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El evangelio del Tíbet
ÁLVARO BERMEJOPRIMERA PARTE
ADN de Cristo
0
Primavera de 1947, en la Palestina del protectorado Británico,
mientras las milicias árabes y judías batallan por el dominio de
Jerusalén y la región entera vive una guerra civil encubierta, un joven
beduino busca una cabra perdida entre los riscos de Qumrán, un paraje
desértico en las cercanías del Mar Muerto. Hace un calor seco, de zarza
ardiente: las piedras humean, y hasta el canto de las chicharras abrasa
la piel. Seguro que la maldita cabra ha enfilado el laberinto de
cavernas que horadan la montaña. Las cabras de Qumrán son muy testarudas
cuando olfatean una brizna de hierba o un rastro de agua, casi tanto
como los beduinos cuando tratan de recuperarlas. Una vez en la cima del
risco, el joven arroja unos cuantos guijarros por las grietas más
profundas. Sabe que la montaña está hueca, y con un poco de suerte el
eco de los guijarros asustará al animal, que acabará saliendo a la luz
por el hueco más inesperado. No obstante, el sonido que llega del fondo
de la sima no es el habitual. Una de las piedras parece haber golpeado
un objeto de barro, una tinaja o un ánfora. «¡Que el Perro me lleve!
—exclama el cabrero—. ¡Tal vez allá abajo me espera el mismísimo tesoro
de Suleimán!» Al momento lía su keffiyah como una soga y se descuelga
por la estrecha garganta. «Todo sea por el tesoro de Saladino», se dice
un instante antes de dejarse caer, porque su keffiyah no da para más. Al
menos cae de pie, sin romperse la crisma. Al dar el primer paso nota
que se ha torcido un tobillo, pero no se queja: lo que acaba de iluminar
su candil le deja sin palabras. La garganta se abre en una gran cavidad
abovedada donde hay, no una, sino decenas de tinajas negras y rayadas,
de las que se utilizaban en tiempos antiguos para los sacrificios. El
beduino se precipita a abrir la más voluminosa. Le cuesta abrazarla,
tiene que emplear toda su fuerza. Esta pesa, masculla prometiéndose un
botín digno de un rey. Cuando al fin consigue volcarla, sin embargo, de
su boca sólo se vierte un amasijo de cueros raídos y anudados con
filacterias. Una tras otra las va volcando todas, cada vez más
decepcionado: las tinajas no encierran joyas preciosas, ni ornamentos
regios, ni una bolsa de siclos de oro, ni un mísero denario. En su
interior sólo se amontonan ajados pergaminos, que se deshacen como
telarañas polvorientas al tocarlos. Valía más su cabra, que al fin
apareció enredada en las ramas de un espino, no muy lejos de la sima.
«¡Tú tienes la culpa de todo!», le espetó, golpeándola con uno de
aquellos rollos y llevándosela hasta la jaima del jeque de su tribu, él
cojeando y ella a rastras. El viejo jeque pensó lo mismo que el joven
cabrero: «Esto no vale nada». «¿Pero si sólo eran pellejos sin valor —se
preguntó luego—, por qué se tomaron la molestia de esconderlos?» No
tenían nada que perder llevando aquella
maloliente reliquia a la Universidad Hebrea de Jerusalén:
conocía bien la extraña forma de pensar de aquellos sionistas. Quién
sabe si ellos les encontrarían un significado o incluso un valor, por
peregrino que fuera. Por supuesto, el funcionario bostezante que lo
archivó en una bolsa de plástico ni sospechó —mejor dicho, ni se molestó
en sospechar— que aquel rollo contenía un libro completo del profeta
Isaías escrito en tiempos de Cristo. «Sí, es viejo —le dijo por toda
explicación al jeque, que parecía más viejo aún, y sin embargo no se
ofendió—, estas letras que se deshacen huelen a más de mil años.» Pero
ni el beduino, ni el jeque, ni el funcionario hubieran imaginado jamás
que lo que había pasado por sus manos se iba a valorar como uno de los
mayores hallazgos culturales y religiosos del siglo XX. Y menos aún que
ese pergamino polvoriento que no valía el vellón de una cabra iba a
originar una auténtica revolución.
1
Sólo que, para que eso sucediera, tuvieron que pasar veinte años
más. Y naturalmente, mi amigo Manuel y yo tampoco lo sabíamos. En la
Primavera de 1967 Manuel Nájera era un joven y brillante arqueólogo
español que acababa de llegar al campo de excavaciones de Nablus, y yo
sólo un periodista destinado en aquel manicomio cisjordano, a la caza de
un titular que me valiese un Pulitzer. Lo tenía difícil. La crónica de
todos los días se repetía como el canto del muecín en la Explanada de
las Mezquitas, agónica, vengativa, indestructible. Más comunicados de
los mil frentes de liberación, nuevas crisis de los sucesivos gobiernos
provisionales, y de vez en cuando un buen bombazo para dar la razón a
los profetas del desastre. Menos mal que todas las noches encontrábamos
un hueco para otra música. Después de una ducha, me ponía un caftán al
estilo de George Harrison, y con eso y el carné de prensa, me dejaba
caer por el elegante hotel Semiramis, más elegante tras el cerco de
sacos terreros que protegían el bar del lobby. Allí, Manuel Nájera y una
terna de locos prematuramente alopécicos y bastante miopes, aunque
todos con un whisky largo en la mano —los expertos de la comisión
internacional instituida para descifrarlos—, escenificaban cada día su
batalla particular en torno a esos pergaminos que extraían a manos
llenas de las cuevas de Qumrán y que pronto serían conocidos en todo el
mundo como los Rollos del Mar Muerto. La polémica estaba centrada en la
posibilidad de que tales manuscritos pertenecieran a una escisión de la
secta de los esenios, que debió de establecerse en aquellos parajes con
el fin de crear una comunidad más estricta, la comunidad de la Nueva
Alianza, cuyo misticismo mesiánico no era incompatible con la guerra
santa contra la ocupación romana, como los zelotes que se suicidaron por
centenares en la fortaleza de Masada al verse cercados por las legiones
del César. Fuesen esenios o zelotes, lo cierto es que los propietarios
de aquellos pergaminos los abandonaron precipitadamente tras la gran
sublevación judía contra Roma, y este hecho fijaba como fecha última de
los manuscritos el año 68 d.C. No obstante, a medida que la datación de
los rollos iba retrocediendo en el tiempo, del 60 al 50, del 30 al año
cero, y aún más atrás, la información oficial pasó a suministrarse con
cuentagotas. Y es que, de pronto, allá en Qumrán, había aparecido la
figura de un enigmático Maestro de Justicia, al que la comunidad llamaba
literalmente Mesías, que fue perseguido, torturado y crucificado. En
torno a él se sentaban los Doce Mejores y su ceremonial consistía en un
banquete comunitario muy parecido a la Última Cena, donde se consagraban
el pan y el vino. Algunos investigadores no pudieron callar lo que
otros ocultaban: que aquellos
textos dibujaban un personaje muy similar a Jesús de Nazareth y
una doctrina que podría haber inspirado al mismo Cristo. En los textos
de Qumrán del siglo I a.C. ya aparece la idea de un mesianismo
sacerdotal, la expresión Hijo de Dios y hasta formas literarias como las
Bienaventuranzas. Estas afirmaciones, en apariencia nada iconoclastas,
fueron interpretadas como una profanación por los arqueólogos católicos,
pues entendían que devaluaban la excepcionalidad de Cristo y de su
misión divina. Por aquel entonces, el papa Juan XXIII acababa de
exculpar oficialmente a los judíos de la muerte del Redentor. Sólo así
se explica que el gobierno de Tel Aviv se mostrara tan complaciente con
las exigencias del Vaticano: tras el primer escándalo, en apenas unas
semanas, se produjo una purga no menos escandalosa en la comisión
internacional. Todos los paleógrafos no creyentes fueron excluidos, los
disidentes silenciados, y los más incontrolables, invitados a abandonar
Tierra Santa. El británico John Marco Allegro era uno de ellos, un tipo
tan extravagante como Manuel Nájera y, como él, toda una autoridad en
temas semíticos tras la publicación de sus tesis sobre los Oráculos de
Balam y el Libro de los Números.
2
Estos hechos ocurrían en el año en que se desencadenó la fulminante
Guerra de los Seis Días, cuando Egipto perdió la península del Sinaí. Yo
fui otro figurante en la coreografía de periodistas que asistió al
regreso triunfal de las tropas judías. Los carros de combate entraban en
Jerusalén engalanados con palmas y ramas de olivo, y la muchedumbre
aullaba a su paso como si se tratara de los ejércitos del rey David.
Según saltaban de los blindados, sin quitarse sus uniformes de campaña,
pero cambiándose el casco por la kipá ritual, oficiales y soldados se
dirigían al Muro de las Lamentaciones con las ametralladoras todavía
calientes para dar gracias a Yahvéh. Se sentían ungidos por el dios
vengador del Antiguo Testamento, protector de su pueblo y exterminador
implacable de sus enemigos. La respuesta les estaba esperando en Qumrán.
Y se hizo universalmente pública cuando Allegro, que se había negado a
abandonar Palestina, salió de la cueva número cuatro con un fragmento
que en adelante sería conocido con el nombre de Q4 Therapeia, y cuyo
texto, sobre la unción de los enfermos, permitía esbozar la conjetura de
que aquel Maestro de Justicia de la comunidad de la Nueva Alianza —¿tal
vez el mismo Cristo?— ungía a sus discípulos con su propio esperma.
Aunque hoy se haya olvidado todo, los ríos de tinta que corrieron en
torno a aquel despropósito hubieran bastado para fertilizar el desierto
de los profetas. Apenas un año después, Allegro publicó una obra
definitivamente explosiva, El hongo sagrado y la cruz, en la que sugería
que Cristo pudo no haber existido como realidad histórica, sino que se
trataba de una imagen provocada en la mente de sus discípulos por los
efectos de un alucinógeno, el fungus Christus u hongo Cristo, un
derivado de la amanita muscaria. No sólo el Vaticano y el rabinato, sino
también las instituciones académicas más prestigiosas del mundo,
cayeron sobre él como un huracán de condenas retronantes. Pero no
evitaron que su obra se convirtiera en un best seller, y su figura en la
de un divino maldito que aparecía en las portadas del Time y competía
en popularidad con Neil Armstrong, Muhammad Alí o los Rolling Stones. No
recuerdo si era Sticky fingers o Exile on Main Street lo que sonaba en
el bar del hotel Semiramis aquella noche. Neil Armstrong acababa de
pisar la superficie de la Luna, Muhammad Alí volvió a ganar el
campeonato del mundo en siete asaltos y la insolente voz de Mick Jagger
ardía entre los hielos de dos Jack Daniels, pero mi amigo Manuel Nájera
tenía mucho que contar acerca de la locura de John Marco Allegro. El
hongo Cristo nunca le pareció otra cosa que un delirio concebido bajo
los efectos del LSD. Pero aquella otra historia referente al Maestro de
Justicia y a sus unciones
rituales podía contener la clave. ¿La clave de qué? La clave de
un misterio donde se fundían toda la literatura acerca de la sangre que
se vertió en el Santo Grial y un manantial de fuerza cósmica muy
superior a la que propulsaba las turbinas del Apolo XI. —Te hablo de la
fuerza primigenia que conecta al hombre con las estrellas. El Big Bang
comienza aquí, en este desierto y en este trozo de cuero. Créeme, ésta
sí que va a ser la historia más grande jamás contada... Me lo decía
Manuel Nájera. Todo el mundo le consideraba un hermeneuta riguroso que
no se permitía fantasías, y mucho menos esa clase de frivolidades. Mi
gesto de sorpresa y asombro me delató. —No, Álvaro, no me mires así
—continuó—, sé muy bien lo que digo. Llevo cuatro años dándole vueltas a
ese rollo 4Q Therapeia. Está escrito en arameo antiguo y con una
caligrafía confusa —tomó bruscamente una servilleta de papel y comenzó a
garabatear sobre ella, un recurso que empleaba a menudo—. Ya sabes que
en esta lengua las vocales no se escriben y las palabras no aparecen
separadas, sino juntas, formando una línea casi infinita de consonantes,
porque tampoco existen signos de puntuación, de manera que según cómo
las separes puedes hacer decir al texto cualquier cosa. Por ejemplo,
Manuel se escribiría mnl, pero Manila también se escribiría igual. Sin
embargo, créeme, aunque te parezca una locura, tengo razones para creer
que mi lectura del manuscrito resulta más ajustada que la de Allegro, y
mi hipótesis es bastante más coherente. Ésta quema, quema de verdad.
—Nunca he pensado que fueras un loco, Manuel, sabes que te considero una
autoridad en lo tuyo, pero... —¿Pero qué? —¿Conoce Allegro tu teoría?
Manuel, que hasta entonces observaba su bourbon como si fuera el elixir
de Pentecostés, me dirigió una mirada casi sarcástica. —¿Qué dices? No
lo sabe nadie, sólo tú. No lo sabe, ni debe saberlo —añadió con
solemnidad—. Aunque tampoco te creas que la suya revela nada nuevo con
esa alusión al esperma de Cristo. La secta de los fibionitas de Jorazim
practicaba una liturgia análoga en la que mezclaban esperma masculino y
sangre menstrual femenina para alcanzar la unión con Dios. Sí, una
costumbre repugnante que el mismo Cristo llegó a condenar como el pecado
que sobrepasaba todo pecado. Puedes encontrar citas textuales por todas
partes, en la Pistis Sofia, en las Stromateis de Clemente
Alejandrino... De ahí sacó el pobre diablo de Allegro esa
interpretación. —Hablas de él con lástima... —Allegro se equivocó:
separó las consonantes de manera que sonaban como el esperma de los
fibionitas. Y en cualquier caso ignoró lo esencial: que los esenios, por
mucho que escribieran, desconfiaban de la escritura. —¿Qué quieres
decir? —Todos sus textos están escritos en clave, una tradición secreta
que se remonta
a los tiempos en que Moisés ejerció de sumo sacerdote en el
santuario egipcio de Heliópolis... y que sólo se transmitía a los
iniciados de viva voz. Cristo continuó con esa tradición; en el
Evangelio de Mateo habla de «los misterios del Reino de los Cielos» como
de un secreto que se esconde en parábolas, «para que viendo no vean y
oyendo no oigan»: justamente al contrario de lo que todo el mundo piensa
sobre las parábolas. También Él quería preservar el gran secreto ante
los husmeadores profanos de la estirpe de Allegro, y hacía bien... —Sí,
pero ¿cuál es ese gran secreto? —¿De verdad que quieres saberlo?
—preguntó clavando su mirada en mí—. ¿Estás seguro? Mi respuesta fue
sostenerle esa mirada hasta que al fin lo dijo: —El gran secreto de los
esenios era la inmortalidad. Es decir, la continuidad de la vida física
tras su muerte ritual. El mismo rito que protagonizó Jesús de Nazareth
después de que lo crucificaran. Escúchame bien: Cristo no resucitó y
ascendió a los cielos, sino que continuó viviendo físicamente, aquí, en
este mundo.
3
Me costaba un gran esfuerzo seguir su argumentación. No porque fuera
complicada de entender o de creer, sino porque la fascinación que
irradiaba su rostro y el brillo de su mirada me confundían demasiado. Yo
seguía clavado en aquellas últimas palabras, mientras Manuel hablaba
con el mismo tono seco y sereno, como la confesión de un testigo: —Lo
bajaron de la cruz creyéndolo muerto, pero seguía vivo, con todo su ser
contenido en un débil latido, pero vivo todavía. Otro texto esenio que
encontramos hace poco, en Nag Hammadi, asegura que ellos cuidaron el
cuerpo de su hermano Yeshua tras el holocausto. Y un estudio reciente
efectuado por científicos de la nasa sobre el sudario de Turin certifica
que ese lienzo envolvió un cuerpo cuyo corazón latía aún. Por eso no lo
enterraron. Una vez que lo bajaron del Gólgota lo llevaron al sepulcro
de José de Arimatea, ya sabes, el que preservó el cáliz de la Última
Cena. —Deja lo del Santo Grial para luego —le insté—. ¿Qué pasó esa
noche en el sepulcro de José de Arimatea? ¿Qué hicieron con el cuerpo de
Cristo? —Lo cubrieron con cien libras de un extraño ungüento. Además de
los esenios de Nag Hammadi y de Qumrán, también lo dicen las escrituras
canónicas. Pues bien, ese extraño ungüento, la palabra que Allegro
traduce como esperma, en realidad se refiere al sprama o al noor mana
—vocalizó despacio—. Es la invocación que señalaba entre los esenios la
energía más sagrada del hombre. Pero también aparece en los Vedas
hindúes para describir la fuente de fuego eterno que duerme dentro de
cada uno de nosotros y que, al despertar, desencadena una espiral de
fuerzas psicofísicas que nos hace semejantes a dioses —sólo quedaban
hielos en su vaso cuando apuró el último trago—. Semejantes a dioses
—repitió haciéndolos sonar contra el cristal—. Pura energía atómica. Yo
también necesité beber para digerir aquella revelación demencial. Mejor
no preguntar más. Ya iba bien servido por aquella noche. —Joder, Manuel,
yo creo en ti. Te lo he dicho... ¿Pero tú crees en esas cosas? En la
pantalla del televisor, Neil Armstrong, barrido por una nube de
interferencias, posaba junto a la bandera norteamericana sobre la
superficie de la Luna. Nosotros seguíamos en otra galaxia, probablemente
ninguno de los dos reparamos en que se trataba de un momento histórico.
—¿Que si creo en esas cosas? —Manuel apartó la mirada del televisor—.
Los investigadores de la Sábana Santa aseguran que han encontrado
huellas de radiación en ella. Pero no, descuida, yo no creo en esas
cosas, ni te voy a contar un cuento de extraterrestres. Lo mío es mucho
peor —de pronto, su gesto parecía menos amistoso—. Mis fuentes son
estrictamente terrícolas, yo sólo leo documentos paleográficos y, sin
embargo, no puedo contártelo de otra manera
—respiró hondamente antes de continuar—. Una vez cubierto con el
bálsamo ritual, el cuerpo de Cristo sanó en una sola noche de sus
heridas mortales. Durante el segundo día se abrió como un manantial de
luz en la oscuridad del sepulcro, la luz viva del mana radiante. Con el
alba del tercer día, como te digo, despertó. Y no despertó solo. —¿A qué
te refieres? —Hay un dato curioso en el que coinciden, aun con
variantes, los cuatro evangelios canónicos. El de Mateo cuenta cómo
cuando María de Magdala y la otra María, la de Cleofás, se acercaron al
sepulcro después del sábado, se encontraron con un ángel del Señor sobre
la piedra ya rodada, «y su rostro brillaba como el relámpago», dicen
las Escrituras. El de Lucas, menos parco en hechos sobrenaturales, habla
de dos varones «de vestiduras resplandecientes». Y el de Pedro, que
todavía es considerado apócrifo por la Iglesia, describe dos seres de
luz que bajan al sepulcro. —¡Pero cómo! —le interrumpí—. ¿Cómo es que la
Iglesia Católica considera apócrifo el evangelio de Pedro? Yo ni
siquiera sabía que Pedro había escrito un Evangelio... —En los sótanos
del Vaticano hay al menos veinte, pero ese no es el asunto que nos
ocupa. Me pregunto quiénes eran esos seres de luz y de rostros
resplandecientes a los que llamamos ángeles. —Hay un dato curioso en el
que coinciden, aun con variantes, los cuatro evangelios canónicos. El de
Mateo cuenta cómo cuando María de Magdala y la otra María, la de
Cleofás, se acercaron al sepulcro después del sábado, se encontraron con
un ángel del Señor sobre la piedra ya rodada, «y su rostro brillaba
como el relámpago», dicen las Escrituras. El de Lucas, menos parco en
hechos sobrenaturales, habla de dos varones «de vestiduras
resplandecientes». Y el de Pedro, que todavía es considerado apócrifo
por la Iglesia, describe dos seres de luz que bajan al sepulcro. —¡Pero
cómo! —le interrumpí—. ¿Cómo es que la Iglesia Católica considera
apócrifo el evangelio de Pedro? Yo ni siquiera sabía qué Pedro había
escrito un Evangelio... —En los sótanos del Vaticano hay al menos
veinte, pero ese no es el asunto que nos ocupa. Me pregunto quiénes eran
esos seres de luz y de rostros resplandecientes a los que llamamos
ángeles. —Supongo que no me dirás que son marcianos... No pareció
escucharme. —¿Y si te dijera que podían ser emanaciones del mismo
Cristo? Algo así como proyecciones de su astral materializadas por ese
manantial de luz viva del que te hablo. —¿Te refieres al sprama? —Sí,
claro... —Intento seguirte, pero creo que te contradices. Un nuevo
whisky acababa de llegar a sus manos, lo probó con calma sabiendo que
podría responderme sin esfuerzo. —¿En qué?
