que, dentro del estudio del maqui andaluz, aún aparece cubierto
de maleza, fundamentalmente por la escasa información compilada, tanto
procedente de la documentación de archivos, como por la derivada de los
testimonios recogidos como parte de la investigación desde la Historia
Oral.
Efectivamente
el silencio en torno a la represión sobre el maqui –que no ya sobre su
creación, trayectoria y actitudes de resistencia, amplia y
brillantemente estudiadas- supone de alguna forma la prolongación del
éxito de un Régimen que establece que
“tan importante como combatir la guerrilla, era que los españoles no supieran de su existencia”
En
este sentido, el conocimiento sobre el desenlace de los protagonistas,
en sus diferentes grados e intensidades –así se trate de guerrilleros,
enlaces, familiares o vecinos- de esta variante de la resistencia
antifranquista, y su coexistencia y concatenación con la represión
sublevada y franquista, fundamentalmente en cuanto a la cuantificación
de las víctimas, sigue a día de hoy cubierto de esa maleza que opaca uno
de los aspectos más importantes del conflicto civil español del pasado
siglo, y que tendrá en Andalucía a uno de sus principales escenarios,
sino el que más, por encima de otras como Asturias, León o Galicia.
Sobre
este alcance de la represión sobre movimiento guerrillero
antifranquista en Andalucía hemos ahondado recientemente a través de un
proyecto colectivo próximo a ver la luz, y en el que analizamos la
evolución crono-espacial del fenómeno en los dieciséis años que componen
su transcurso desde el inicio de la guerra y hasta la erradicación de
esta resistencia, pero con dos periodos bien diferenciados, 1936-1944 y
1945-1952, marcados respectivamente, por el encuadramiento de los
huidos del Franquismo y por la llegada a España de guerrilleros con el
encargo de organizar la resistencia guerrillera en nuestro país en sus
diferentes focos.
Y
por supuesto un proceso represivo cuyo análisis entraña un complejidad
añadida, sobre todo en cuanto a la cuantificación de sus víctimas, ya
que como sabemos la acción del maqui no se reduce a los que resisten
apostados en las sierras andaluzas, sino que su duración y éxito, y
hasta su proceso de decadencia y desmantelamiento, no se entiende sin la
muy valiosa participación de los llamados
guerrilleros del Llano,
es decir, de la implicación de la población civil, fundamentalmente la
de su entorno geográfico y vital, componiendo un magma en el que
familia, vecinos y amigos actúan en muchos casos también como
sufragadores en parte, confidentes e informadores, en definitiva como
enlaces de los guerrilleros de la realidad de un
Nuevo Régimen en construcción.
De
los 715 guerrilleros que el investigador almeriense Eusebio Rodríguez
Padilla establece como pertenecientes al Ejército Guerrillero de
Andalucía –y que constituyen a su vez aproximadamente un 9% de los 8.000
que el profesor Jorge Marco establece para toda España- tenemos
constancia de que casi un 52% pagaron con su vida su pertenencia a las
guerrillas andaluzas.
De éstos, 141 –un 38,11% del
total de muertos registrados- morirán como consecuencia del
enfrentamiento directo con la Guardia Civil, 159 –un 42,98% del total-
sucumbirán ante los disparos de este Instituto Armado como de la
Policía, en un proceso que no es resultado del enfrentamiento directo
con éstos, sino de factores que guardan proporcional relación con la
proliferación de deserciones y traiciones, las presentaciones y entregas
ante la Guardia Civil de ex-guerrilleros, y su posterior participación
como guías o
prácticos del
terreno, así como miembros de las conocidas como Contrapartidas, y que
resultan fundamentales en la erradicación de las progresivas partidas
de guerrilleros. También como consecuencia de la aplicación sobre los
maquis detenidos de una manipulada Ley de Fugas.