—Muy sencillo: si esos ángeles o lo que fueran se presentaron
como una pura radiación de luz, ¿para qué movieron la roca que cerraba
el sepulcro? Les bastaba con atravesarla, ¿no? Manuel dibujó apenas una
sonrisa en sus labios. —Por supuesto que ellos hubieran podido
atravesarla, pero aquél a quien venían a buscar, el Cristo, aún no podía
hacerlo, precisamente, porque el suyo no era todavía un cuerpo etéreo,
sino un cuerpo físico. ¿Lo entiendes ahora? »Por eso le dice no me
toques a María de Magdala cuando se le aparece. Y no, no se lo dice
porque creyera la leyenda según la cual esta María estaba poseída por
siete demonios... sino porque tiene un cuerpo nuevo que todavía no debe
ser tocado. Un cuerpo físico, sí, pero irradiado por una segunda piel de
energía crística. El cuerpo de un verdadero nazareno. —Pero bueno, ¿no
lo era ya por el mero hecho de haber nacido en Nazareth? —Amigo mío,
Nazareth no existe... —¿Cómo? —Aunque te cueste creerlo, ni en todo el
Antiguo Testamento, ni en las crónicas de Flavio Josefo, ni en las de
ninguno de sus contemporáneos, aparece una sola alusión a Nazareth. ¿Por
qué? Porque Nazareth no era un lugar, sino otra palabra clave. Una
palabra que tiene su raíz en la voz aramea nsr, que significa florecer
o... —¿Florecer... o qué? —pregunté sin salir de mi asombro. —O
resplandecer, sí, como esos seres de rostros resplandecientes que
vinieron a buscarle al sepulcro. Así es como nace Nazareth en la
literatura neotestamentaria, con ese segundo nacimiento de Cristo en la
Luz. Una pareja se besó al otro extremo de la barra, con sus rostros
perfilados por la luz de luna que irradiaba el televisor. Me quedé
mirándolos, todavía no sé por qué. —Pasan al menos cuarenta días,
cuarenta días en compañía de los resplandecientes, hasta que Jesús
decide reunirse con sus apóstoles —prosiguió Manuel—. Según el Evangelio
de Lucas, nada más aparecer ante ellos, que le contemplan atónitos,
pide de comer con toda naturalidad y come el pescado que le ofrece Juan.
Después, el Cristo que había rechazado el contacto con María de
Magdala, coge la mano de Tomás, la lleva a la llaga de su costado, y le
dice aquello de «no seas incrédulo sino creyente». Y luego se va. Sí, se
va. Dos mil años después y a metro y medio sobre nuestras cabezas,
Armstrong había iniciado su andadura de regreso al Apolo XI. ¿Fue así
como caminó Jesús ante Pedro sobre las aguas del lago Tiberíades después
de muerto? ¿Fue una aparición, o más bien una retransmisión en directo
desde el otro lado de la vida? —Me parece una historia apasionante,
Manuel... ¿Y me dices que esto es sólo el principio? —Sí, claro, un gran
paso para la Humanidad... en busca de un camino de regreso a las
estrellas —ironizó, deslizando su mirada de la pantalla al fondo
del vaso—. Porque la odisea de ese otro astronauta apenas
comenzó entonces... —Sigue, por favor... —Después, Jesús desaparece de
Judea y emprende una nueva aventura. Ésta secreta, oculta, clandestina.
No sólo porque seguía siendo un proscrito, sino porque aún le quedaba
por cumplir la mitad de su misión. Créeme, Álvaro, estoy convencido de
lo que te digo. El fragmento 40 Therapeia guarda cifrada la prueba
definitiva de que Cristo no murió en la cruz... Y algo más. —¿Más? ¿Qué
más? ¿Puede haber algo más? Manuel fijó su mirada en el pianista que
intentaba acoplar la música de Imagine al discurso del presidente
Kennedy felicitándose por la conquista de la Luna. En el envés del
pergamino el amanuense puntúa la ruta que siguieron los esenios en su
migración al Asia Central, después de la destrucción de Masada por la
legión de Floro. ¿Qué quería darme a entender? ¿La posibilidad de que
Cristo una vez resucitado partiera con esos dos seres cuyos rostros
brillaban como el relámpago? ¿De dónde vinieron y hacia dónde se fueron?
¿Cuál fue la misión final de aquel hijo de un dios o de las estrellas,
al que llamamos Jesús el Cristo? Aunque yo no era ningún experto en
exégesis bíblica, aquella hipótesis inaudita superaba a las ficciones
más descabelladas y, sin embargo, venía refrendada por un hermeneuta
como Manuel Nájera. Tuve una sensación de vértigo. Pero era mi amigo. No
podía traicionarle haciendo de ella una exclusiva, ni aunque me
deparara ese premio Pulitzer con el que tanto soñaba. —No sé cómo
decírtelo, Manuel, pero aunque no acabe de entenderte, sé que esto es
muy grande... Te agradezco que me hayas elegido a mí para... ser el
primero en saberlo. No sé, es todo un honor. Manuel rió abiertamente:
—Alguien tenía que ser, ¿no? No, no te lo creas. Yo también necesitaba
alguien a quien poder contárselo, Álvaro... —O sea que John Marco
Allegro ni sospecha que estás trabajando en su mismo rollo, ni que
tienes entre manos unas conclusiones mil veces más revolucionarias...
—Bueno, eso es difícil de ocultar. Pero no conoce mis fuentes paralelas,
ni mi método de trabajo, por supuesto. Un botones del hotel se acercó
hasta nosotros. —Míster Nájera... Tiene una conferencia en recepción. Le
llaman desde Europa. —Debe de ser Carmen —se justificó consultando su
reloj—. Claro, prometí llamarla. Y es tardísimo. Un trago más y se puso
en pie. —Lo siento, Álvaro, el deber me reclama —apostilló con un guiño.
Pero nos vemos mañana, ¿no? Y se perdió por entre los macetones del
vestíbulo jugando con las llaves de su habitación, como quien se despide
de un amigo al que espera encontrar al día siguiente, para el desayuno.
La realidad fue muy distinta, pues no volví a saber de él hasta casi
diez años
después, cuando publicó su tesis sobre el Libro de Cobre. Yo
nunca la hubiese encontrado, jamás me acerco a esa clase de
publicaciones selectas. Manuel me la hizo llegar, tal vez para rememorar
aquellos tiempos de Qumrán. El Libro de Cobre también remitía a las
mismas fuentes. Pero, de inmediato, proponía una nueva inmersión en el
enigma.
4
Su investigación comenzaba con un examen del Evangelio de los
Egipcios, un oscuro documento donde se refería la iniciación en los
misterios de Heliópolis de Ieshoua —otro de los nombres de Jesús el
Cristo—. El Rey Ungido que había sido consagrado mediante un ahogamiento
simbólico por Juan, y dado por muerto en la cruz, volvía a resucitar en
esta crónica que le atribuía una enseñanza manuscrita por Él mismo... y
preservada en cierta biblioteca sepultada bajo las arenas de la
leyenda: la mítica y jamás hallada Biblioteca de los Cananeos, donde
aquella estirpe de iniciadores habría compilado una sabiduría ancestral,
«fuente de todo conocimiento revelado», la misma que se llevaron los
esenios nazarenos en su viaje final hacia Oriente. En definitiva, el
Libro de Cobre documentaba un éxodo desde el reino de los sacerdotes con
cabeza de halcón —Egipto—, hasta el del águila que vuela por encima del
sol. «¿Qué reino será el que nos espera?», pregunta al Caminante uno de
sus apóstoles. Aquel donde las montañas se unen con los cielos, donde
yo seré una tormenta en su corazón y un canto en sus almas. Pues está
escrito que al cruzar esa puerta destruiré a la muerte para siempre. A
juicio de Manuel, Cristo y el Caminante eran la misma persona, y su ruta
hacia Oriente, buscando la llamada Puerta del Este, coincidía con la de
otros iniciados de la Antigüedad como Jámblico, Diodoro de Sicilia o
Pitágoras. Nájera fortalecía su tesis con una nueva fuente recién
descubierta en los archivos secretos de los jesuitas en Rávena: los
diarios de dos misioneros franceses, Huc y Gabet, enviados a finales del
siglo XIX a las lamaserías del Tíbet. En el monasterio de Hemis, al
suroeste de Leh, la capital de la actual Ladakh, los jesuitas
encontraron un texto custodiado por los lamas durante casi dos mil años,
en el que se narra el paso por Cachemira, al norte de India, de un
profeta que se hacía llamar Issa y venía de Occidente, donde decía haber
nacido de una virgen y ser conocido como el hijo del dios del sol. A
diferencia de las genialidades fulgurantes de Allegro, tan fulgurantes
como inconsistentes, la tesis de Manuel se revelaba cada día más sólida,
y su libro estaba llamado a marcar un punto de inflexión verdaderamente
trascendental. Ya entonces, su reputación como hermeneuta rozaba lo
prodigioso. Más que un experto en lenguas muertas, se le consideraba una
especie de médium capaz de
resucitar un poema deslumbrante sobre una losa sepulcral donde
apenas se advertían unas gastadas incisiones en urdu o en sánscrito. Y
es que él hacía hablar a las piedras, ponía en pie rollos de pergamino
hechos pedazos, aunque odiaba que le confundieran con un oráculo o un
mago de la arqueología con aspiraciones mediáticas. No obstante, toda
esa reputación casi sobrenatural se vino abajo en una sola noche, y la
credibilidad de su tesis con ella, arrastrada por otra leyenda personal
donde se mezclaban sus excesos alcohólicos y su vida más bien
desordenada. Sobre todo a raíz de su matrimonio con una actriz muy
popular en su tiempo, aunque sólo en películas de serie B, la bella
Carmen Urkiza. Nunca tan bella como aquel día en que apareció muerta con
un disparo en la cabeza en la villa que compartían en Bellagio, Italia,
a consecuencia de lo cual «ese arqueólogo visionario» llamado Manuel
Nájera fue formalmente acusado de asesinato.
5
Siempre tuve la certeza absoluta de su inocencia. No sólo porque
conocía bien a Manuel, sino sobre todo porque conocí bastante mejor a
Carmen Urkiza. Muchas veces he intentado olvidar la noche que me
convertí en su amante. Nunca lo he conseguido. A pesar del tiempo, del
afecto y de tantas experiencias extraordinarias como las que compartimos
Manuel y yo, en mi pensamiento siempre estuvo presente aquella
traición. Un engaño que ella utilizó desde el principio para humillarnos
a los dos. Porque entonces Carmen sólo necesitaba un imbécil que
mordiera su cebo. Y ese imbécil fui yo, pero cualquier otro hombre le
hubiera servido. Fue precisamente en Villa Bellagio, una noche de
verano. Acabábamos de cenar en su imponente terraza sobre el lago.
Carmen se veía radiante en su escenario de telenovela, sabiéndose la
protagonista. Bebimos sin medida y brindamos por ella, por nosotros, por
aquella amistad. En el último brindis, al intentar levantarse para
hacerlo más solemne, Carmen se derrumbó entre los candelabros incapaz de
mantener el equilibrio. Los dos nos precipitamos para apartarla de las
velas. Ella reía a carcajadas, y no dejó pasar la ocasión de abrazarse a
mi cuello. —Me gusta tu amigo periodista, sí, quiero que lo sepas
—exclamó, sin dejar de reír mientras la levantábamos—. Me gusta. Se ve
que es un tipo legal y te aprecia mucho, ¿no? Porque tú confías en tu
amigo, ¿verdad? —¡Basta ya, Carmen! —le paró Manuel, sabiendo mejor que
yo lo que podía ocurrir a continuación. Ella se volvió furiosa. —¡No me
des órdenes! ¡No me gusta que nadie me dé órdenes! Con la copa aún en la
mano, se desprendió de nosotros y atravesó la terraza con su andar
oscilante. La vimos apartar las cortinas de un manotazo, entrar en el
salón y plantarse frente a una enorme cornucopia de marco veneciano. El
espejo reflejó su figura en penumbra, y al momento aparecieron las de
nosotros dos, uno a cada lado de ella. Manuel cambió totalmente de
actitud: acarició sus hombros y la tomó del brazo con suavidad. —Por
favor, no te enfades, no te pongas así... Tú sabes que te quiero y que
siempre estoy a tu lado. Carmen pareció serenarse, pero en el fondo de
sus ojos surgió un brillo burlón. —Si no quieres que me enfade, di que
te gustan mis cuadros. Manuel asintió repitiendo una estrategia
ensayada. —Tus pinturas son maravillosas, extraordinarias, sublimes.
Llenas de belleza y de fuerza... como tú. Carmen rió a carcajadas, el
vuelo de los visillos velando su rostro. —Muy bien, mi amor, eso está
mucho mejor. Ahora dame un beso. No quiero
que tu amigo se lleve una mala impresión de nosotros. Manuel se
inclinó buscando su boca, ella cerró sus ojos. Lo suficiente para que me
detuviera en su manera de besar. Entonces entreabrió sus párpados y su
mirada cayó sobre mí. Una mirada perturbadora, no porque prometiera
perversiones ocultas, sino por su perfecta banalidad. Me miraba entre
curiosa y sorprendida, como si de pronto reconociese un objeto de su
interés. Si le sostuve esa mirada, sólo fue por estar a la altura de las
circunstancias. Pero las circunstancias también incluían su cuerpo
enfundado en un vestido de raso gris plata —tan hortera, tan italiano,
tan explícito—, y ya no supe apartar mis ojos de ella. Todo aquello me
parecía una situación irreal, una especie de sueño confuso donde también
a mí se me había reservado un papel. Lo había escrito ella, esa misma
noche, y su título era Condenado a lo peor. El segundo acto comenzaría
cuando Manuel estuviera suficientemente borracho y desapareciese de la
escena, esa misma noche o cualquier otra. Sucediera cuando sucediera,
toda nuestra historia de amor se había cumplido ya, de comienzo a fin,
en aquella mirada. Jamás tuve la menor duda de que Carmen le quería de
verdad. A su patética manera de entender el amor, claro está, teatral y
melodramática, siempre excesiva. Traicionarle era una absurda forma de
sentirlo realmente suyo, porque necesitaba acaparar toda su atención,
absorber por entero su mente y su corazón, y, por supuesto, todo su
reconocimiento. El reconocimiento que ella nunca había tenido ni en el
cine, ni cuando se pasó a la pintura con resultados aún más desastrosos.
Carmen era un ser irracional y primitivo lleno de miedos y
contradicciones, pero irradiaba seducción en estado puro. Manuel no pudo
escapar a su hechizo, tampoco vio el abismo bajo su máscara. Ella le
hipnotizó y él la idolatraba. A veces el culto a la belleza sólo conduce
a la autodestrucción. Es cierto, yo también caí en su trampa. Aquella
noche, Carmen sólo quiso poner a prueba mi lealtad por pura vanidad.
Solía jactarse de que ningún hombre se le había resistido. Tal vez
tuviera razón. Y tal vez Manuel siempre lo supo. Demasiados amigos suyos
habían vivido una escena parecida y habían cometido la misma traición,
Pero, a diferencia de ellos, yo amé realmente a Carmen Urkiza. Por eso
me perdonó. Manuel fue testigo de todas las ocasiones en que rehusé
encontrarme con él en presencia de ella. No sólo por respeto o por
remordimientos, sino porque su maldita inocencia me sobrepasaba, hacía
que me sintiera un perfecto miserable. Después de la muerte de Carmen,
Manuel nunca volvió a ser el mismo. Sobre todo a raíz de que la justicia
le declarara inocente. Su devastación había llegado a ser tan profunda,
que hubiera preferido cumplir una condena. Al parecer los dictámenes
forenses no ofrecían un veredicto concluyente, pero su imagen pública
ayudó a rubricar un dictamen razonable. No fue un asesinato, sino un
suicidio. Carmen utilizó la pistola de Manuel para quitarse la vida
delante de él.
Se metió el cañón en la boca, dijo mírame y disparó. Según la
versión oficial, ese fue su regalo de aniversario. En su desequilibrio,
en su locura, nada era suficiente para hacer de sí misma el gran
personaje que le hubiera gustado interpretar. Todo a cambio de
arrastrarle a él hasta su infierno. No obstante, si Manuel no fue el
autor de ese disparo, y aunque le declarasen inocente por falta de
pruebas, ¿qué más sabía acerca de la muerte de Carmen Urkiza? Muchas
veces no es suficiente la madurez para comprender las circunstancias a
las que nos enfrenta la vida. Algunas claves permanecen tan ocultas que
es necesario haber vivido cien años y cien vidas para llegar a entender
la enseñanza que quiere mostrarnos.
6
La brisa traía hasta nosotros el olor dulzón las canastas de curry
de los vendedores ambulantes, y la peste a bosta de las vacas sagradas
que vagaban frente a aquel hotel del Octógono de Kandy, en Sri Lanka,
donde nos encontramos por última vez, cinco o seis años después del
escándalo de aquel suicidio. Como en los viejos tiempos, yo había sido
enviado por Reuters para cubrir unas elecciones con fondo de rebelión
armada. Manuel se abstraía de los bombazos descifrando un monolito de
más de veinte metros labrado de arriba abajo con una caligrafía de
hormigas. Los dos nos veíamos más viejos, pero su mirada, esa mirada de
un intenso azul líquido, seguía siendo la misma que conocí en Qumrán.
Veinte años después seguía perdida en un horizonte muy lejano, como
haciendo tiempo a las puertas del más allá, ese enigma oscuro que él
podía ver lleno de luz con sólo asomarse a la negra boca de una vasija
esenia, mientras al otro lado de la terraza de nuestro hotel, una
peregrinación de servidores de la muerte llevaba sobre andas un muerto
pintarrajeado de azafrán hacia un baldío donde sobrevolaban los buitres.
Esa noche nos retiramos tarde, teníamos mucho que contarnos. Todo,
excepto lo que ocurrió el día de autos entre Carmen y él. Apenas me
reveló lo esencial. Pero no como quien se justifica, sino como si me
propusiera un pacto definitivo de perdón por perdón. Él me perdonaba que
yo hubiera sido su amante — siempre sospeché que lo sabía—, y yo le
perdonaba... ¿Su posible homicidio? No, algo más grave: le perdonaba por
no haberla comprendido jamás. Abreviamos el relato, evitamos los
detalles. Los tiempos de Jerusalén habían sellado una peligrosa
hermandad entre nosotros, y lo sabíamos. Como sabíamos, en definitiva,
que Carmen había sido la mujer de los dos. Lo que supone ser,
definitivamente, lo que ella fue: la mujer de nadie. Manuel y yo
habíamos sido, de diferente manera y en distinta medida, cómplices de un
mismo crimen. Nos convenía callar, no hablar demasiado de aquello. Al
fin y al cabo, él y yo éramos amigos desde una vida anterior. Siempre
que nos encontrábamos, aunque hubieran pasado mil años, el tiempo y la
distancia quedaban abolidos desde el primer trago. Y así, copa tras
copa, entrábamos religiosamente sobrios, en otra dimensión de la
existencia semejante a un viejo camino por el que los dos caminábamos
juntos, quién sabe desde cuándo. Pasado algún tiempo, el lugar de Carmen
en la conversación fue ocupado por aquellas conjeturas acerca de la
segunda vida de Cristo una vez que abandonó Galilea guiado por aquellos
seres de luz. Yo esperaba una intrincada respuesta académica. En lugar
de eso, me miró como solía y exclamó: —¿Sabías que yo también me
embarqué en un viaje hasta el Tíbet? —¿Un viaje al Tíbet en busca de
Cristo? Antes de que pudiera encajarlo, bajó la vista con una mueca de
amargura que
alivió riéndose un poco de sí mismo. —Sí, cuando murió Carmen
sólo se me ocurrió perderme en el corazón del Tíbet para explorar mis
propias teorías... En fin, la aventura empezó bien, pero terminó en un
completo descalabro. No me arrepiento: tenía que intentarlo, y lo
intenté. Ahora sé que toda esa historia se acabó para siempre. —¿Pero
qué me estás diciendo? —exclamé incapaz de aceptar que tantos años de
laboriosas investigaciones acabasen de esa manera. Cuando acabé de
protestar, Manuel me explicó que todo partía de un error de
principiante. La crisis en que le sumió la muerte de Carmen y todo lo
que vino después le habían hecho cambiar de perspectiva en todos los
sentidos. El de Kandy iba a ser su último trabajo como paleógrafo antes
de enfrentarse de una vez por todas a la vida real. —Ya estoy harto de
trabajar siempre bajo tierra. Necesito respirar, encontrar ahí fuera
algo que me ilusione. Quiero empezar a vivir el resto de mi vida
implicándome en ella de verdad, hasta las últimas consecuencias. Así de
claro me lo dijo aquella vez, pero para entonces ya estaba borracho y
tampoco le creí. Al menos en parte, no me equivoqué. Recuerdo que esa
noche, antes de acostarme eché un vistazo al gran estanque de Kandy.
Entre las pencas de las palmeras se reflejaba un cielo de terciopelo
violeta ya rasgado por la lívida herida del alba. Para ese día en mi
agenda sólo constaba una aburrida entrevista con el observador de la
ONU, a mediodía, es decir, tenía seis horas largas para dormir. En
cuanto me puse el pijama, sonó el teléfono. Era Manuel. —Álvaro,
necesito hablar contigo ahora mismo. —¿Ahora mismo? Pero si hemos estado
hablando toda la noche... —Acaba de llegarme una información que lo
cambia todo. Todo. Escucha, vuelvo al Tíbet. Ya tengo un pasaje para
Cachemira, el vuelo sale hoy, a las tres —no le interrumpí, en su tono
de voz había algo más que urgencia contenida—. Por fin he encontrado la
pieza que me faltaba. Ahora podré demostrar que mi tesis sobre la
segunda vida de Cristo era cierta... ¡Vuelvo a los Himalayas, en busca
del Rey del Mundo! —¿El Rey del Mundo? ¿Quién es el Rey del Mundo? ¿Y a
qué viene tanta prisa? —le dije, todavía sin decidirme a atar el último
botón del pijama o comenzar a desabrochar todos los demás. —He perdido
demasiado tiempo y éste es el trabajo de mi vida. Es como si estuviera
viendo fluir el vino de los cananeos en el cáliz de la Última Cena...
Todo son claves —hablaba deprisa, su voz no podía ocultar cierto
nerviosismo y una imperiosa necesidad de comunicarme todas sus
emociones. —De acuerdo, Manuel, tranquilo... Ahora bajo. Pedimos café.
Dos cafés dobles muy cargados sobre los que desplegó unas fotocopias
llenas de anotaciones. Los ojos me ardían, muertos de sueño. —Además de
un buen amigo, sabes que te considero un gran profesional... — dijo,
ajeno a mi patético aspecto—. Ya no me quedan muchas personas de las
que pueda decir ambas cosas. Te necesito para seguir adelante
con esta historia. —Sabes que puedes contar conmigo, para lo que sea,
Manuel... —exclamé, preguntándome adónde quería llegar— ¿En qué puedo
ayudarte? —Ayúdame con tu lealtad, Álvaro. Eres la persona en la que más
confío. No sólo me sentí excesivamente pagado, sino algo avergonzado
también. Hubiera deseado con todas mis fuerzas no haberle fallado nunca,
pero el fantasma de Carmen volvió a aparecer. Sólo fue un instante, lo
que tardó Manuel en superponer un mapa sobre su manuscrito. —Todo está
aquí. Todo lo que necesito está en este mapa y estos folios... —A ver,
Manuel, hace un par de horas me has jurado que todo esa historia del
Libro de Cobre, la energía crística, la luz del mana o del sprama, o
como demonios lo llames, en fin, que todo eso no había sido más que un
despropósito. Hasta ibas a cambiar de vida, en cuanto concluyeras este
trabajo. Manuel negó con la cabeza repetidamente. —O sea que sigues con
el misterio de la resurrección? Bueno —me corregí—, ¿la no muerte de
Cristo? ¿Pero no te habías dado por vencido? —Vencido... —repitió con
una sonrisa triste—, pero por mis propios errores. Antes de publicar mi
tesis cometí una equivocación de principiante que lo distorsionó todo, y
no fui consciente hasta la muerte de Carmen... Yo puedo equivocarme,
como me equivoqué entonces. Pero el Caminante sabía muy bien a donde
iba: siempre hacia la Puerta del Este.
7
Cuanto más me despertaba, menos le entendía. Manuel proseguía con su
relato sobre el Caminante. —Era el último rey de una dinastía muy
antigua, y en su destino estaba escrito: cumplir todas las profecías,
vencer a todos los imperios y algo más, lo esencial... derrotar a la
muerte. »No lo imagines como el Jesucristo dócil y melifluo que te han
enseñado. Este rey secreto es un carpintero que camina cojeando, a veces
con el rostro contraído por el dolor, desconocido por sus propios
apóstoles, siempre extraño entre los hombres, descreído y repudiado por
los grandes de su tiempo. »Quienes se han cruzado con él lo describen
como un levita no muy alto, de unos cuarenta años y de aspecto
insignificante, como su barba rojiza y sus mejillas rehundidas por el
ayuno. Pero cuando te mira, sus ojos verdes y profundos brillan como
berilos. »Son los ojos de un hombre que ha visto el Cielo y el Infierno.
En su palabra hay una voz de fuego que habla directamente al corazón,
aunque apenas nadie le escucha. Y los que le escuchan no le entienden, o
se escandalizan porque llama a Dios con el nombre de Abba, como llama
un hijo a su padre en su propia casa. Por la fama que ha adquirido como
defensor de prostitutas y recaudadores de impuestos, sólo se le acerca
el populacho, esperando algún milagro. Le han visto curar a un ciego con
un emplasto de arcilla, y hasta resucitar a Lázaro de Betania. Pero si
no repite sus prodigios, le arrojan pescados podridos, como sucedió en
Magdala. »Y sin embargo, cuando habla, aunque no le entiendan, hay quien
siente un viento que desciende de las alturas, y otros dicen verse
transportados a una tierra extraña y distante. En fin, Álvaro, creo que
he encontrado el paso hacia esa tierra... —La Tierra Prometida, supongo,
o el Paraíso Terrenal cuando menos — exclamé, tras su monólogo—. Porque
visto lo visto, ahora vas a decirme que fue hacia allá donde se dirigió
tu Caminante, y que esa geografía existe... —Sí, eso es lo que pienso
—añadió, sin inmutarse—. Cristo siempre hablaba en clave, y sus claves
remiten a un conocimiento ancestral que, necesariamente, tiene que
proceder de algún lugar —cuando dejó de revolver su taza recordé que
nunca echaba azúcar al café—. ¿Recuerdas el pasaje de la mujer adúltera,
cuando los fariseos avanzan hacia ellos y él se pone a escribir con su
dedo sobre la arena? —Más o menos: fue escribiendo los nombres y los
pecados de aquellos puritanos, y a medida que los escribía ellos se iban
retirando. ¿No es así? —Pregúntate por qué los evangelios oficiales no
cuentan algo más. En la arena, junto a esos nombres, dibujó una
puerta!... una puerta que ellos nunca podrían
cruzar. La puerta del Reino de los Cielos. Pero esa puerta a la
que aludía el Cristo permanece oculta durante el día... ¿Por qué? Porque
es preciso atravesar la noche oscura antes de que se abra. —Perdona,
Manuel, pero ahora ya no entiendo nada. Esta vez no respondió a mi
pregunta. Ni siquiera hablaba para que yo le escuchara. —Es la señal que
esperaba, no puede ser otra... Y esta vez no puedo fallar, sé que voy a
llegar hasta el final. Apuró de un trago el resto del café y dejó sobre
la mesa un ejemplar del Herald Tribune doblado sobre su última página.
—Échale un vistazo a esto —se levantó consultando su reloj—. Tengo que
hacer una llamada, sólo será un momento... Cogí el periódico. Tenía que
ser algo importante. Desde luego, la foto del Herald era espectacular:
al menos consiguió que abriera del todo los ojos. Mostraba una puerta
ciclópea que me recordó de inmediato las construcciones de Tiahuanaco,
en los Andes. Sin embargo la Puerta de Mulbek había sido hallada por una
importante misión arqueológica europea en las inmediaciones de Ladakh,
en el Tíbet indio. Pero había más. Bajo la puerta de piedra los
arqueólogos habían descubierto una caverna que se abría a un templo
subterráneo y, dentro de él, un Libro de Cristal único en el mundo. Como
en los cuentos de Las mil y una noches, el libro prodigioso parecía
obra de un genio encantado. Las veinticuatro placas de cristal de roca
que lo componían estaban engarzadas con herrajes de plata a las paredes
de la caverna, de manera que nadie pudiera sacarlo de allí sin romperlo.
En apariencia, no había nada inquietante en el hecho de que aquel libro
excepcional se remontase al siglo I de nuestra era, el momento de la
gran expansión del budismo Mahayana por los Himalayas. Ahora bien,
cuando leí varias veces que el libro no hablaba tanto de Buda, sino más
bien del Buda futuro profetizado por éste, al que llamaba el Caminante, y
a quien describía como «el Buda Blanco que vendrá de Occidente»,
comencé a entender por qué Manuel no había podido conciliar el sueño. La
razón se sustentaba en una paradoja no menos insólita. Al parecer y
pese a su transparencia, el Libro de Cristal cifraba textos
extraordinariamente oscuros. Tanto, que el director de las excavaciones
había solicitado la ayuda de los mejores orientalistas del mundo. Cuando
Manuel volvió del teléfono, me encontró releyendo la cabecera del
reportaje. —¿Todavía no has terminado? Negué con la cabeza
mecánicamente, también yo estaba fascinado con lo que prometía aquella
historia. —O sea que este libro y esta Puerta perdida en el Tíbet indio
van a ser tu segundo Qumrán, ¿no? —Es muy posible... —¿Cuándo te han
llamado? —Esta misma noche, en cuanto he subido a mi habitación... Los
de la
Gulbenkian no querían que me enterase por la prensa. —¿Pero
sabes realmente lo que te espera? —No, no lo sé muy bien: apenas sé más
de lo que pone ahí, pero tengo la intuición de que esto puede ser algo
trascendental. —¿Justo lo que estabas buscando, verdad? —Bueno, de
momento sólo se trata de indicios... Pero mira —insistió volviendo a
colocar el mapa encima del periódico—, esta es la distancia que media
entre Galilea y el Tíbet. Más de cinco mil kilómetros. Seguí su índice
sobre el pliego encerado. La ruta era verdaderamente larga, toda una
odisea, fuese quien fuese ese misterioso Caminante, el Buda Blanco del
que hablaba el Herald Tribune. —Durante años he venido acumulando
centenares de referencias paleográficas sobre esa ruta. En cada país y
en cada paisaje, el Cristo preservaba su misterio con un nombre en
clave... Sólo me faltaba esta otra clave que conecta el Libro de Cobre
al Libro de Cristal a través del puente entre los dos Budas... Y aun
así, no te creas, también soy consciente de que puedo equivocarme
—exclamó, y se corrigió de inmediato—. Aunque, no, no, esta vez no...
—¿Por qué estás tan seguro? Manuel guardó el manuscrito en el bolsillo
interior de su chaqueta. Después hizo lo mismo con el ejemplar del
Herald. —Porque el cartero siempre llama dos veces... —dijo, con una de
sus sonrisas jeroglíficas—. Será mi segundo viaje al Tíbet, y sé que no
voy a cometer el mismo error. Ahora todo depende de mí. —¿Cómo que todo
depende de ti? —Esto no será un pasatiempo para académicos, ni material
de acarreo para una tesis doctoral... Pensarás que estoy loco, pero
tengo la sensación de que voy a descubrir algo que cambiará mi vida para
siempre.
8
A la mañana siguiente fui yo quien tuvo que partir precipitadamente,
con una cita inesperada quemándome la agenda y un landróver blanco de
la ONU abrasando con su humareda las calles de Kandy. Cuando regresé al
hotel, al caer la tarde, Manuel ya había partido. En la recepción había
dejado una nota a mi nombre que decía más o menos así: «Tendrás noticias
mías. Recuerda, de la historia más grande jamás contada el mundo sólo
sabe el comienzo. Nosotros vamos a contar el resto. Yo lo viviré y tú lo
contarás, amigo mío, porque esta vez pienso anotar cada uno de mis
movimientos. Si todo sale bien, vas a ser el personaje más importante de
este relato: algo parecido al último evangelista». Esa noche, cuando me
reencontré con mis colegas en el bar del lobby, aposté los tragos de
todos contra el Pulitzer que, definitivamente, iba a ganar ese año.
—¿Ah, sí? ¿Ya tienes la historia del millón de dólares? —Me la está
escribiendo un amigo que se ha puesto en camino... —¿En camino hacia
dónde? —Hacia el Tíbet, naturalmente. —¿Y qué se le ha perdido allá?
—Sigue las huellas de Cristo después de que lo crucificaran. Una segunda
vida, un nuevo camino, una misión pendiente... —no me importó que todos
se rieran, no les había advertido de que hablaba en serio—. Sí, eso es
lo que ha ido a buscar el loco de Manuel Nájera, y me temo que esta vez
va a encontrarlo. Transcurrió todo un año sin tener noticias de Manuel,
ni de su misterioso viaje, pero en ningún momento se me pasó por la
cabeza que nunca más lo volvería a ver. Cuando nuestro consulado en
Katmandú me confirmó que, en efecto, Manuel Nájera había viajado hasta
Ladakh auspiciado por la Fundación Gulbenkian, y el cónsul en persona me
entregó aquel grueso cuaderno de tapas amarillas, no creí ni una
palabra del resto de la historia oficial. Era sencillamente increíble
que un personaje tan desencantado como él se hubiese dejado seducir por
una guerrilla de liberación, en la frontera entre el Tíbet indio y el
territorio ocupado por el ejército chino, como aseguraban los rumores
que intentaban justificar de ese modo su desaparición sin dejar más
huella que ese cuaderno, en agosto de 1982. —Es imposible —repetí ante
el cónsul—, tiene que ser un malentendido. ¡Era un pacifista convencido!
¡No había nada que despreciase más que la política y los políticos y,
por supuesto, cualquier forma de violencia! —Lea lo que su amigo
escribió con su propia mano, léalo —respondió el cónsul imperturbable—.
Él le eligió a usted como testigo. No sé, no alcanzo a entender muy bien
de qué... Acepté el cuaderno con la misma displicencia con que me lo
ofrecía. En cuanto salí del consulado me puse a leerlo ávidamente. En
efecto, en las guardas
figuraba claramente una dedicatoria, con mi nombre y mis datos,
rubricando el deseo de que me fuera entregado en un caso extremo. Pero a
partir de ahí, todo eran fragmentos sin relación explícita entre unos y
otros, notas a veces medio tachadas y siempre apresuradas que hacia el
final del texto se volvían casi ilegibles. En el epílogo de su historia
no pude evitar pensar en el comienzo de la nuestra, cuando nos
encontramos y nos conocimos, y en cómo nos hicimos amigos hablando de
otra historia escrita sobre tiras de cuero y pergaminos hechos pedazos,
los rollos de Qumrán. Así me reencontré con él y así le hice la promesa
de escribir este relato a partir de todo lo que pude averiguar entre
quienes más le frecuentaron allá junto a la Puerta de Mulbek, en su
última aventura. También yo les paso una escritura de fragmentos.
Fragmentos de su diario y de su delirio, fragmentos de otras voces,
fragmentos de lo poco o mucho que yo llegué a conocer de la vida y los
misterios de Manuel Nájera. Discúlpenme si en toda esta historia falta
una coherencia final. ¿Pero qué decide la coherencia de una vida?
¿Alguien lo sabe?
SEGUNDA PARTE
Tras los pasos del Buda blanco
9
Dos monstruos mediáticos del momento, en aquel verano de 1981, se
dejaban filmar por las cámaras de National Geographic, bajo los árboles
de nuez que sombreaban la terraza del lujoso hotel Mogul Gardens, sobre
las aguas del lado Dal, en Srinagar, la capital de Cachemira. El
cincuentón rosalácteo, tan genuinamente británico, no podía ser otro que
sir Richard Attenborough, el aventurero indómito oficial de la BBC. El
otro, un vikingo avejentado de mirada centelleante, se anunciaba como el
afamado cazaextraterrestres Erik von Daniken, entonces muy concentrado
en una serie de artículos para la revista Horzu sobre la muerte de Jesús
en la India. Un hipótesis espectacular —como todas los suyas— y muy
semejante a la que Manuel Nájera había publicado diez años antes, aunque
con una salvedad: el exhaustivo estudio paleográfico de Manuel era
resuelto por Von Daniken con la exhumación de una presunta tumba de
Cristo en Srinagar, conocida como El Rozabal. Poco le importaba que los
mismos cachemires venerasen en la orilla opuesta del lago otra ruina
gemela. El Hazratbal, donde decían que descansaban los restos de Mahoma.
Para Von Daniken ésta era falsa: nada que ver con aquella tumba de
Cristo que defendía como verdadera pese a que no había conseguido que le
permitieran exhumar un solo vestigio. El autor de Regreso al futuro se
había reservado un golpe de efecto que desvelaría en ese programa.
Acababa de encenderse el piloto de la cámara dos. Attenborough esbozó
media sonrisa enigmática: —Buenas noches, planeta Tierra... —exclamó,
sin parpadear—. Nos encontramos muy cerca de las Puertas del Cielo, en
Srinagar. Pero, créanme, estamos más cerca aún de la última morada de
Jesús el Cristo —el regidor metió la banda sonora de Los Diez
Mandamientos. Tres compases, y volvió a imponerse la engolada voz de sir
Richard—. ¿Les cuesta creerlo? Bien, sólo les pido una cierta pureza de
espíritu. Voy a presentarles a un ser excepcional. Nada menos que un
descendiente de la estirpe del Redentor. La sintonía subió de tono,
emotiva, sugerente, absolutamente bíblica. Con los ojos cerrados, era
fácil imaginar a Charlton Heston en lo alto del Sinaí. Al abrirlos,
apareció un orondo pandit de unos cincuenta años, cara de luna, ojos
ahuevados y mirada huidiza, que sostenía a duras penas un frondoso árbol
genealógico primorosamente coloreado y enmarcado. En eso, por el otro
extremo de la terraza, bajo los árboles de nuez, cruzó una sombra
cansada con un combinado en la mano que sólo podía ser mi amigo Manuel
Nájera. En efecto, 1981 no fue solamente el año del golpe de Estado del
23-F en España y del atentado contra el papa Juan Pablo II en el
Vaticano. Para los arqueólogos de medio mundo fue el año del
descubrimiento de la Puerta de Mulbek, en el Tíbet indio, quinientos
kilómetros al norte de Cachemira. Y Manuel ya estaba
en Srinagar, donde vendría, a recogerle un conductor de la
Gulbenkian para subirle hasta el campo de excavaciones. Esa noche no
podía hacer otra cosa sino beberse el tiempo en un vaso largo y esperar.
El calor sofocante hacía aconsejables combinados menos fuertes. Pero
ante semejante panorama, nada mejor que aturdirse para sobrevivir.
—Señor Saleem —insistía Attenborough—, su árbol genealógico se enraíza
en un libro sagrado del Imperio Laukiya... —Así es, y en ese libro se
describe el encuentro entre el gran rey Shalewahin y ese joven profeta
llamado Issa o Yeshua, que decía venir del país de los meleacos, los
judíos de entonces, y haber sido crucificado por ellos... Von Daniken
decidió intervenir: —Tal fue la fascinación del rey ante las palabras de
Jesús que le ofreció cien mujeres de singular belleza. Jesús se negó...
Pero tanto insistió el rey que al final el Mesías tuvo que aceptar
quedarse con una de sus vírgenes, llamada Maryan... —No hay que ser
demasiado perspicaz para observar que esa versión contradice la leyenda
del emparejamiento de Jesús con María Magdalena... La puntualización de
Attenborough formaba parte del guión. De hecho, Von Daniken respondió
como un resorte. —Yo no me apresuraría a afirmarlo. Las dos Maryan
pudieron ser compatibles... ¿Dónde está escrito que Jesús estuviese en
contra de la poligamia? Desde su cobijo a la sombra, Manuel bebió un
buen trago de su combinado que diluyera la vergüenza ajena. Attenbourgh
volvió a la carga con su víctima: —Se me ocurre una pregunta inevitable,
señor Saleem —exclamó, en tono perspicaz—. ¿Se ha hecho un análisis de
sangre? —Por supuesto, y mi factor rhesus pertenece al grupo 0 negativo,
como tantos otros. —Pero no le permitamos ser más humilde que el mismo
Cristo, je, je — interrumpió de nuevo Von Daniken—. Todos los ciudadanos
de Srinagar saben que este hombre tiene una extraña energía en sus
manos, una energía que cura. Y voy a revelar una exclusiva para National
Geographic: en el último análisis efectuado a una prueba de su sangre
aparecieron partículas radioactivas. En ese punto, Nájera se quedó sin
vodka en su vaso. Tal vez se le evaporó de golpe o ya no pudo continuar
soportando tanta estupidez. De acuerdo, la literatura acerca de la
segunda vida de Cristo en Cachemira no era un hallazgo suyo, y no
digamos ya todas esas leyendas en torno a María de Magdala que la
presentaban como la mujer a la que Jesús convirtió en su amante, en su
esposa mística, en su Santo Grial.... Lo sorprendente es que nadie se
atreviera a sostener la hipótesis contraria. ¿Por, qué nadie quería
recordar las palabras textuales de Cristo cuando anunció que había
venido a «destruir la obra de la Hembra», lo que se entendía entonces
como la gestación? En el Evangelio de los Egipcios, donde se sugiere
otra posible unión de Cristo, esta vez con María de
Betania, la hermana de Lázaro, también se explica que esa unión
jamás fue consumada: «No haremos el acto de la muerte, pues todos
cuantos se unen a otra carne prueban el sabor de la muerte». Para Manuel
no había nada más indignante que esa vulgarización de un mensaje
espiritual profundo y complejo, simplificado en una lectura de folletín
sin más ambición que saciar el morbo de una sociedad de perpetuos
adolescentes: triste destino para sus hallazgos. Le vinieron a la mente
tantos años descifrando incisiones apenas legibles, tanto trabajo para
acabar alimentando la codicia de una máquina de producir best sellers.
Probablemente se lo merecía. Por no haber defendido su verdad, triunfaba
su parodia. «No hay datos históricos que avalen la muerte de Jesús en
el censo de Pilatos — prosiguió, al fondo, la voz de sir Richard—. En
cambio, sí hay indicios documentales de un hombre de aspecto y filosofía
idénticas que a partir de aquellos años viaja desde Galilea hasta
Cachemira, en busca de las doce tribus perdidas de Israel.» ¿Buscaba
Cristo las doce tribus perdidas... o eran doce claves, las doce palabras
de poder que rigen las doce tribus simbólicas de un Israel igualmente
mítico? 1981 fue también el año en que el Estado de Israel envió a sus
ángeles de acero para que arrasaran, igual que Sodoma y Gomorra, él
primer complejo nuclear iraní, cerca de Tamuz. Hoy ya nadie lo recuerda.