Relacionado también con esto, y como consecuencia de un cada vez mayor clima de desconfianza y desesperación, 32 guerrilleros
–un 8,65%- morirán a manos de sus propios compañeros; 29 –un 7,84%-
serán ejecutados, tras cumplirse la Pena de Muerte impuesta por
Tribunales Militares tras su detención, y 9 –un 2,43%- terminarán, o
muriendo de enfermedades que en la Sierra eran imposibles de ser
atajadas, o incluso optando por la vía del suicidio ante el
acorralamiento.
Rafael
y José tomaron este último camino, el que discurre por senderos de una
tragedia hiperbolizada, una mañana de agosto cuando, asediados por una
batida de la Guardia Civil que los perseguía desde las sierras que
separan Antequera y Málaga, se parapetaron en una de las cuadras del
cortijo de La Higuera.
Allí
pasaron la noche, en un silencio solo roto por las voces que ordenaban
su entrega, quizás planeando una fuga inútil, o actualizando a los
acontecimientos de ese día dos notas de suicidio que consigo llevaban
redactadas desde hacía semanas.
A la noche silenciosa siguió un amanecer igualmente mudo y que animó a los guardias civiles a ejecutar el asalto final.
Cuando
entraron en la cuadra, los cuerpos de Rafael y su no se sabe dónde
encontrado compañero José, oscilaban colgados por cuerdas de los
cabestros que esa noche fueron, en las caballerizas, sus compañeros de
patíbulo; dos cuerpos cubiertos de ropa caqui, boina bilbaína y botas
enterizas de elástico, y con sendas roturas en el bolsillo izquierdo de
sus camisas, y que invitaban a pensar que eran resultado de arrancar las
estrellas rojas de cinco puntas que en otro tiempo las adornaran.
Y
junto a éstos, en el suelo y amontonados, dos carteras, dos cinturones,
una fotografía de un niño pequeño, dos peines, un lapicero, una navaja,
una funda de arma corta y varias cuchillas de afeitar, todo hecho
añicos.
Solo
dos notas, perfectamente visibles, se habían salvado del destrozo; las
mismas que servían de declaración de intenciones de los dos finados, y
su último aliento reivindicativo. Ambas, firmadas por Rafael y José,
pero cada una de ellas escrita por cada uno de ellos, en una manera de
mostrar cómo la muerte es, en definitiva, un ejercicio íntimo.
Así decía la de José:
Casa
de la Traición, 8 de julio de 1945. Indeseables civiles, nos habéis
pillado por un traidor que hasta, según ustedes, os dijo que nos
habíamos afeitado, y en vista de que nuestra salida está cerrada, pues
no queremos que las balas de los traidores nos hieran, porque podemos
saltar la pared, pero antes de ser heridos, somos muertos, y vuestra
declaración que la dé el cabo de Alfarnate a vuestra puta madre, a ver
si dentro de pocos días esperemos que os juntéis con nosotros, cobardes,
asesinos. Así matáis a los hombres. Mirad con qué sonrisa mueren los
comunistas. Viva Stalin. El que escribe, José López Quero. R. Palacios
Luque”
.
Y así la de Rafael:
¿Cómo,
miserable Teniente, tienes el cinismo, sabiendo nosotros lo criminales
que sois, que salgamos brazo en alto, que no nos ocurrirá nada? Tomamos
esta determinación porque no estamos armados, y sin salida posible, ya
que para dos hombres más valientes que todos vosotros, traéis más fuerza
que si fueseis a tomar Moscú. Viva Rusia, Viva Stalin. R. Palacios y
José López”.
Aparecía escrita esta última aprovechando el anverso beige de un librito de papel de arroz de Smoking,
bombardeando seguramente sobre la cabeza de los guardias civiles la
imagen de un Rafael Palacios que, mientras apuraba las caladas de su
último cigarro, dejaba escritas sobre un cartón las líneas que
presentaban la muerte auto-infringida como sublimación de la dignidad,
purificación de la traición y última victoria de la resistencia
republicana frente al Régimen traidor y sus agentes.

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