Pero entonces se pronosticó que sería el comienzo de la Tercera Guerra
Mundial, y los grandes visionarios del establishment desvelaron el
rostro del Anticristo: el ayatola Jomeini. Cuánto tiempo perdido,
cuántas guerras perdidas. Cuánta ceguera. Cuánta oscuridad. Como aquella
parodia: la estirpe de Cristo de la mano de Caifás y Nicodemo, en
exclusiva para National Geographic. Manuel sabía que no tendrían más
oportunidades para demostrar que ese thriller tragicómico se basaba en
una verdad científica. Cristo no resucitó porque no murió. Una vez que
lo tendieron en el sepulcro y le ungieron con aquella sustancia
prodigiosa, resurgió de su estado agónico y se puso en camino.
Probablemente el Nazareno fue un ser venido de otra parte. ¿Pero enviado
por quién y para qué? Nunca ha sido fácil responder a esas preguntas.
Menos aún con el ruido de fondo de tanta literatura barata, tan denso
como el de los dogmas y los prejuicios doctorales. ¿Y si el ruido y la
confusión no tuviesen nada de casuales? ¿Podía ser que el mismo Cristo
lo quisiese así? Que nadie desvelase su misterio, para que no
trascendiese más que a unos pocos, los verdaderamente decididos a seguir
su camino, los elegidos —por sí mismos— para ser testigos de su
enseñanza secreta, de su definitiva transfiguración. Estaba claro que
necesitaba algo más fuerte que ese combinado para turistas, y lo
necesitaba urgentemente. Levantó el brazo para atraer la atención de una
de aquellas muñecas de porcelana vestidas de El rey y yo. Si hubo
alguna, ésta en la que casi nadie reparaba era la verdadera estirpe de
Cristo: hijos de la tierra, humildes como espigas, que no ambicionaban
encadenar su vida a un afán de
notoriedad ni a un abanico de fatuidades a la europea, y cuya
existencia no era mucho más que una onda en un océano, apenas un
instante en la rueda de las reencarnaciones infinitas. Si él mismo se
detuvo un instante más de lo que aconsejaba la decencia en los ojos de
la chica que vino a atenderle, lo hizo movido por ese loable principio
de reflexión filosófica: es decir, un poco borracho. —Podrías haber
vivido hace mil años y serías la misma. En la época victoriana servirías
el té a las muy frígidas señoras de los coroneles de la Compañía de las
Indias Orientales, y tu sonrisa y tu mirada serían la misma, lejana,
misteriosa, inaccesible. Y mil años antes, cuando el emperador Jahangir
dibujó este jardín con su espada, el Shalimar, la Mansión del Amor,
también serías la misma, tal vez una de sus concubinas, y te ofrecerías
como ofreces ahora estos gintonics, aguados y miserables, sin preguntas,
sin respuestas. Por cierto, ¿puedes traerme uno más, preciosa? Aunque
se manejaba en una docena de lenguas, Manuel prefería emplear en estos
casos el castellano. El lenguaje de las proposiciones indecentes se
entiende mejor cuando se expresa con toda naturalidad, aunque no se
comprenda ni una sola palabra. Y ciertamente, la chica entendió. —Yes,
sir —respondió la chica con una sonrisa acariciadora, deliciosa—. I
could... «Claro, claro que puedes —tradujo Manuel—eres una diosa que no
sabe que es una diosa: tú lo puedes todo, pero aún no lo sabes.» La
chica se retiró sin volverse, y él siguió mirándola hasta que
desapareció. La belleza siempre fue una de sus mejores metáforas de la
eternidad. Incluso de la efímera eternidad de una noche de hotel.
10
Al día siguiente, como siempre, un operario de la Gulbenkian vendría
para llevarle a Ladakh. Daba igual que fuera Ladakh, Karachi, el
desierto libio o de nuevo, eternamente Jerusalén. Hasta donde alcanzaba a
recordar, su vida había sido un viaje donde él siempre ocupaba el
asiento de atrás, el viajero al que conducen por una carretera
tercermundista hasta un yacimiento arqueológico. Y otra vez vuelta a
empezar. Cientos de ruinas visitadas, miles de tablillas descifradas,
innumerables noches en blanco sobre un pergamino, y de todo eso no le
quedaba más que el sabor a alquitrán de una carretera infinita que le
transportaba desde una época vertiginosamente evanescente —la nuestra—
hasta otras épocas perdidas de las que no quedaban más que palabras
grabadas sobre una roca que tal vez fue la piedra angular de un imperio.
Sabía que un día le sobrevendría lo peor. ¿La muerte? No, algo peor que
la muerte: encontrarse frente a una inscripción que sería incapaz de
descifrar. Un día sucedería exactamente eso. Se encontraría frente a la
más absoluta imposibilidad de comprender, paralizado ante el enigma,
ante las tinieblas. Ese viaje que era su vida admitía esta otra
dimensión: caminar solo hacia esas tinieblas, hacia el muro de lo
incomprensible. Y a medida que envejecía lo incomprensible se volvía más
inabarcable, más profundo y oscuro, inconmensurable. La camarera se
acercó con su tercer gintonic. De pronto, su inocente sonrisa parecía
haber cobrado un destello nada inocente. Al servirle la copa, su mano
rozó un instante la de él y no se excusó. —¿Cómo te llamas? —preguntó
Manuel, ya en inglés. Esta vez la joven le sostuvo la mirada. —Shalimar
—exclamó ella, con la entonación perfecta de quien quiere manifestar que
no revela su nombre verdadero. —Excelente elección —corroboró Manuel
mientras firmaba la nota. Aún estaba doblándola cuando la chica añadió
en el mismo tono: —Termino dentro de una hora. —Vaya, vaya, Shalimar...
Tienes un nombre muy sugerente, pero veo que eres práctica y expeditiva.
—Cómo usted quiera, sir... Ya tenía su asentimiento y su número de
habitación, y Manuel la tenía a ella. Mejor sí iba subiendo para poner
un poco de orden. Desde la quinta planta del Mogul Gardens se ofrecía
una panorámica espectacular del lago Dhal, por donde cruzaban un par de
shikaras. Sobre sus aguas, quietas como placas de mercurio, se reflejaba
la cumbre dorada del Hari Parbat. Al volverse, la escena paradisiaca se
ensombreció con la mancha de un gran mandala sobre su cama. No había
reparado en él hasta entonces. ¿Quién habría
elegido la imagen de un demonio danzante para velar los sueños
de los clientes de aquel hotel? Porque aquella bestia rojiza de ojos de
fuego y colmillos de tigre sólo podía ser el feroz demonio Kalachakra.
Al fin y al cabo, se trataba de un demonio protector. Una segunda mirada
revelaba a su esposa ritual abrazada a él, cuerpo contra cuerpo, la
boca de la fiera hundida en su blanco seno, como si la estuviese
devorando. Pero no. El demonio benéfico blande un rayo, símbolo del
conocimiento, y ella, su hembra desnuda, despojada de todas las
ilusiones, emerge de un loto azul alzando una copa llena de sangre
labrada en una calavera, tal vez el cáliz más antiguo del mundo, el
primer Santo Grial. Yab-yum, unión sexual del rayo y el loto. Eso había
sido para él en otro tiempo el sexo, una alquimia esencial, casi una
forma de iluminación. No era que Manuel se creyese un iluminado: estaba
loco, pero no tanto. Ni siquiera practicaba la castidad. Ahora bien, le
resultaba ofensiva cualquier frivolidad al respecto. Todos los grandes
iniciados dictaban la misma enseñanza: No desbordes la copa, no apagues
tu llama sagrada. Demasiadas coincidencias a lo largo de demasiado
tiempo como para no tenerlas en cuenta. Retener el orgasmo, ascender esa
energía desde la puerta de la vida hasta la puerta de la luz, es decir,
desde la base del sexo al vértice del cráneo, ir subiéndola latido a
latido por el diafragma, por el corazón, por la garganta, por el
hipotálamo hasta la fontanela, y sin derramar ni una gota de semen,
trasmutar ese abrazo de los cuerpos en un relámpago seco que detiene el
tiempo. Hasta conseguir fundir tu corazón con su palpitación solar, con
ese corazón de las estrellas al que llaman Samadhi, la
superconsciencia... Lamentablemente, aquella noche Manuel no llegó a
nada de eso. —Has bebido demasiado, cariño, eso es todo... —le excusó
Shalimar sin dejar de mecerse sobre él con los ojos cerrados, tan
indiferente como perfectamente profesional—. Si quieres, cincuenta
dólares más y empezamos de nuevo. Pese a que se sentía bastante
patético, Manuel no se privó del alivio de reírse un poco, sobre todo de
sí mismo. Tanta teoría tántrica para acabar así, negociando una
erección suplementaria a cambio de cincuenta dólares. —Si tú supieras,
preciosa, todo lo que he pontificado yo contra los que pagan por follar,
o por que se los follen... Yo que voy de místico del nirvana. Y mírame
aquí ahora, haciendo el ridículo con una niña de dieciocho años, si los
tienes... Por que lo mismo no tienes ni dieciséis. —Ni dieciséis ni
dieciocho, sir. —exclamó Shalimar, que seguía entendiéndole a medias—,
cincuenta dólares. Entonces ya Manuel no pudo contenerse y rompió a
reír. La chica dejó de mecerse, abrió los ojos y se cruzó de brazos tal y
como estaba, a horcajadas sobre él. —¿Qué pasa, sir? ¿He dicho algo
inconveniente? —No, no, perdona —Manuel apuró el gintonic tibio que
había dejado sobre la mesita—, el inconveniente soy yo. Absolutamente
inconveniente... —¿Quieres que me vaya ahora?
Manuel respondió con un cabeceo afirmativo y apartó de su
cartera dos billetes de cincuenta dólares. Ya desde el baño, Shalimar
volvió preguntar: —¿Y tú, cuándo te vas? —Mañana... Bueno, dentro de un
rato. Hoy ya es mañana. En efecto, el alba comenzaba a perfilarse en los
visillos. Cuando Shalimar regresó, ya vestida, Manuel seguía en la
cama. Recostado sobre un par de almohadas, fumaba un cigarrillo con la
boca seca. —Gracias por todo, encanto —le dijo, pasándole los dólares—.
Quién sabe si algún día... La chica no le dejó acabar la frase: —You
don't know what I mean —volvió a susurrarle al oído—. Tú no sabes lo que
pienso. Y le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer. Como el
ruido de la puerta al cerrarse, después de los cincuenta es muy difícil
vender ante uno mismo una noche de sexo con una adolescente como una
experiencia mística. Pero asimismo, después de los cincuenta, él todavía
estaba aprendiendo a acomodar su soledad sin pronunciar la palabra
amor. Cuando ya no se puede amar, el sexo sólo sirve para olvidar. Pero
aquella noche, cuando se supo solo en esa habitación de hotel bajo el
mandala de aquel demonio de ojos de fuego, sintió como si de pronto una
pluma descendiese por su espalda, fría como el filo de un puñal, hasta
atravesarle el corazón. Entonces recordó.
11
En aquel tiempo no existían vuelos regulares entre Srinagar y
Ladakh, ni siquiera entre Delhi y Ladakh. Aunque Leh, su capital,
disponía de un aeropuerto, tras la invasión china del Tíbet apenas se
utilizaba salvo para vuelos militares, y no era extraño que cayera sobre
él algún proyectil a consecuencia de las continuas escaramuzas a uno y
otro lado de la línea de demarcación. Tanto era así que, en 1981, la
única manera de llegar a Leh pasaba por una carretera estrecha que
parecía ascender hacia otro planeta. Tan lejos de todo y tan cerca del
cielo, el viejo Tíbet tenía algo de eso. La geografía de este reino
milenario se extiende sobre un territorio comparable a la suma de
España, Francia y Alemania: unido y en libertad constituiría uno de los
países más grandes del globo. Pero a finales del siglo XX apenas
sabíamos nada de él. Nos acomodamos a un imaginario donde se cruzaban la
conquista del Everest a cargo de sir Edmund Hillary, las leyendas
acerca del Yeti y aquel viaje de The Beatles siguiendo la senda de Alan
Watts. Así nos creímos todas las historias maravillosas que nos contó
Lobsang Rampa acerca de esas lamaserías legendarias donde se practicaba
la levitación, la teletransportación, y por supuesto, la videncia
absoluta a través del tercer ojo. Luego descubrimos que, al parecer, el
tal Lobsang Rampa era un fontanero londinense y toda su literatura pura
ficción. Treinta años después hemos suplido esa fantasía con el carisma
mediático del Dalai Lama y la conquista deportiva de las cumbres
himalayas como una nueva forma de colonialismo, en la que los serpas son
nuestros nuevos esclavos y los escaladores europeos gloriosos pioneros
que llevan los logos de las grandes marcas hasta el techo del mundo.
Pero bajo esa corona de montañas sagradas existe otra realidad que
desconcierta y conmociona, como su paisaje. Los dos dejan cicatrices
bajo la piel. No es fácil llegar aquí, no es fácil sobrevivir a treinta
grados bajo cero. La ascensión a las tierras altas supone toda una
experiencia tanto física como metafísica. El Tíbet es un páramo de una
aridez absoluta, ventisqueros heladores arrasados por una desolación sin
límites, ríos encajonados entre abismos, y luego esos páramos siderales
ajenos a toda huella humana. No puedes caminar, no puedes dormir,
apenas puedes pensar. Te lo impide esa opresión en el pecho y en los
pulmones, la falta de oxígeno, el mal de altura que anula tus reflejos,
te deprime y te hace maldecir haber venido a este fin del mundo. Hasta
que, de pronto, a la vuelta de una quebrada o al atravesar una garganta
que cae a pico en un abismo, descubres la inmensa belleza de todo eso!
El viaje te ha hecho pasar sus pruebas. Resistencia en la dureza,
fortaleza ante la adversidad, purificación frente al vacío. Entonces
vuelves a encontrarte con ese río rugiente que ahora sólo es un arroyo
impetuoso que puedes cruzar de un
salto, y al cruzarlo descubres que se trata del Ganges, o del
Indo, o del Brahmaputra, cualquiera de esos tres inmensos ríos reducidos
al tamaño de un manantial en su nacimiento. El gigante se ha
transformado en un niño, el paisaje se humaniza. Vuelven a aparecer los
glaciares majestuosos, y los contemplas de otra manera, como los rebaños
de muflones que se detienen un momento, te observan y desaparecen
brincando montaña arriba: así descubres que las montañas están vivas y
parecen vibrar por ti, porque la totalidad del mundo está constituida
por una masa de vibraciones, por un concierto de respiraciones y
latidos. Remontando el curso de esos ríos donde resuena la voz del
origen, cruzando valles detenidos en la primera mañana de la Creación,
descubres tu propio camino hacia la puerta de los Himalayas, y avanzas
sin detenerte sobre esa tundra petrificada, mientras respiras en toda su
plenitud una sensación extraña e inequívoca de extravío y libertad, de
majestad y delicadeza. Sin embargo, contarlo no es vivirlo, Y pese a la
nostalgia, se vive mejor mientras se cuenta. Cómo contar esa inmersión
en el vacío, tan lírica, tan espiritual, con la vivencia directa de
quinientos kilómetros de calvario a tumba abierta y sin asfaltar Los
turistas de hoy no hubieran podido soportarlo. Demasiado duro,
demasiadas incomodidades, demasiados riesgos sin la providencial
cobertura de un seguro Mundial Assistance. Eso preservó al Tíbet de la
segunda invasión que pudo haberle sobrevenido tras la invasión china,
con los primeros vuelos regulares y los hoteles de cinco estrellas. No
obstante, ese 4 de agosto de 1981, Manuel Nájera se vistió con
deportivas Pirelli, gafas aerodinámicas, una sahariana vainilla y un
pantalón dé camuflaje. Esas eran sus contradicciones: le encantaba
desconcertar, le divertía enormemente consentirse esa inocente manera de
provocar. Aparecer en el Campo de excavaciones de Mulbek como un yanki
en la corte del rey Arturo, como un intruso, como un demente. La resaca,
más que notable, mezclada con la polvareda caliente que se le pegaba al
rostro, tampoco ayudaron a que se sintiera mejor a bordo de aquel
apoteósico Cadillac Corvette de los años sesenta, en el que venía
rodando y dando tumbos ya ni recordaba desde qué hora de la mañana, como
si continuara dentro de la coctelera de la noche anterior. Recordó que
la primera sensación al despertar, junto a las caricias de Shalimar,
había sido ese golpe de sol. Calor desde el amanecer, que se volvería
puro hielo con la caída de la tarde. Para eso sí que había venido bien
pertrechado: juntó a su disfraz de turista, llevaba una gruesa cazadora
de aviador ártico, unos guantes y aquel sobre lacrado. No debía abrirlo,
le había rogado ella apretando sus manos casi hasta hacerle daño.
Manuel todavía no llegaba a comprender cómo se había decidido a
aceptarlo. Tal vez los encantos ocultos de aquella joven eran más
extraordinarios que los evidentes. En realidad nunca había sabido
resistirse a las solicitudes de una mujer hermosa. Sin embargo, por más
que le prometiera a
Shalimar entregarlo en su destino, aún no había decidido si
cumpliría su palabra. Se trataba de un sobre no muy grande, de papel
tosco y grueso. Lacrado. ¿Qué guardaría dentro? Cuando la mirada del
chófer se cruzó con la suya a través del retrovisor, lo deslizó
prudentemente bajo la cazadora.
12
Y es que toda su historia había experimentado un giro insólito esa
mañana: Mientras esperaba la llegada del conductor de la Gulbenkian en
el vestíbulo, una voz femenina apenas susurrada le llegó por la espalda,
obligándole a volverse. —Soy Shalimar, la chica de anoche —dijo, sin
creer necesaria otra explicación—, y sé en qué estás pensando. Cualquier
hombre se hubiera dejado seducir de nuevo. A la luz del día era todavía
más bella, más seductora, más peligrosa. Manuel, sorprendido, sonrió
sin saber qué debía responder. Ella continuó con una serenidad
asombrosa: —Estás pensando que no te apetece subir hasta Leh, esa
horrible ciudadela medieval, tan inhóspita, tan fría. Estás pensando que
la Puerta de Mulbek no te va a dejar pasar más allá de tus teorías, y
hasta puede que te las derrumbe de nuevo. Por eso estás pensando que lo
que necesitas es una mujer como yo. Pero también te voy a decir que esa
mujer que buscas son dos mujeres, y ninguna de ellas soy yo —sentenció,
en un tono que había pasado de lo misterioso a lo inquietante—Una de las
dos mujeres está muerta, murió hace cinco años. La otra la encontrarás
allá donde te diriges. Manuel, aterrado, se limitó a mojar sus labios en
la copa. Luego preguntó sin perder la flema, sólo levemente insolente:
—Vale, me olvidé de pagarte y hablé demasiado anoche. Dime cuánto es y
deja el teatro para el siguiente incauto. La chica no se alteró: —No,
anoche tú no me contaste nada y sabes muy bien que me pagaste, pero no
sabes quién soy. Sé que estás aquí por el Libro de Cristal, todo el
mundo lo sabe, eres un gran arqueólogo europeo y te han llamado para
descifrarlo. Todos esperan que hagas hablar a ese Libro, que saques de
él un descubrimiento prodigioso. Pero tú mismo no crees en ti, ni
confías en tus intuiciones: temes haber perdido el arte de hacer hablar a
los muertos. Dime si es verdad o si miento... Vamos, dímelo. Manuel
miraba atónito sus grandes ojos rasgados, sus pómulos marcados, más
tártaros que cachemires, esa boca grande de labios secos, la
determinación de su voz. ¿Cómo había entrado esa mujer en su vida? ¿Y
adónde quería llegar? También él tuvo un raro presagio al escuchar sus
palabras, un presagio opresivo que no quiso interrumpir con preguntas
banales. —El campo de excavaciones donde vas a trabajar —prosiguió
Shalimar— está muy al norte del Ladakh indio, apenas a treinta millas
del Aksai Chin, la zona ocupada por los chinos... Al otro lado hay un
monasterio del que seguro has oído hablar. El monasterio de Tielontang.
¿Lo conoces? —Sí, lo conozco —asintió.
Pocos años antes la revista alemana Stern publicó un extenso
reportaje sobre ese monasterio al pie de los Himalayas, donde se
localizaba una alucinante comunidad de monjes ortodoxos que se decían
descendientes de la primera iglesia nestoriana del Tíbet. Otra pista
para su búsqueda de las huellas de Cristo. Una embajada de aquellos
cristianos del siglo I había llegado hasta Ladakh. Manuel recordaba un
par de fotos del reportaje: un monje junto a una cruz de más de veinte
metros labrada en los farallones sobre los que se asentaba el
monasterio. Y la panorámica de una viña muy añosa de la que se aseguraba
no sólo que seguía dando un vino excelente, sino que su cepa originaria
databa del Diluvio, cuando el patriarca Noé la plantó con sus propias
manos, recién desembarcado del Arca, en ese lugar del desierto tibetano
de Tielontang. El tiempo apremiaba. Manuel no tenía tiempo para otras
aventuras que no tuvieran como destino la Puerta de Mulbek. Ya no podía
postergar más su pregunta. —Claro que lo conozco. Pero. ¿qué quieres
pedirme? Si estás tan informada, sabrás que está prohibido rebasar la
línea de demarcación. Es imposible que pueda llegar allá —concluyó
Manuel—, y si llegara; sería un suicidio. Shalimar intensificó el fulgor
de su mirada. Buscó la mano de Manuel y la tomó con firmeza. Después
puso en ella un sobre lacrado y la mantuvo apretada entre las suyas.
—Por favor, la vida de miles de personas depende de esta carta; En
nombre de ellos te pido que subas a ese monasterio, y se la entregues al
padre Abba Komay. Manuel podía oler el peligro. Pero también sabía que
la tentación del riesgo podía llegar a ser para él algo irresistible.
—No conozco a ese hombre, apenas te conozco a ti. ¿Por qué iba a
hacerlo? —No puedes elegir, lo harás, está escrito —insistió Shalimar
hundiendo aún más sus ojos en los suyos—. Además... —¿Qué? —No correrás
riesgos. Tienes un pasaporte diplomático. Te lo vi anoche. Pese a la
gravedad con la que hablaba, el atrevimiento de la joven era tan
desconcertante que incluso resultaba cómico. ¿Qué pretendía proponerle?
Necesitó hacer un esfuerzo para evitar sonreír. —No sé cómo te atreves a
decirme eso. Shalimar, comprendió que le debía aún otra explicación.
—Sólo quise devolverte los cien dólares que me pagaste ayer. Fue
entonces cuando vi ese pasaporte rojo en la cartera. Manuel, sin
terminar de dar crédito a lo que escuchaba, se llevó la mano a la
cartera. En efecto, los billetes con que pagó a Shalimar estaban allí,
apenas doblados, sin guardar en su compartimento. Aquella escena le
pareció lo suficientemente extraordinaria como para creer que merecía la
pena apostar por ella. La vida le invitaba a involucrarse de una vez
por todas en una acción real. Si llegara a morir en aquella aventura,
podía ser un
buen epitafio para una existencia tan absurda como la suya. No
obstante, ¿qué sucedería entonces con ese libro prodigioso que pensaba
escribir con su amigo Álvaro y que cambiaría el rumbo de la historia?
Entonces, como una respuesta, sintió la suave mano de Shalimar
acariciando su rostro. —Aunque anoche jugara un poco contigo a eso, yo
no soy así. Yo jamás cobraría por hacer el amor. Para mí el amor no
tiene precio. —No, no sé quién eres —respondió Manuel como si aceptara
esa nueva dimensión que Shalimar le mostraba—. No sé quién eres pero voy
a creer en ti. Intentaré llegar a Tielontang, pero no te prometo nada.
Si no me dejan pasar me doy la vuelta. Y punto. No le importó que le
besara en la boca delante de todos, incluido el chófer de la Gulbenkian,
que acababa de llegar. Ese beso le recordó la noche pasada. Aquello
había sido el encuentro entre dos conspiradores. Pues bien, que siga el
juego, se había dicho entrando en el Cadillac con la carta lacrada en la
mano. Cuando arrancó, no pudo evitar que le invadiera una sensación
ambigua, de tristeza y alegría, donde se mezclaba el orgullo de saberse
elegido por una mujer hermosa para llevar a cabo una aventura novelesca,
y la sensación de que iba a pagar un precio muy alto por ello. Cerró
los ojos dentro del coche, al instante volvió a visualizar su villa de
Bellagio envuelta en una claridad deslumbrante. Y a Carmen, Carmen
avanzando hacia él con aquella mirada licuada por el alcohol, mirándole
fijamente, su rostro desencajado, apuntándole con esa pistola que
sostenía con sus dos manos, Los disparos no habían dejado de resonar
dentro de su cabeza ni una sola noche desde entonces. Y desde entonces
una palabra obsesiva atenazaba sus pensamientos. La palabra expiación.
Manuel no creyó en ningún momento que Shalimar pudiera leer el pasado en
sus ojos, ni adivinar su futuro, ni mucho menos conocer la existencia
de Carmen. Alguien se habría encargado de ponerle en antecedentes. Él
era un hombre relativamente conocido, y al fin y al cabo, su vida estaba
al alcance de cualquiera. ¿Pero cuál era el sentido de todo lo demás?
Miró distraídamente por la ventanilla del Cadillac el discurrir
impasible de un paisaje sobrecogedor. Al fondo de una imponente
garganta, se distinguía ya lo que debía de ser él río Indo bajando con
un rugido atronador hacia el Baltistán, ansioso por inundar la vasta
llanura del Panyab. Si seguían subiendo no tardarían en advertir, a lo
lejos, la cumbre del Kailas, la montaña sagrada de Milarepa. Tomó a ese
gigante por testigo. De acuerdo, todavía le quedaba mucho por pagar en
esta vida. Llevar esa carta al monasterio de Tielontang «para salvar
millares de vidas» —y la de una mujer muy bella—, tal vez acortaría esa
deuda.
13
Tushita, el chófer de la Gulbenkian, había aparecido a las once en
punto al volante de aquel Cadillac Corvette, una antigualla azul y crema
de la época de Eisenhower. El tipo no era menos peculiar: delgado,
moreno, no más de treinta años... Bastaba reparar en su traje de raya
diplomática, difuminada por la capa de polvo que lo cubría. O en la
mugrienta camiseta de Supertramp con la que intentaba equilibrar tanto
clasicismo. O, definitivamente, en el bigotillo a lo Freddie Mercury
que, la verdad, no acababa de encajar con los dientes de oro que le
llenaban la boca cada vez que sonreía. El arqueólogo y el conductor ni
siquiera necesitaron identificarse. Se miraron y, cosa extraña en dos
personajes tan excéntricos, se cayeron bien al primer golpe de vista.
Nada más derrumbarse en el amplio asiento trasero, Manuel escuchó la
perorata de presentación en aquel inglés masticado a la tibetana: —Mi
nombre es Tushita, míster Nájera, soy su chófer oficial e intérprete
titulado... Pero como el tal Tushita no se había molestado en quitar la
radio, su puré de palabras le llegaba mezclado con un fondo mareante de
música india estilo Bollywood. Toda una ducha fría de contemporaneidad
para dejar atrás la India islámica y adentrarse en la budista, a un tiro
de piedra de China. Sin embargo, ese viaje por el espacio se traduciría
bien pronto en un salto atrás en el tiempo. Subir al Tíbet es como
bajar al centro de una edad originaria, a un tiempo fuera del tiempo,
cuyos habitantes siguen viviendo al margen de la historia. Manuel tuvo
ocasión de comprobarlo cuando abordó al chófer con una frase hecha que
desconcertaba a todos: —¿Vive usted en Cachemira, o viene desde Leh?
Tushita se volvió sin dejar de conducir y le miró con una expresión de
asombro maravillado. Jamás había escuchado a un occidental hablar en
hindi. Sobre todo cuando, tras precisarle que era originario «del país
de Gujé», Manuel insistió en un exquisito tibetano coloquial: —Ah, vaya,
es ahí donde dicen que se encuentran las mujeres más bellas de todo el
Tíbet, Gacelas de Gujé, pastoras del paraíso. ¿No empieza así el poema?
—No crea, señor —respondió el conductor con toda la naturalidad que
pudo—, la poesía dirá lo que quiera, pero a mi mujer tuve qué buscarla
en el valle de Hunza. Ya no quedan mujeres sanas en mi tierra, la tierra
de mi país ya no es fértil. Después de la ocupación china nada da el
mismo fruto, ni el agua de los manantiales nos sabe igual. —¿Y no ha
sido siempre así? —No siempre, señor. En otro tiempo mi país era un
reino fuerte. En mi casa hay un libro que cuenta eso —continuó el
chófer, mirándole a través del retrovisor—. Era de mi padre, bueno, del
padre de mi padre. Cada noche nos
leía historias de la vida de nuestros reyes y nuestros dioses,
los que enseñaron a los grandes lamas a viajar a las estrellas. Entonces
el Tíbet era un paraíso, hasta que vinieron los chinos y lo
convirtieron en un infierno. Nos han masacrado durante años sin que
ninguna de las grandes potencias moviera un dedo por evitarlo. Una
vergüenza internacional... —Tal vez el mundo esperaba que los lamas
utilizasen sus poderes para defender su reino —ironizó Manuel, midiendo a
su interlocutor. Tushita arqueó una ceja y apagó el receptor de radio.
—No dude de que los usan, señor. Los tibetanos somos un pueblo
resistente, para nosotros la guerra más larga no es más que una batalla.
Un grano de arena en una eternidad. También eso lo leí en el libro de
mi padre; lo decía un gran hombre santo: Milarepa, seguro que lo conoce.
—Sí, claro, otro que viajó a las estrellas, ¿no es cierto? —Así fue la
vida del santo Milarepa. Primero vivió en los palacios y se entregó a
todos los placeres, luego se retiró a meditar a la montaña sagrada, en
lo más alto del Kailas, y un día lo vieron elevarse hacía la gran
estrella roja al este del cielo, que debe de ser Júpiter. Lo dice el
libro. Aunque, claro, de eso hace ya más de cinco mil años. —¿Más de
cinco mil años? —Tal vez más —puntualizó el chófer—, porque entonces ni
siquiera existían los malditos chinos. De nada hubiera servido que
Manuel le precisara que la vida de Milarepa, el gran místico y poeta
tibetano, sucedió allá por el año mil de nuestra era, mucho después de
que viniera al mundo el primer chino y muchísimo antes de que el primer
tibetano viajara a Júpiter, si es que alguno de ellos ha viajado tan
lejos alguna vez. Por más que se lo explicara, Tushita jamás cambiaría
de idea. Su tiempo era otro. Un tiempo mítico que se imponía a toda
cronología cierta, como aquel absurdo Cadillac Corvette se imponía a
toda forma de cordura. No cabía imaginar un vehículo más inapropiado
para trepar por esa carretera que sube de los tres mil a los cinco mil
metros sin más empuje que el de un maltrecho motor diésel, y sin
embargo, aun ahogado y renqueante, el Cadillac seguía ascendiendo.
14
Se detuvieron junto a un montículo de piedras coronadas por un
tinglado de mástiles y banderas. Un poco más abajo, se levantaba la
cúpula de una pequeña stupa en forma de campana, flanqueada por un
desconchado surtidor de gasolina con la chapa roja y amarilla de Texaco.
El chófer se apeó con una sonrisa de oro macizo, desapareció dentro de
la capilla y al poco reapareció con un monje nonagenario que
administraba, con toda naturalidad, el culto a Buda y el surtidor de
gasolina. También Manuel salió del coche con la intención de estirar las
piernas, pero apenas anduvo unos pasos notó la falta de oxígeno. Trató
de inspirar y sintió una quemadura en sus pulmones. El viento que
soplaba con fuerza a su espalda le empujaba hacia delante, y él se dejó
llevar, admirando el circo de montañas, aquel cielo, la inmensidad. De
repente el aliento se le cortó en seco; había caminado descuidadamente
hasta situarse al filo de un tajo de más de doscientos metros sobre el
vacío. Acababan de coronar el paso de Khaling, la antigua puerta de las
caravanas de la seda. Costaba creer que hubieran subido hasta allá por
un surco serpenteante que apenas se distinguía entre las montanas, y que
continuaba en un descenso de vértigo hacia los yacimientos de bórax que
jalonan el valle del Indo. Sintió que se mareaba, o tal vez el oxígeno
escaseaba ya de una manera perceptible. Regresó hasta el montículo de
piedras donde ondeaban retazos de telas con inscripciones y fórmulas
sagradas que expresaban la alegría de los peregrinos al coronar él paso.
Junto a las ruedas de plegarias, a la entrada del chorten, había
lamparillas de manteca de yak, para los fieles que deseasen garantizarse
una ventajosa reencarnación. Dejó un billete de cincuenta rupias a
cambio de una de ellas, y ascendió sus cinco escalones. Cinco escalones,
cinco elementos: tierra y agua, fuego y aire, más el quinto elemento,
la quintaesencia, el éter, el hálito vital del hombre y del sol, la
respiración que hermana al hombre y al cosmos. Y a cada paso dentro del
templo, una reducción del espacio, un grado más de oscuridad, hacia el
umbral placentario de la iluminación. Así debe ser: una especie de parto
al revés, un nuevo nacimiento. Quien le esperaba pacientemente en la
oscuridad no alteró su mirada de ojos entreabiertos cuando depositó
junto a su mano la lamparilla recién encendida. Se trataba de una figura
en yeso pintado del clásico Buda Amoghasiddhi, que al ser tentado por
Mara, el Maligno, llama a la Tierra como testigo. Sentado con las
piernas cruzadas sobre una plataforma, el príncipe de los Sakyas apenas
disimulaba la humildad de su torso de estuco ennegrecido por el humo de
las ofrendas. Quizá por eso resultaba más conmovedor, más convincente.
Debió de permanecer un buen rato meditando allá adentro. Al salir,
reparó en
el rudimentario molino de oraciones bajo el saledizo, y lo puso
en movimiento con un gesto cansado, sin detenerse. Según la tradición,
cuando Buda pronunció su primer sermón en Sarnath, cerca de Benarés, su
palabra puso en marcha la Rueda de la Ley: de ahí los molinos de
oraciones, movimiento perpetuo, un mantra de luz que gira y gira
multiplicando sus ondas hasta el infinito. El mayor deseo de Manuel, por
el contrario, siempre había sido que el mundo se detuviera, para así
poder estudiarlo y encontrarle un sentido. No pudo ofenderse cuando
Tushita rechazó el cigarrillo que acababa de ofrecerle, y le preguntó en
voz baja: —¿Es usted budista, señor? Tanto en Asia como en Europa se lo
habían preguntado muchas veces. Jamás con tanta ingenuidad. Se vio de
nuevo dentro del chorten, frente a aquella escultura ruinosa del
príncipe resplandeciente, y sólo percibía oscuridad. Intuía que dentro
de sí mismo, en la oscura bóveda de su ser, había una estrecha abertura
hacia alguna forma de luz. Pero por más que extendía su mano, nunca
conseguía alcanzarla. —No, creo que no soy budista —respondió al fin—.
¿Piensas que ser budista, o cristiano, o jainista, tiene alguna
importancia? —Claro que no, señor. En las puertas de las lamaserías de
mi país se lee una inscripción que todos nos sabemos de memoria: «Mil
templos, mil religiones». Allá cada cual con su camino. Llegar es lo
único importante. No hacía falta que le preguntara adónde. Al menos los
dos iban juntos en el mismo viaje. Con la última calada de su Marlboro,
Manuel se metió un par de pastillas de coramina en la boca; el Cadillac
arrancó por fin y el viejo lama siguió allí, despidiéndoles con una
sonrisa de oreja a oreja, hasta desaparecer tras la polvareda. Frente a
ellos se abrió de nuevo un mareante paisaje de cumbres blancas y
violetas teñidas por una reverberación dorada. Entre la niebla que
comenzaba a caer sobre Pargo Kaling tenía que haber otro paso: un paso
hacia el origen a través del infinito, hacia la serenidad a través de la
inmensidad. Cuando Tushita le preguntó si era budista, a Manuel le
hubiera gustado responder: «No se lo digas a nadie, pero soy el monje
que vendió su Ferrari». Sin embargo, su pregunta se le había quedado
clavada en la conciencia, como la necesidad de contarle su verdadera
historia. Tal vez fuera el miedo a la muerte. Ese miedo que había
comenzado a sentir crecer dentro de él, como un extraño presagio, desde
el inicio de aquel viaje. Tushita volvió a sacarle de sus cavilaciones
con otra mirada a través del retrovisor. —¿Puedo preguntarle una cosa
más, señor? Pero la pregunta de Tushita se le había quedado clavada en
la conciencia, como la necesidad de contarle a alguien su verdadera
historia. Nunca había sentido tanta necesidad de comunicarse con los
demás. Tal vez fuera el miedo a la muerte lo que daba cauce a sus
emociones más secretas: ese miedo que había
comenzado a sentir crecer dentro de él, como un extraño
presagio, desde el inicio de aquel viaje. Hasta que otra pregunta a
través del retrovisor volvió a sacarle de sus cavilaciones: —¿Puedo
preguntarle si está usted casado, señor? Definitivamente, casi agradeció
su curiosidad. Cuando Tushita le preguntó si era budista, a Manuel le
hubiera gustado responder: «No se lo digas a nadie, pero soy el monje
que vendió su Ferrari». Se le escapó una sonrisa. Hasta entonces sólo a
mí me había contado la verdadera historia de su primer viaje al Tíbet.
Entonces sintió la necesidad de hacerlo, como si aquel paisaje le
apremiara a sincerarse con alguien. Tushita volvió a sacarle de sus
cavilaciones con una mirada a través del retrovisor. —¿Puedo preguntarle
una cosa más, señor? —Todas las que quieras... El tibetano desvió uno
de sus ojos hacia las cumbres y lo dejó caer como le vino: —¿Será verdad
que viene el fin del mundo? Lo digo por la Puerta de Mulbek, señor. Ya
sabe que hay una profecía... —¿Una profecía? —repitió Manuel
enderezándose, ganado por la curiosidad. —Sí, el libro sagrado lo dice:
«Líbrate de esa región donde los muertos se mezclan con los vivos.
Cuando la Puerta de Piedra sea abierta, se abrirá también la Edad del
Fuego, el Kali-Yuga, y entonces serán los días de la aniquilación...».
—¿Sabes por qué no creo en las profecías, Tushita? Porque todas venden
el mismo miedo —Manuel encendió otro cigarrillo—. De todas formas, no
sé, muchas veces me pregunto si no habremos entrado en el Tiempo Final.
Hay demasiada violencia, demasiada locura. Estamos volviendo loco al
planeta: mira cómo está el clima, la propia gente, todos en guerra
contra todos... —Eso es el Kali-Yuga, señor, el ciclo negro del mundo,
la medianoche de la humanidad, como dijo Lord Burda... Sólo se oía el
ruido del motor cuando apareció a lo lejos un valle que permanecía
oculto, como un Shangri-La invisible desde lo alto. —Hay que buscar un
refugio, ¿verdad? —exclamó Manuel. —Eso era el Tíbet. Bueno, hasta que
vinieron los chinos... —Yo también vine al Tíbet buscando un refugio, en
una vida anterior. —¿En una vida anterior, señor? —En otro tiempo me
acusaron de asesinar a mi mujer... —Tushita le escuchaba sin parpadear—.
No, no lo hice, soy inocente... pero me llené de un deseo de muerte que
iba a más, como una enfermedad... Fue mi Kali-Yuga personal. —Y decidió
empezar una nueva vida en el Tíbet, ¿no es así? —No fue exactamente
así. Vine al Tíbet para convencerme de que en vez de subir a los cielos,
Jesucristo subió a los Himalayas. —¿Ah, pero no es lo mismo, señor?
Quiero decir, los cielos y los Himalayas... Aquí todas las montañas son
puertas hacia el cielo, y dentro están los palacios donde viven los
dioses. ¿Quién no sabe que el sagrado Chomolungma, el
Everest, es la morada de la gran Diosa Madre? Es cierto, algo
tan evidente como eso, algo que todos sabemos desde que nacemos, desde
el primer momento en que abrimos los ojos y vemos una montaña, sabemos
que es sagrada. ¿Cómo hemos podido olvidarlo? ¿Por qué nos enseñan a
olvidarlo? Manuel se lo preguntó mientras pensaba cómo responderle. —Yo
seguí otro camino. Los maestros del Cristo, los esenios, oraban al
amanecer mirando hacia la salida del sol, hacia el este, en lugar de
volverse hacia el templo, como los demás judíos... —¿Y eso qué quiere
decir, señor? —Coincide con lo que respondió a uno de sus apóstoles
cuando se marchaba: «Buscadme en las Montañas del Este». No le reveló
más porque sabía que seguía siendo un proscrito. Por eso inició su
andadura en secreto, caminando siempre hacia la cuna del sol. Y ésa cuna
era también la patria de otro de sus amigos ocultos, José de Arimatea,
Ari-mater, la tierra madre de los dioses. Es decir, el país de tu
sagrado Chomolungma... Hay crónicas —continuó Manuel— que trazan su
peregrinaje por Cachemira y su llegada al país de Sindh, donde creyeron
ver en él al mismo Krishna. »Yo seguí sus pasos de manuscrito en
manuscrito y de país en país a través de inscripciones imposibles.
Conseguí entenderme con los grandes lamas, con las momias más venerables
del Potala, en Lhasa. Tras regalarles un cargamento de echarpes blancos
y digerir litros de vuestro nauseabundo té a la manteca rancia,
conseguí que me mostraran un texto escrito en sulu, la lengua que
trajeron los ejércitos de Tamerlán, y que contaba la estancia de un tal
San Issana en el país de Bö, el nombre primitivo del Tíbet. Pues bien,
ese personaje tenía muchas probabilidades de ser el Cristo que yo venía
buscando desde media vida atrás. ¿Qué te parece? ¿Una locura, verdad?
—Todo lo contrario, señor... Lo que me cuenta no puede ser una locura,
tiene que ser verdad. Me lo dice el corazón. Manuel prosiguió sin
preguntarse si Tushita no estaría riéndose de él. Con aquel calor, le
daba igual: —Aquel otoño las nieves casi cubrían las puertas del
monasterio de Tikse, y a treinta grados bajo cero el mercurio de mi
termómetro no podía bajar más, pero yo entré en la gompa de los monjes
con la cabeza ardiendo. Buscaba los originales de la escuela de
traductores de Rinchen Zampó, donde el sabio Atisa dirigió la conversión
al tibetano de centenares de textos antiquísimos escritos en nastaliq,
en urdu y en sánscrito. »Tras un mes revolviendo manuscritos, encontré
esa joya que hablaba de un profeta que llegó de Occidente, donde había
nacido de una Virgen y era conocido como el Hijo de Dios. Pues bien, ni
en la más delirante de mis suposiciones podía imaginar lo que vino
después. Cada línea mostraba un Jesús nuevo y radicalmente distinto al
divulgado por las iglesias. Un hombre que describía su andadura como un
«viaje al corazón de la luz palpitante», que
decía ser «hijo de la inteligencia del universo», y que
manifestaba abiertamente que nosotros y las estrellas somos una misma
cosa, «pues el Sol es el corazón de la vida, donde nacen y regresan
todas las almas». ¿Cuándo has oído algo parecido? »Es lo más
revolucionario que ha conocido el hombre: la manera de activar por
nosotros mismos una especie de chip prodigioso que todos llevamos
dentro. El manuscrito de Rinchen Zampó lo describe como un latido
dormido en un lugar del corazón, que nos abre las puertas de la luz del
mana: el paraíso de los inmortales al alcance de cualquiera ¡en esta
vida! El chófer se volvió para mirarle, como si hubiera olvidado que
conducía al filo del abismo. —¿Algo parecido al Nirvana... en esta vida?
—Así es, la verdadera inmortalidad —repitió con un punto de tristeza en
la voz—. Claro que entonces yo estaba tan ciego que, en lugar de
emprender ese camino, eché a correr en dirección contraria. Sólo
concebía la forma de inmortalidad más ridícula: la gloria mediática, el
reconocimiento académico. Hay que ser imbécil. Pensaba que tenía en mis
manos un documento que iba a cambiar la Historia. Aquel Jesucristo de la
Nueva Era rasgaría la cúpula del Vaticano y expulsaría a toda esa
clerigalla de fariseos... —¿Y no fue eso lo que sucedió? —Lo único que
estalló fue mi cabeza. Y de una manera bastante cómica... —Eso no
necesito que me lo cuente, señor. Lo siento. —No, no lo lamentes. Esto
ocurrió hace muchos años. Entonces no sabía que el conocimiento sólo se
revela a quienes han purificado su corazón y abandonado la propia
vanidad del conocimiento... —Tushita asintió, quizá también él era un
sabio que había decidido dejar de serlo—. Durante todo ese invierno en
Tikse me asistía un lama muy viejo con el que apenas cruzaba las
formalidades rutinarias. Por más trabajo que le diera, él siempre me
respondía Con una sonrisa. Sin embargo, un día su sonrisa me pareció
terrible. »Yo ya tenía quinientos folios manuscritos con la segunda vida
de Jesús, desde la corona de espinas del Gólgota a la corona del mundo
en el Tíbet, y el equipaje listo para partir. Agradecí al monje sus
atenciones y la generosidad de su comunidad. Él arrugó su cara de
tortuga vieja y me respondió: «Vuelva a visitarnos el año que viene,
ésta es su casa.» «Gracias de corazón —repuse—. Lo haría encantado si
tuviera algo que investigar, pero ya sólo quedan minucias que no
cambiarían la historia de San Issa...» »El lama siguió: «El relato de
Rinchen Zampó es muy bello. Pero más abajo, en la biblioteca de los
libros de corteza de palma, se guardan historias de otros Budas
reencarnados muy interesantes...» «¿Otros Budas reencarnados semejantes a
San Issa... y de su mismo tiempo?» «El tiempo es una medida muy
relativa, hermano. Los rollos de Rinchen Zampó son muy posteriores a la
predicación de su Buda Blanco...» «¿Quiere decir que hay otras fuentes
más fiables? Muy bien, ¿de cuántos rollos estamos hablando, cinco,
siete, diez?» «¿Diez? Oh, no, Nájera San, son muchos más...» «¿Cuántos?
No me diga que
hay otros cincuenta: no me lo creeré.» «Puede creérselo o no,
pero durante los años que estuvimos ordenando aquello contamos más de
ochenta...» «¡¿Ochenta?!», le interrumpí. «Ochenta por mil, hermano: es
decir, ochenta mil. Y sólo le hablo de los dedicados a contar historias
de otros mil Bogdo Janes, tantos como los budas encarnados que pasaron
por aquí en diferentes edades y tiempos, muchos venidos de Occidente y
predicando que habían nacido de una virgen, que tenían el poder de sanar
a los enfermos y expulsar a los demonios, y que su reino era un lugar
de luz, llámelo Nirvana, Paraíso o Shamadi, el reino de la
superconsciencia. Es una lástima que ya nadie tenga tiempo de leerlos.
Se están perdiendo, se pudren, se los comen las ratas. Como casi todo en
este monasterio donde todo se derrumba, desde que estamos bajo la
administración china. Esos ochenta mil manuscritos no tardarán en
desaparecen Los más viejos no son más que una pasta de polvo que se
deshace entre los dedos, y ya no tenemos copistas ni medios para
recopiarlos, como en el tiempo de Rinchen Zampó.»
15
Manuel Nájera apuró un buen trago y le pasó la botella al chófer,
que se mostraba muy capaz de beber y conducir al mismo tiempo por
aquella carretera infernal: —Mi crónica sobre la segunda vida de Cristo
no era más que otra leyenda sobre uno de los muchos visionarios que
habían recorrido los Himalayas a lo largo de un milenio donde nunca
estuvieron claras las fronteras entre realidad y ficción. Además, había
descuidado algo esencial: tal y como me previno el lama, las fechas de
mi cronología tibetana apenas coincidían con los rollos de Qumrán. San
Issa no era más que la invención de un loco que había recorrido el
camino equivocado siguiendo a otro loco que se creía Dios, hasta
fracasar en una lamasería perdida en el fin del mundo. »Fue entonces
cuando me hice budista. Quería olvidar mi fracaso en esa búsqueda de
Dios que, en realidad, sólo había sido una búsqueda ciega de la gloria,
sirviéndome de Dios como me hubiera servido del mismo diablo. Una noche,
en aquella lamasería a treinta grados bajo cero, quemé aquel manuscrito
destinado a cambiar el mundo, y al menos me proporcionó un poco de
calor. Al día siguiente me afeité la cabeza, me procuré una de esas
hopalandas tibetanas de color cárdeno y un manto gris, como Buda
prescribía a sus discípulos, y me sumé a la comunidad de los monjes como
uno más. Bueno, no como uno más: como un ragyab. Tú sabes quiénes son
los ragyab, los intocables que trabajan con los muertos, partiendo los
cadáveres a hachazos para que los buitres no dejen rastro de ellos y su
siguiente reencarnación sea más feliz. »Viviendo entre cadáveres
descubrí la verdadera enseñanza de Buda, así me reconcilié con mi Cristo
interior, ese Buda Caminante del que me había perdido en el camino y
que ahora reencontraba en su invitación a emprender la vida de los que
se entregan a los otros y renuncian a su propia salvación, con tal de
que los demás alcancen la suya. La tradición los llama bodhisattvas, y
yo elegí llamarme nadie. Pero no fue tan fácil. Por más que me entregara
a los demás, seguía perdido y seguí cayendo. Cristo no me desclavó de
mi cruz, Buda no consiguió que me elevara ni una pulgada por encima de
mí mismo. Por eso he vuelto. Lo que se había iniciado como un diálogo
intrascendente concluía con esa sentencia final, tan dura y desnuda como
las montañas que se ofrecían a su paso. Dentro del Cadillac se hizo un
silencio opresivo. —Eso es el Samsara, señor, ¿no le parece? Lord Buda
también decía que el infierno está aquí. Nuestra vida real comienza en
el otro mundo, y entre tanto venimos a éste para aprender y pagar las
equivocaciones anteriores... En cada giro el Cadillac parecía salirse
del trazado y pendulear sobre el abismo;
pero Tushita conducía con la misma serenidad impasible y se
volvía hacia Manuel, que no quitaba los ojos de la pista. —Tienes razón,
pero tal y como se está poniendo la carretera, no sé si es muy prudente
seguir con la conversación. —No se preocupe, señor... ¿Le he dicho que
mi padre fue el chófer del decimotercer Dalai Lama? —¿Cómo? ¿En esa
época había coches en el Tíbet? —preguntó Manuel, consciente de que
veinte años antes la rueda se consideraba una herejía en el reino de los
lamas. —No, no había coches, pero aquel Dalai fue un gran reformador,
que viajó por América y Europa. A la vuelta de sus viajes trajo a Lhasa
tres automóviles... Un Dodge americano y dos Aston Martin, como los de
James Bond. ¿Qué le parece? —Es increíble. —Mi padre llegó a conocerlos.
Llegaron desmontados para cruzar el Himalaya a lomos de yak, y un
mecánico hindú volvió a montarlos pieza por pieza. Tomó a mi abuelo de
ayudante, y cuando se fue el hindú, mi abuelo ocupó su plaza como chófer
del Dalai Lama. Pero la cosa no prosperó, porque a la gente le daba
miedo verlos rodar Al final acabó encerrándolos en una granja, y a mi
pobre abuelo con ellos, para ocuparse del mantenimiento. Claro que
algunas noches de verano... Tushita no pudo continuar. Necesitó toda su
habilidad para frenar y dominar un brusco derrapaje forzado por la
comitiva de mujeres que apareció de pronto en medio de la curva. Más que
sus mantos negros llamaban la atención sus peculiares sombreros, una
especie de chisteras también negras engalanadas con turquesas y cuentas
de coral. Pero lo que verdaderamente sobrecogía eran sus máscaras. Unas
toscas máscaras de cuero donde apenas se marcaban dos rendijas, lo justo
para poder ver, respirar y protegerse tanto del sol como del azote de
aquellos vientos de hielo. Entre sus negras vestimentas, sus chisteras
negras y esas máscaras, semejante aparición impresionaba como una
comitiva espectral decidida a llevarse al otro mundo a quien se la
cruzara. Estuvieron cerca. A medida que frenaba, el Cadillac fue
saliéndose de la carretera hasta quedar clavado a un palmo del abismo.
El corazón de Manuel rompió a latir a velocidad de infarto. Tushita
mantenía el mismo gesto impasible: una mano al volante y el otro brazo
asomando por la ventanilla. —No problem, señor —dijo, haciendo crujir el
freno de mano—. Pero si le parece podemos aprovechar para comer algo.
¿Le estaba contando quién fue mi abuelo...? —No, hablabas de las
tentaciones automovilísticas del Dalai Lama... —farfulló Manuel, con el
rostro desencajado—, Pero coloca el coche en la carretera y luego me lo
cuentas... —Al fin y al cabo, señor, no hubiera sido tan grave como
arrollar un rebaño de yaks —ironizó, haciendo destellar sus dientes de
oro—. En el Tíbet hay demasiadas mujeres, con tantos hombres consagrados
a los monasterios...
A pesar de la broma de Tushita; a Manuel le costó recomponer su
semblante. Toda su perorata acerca del desapego budista estaba más vivo
en aquel chófer que en todos los que habían escrito maravillas al
respecto, incluido él mismo. Sí, tenía mucho que aprender en ese viaje, y
sólo llegó a perdonarse su miedo a morir tras aceptarlo como una
lección. «Lo reconozco, he tenido miedo. Lo reconozco; sigo siendo
débil. Lo reconozco, no soy un verdadero budista, ni un verdadero
cristiano, ni siquiera un mediocre agnóstico. Lo reconozco, aún no estoy
a la altura de lo que quiero ser». Poco más adelante divisaron una
aldea minúscula en un desvío de la pista. Entraron en ella perseguidos
por un tumulto de niños harapientos, hasta que Manuel sacó de su
equipaje la bolsa de bolígrafos que siempre llevaba encima y los
repartió entre todos. El bar estaba cerca: un tenducho de lonas
defendido por dos cuernos de yak pintados de rojo coca-cola y presidido
por una cámara frigorífica que hacía las veces de mostrador, donde
consiguieron hacerse con una botella de licor verdoso y unas pakhoras
grasientas. —¿Sabe a dónde iban todas esas mujeres, señor? —Sólo confío
en que no volvamos a cruzárnoslas... —Con la primera luna del mes de
Sawan, todas las mujeres de esta región bajan hasta la cueva de
Amarnath. Dicen que allá dentro hay una punta de hielo donde arde el
lingam de Shiva, ya sabe, su varita mágica... —precisó el chófer,
echando un vistazo a su entrepierna y sonriendo—. Piensan que quien la
toca durante esa noche, queda embarazada. Las mujeres están locas. —Hace
mucho tiempo, en otra cueva, conocí a otros locos que creían haber
encontrado los restos del esperma de Cristo dentro de una vasija de
barro —dijo Manuel mirando el vaso que acababa de vaciar—. Esperma de
Cristo embotellado. —¿Y se lo creyeron? No me diga que en Europa también
pasan cosas así. —Europa también es una tierra estéril. El semen de los
hombres no tiene vida. De cada dos mujeres, una tiene problemas. Ya ni
siquiera funciona la inseminación artificial. —Señor, ¿no va a
terminarse su pakhora? —Toda tuya. —Humm, pues está buenísima —constató,
engulléndosela de un bocado—. Ya sabe lo que dicen los buenos budistas:
«Comer cuando hay que comer, dormir cuando hay que dormir». Y aun nos
quedan casi tres horas de camino. Mahayana, Hinayana, Tantrayana. El
camino siempre es más largo de lo que parece. Tarde o temprano, uno
acaba dormido y dando tumbos en el asiento de atrás, vencido por una
carretera pedregosa y polvorienta. Cruzaron el paso de Sangchen-La.
Sobre un glaciar lejano navegaban bloques de hielo y roca incendiados
por el sol poniente, como estatuas de dioses a la deriva. Comenzaron a
descender para enlazar con la vieja ruta de las caravanas del Gobi.
Manuel dormía con la cabeza echada hacia atrás y la botella de licor
entre sus rodillas. La ebriedad, ¿será también un camino? ¿Y el
sexo lo es? Lingam de Shiva, esperma de Cristo, Marpa, el maestro de
Milarepa, mantuvo ocho mujeres además de su legítima consorte para
seguir escrupulosamente los preceptos del tantra Hevajra. Cada templo
budista, cada stupa, cada chorten, remite a una analogía del cuerpo
cósmico de Buda en el que hay que penetrar hasta su cavidad más íntima,
que siempre se mantiene en la máxima oscuridad: oscuridad de
fecundación, impregnación, concepción, tres pasos previos antes darse a
luz, en el tiempo de la iluminación. ¿Qué más podría enseñarle acerca de
todo eso el Libro de Cristal? Tal vez un paso más en el laberinto. No
en vano, los monjes de Mulbek pertenecían a la orden Nyingmapa, donde el
hábito monástico era compatible con el matrimonio, frente a los
Gelukpa, los puritanos que practicaban el celibato estricto, los
radicales del Camino Abrupto. —El camino abrupto acaba enseguida, señor,
estamos llegando a Leh. La voz del chófer acabó de despertarle. ¿Había
hablado en sueños? ¿Qué demonios habría dicho? Se enderezó en el asiento
para beber un largo trago de agua. —¿Qué tal el sueñecito, señor?
—Bien, Tushita, gracias. Supongo que tú también habrás descansado de mis
lecciones magistrales. Aunque espero no haber hablado dormido. Tushita
se volvió para mirarle. —Le aseguro que ha sido uno de los viajes más
interesantes de mi vida. Era media tarde cuando el Cadillac se detuvo
ante un puesto de control a la entrada de Leh. Fue suficiente con que
Tushita mostrase un papel sellado para que la barrera se alzase.
—¿Conocía Leh, señor? —Sólo de paso... —¿Paramos o no paramos? —Mejor
seguimos, quiero llegar a Mulbek antes de que anochezca. Leh, la capital
de Ladakh, es una ciudadela medieval colgada a tres mil seiscientos
metros sobre el nivel del mar y defendida por la imponente mole de su
castillo, una réplica del Potala, la residencia del Dalai Lama en Lhasa.
Al poco de que avistaran su inconfundible perfil, con sus tejados
defendidos por leones rampantes y coronados por centenares de pequeños
campaniles y agujas doradas, pasó junto al Cadillac otra comitiva de
mujeres tocadas con esos increíbles sombreros en forma de chistera, y
engalanadas con gruesas ajorcas de plata maciza y collares de
lapislázuli. Frente a la austeridad del paisaje, tanto en la
arquitectura como en la indumentaria, esa barroca propensión al
arabesco. Y también la paradoja de esos rostros curtidos, de pieles
rojas y ojos rasgados, tan semejantes a los indios de las praderas de
Norteamérica. Al fin y al cabo, ¿no están más cerca un serpa y un sioux
que un tibetano y un europeo, incluso que un tibetano y un chino? Cerca
de la capital, la carretera se concedía el lujo de unos kilómetros de
asfalto,
donde se cruzaron con el primer automóvil, una Toyota pickup
cargada de carneros, entre los que sobresalían los cuerpos de un anciano
y un niño embozados en abrigos de su misma piel. Tushita y el otro
chófer se saludaron a bocinazos, como si no pudieran verse en medio de
tanto tráfico. —No me digas que es tu abuelo paseando al Dalai Lama.
Tushita encajó la ironía: —Le gustaba pasear de noche, cuando la calle
estaba vacía. ¿Recuerda lo que le he contado? —Sí, claro... El mítico
Potala, años veinte. Un Dodge y dos Aston Martin ocultos en una
cuadra... —Y el Dalai Lama con un gran papagayo en la mano. —Será una
broma, supongo... —No, no, míster, el Potala tenía un pequeño zoológico,
y el papagayo era el animal preferido del Buda viviente. Era un bicho
enorme, azul y rojo, con un pico que daba miedo. Pero al Dalai no le
hacía nada. Lo sacaba en todas las grandes fiestas, y cada vez que el
animal gritaba una palabra, ya se puede imaginar, toda la multitud se
estremecía. Para ellos el grito del papagayo era como un mensaje de los
dioses... —Y luego el Buda viviente se daba un paseo en su Aston Martin,
con tu abuelo y el papagayo. —En cuanto se apagaban las pocas luces de
la ciudad, se ponía al volante del Aston Martin y se daba una vuelta
desde el Potala hasta el Norbulingka, su residencia de verano. Claro que
aquellos eran otros tiempos... —Sí, eran otros tiempos. El Cadillac se
detuvo para dejar pasar a un rebaño de dzos, un cruce de yak y buey,
conducidos por un par de adolescentes encaramados sobre sus grupas. —Ya
estamos saliendo de Leh, en un par de horas llegamos a Mulbek, señor.
Prepárese para ver algo grande.
16
Abro su cuaderno amarillo por la página donde aparece ese dibujo.
Puerta de Mulbek. Una mole de granito rojo cortada en planos exactos,
dos sólidos pilares cuadrangulares llenos de signos que sugieren
diversas lenguas jeroglíficas pero resultan indescifrables y, sobre
ellos, un dintel monumental con el símbolo del infinito en su centro.
«La Puerta tiene la majestad del pórtico de un palacio de proporciones
cósmicas —escribe Manuel a pie de página—, un palacio que tuviese por
cúpula el cielo entero, y cuyo espacio fuese... Sí, otra dimensión del
tiempo.»
Veinte páginas más adelante, encuentro un segundo dibujo de la
puerta, más inexacto, como trazado de memoria, con menos precisión pero
con más seguridad en lo que dibuja y en lo que cuenta: «Puerta de
Mulbek. Cada puerta que se abre conduce a un vacío mayor. En sus
ecuaciones, Einstein no admitía diferencias entre espacio y tiempo; veía
el tiempo como una cuarta dimensión. Por eso explicó el universo en
términos electromagnéticos, como una irradiación de luz. Todo el
universo nada en luz. Es extraño que solamente en la mente del hombre
haya tanta oscuridad. Ahora comienzo a entenderlo todo y, sin embargo,
todo es inexplicable.» ¿Qué sucedió entre esos dos dibujos? ¿Qué cambió
en la vida de Manuel entre uno y otro?
17
Desde que abordaron las tierras altas, su viaje venía siendo una
sucesión de curvas encajonadas entre ventisqueros y gargantas sombrías.
Cuando apareció aquella vasta llanura inundada por el sol, Manuel
comprendió perfectamente que Tushita pisara a fondo el acelerador.
También él bajó su ventanilla para que el viento y el sol le arrancasen
del alma el frío y las sombras: cielos como océanos, inmensidad pura y
una cadena de montañas azules al final del horizonte parecían estar,
simultáneamente, en el fin del mundo, en el centro mismo de la Tierra y
al alcance de la mano. En ese momento, un golpe de luz hizo visible,
todavía a lo lejos, una construcción trapezoidal alzada en medio de la
nada que sólo podía ser la Puerta de Mulbek. —¿Impresiona, eh? —Písale
fuerte —exclamó Manuel, sin apartar sus ojos de ella—, tenías razón:
esta puerta no es de aquí, es de otro mundo. Ningún europeo había visto
hasta entonces nada semejante en el Tíbet. Una puerta de piedra tan
majestuosa como esos monolitos que surgieron en el amanecer de la
civilización del Nilo, una ciclópea puerta solar con parentescos
imposibles con las puertas de Tiahuanaco, en el corazón de los Andes, o
con la legendaria Puerta de Ur que vio pasar el carro de fuego de
Ezequiel, rumbo a las estrellas. «No, no puede ser», se repetía Manuel
dando tumbos en el Cadillac. Las dos únicas fotografías que se habían
divulgado hasta entonces —las únicas que se conocieron— no tenían nada
que ver con la realidad. ¿Dónde estaban la stupa que guardaba el Libro
de Cristal, y el monasterio-fortaleza y, en fin, el campamento de la
expedición que había descubierto todo aquello? En muchos kilómetros a la
redonda sobre la llanura no se veía nada más que esa puerta de piedra,
un verdadero eje del mundo. Y más allá... ¿qué? Un remolino de polvo
sulfuroso y el mareo de los cuatro mil metros envolvieron a Manuel en
cuanto salió del Cadillac. Tuvo que bajar la cabeza y entrecerrar los
ojos mientras avanzaba hacia la gran puerta ciclópea seguido de cerca
por Tushita. A medida que la polvareda se fue disipando, distinguieron
una estampa tan surrealista como aquella de Picasso paseando por la
playa de Antibes bajo un suntuoso parasol tibetano que, en este caso,
sostenía un joven novicio cubierto con un bonete en forma de cresta. Un
paso por delante caminaba un tipo muy alto, de porte noble y cabeza
afeitada, envuelto en una túnica granate y azafrán. Más que un monje
parecía un príncipe de una antigua raza perdida, uno de esos hombres que
hacen ver su poder por la manera en que lo ocultan. Apenas se inclinó
levemente para saludar al recién llegado. —Sea bienvenido, míster
Nájera. —Es el venerable Gyalpo Naropa, señor —se adelantó Tushita en un
susurro
reverente—, el gran tsedrung del monasterio de Mulbek... Al
ofrecerle el echarpe blanco que dicta el protocolo, Manuel reparó en el
punto escarlata sobre su frente. Lo evaluó al instante: demasiado
marcado, no me gusta. El venerable agradeció el regalo con breves
palabras de cortesía: —Me alegro de que al fin haya podido llegar,
míster Nájera. ¿Han tenido dificultades? Hemos sabido que en Srinagar se
ha visto involucrado en un incidente... —¿Un incidente? —repitió
Manuel, sorprendido—. No sé a qué se refiere... —Hace unas horas llamó
el agregado de la embajada británica. Al parecer, poco después de que
dejara su hotel se presentó una patrulla de la policía y se llevó a una
camarera. Debía de tratarse de una activista política que llevaban mucho
tiempo buscando. No obstante, la policía fue informada de que usted y
ella se vieron... —se detuvo un instante para comprobar el efecto de sus
palabras—. O tal vez, se la llevaron porque no les gusta que los
nativos importunen a los turistas, menos aún a la gente importante
—sonrió—. Es algo habitual en estos tiempos. Pero no se preocupe, nadie
le molestará aquí. Manuel ocultó su desconcierto y fingió una
indiferencia que no sentía. —Tampoco tendría ningún inconveniente en
hacer una declaración, si es necesario... —Descuide, ya no es necesario,
míster Nájera... Lejos de tranquilizarle, aquella precisión aumentó su
inquietud. O sea que aquello iba en serio, pensó, mientras le venía a la
mente el rostro de Shalimar. ¿Qué sería de ella en una de aquellas
tremendas cárceles indias? Como el lama seguía observándole, se creyó
obligado a añadir algo más: —Realmente no me interesa la política, ni la
de mi país ni la del suyo — exclamó, explorando los perfiles del sobre
lacrado que ella le había entregado— . Pero, en cualquier caso, espero
que a esa joven no le suceda nada malo. Eso sí que me importaría. —Le
doy mi palabra de que velaremos por ella. Ahora, ¿quiere acompañarme?
—el lama le invitó a precederle—. Tú también —añadió dirigiéndose al
chófer que permanecía inusualmente silencioso, junto al novicio del
parasol. —Es Tushita, mi acompañante —precisó Manuel. —Claro, aquí
conocemos bien a Tushita. Estará deseando ver la puerta con detalle, ¿no
es así, míster Nájera? —Sí, por supuesto. —Y a su colega arqueólogo,
también, supongo. —Tengo más interés en la puerta que en mi colega.
Mientras caminaba, seguido y cubierto por el lacayo del quitasol, el
lama se volvió hacia Manuel con una mirada especialmente inquisitiva.
—Tengo entendido que se conocen. —Sospecho que sí —repuso, sin
experimentar ninguna alteración en el rostro, y añadió—. También me
gustaría echar un vistazo a la stupa donde se guarda el Libro de Cristal
hoy mismo, si es posible.
—Naturalmente... —Según mis datos, la entrada queda justo debajo
de la puerta —insistió, una vez que llegaron ante ella, palpando sus
pilares sin dejar de dar vueltas alrededor del bloque—. Espero que no
sea necesario accionar un resorte secreto... —No, no hay que accionar
ningún resorte secreto, míster Nájera. El secreto está en el gran Buda.
—¿Qué gran Buda? —El gran Buda rojo al final del altiplano, Nájera
San... —sonó a su espalda la voz de Tushita. Manuel miró hacia donde le
indicaba su chófer. No vio ningún Buda. Frente a ellos sólo había un
abismo cortado a pico, y más allá apenas se distinguía el perfil de una
cordillera envuelta por la neblina de una gran lejanía. —No veo nada,
Tushita... —masculló sólo para él—. Otra vez me estás vendiendo un
papagayo... —Oh, no, señor, el gran Buda rojo está ahí, esperando que me
arroje por el precipicio para salvarme. Mire, observe, se lo voy a
demostrar... Y según lo decía, echó a correr hacia el abismo con todo el
sol en la cara y un grito salvaje que parecía atravesarlo de parte a
parte. Al llegar al límite, sin detenerse, sin vacilar, aquel loco
furioso saltó al vacío mientras su grito se rompía en una cascada de
ecos. Y así desapareció.
18
El corazón de Manuel dejó de latir, pero el lama y el niño del
parasol ni siquiera se inmutaron. Eso le tranquilizó y le aterró al
mismo tiempo. ¿Qué clase de manicomio era aquél? Manuel fue el primero
en asomarse al precipicio temiéndose lo peor. Se encontró con una
sonrisa triunfal, llena de dientes de oro. Tushita estaba allí, a metro y
medio bajo sus suelas, sentado sobre la nuca de una cabeza de grandes
orejas. Parecía un liliputiense encaramado a un Gulliver puesto en pie.
Aunque en este caso se trataba de un Buda tan descomunal como los
Bamiyán, un Buda de treinta metros de altura, tallado en la
impresionante pared de roca viva que caía del altiplano al valle. ¿Cómo
podía entenderse que ni una sola imagen de aquella maravilla hubiera
salido del Tíbet? El lama le invitó a descender hasta la gigantesca
cabeza. Había que descolgarse sólo un par de metros, pero sobre el
propio abismo y bajo el azote de un viento incesante. Se agarró con
fuerza a la cortadura y se dejó caer. Cuando abrió los ojos el lama y el
niño ya habían saltado y estaban junto a él, sobre los hombros de la
estatua. Bajo la mata de pelo rojo que arrancaba de su nuca, en la
rocamadre, se dibujaba una abertura que permitía el acceso hacia la
caverna. Urgido por el lama, el novicio les pasó un par de lámparas de
acetileno, que iluminaron un paso angosto por el que comenzaron a
descender rozándose con las paredes. Dentro de la montaña se notaba la
falta de aire y el frío. Naropa deslizó su linterna hacia un punto de la
bóveda donde se abrían dos hendiduras. De la más pequeña, que era
también la más estrecha, colgaba una escala de cuerda. —A sus amigos les
costó entenderlo, pero esa que parece no ir a ninguna parte es la que
conduce a la Garbagriha. Garba-griha, la Cuna del Embrión, Los poetas
que escribieron el Ramayana la llamaban así. No buscaban un lugar para
el culto colectivo, sino algo parecido al útero de la gran Diosa Madre.
Según los libros sagrados de muchas culturas ancestrales, es de estas
cámaras minúsculas de donde irradia todo. La luz de mil soles que surgió
del Big Bang, la conciencia cósmica que se hizo mente, hálito y
pálpito. Cavernas sin final, túneles que se pierden en un alucinante
viaje al centro de la Tierra. Los había encontrado en Karnak y Baalbek,
bajo la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, cuando buscaba la
mítica Biblioteca de los Cananeos... Y ahora, ¿también en el Tíbet?
Manuel apretó la manija de su lámpara entre los dientes, agarró la
escala y trepó hasta la boca del santuario. Una vez allí había que
desplazarse a rastras, gateando bajo una asfixiante sensación
claustrofóbica. Había que superar esa angustiosa prueba física para
alcanzar la esencia desnuda de una verdad que era piedra y agua, fuego y
aire. A medida que avanzaba, advirtió un tenue cincelado sobre el
techo. Soles y
estrellas espirales que, al final del pasadizo, se convirtieron
en dibujos muy esquemáticos de lo que parecían... ¿constelaciones? Había
llegado a la Cuna del Embrión. La piedra misma parecía emanar una
extraña fosforescencia, como si el lugar tuviera memoria y conciencia,
acaso un espacio elegido antes de la aparición del hombre por una
humanidad anterior a la nuestra. El Libro estaba allí, al fondo de la
cámara. Un soberbio bloque de cristal de roca cortado en láminas de
metro y medio de largo por uno de ancho, y encastrado a la caverna por
una gruesa charnela no de plata, sino de oro macizo. El lama hizo girar
la charnela, y atravesadas por la luz de las lámparas fueron
destellando, uno tras otra, las veinticuatro láminas. —¿No le parece
maravilloso? Manuel permaneció en silencio. Sentía la bóveda de piedra
pesando sobre su cráneo y una agobiante opresión en el pecho. Acarició
una de las placas. Su tacto reconoció los caracteres acanalados de la
escritura pali, del siglo I de nuestra Era, y recordó aquella
contraportada del Herald Tribune, días después del descubrimiento, donde
se avanzaba que presumiblemente su contenido no versaba tanto sobre
Buda como sobre un Buda Futuro al que llamaba literalmente El Caminante.
Naropa le observaba expectante. Conocida su obsesión por el Cristo de
Qumrán, el hermeneuta se volcaría en su trabajo y tendrían la traducción
definitiva en un mes, dos meses a lo sumo. Sin embargo, el venerable
lama desconocía la verdadera historia de Manuel. Su primer viaje al
Tíbet y su descalabro en la lamasería de Tikse, donde se dio de bruces
con los mil budas caminantes que acabaron con su cordura. Seguía
esperando una respuesta entusiasta o unas palabras de reconocimiento.
Pero desde que respondió al primer saludo de Naropa, Manuel supo que
nunca llegarían a entenderse. Pertenecían, no a tiempos y culturas
diferentes, sino a especies anímicas antagónicas. —Quisiera volver a ver
el gran Buda del exterior —dijo al fin—, creo que tiene mucho que decir
acerca de este libro. Naropa evitó mostrar su desaprobación. Cruzó una
mirada con Tushita para que encabezara el descenso. Tras la gruesa
columna que sostenía la caverna, una empinada escalera de caracol bajaba
por el interior de la montaña hasta los mismos pies del Buda. Una vez
fuera, Manuel se encontró de nuevo con aquella imponente figura que
parecía rozar el cielo. Pese a lo deteriorado de su torso, agrietado por
lo que parecían ser raíces petrificadas, aquella cabeza no tenía nada
que ver con las representaciones convencionales del príncipe de los
Sakyas. Manuel nunca había visto un Buda con un rostro tan alargado, de
mejillas hundidas, a la manera bizantina, y con una mata de pelo rojo
anudada en lo alto. Y menos aún con incisiones que recordaban una barba
muy tenue. ¿Un Buda con barba? No, no podía ser. Sólo le quedaba entero
un brazo, el
izquierdo, también muy devorado por las raíces entre las que se
alzaba una mano perfecta sosteniendo el doble vajra, el atributo del
monarca universal. Y esto, ¿quería decir algo más de lo que decía? Los
últimos rayos del poniente bañaban su cabeza de un oro intenso y
sumergían el resto de su cuerpo entre las sombras. Manuel ya nunca
podría olvidar sus ojos. Aquellos ojos inmensos y apenas entreabiertos,
labrados en dos grandes piedras concéntricas de ágata y ónice, ajustadas
y talladas de tal manera que su mirada parecía extraordinariamente
viva, pero también extraordinariamente triste. «Sí —se dijo—, esta
podría ser la mirada de Aquel que hablaba al corazón de la vida y al de
la muerte. El rey secreto que vino muchas veces al mundo pero siempre
fue un proscrito entre los hombres. No en vano nació de camino, y al
poco de nacer ya vivió la huida a Egipto, la misma que reemprendería
tantos años después con esta segunda huida al Tíbet, siempre para salvar
su vida, siempre perseguido. Galilea lo rechazó, sus apóstoles le
abandonaron, Jerusalén le maltrató hasta crucificarlo. Él siguió
caminando hacia otro reino al que quería conducir a la humanidad entera,
pero apenas nadie le siguió. Por eso, por más luz que brillase en sus
ojos, su mirada tuvo siempre esa sombra de melancolía. ¿Quién escribió:
"Nunca he visto antes tanta pena y tanta belleza"? Como si le estuviera
leyendo el pensamiento, Naropa le contó su versión de aquella mirada tan
triste que velaba los ojos del Buda de Mulbek. Sucedió la noche en que
acabaron de levantar la capa de tierra y raíces que cubría sus párpados.
Un trabajador aseguró que había visto deslizarse por ellos una lágrima
de sangre, y ahí se acabaron las obras. Paralizados por el temor, todos
los tibetanos se negaron a volver a tocar la estatua. De nada sirvió que
les asegurasen que se trataba de un fenómeno químico debido a la
oxidación del bastidor de hierro que sujetaba los andamios. Tras dos
semanas sin trabajadores que volvieran al tajo, fue necesario un
llamamiento internacional, al que respondieron media docena de expertos
europeos y, a través de sus universidades, los gobiernos chino, indio y
nepalí: ellos eran los que ahora componían el campamento base. —¿Por qué
nos mira? ¿Por qué nos mira así? El venerable Naropa conocía la leyenda
extravagante de Manuel, y no le dio más importancia: —Si le parece,
podemos ir a saludar al director de las prospecciones. Le recuerdo que
nos está esperando. —¿Sabe qué pienso? —insistió Manuel como si no le
hubiera oído, sin dejar de mirar hacia lo alto—. Que esa mirada de
piedra habla con el Libro de Cristal. Es como si nos mirase a través de
él. —La estatua y la stupa pertenecen a épocas diferentes, pero puede
ser... —¿Cuál es la más antigua? —La stupa, por supuesto. Bueno, con una
salvedad... —¿Qué salvedad? —La que tiene a sus pies. Me refiero a los
pies del Buda.
Naropa no podía imaginar hasta qué extremo iba a arrepentirse de
aquella precisión banal. A los pies del Buda se extendía una amplia
losa de basalto negro muy resquebrajada, que sellaba el pedestal.
—Entonces, ¿esta es la pieza más antigua? —Salta a la vista, ¿no? Yo
diría que es demasiado antigua. Aunque la superficie del bloque se veía
trabajada con una escritura minúscula, a diferencia del Libro de Cristal
sus caracteres parecían tan gastados que resultaban prácticamente
ilegibles. Manuel no pudo resistir la tentación. Se puso en cuclillas,
cerró los ojos y comenzó a acariciar los signos con la yema de sus
dedos. La expectación se prolongó unos minutos hasta que, finalmente,
Nájera se alzó limpiándose los dedos en su sahariana de turista tropical
perdido en el Tíbet. —Interesante, muy interesante... Mañana empezaré
por aquí. —¿Y el libro? —se alarmó el lama. —En todo hay un orden, amigo
mío. Empezaremos por los pies y acabaremos por la cabeza. Y espero que
en este tiempo podamos resolver el enigma. —¿El enigma? ¿Pero qué
enigma? —insistió el venerable con un énfasis impropio de su carácter—.
Míster Nájera, usted sólo tiene que traducir el libro: esa es su misión.
—¿No iba a presentarme al director de las prospecciones? —preguntó, sin
darse por aludido. Entonces escuchó aquella voz a su espalda. —Aquí
estoy... ¡Al servicio del Tíbet y de Su Graciosa Majestad! Manuel Nájera
sabía que algo así era imposible, pero al volverse creyó distinguir la
inconfundible figura de John Marco Allegro, su eterno rival desde los
tiempos de Qumrán: sólo que aquel hombre que se parecía a John Marco
Allegro aparentaba veinte años menos, aproximadamente la misma edad que
ambos tenían en aquella época. Como si Allegro hubiera descubierto en el
curso de sus extravagantes investigaciones el secreto de la eterna
juventud o el misterio de la reencarnación... y lo hubiera puesto en
práctica consigo mismo.
19
Aquella sensación sólo le duró unos instantes, el tiempo necesario
para advertir que no se trataba de John Marco Allegro, sino de Dieter
Kupka. En los tiempos de Jerusalén, Dieter Kupka era su discípulo
predilecto: un joven arqueólogo alemán, recién llegado del otro lado del
Telón de Acero, que pronto se convirtió en el brazo derecho de Allegro.
Ya por aquel entonces, Kupka empezó a cultivar una imagen inspirada en
su maestro, y que más allá de su forma de vestir o de su corte de pelo,
también había afectado a su forma de hablar, a su lenguaje corporal o a
sus tics más notorios. Los años o el azar habían realzado aquel parecido
físico: la misma piel rosácea, los mismos ojos fríos, y hasta la misma
mata de pelo negro que se apartaba a menudo de la frente con un gesto
compulsivo. Tras hacerlo una vez más, le tendió la mano a Manuel, que se
la estrechó como una fatalidad. —Ya me extrañaba que a la larga mano de
John Marco Allegro se le hubiera escapado esta misión... Enhorabuena,
doctor Kupka. —El maestro no pudo asumir la dirección de esta
excavación, como hubiera sido su deseo... —precisó, todavía sin
soltársela—, y ha tenido la gentileza de concederme esta
responsabilidad... —¿Os habéis cansado de embotellar esperma de Cristo?
Kupka no pudo evitar que se le cayera la mano ni que se le torciera la
boca, y miró al lama, que observaba la escena. Midió la conveniencia de
aceptar el reto de Manuel, y desistió. En vez de enfrentarse, respondió
con una carcajada algo forzada. —Siempre serás el mismo, Nájera. ¿Cuánto
tiempo hace que no nos vemos? ¿Veinte años? —Unos diecinueve. Tú
entonces sólo eras un estudiante. —Toda una vida, ¿verdad? —Bueno, ya
veo que John Marco Allegro tiene muchas... En efecto, Allegro pertenecía
a esa especie de arqueólogos que tienen hilo directo con las
instituciones y nunca se olvidan de halagar a los poderes políticos más
influyentes. Esa era su verdadera vocación y la clave de su resurrección
tras el escándalo de Qumrán. —Sigues siendo el mejor, Nájera, ya ves
que no te lo oculto —exclamó Kupka, extremando su diplomacia—, por eso
te hemos llamado. —¿Tú también tenías interés en que viniera? —Por
supuesto, y quiero que sepas que yo fui el primero en solicitarlo. Por
supuesto, Manuel no le creyó. Volvió a mirar al Buda cuando el último
rayo del crepúsculo rozaba los ojos de la estatua. Bajo esa luz su
mirada pareció adquirir una intensidad especial, una hondura
inquietante.
—¿Lo ve? —articuló Manuel, retomando su conversación con el
lama—. Su mirada nos habla. Con la luz de la tarde se vuelve hacia el
interior, hacia el conocimiento acumulado durante todas sus vidas
anteriores. Pero seguro que con el amanecer se pone en camino. —¿Quién?
—terció Kupka—. ¿La estatua? —Sí, la estatua —repuso Manuel impasible—.
Si mi sentido de la orientación no me engaña, cuando amanezca, el sol
iluminará sus pies como una manera de caminar hacia nosotros,
invitándonos a despertar. —Precisamente, por eso vuelvo a rogarle que
comience a traducir cuanto antes el Libro de Cristal —insistió el lama—.
¿Es que no le parece suficientemente fascinante? —Si tiene tanta
urgencia, ¿por qué no lo pone a disposición de sus escribas? Seguro que
cuentan con excelentes traductores aquí mismo, en Mulbek... —Hace ya más
de mil años que perdimos la lengua en que está escrito ese libro. Un
experto como usted debería saberlo... —Y un gran tsedrung como usted,
¿no debiera saber asimismo que el paso hacia esa traducción comienza por
aquí abajo? Observe... —y según lo decía, Manuel fue alzando su
linterna desde los pies de la estatua hasta su cúspide—. ¿Ve? Este Buda
es una especie de guardián de la memoria. Un guardián que oculta dentro
de sí las claves de la iluminación. De ahí el significado del libro
dentro de la cueva... Y hasta el de la puerta sobre su cabeza. Kupka
murmuró en un tono casi confidencial: —Escucha, Nájera, no se trata sólo
de los lamas. En nombre de la Gulbenkian, tengo que decirte que tampoco
nosotros disponemos de mucho tiempo. Nuestra misión tiene unos fines,
unos costes y sí, también una prioridad. Manuel conocía bien esas
prioridades. La Gulbenkian necesitaba conseguir cuanto antes un titular
de impacto mundial, para que su altruismo cultural resultara rentable.
—Está bien, entonces vosotros os habéis equivocado de persona... y yo me
he equivocado de puerta —respondió mirando fijamente a Kupka—. Mejor me
voy antes de que tengamos que lamentarlo. Ante esa posibilidad, el lama
reaccionó de inmediato. —No, no, no, míster Nájera, no nos hemos
equivocado —exclamó tomando su brazo, invitándole a caminar a su lado—
Eso que ha dicho, la relación entre iluminación y memoria me parece
sumamente interesante. De los Tulkus más ancianos, los grandes
reencarnados, se dice que descienden por la suave ladera del no-ser
hasta un espacio donde ya no tiene sentido hablar de muerte o vida.
Viven en esa memoria previa al ser. O como dirían ustedes, los
occidentales, han invertido el corredor genético hasta llegar a los
códigos esenciales. Kupka aprobó con una leve sonrisa la estrategia del
lama, pero fingió discrepar, para que Manuel no viera que hacían causa
común. —Por favor, Naropa... No me diga que he venido hasta el Tíbet
para que un
lama me dé lecciones de genómica. —En el principio era el Verbo,
dice su Biblia. Es lo mismo que predican ahora los chamanes del ADN
cuando descomponen el genoma en cuatro letras: A, C, G, T, ¿no es así?
Otra vez el Verbo como principio. —Eso me gusta —exclamó al fin Manuel—,
por ahí podemos comenzar a entendernos... Al teutón se le tensaron los
músculos de la mandíbula: —¿Pero qué tiene que ver todo esto con el
Libro de Cristal? Nos estamos perdiendo antes de empezar... —Es justo
eso lo que intentamos decirte... A veces perderse un poco es la única
manera de encontrar el camino correcto. Y por cierto —añadió Manuel, ya
con otra mirada—, ¿cuál es el camino más corto entre Buda y una cerveza?
Se encaminaron hacia un barracón prefabricado, blanco y pretencioso,
coronado por cuatro paneles solares y una espectacular antena
parabólica, donde se alojaban los miembros de la expedición europea. Por
muy feo que le pareciera a Manuel Nájera, al menos la cerveza estaría
fría. Kupka trataba de explicarle sus malentendidos con la exasperante
administración hindú cuando Manuel observó a Tushita sobre el capó del
Cadillac, conversando con un par de obreros tibetanos: una vez más tuvo
una sensación extraña al mirarle, como si le reconociera. Y pensando en
voz alta, preguntó al director: —¿Crees en la reencarnación? Kupka alzó
sus ojos al cielo y empujó la puerta para dejarle pasar. —Por supuesto.
Los días pares me despierto sintiéndome el próximo Dalai Lama. Pero no
le oculto que en los impares me vence la perturbadora sensación de haber
sido en una vida anterior alguien como, no sé, ¿tal vez Marlene
Dietrich? Su humor resultaba tan previsible como las Franziskaner que
sacó de la cámara frigorífica, rubias y heladas. Manuel la degustó
despacio, espumando el lúpulo en su boca. ¿Dónde estaba Naropa?
Seguramente les había abandonado antes de entrar en el barracón, pero
Kupka ya había hecho planes: —Le he dicho al chófer que suba tus cosas
al segundo piso. Te hemos reservado una de las mejores habitaciones, con
baño propio y televisión vía satélite. Salvo que prefieras la gompa de
los lamas, je, je... para sentirte más cerca de Buda. —Pues sí, prefiero
la gompa... y la cerveza tibetana. La respuesta de Manuel atragantó al
director, que escupió un chorro de espuma. Nájera era un visionario, un
provocador tan extravagante como recalcitrante. Mucho mejor si lo perdía
de vista en la lamasería, y allá se las compusiera con los colgados de
la orden Nyingmapa. No fue necesario celebrarlo con una segunda cerveza.
Poco después, de nuevo con Tushita al volante y seguidos por un
jeep de seguridad, rodaban por el campo de excavaciones bajo una enorme
luna de hielo y lo mejor de Freddie Mercury en el radiocasete. Al doblar
una cortada, sobre la vertiente sur de la sierra, aparecieron tres
torres de bronce brillando bajo esa luna y, enseguida, las monumentales
murallas del monasterio-fortaleza de Mulbek. Freddie Mercury se rompía
la garganta cantando Too much love will kill you, y Tushita hacía bailar
su Cadillac dibujando elipses de vals a la luz de la luna. Tras las
veinte mil curvas de ese día, esas veinte curvas más eran su regalo a
los dioses por haberles consentido llegar sanos y salvos, con el motor
entero, sin un pinchazo, todo un milagro. Entretanto, Kupka intentaba
contarle a Manuel la historia del monasterio. Tenía dificultades para
hacerse oír, pero ni Manuel ni Tushita bajaron el volumen de la música.
—Como sabes, es uno de los monasterios más interesantes del Tíbet.
Cuanto más excavamos, más antiguas y desconcertantes son sus raíces. Su
fundación es anterior no ya a los tibetanos, sino al imperio de los
mogoles. Y hay mucho material chino de las primeras dinastías... Y sin
embargo, aquello seguía siendo India. Se lo recordó un jeep del ejército
a las puertas de la lamasería, que acalló la perorata del director y
los aullidos de Queen. Un oficial les pidió la documentación. Se trataba
de un mero trámite, pero Kupka creyó obligada una explicación más:
—Recuerda que nos encontramos apenas a diez kilómetros de la zona de
seguridad. Es normal que quieran tenerlo todo controlado. Por tercera
vez en ese día, Manuel pensó en la carta que le había entregado la
camarera del Mogul Gardens y la embajada que le llevaría a intentar
cruzar esa línea. —Lo entiendo —dijo, mientras Tushita golpeaba la
puerta de la lamasería con una gruesa aldaba de bronce que necesitó
alzar con sus dos manos. —¿Seguro que no quieres volverte? Mañana, por
el canal satélite, podemos ver la final de la Champions desde Munich. Ya
sabes que juega el Real Madrid... ¿Qué te parece? Aunque la puerta
seguía sin abrirse, Manuel se sentó sobre su equipaje y no respondió.
Primero se marchó el jeep del ejército, y luego el de seguridad con
Kupka en su interior. Tushita volvió a batir el llamador del monasterio.
El eco ensanchó el silencio mientras las sombras de la noche se
cerraban sobre ellos. Un silencio sideral, cósmico, en medio de una
oscuridad tan intensa que hacía olvidar la existencia de la luz. —¿Tú
crees que vendrán a abrirnos? —No lo sé, Nájera San: no hemos avisado...
y ya sabe que los lamas de la orden Nyingmapa son un poco raros —se
sentó en el suelo, mirando las estrellas que brillaban por millares como
lámparas en el techo de un gran palacio—. Claro que, viendo este cielo,
acaso piensan que nos han abierto de par en par sus puertas. Manuel
encendió un par de Marlboros y le pasó uno a su chófer. Con la primera
calada toda su tensión mental comenzó a disolverse. Sintió que
un peso negro y viscoso resbalaba sobre su espalda hasta diluirse en la
tierra, y que hasta el frío de la noche comenzaba a resultarle acogedor.
Las cumbres plateadas de las montañas y aquella vasta planicie
recostada sobre el silencio parecían querer hablarle. También él alzó su
mirada hacia el mar de estrellas. En ese instante de lucidez y soledad
absolutas, supo que nunca nada más precioso le sería concedido. Sintió
que el gran Buda de los ojos tristes descendía de la luna menguante con
sus cicatrices de piedra y se acostaba junto a él, que también él era la
tierra misma, y las estrellas, y, posiblemente se quedó dormido. Fue
entonces cuando se abrió la gran puerta de la gompa. Y empezó otra
historia.
TERCERA PARTE
Un pez en el Tíbet
20
Lo primero que vio Manuel Nájera al despertar fue una estufa de
hierro, sobre ella un samovar y, al otro lado, junto a un cuenco de
higos secos, el bigotillo de Tushita estremeciéndose con sus propios
ronquidos. Dormía plácidamente tendido boca arriba en la tarima
contigua. Las primeras luces del día se insinuaban por un ventanuco de
papel encerado que se abría en la estancia, una habitación de techo bajo
guarnecida en madera de cedro. Manuel se incorporó preguntándose qué
había sucedido desde que llamaron a la puerta de la gompa. Alguien le
había desnudado antes de acostarle. ¿Dónde estaba su ropa? La descubrió
en el otro extremo de la habitación, recogida sobre su equipaje. Pero
por más que registró todas sus prendas, no halló el sobre lacrado de
Shalimar. Ya estaba poniéndose nervioso cuando vio su portafolios sobre
una mesa, junto a la ventana. Lo abrió precipitadamente, y respiró
aliviado al comprobar que seguía allí, con su sello intacto. ¿Había sido
él mismo u otra mano quien lo puso allí? Por si acaso, lo guardó en el
compartimento interior de su maleta, que reforzó con un pequeño candado.
Luego se sirvió una taza de té del samovar y mordisqueó un higo seco.
Por primera vez en mucho tiempo, no era el recuerdo de Carmen el que
ocupaba su pensamiento, sino aquel Buda perturbador, aquel libro
portentoso, aquella puerta frente al vacío... Pero también aquella
mujer, Shalimar, su hermosa mirada y su misterio. ¿Qué habría sido de
ella? Se asomó al ventanuco. Dos bruñidas colañas de bronce en forma de
dragones enmarcaban los tejados dorados de una pagoda de siete pisos y,
más allá, las sobrecogedoras aristas gemelas del Nun Khun emergiendo de
la noche para iluminar las siete esferas del mundo. Entonces, en medio
de aquella calma, el monasterio entero comenzó a vibrar. Los muros se
estremecieron, las tinieblas se transfiguraron en rostros y voces, y
entre ellas se fue perfilando la resonancia de la gran caracola de la
torre más alta llamando a la plegaria. Las otras dos torres respondieron
con un estruendo de trompas y tambores. A pesar de todo, Tushita seguía
durmiendo. Cuando al fin se hizo el silencio sonaron unos nudillos en
la puerta: —¡Adelante! —respondió Manuel sin dejar de masticar. Esperaba
encontrarse con la cara de tortuga del lama Naropa, pero se tropezó con
una mujer joven, vestida con un amplio caftán de color cereza, y que le
miraba de soslayo a través de las vaharadas del sahumador de sándalo
que sostenía sobre una bandeja. Sólo faltaba que le sacara la lengua, a
la manera tibetana. No lo hizo, y apenas le mantuvo la mirada un
instante, pero Manuel advirtió en ella una presencia llena de fuerza
pese a su aparente fragilidad, y un nuevo enigma por descifrar: dos
tatuajes sinuosos que se enlazaban de mejilla a
mejilla, como pequeñas serpientes de fuego. —Si esta noche has
sentido frío, me lo dices y Naropa enviará a otra. Tienes que decírmelo
ahora —añadió en un inglés rudimentario—. Yo soy Tara. Estoy aquí para
servirte. Entonces comprendió. Manuel conocía la costumbre tibetana de
ofrecer sus mujeres a los visitantes para darles calor, incluso para
hacer el amor con ellos, y sabía que entre los lamas de la orden
Nyingmapa no era nada extraordinario, no ya el matrimonio, sino incluso
la poligamia. Prefirió pensar que se trataba de una sirviente de la
comunidad, y no de la esposa de ningún lama. Aunque era indudable que
había dormido a su lado: tan indudable como que no la había tocado. Una
mirada a Tushita, que seguía roncando, afianzó su sospecha de que les
hubiesen suministrado un somnífero, aunque no supiera con qué
intenciones. —¿Has sentido frío, Nájera San? —insistió ella. Manuel
movió cabeza de lado a lado y tragó de golpe todo el té que tenía en la
boca. Al hacerlo, espontáneamente, ella y él intercambiaron esa fugaz
sonrisa íntima que es el eterno saludo de los sexos. ¿Cuántos mundos se
encontraron en ese momento? Aquellos ojos rasgados donde brillaban dos
perlas negras de una intensidad casi metálica podían ser el alma del
Tíbet, pero le recordaron los de las nínfulas que aparecen en las
pinturas de Cranach. Sí, una de esas vírgenes poseídas por su propia
belleza que te miran con una sonrisa helada desde un lienzo que
retrocede hasta el infinito. Y presintió que ella venía para arrastrarle
hasta el otro lado de ese lienzo, como si con sólo mirarla una vez ya
hubiera leído en esos ojos que estaba destinada a destruir, y que
acabaría destruyéndole también a él. —Quiero expresar mi deseo de que la
estancia de Nájera San entre nosotros sea grata y fructífera, y que
consiga hacer hablar al Libro de Cristal, como es su voluntad —dijo ella
muy protocolaria, como si recitara un texto aprendido. Después volvió a
la bandeja y descubrió un recipiente con leche cuajada y una especie de
torta de tsampa bañada en miel. Manuel se lo agradeció ofreciéndole una
taza de té, que ella rechazó. De pronto parecía muy atareada: —El
director vino antes del amanecer. Estaba vigilante por Nájera San. Le
dije que le llevaríamos a la Puerta después de la primera oración.
¿Vienes pronto? —Antes me vendría bien una ducha... —respondió Manuel—, y
habrá que despertar a mi amigo. Tara abrió una pequeña puerta junto al
ventanuco y le descubrió una terraza de no más de un metro cuadrado
provista de una ducha y un sumidero, todo al aire libre, y a una
temperatura que no pasaría de los cero grados. —También puedo ayudarte a
eso —y como Manuel no acababa de decidirse, añadió—: mejor con mujer,
no hay agua caliente. —Gracias, prefiero hacerlo solo —se excusó el
invitado, pensando que ella era demasiado joven, o él demasiado
imbécil—. Puedes decirle a Naropa que
estaremos listos en quince minutos. Sin inmutarse, Tara le
arrancó las mantas a Tushita. El chófer despertó al momento, apenas para
verla desaparecer como un torbellino sólo perceptible por el vuelo de
su trenza sobre su gastado caftán de color cereza. —¿Sabe qué hacen
cuando el agua se hiela? —farfulló Tushita, todavía con los ojos
entreabiertos—. Se frotan todo el cuerpo con nieve: así se lavan y
entran en calor a la vez. —Vaya, no estabas tan dormido —le saludó
Manuel. —Tushita nunca duerme, Nájera San —ironizó el tibetano
acercándose el cuenco de cuajada y media torta de tsampa. —Entonces ya
me contarás qué pasó anoche, cómo llegamos aquí y todo lo demás... El
ruido de las cañerías de la ducha ahogó la evasiva de Tushita, y no hubo
tiempo para más. Acababan de vestirse cuando volvieron a llamar a la
puerta, y el venerable Naropa apareció en el umbral con su sonrisa de
permanente gentileza. Manuel sabía que esa sonrisa sólo era una máscara,
y correspondió con el mismo gesto. Sobraban los comentarios acerca de
Tara, y hubiera sido una descortesía hablar de ella. —Kupka ya está aquí
—dijo el lama—. Es el hombre más puntual del mundo. —¿Puntual? —se
sorprendió Manuel—. Creí haberle entendido que estaría ocupado a primera
hora y se uniría a nosotros más tarde... —Sí, pero ha cambiado sus
planes. Siguieron el eco de esa respuesta a través de una larga sucesión
de patios y de grandes edificios blancos sobre los que se alzaban
techos rojos y naranjas con remates de pagoda. Poco después toda esa
blancura resplandeciente se invirtió en la negrura grasienta habitual en
las estancias más sagradas de las lamaserías, donde arden día y noche
millares de lamparillas de sebo ennegreciéndolo todo con su humareda
pegajosa y pestilencial. Más que a religiosidad, huele a tuétano de yak.
Tras cruzar el oratorio penetraron en lo que parecía ser el scriptorium
del monasterio: una amplia estancia decorada con magníficos tankas,
verdaderas joyas cuya posesión se disputarían los museos de medio mundo,
y que en Mulbek se utilizaban para cubrir las manchas de humedad y los
desconchados de las paredes. Un equipo de monjes hacía su trabajo entre
grandes bobinas de seda, toneles de pasta vegetal, prensas y rodillos.
—Algunos calígrafos copian pergaminos únicos, textos originales de más
de mil años de antigüedad —explicó el venerable—. Es importante
preservar el conocimiento sagrado. De los textos esenciales se hacen
siete copias auténticas que repartimos por otras tantas lamaserías, y
siempre procuramos que dos copias más estén a salvo fuera del Tíbet, en
centros budistas de Europa y América, cuya localización en modo alguno
podría facilitarle... —Lo comprendo, es importante guardar el secreto.
Al fin y al cabo, gracias a eso se ha preservado el Libro de Cristal.
—Sí, para nosotros es un gran misterio que, sin embargo, acaba
de comenzar... ¿Cree usted que este descubrimiento va a revelarnos algo
nuevo? Otra vez la misma pregunta, otra vez el mismo temor. Como Kupka,
también Naropa esperaba demasiado de ese libro, pero por otra razón.
Tras la muerte de Buda Gautama, el canónico, sus seguidores escindieron
su doctrina en dos grandes corrientes: Hinayana y Mahayana, el pequeño y
el gran vehículo, respectivamente. La primera pasaba por ser la más
exclusiva, la que predicaba el retiro y el solitario perfeccionamiento
interior, frente a la apertura al mundo propuesta por los adeptos de la
línea Mahayana, que concedían una importancia capital a la ejemplaridad,
de manera que hacían los votos de bodhisattva y dedicaban su vida a
trabajar por el bien de la humanidad. Con el cisma de finales del siglo
I, el camino Mahayana se impuso en los Himalayas, y sólo algunos
monasterios, como el de Mulbek, se mantuvieron fieles a la disciplina
Hinayana, aunque con un curioso matiz local. Aquí, los monjes Nyingmapa
se decían maestros tántricos y practicaban la Vajrayana, la escuela del
rayo que postula la unión sexual como vía para alcanzar la iluminación.
¿A favor de quiénes se decantaría el presunto Buda de los Últimos Días
que había compuesto el Libro de Cristal? Eso era lo que más inquietaba
al venerable Naropa, que seguía esperando una respuesta de su invitado.
—¿Algo nuevo? —exclamó Manuel, caminando entre torres y más torres de
hojas de madera caligrafiada—. ¿Puede encontrarse algo nuevo en un libro
con más de dos mil años de antigüedad? Lo que me sorprende es que sus
copistas no lo hayan traducido ya. Sí, sí, recuerdo lo que me dijo, pero
cuesta tanto aceptarlo... —El Libro de Cristal es un texto excepcional.
Apenas se conocen libros sagrados escritos en esta vieja lengua que se
perdió hace mucho tiempo en todo el Tíbet, y que la ocupación china
tampoco nos ha permitido recuperar. Apenas podemos establecer contactos
con los monasterios del otro lado de la línea de demarcación. Y hasta
que no contemos con una traducción fiable del libro, casi preferiríamos
que la noticia de su hallazgo no se divulgara demasiado. —Entonces, ¿se
trata de uno de esos libros mágicos que Padma Sambhava ocultó en las
montañas antes de desaparecer? Terton, creo que se llaman... —No,
Tushita —le corrigió Manuel, que lo sentía a su espalda—. Terton es el
nombre que reciben los descubridores de esos textos, que no tienen nada
de mágicos. Son tan reales como tú y yo, y se llaman terma, es decir,
tesoros. Se trata de los libros escondidos por los antiguos sabios...
Naropa intervino de nuevo: —A la espera de que los hombres estuvieran
preparados para recibir su mensaje. —¿Pero el Libro de Cristal, es o no
es...? La insistencia de Tushita coincidió con el paso por un salón de
ceremonias donde una docena de novicios rapados recitaban una incesante
letanía. Un monje recorría las filas con una vara de bambú, y de vez en
cuando propinaba
un golpe seco en la nuca de alguno que había perdido el ritmo
del rezo. Tushita interpretó la mirada de Naropa como una elocuente
invitación a no hacer más preguntas inadecuadas.
21
El sol brillaba con intensidad sobre el landróver donde les
aguardaba Dieter Kupka. Tras cambiar las formalidades inevitables, el
teutón tuvo ocasión de calibrar los efectos de esa primera noche en la
gompa y la ducha con agua helada. —No, por aquí no —precisó Manuel,
cuando aquél se disponía a tomar la pendiente que subía hasta la
Puerta—. Sigo decidido a empezar por la losa a los pies del Buda. Naropa
cruzó una significativa mirada con Kupka, pero permaneció en silencio.
Era al director de la excavación a quien le correspondía responder.
—Nájera, te lo ruego, no seas recalcitrante. No se trata de un capricho.
Hace un par de meses trajimos al equipo de Sörensen, ya sabes, el
máximo especialista en glíptica oriental, y declaró que era imposible
leer nada a causa del desgaste extremo de la piedra... —Sörensen no sabe
leer —declaró Manuel imperturbable—. Quiero decir que no sabe leer con
los dedos —añadió. Kupka detuvo el todoterreno. —No puedo entender por
qué esa maldita losa te interesa más que el Libro de Cristal. Una piedra
rota, borrada, machacada... ¿Por qué? —¿Por qué? Precisamente por eso,
Kupka. —Ya tendrás ocasión de traducirla, Nájera. Pero primero dedícate
al Libro. ¡Es nuestra prioridad! Manuel se cruzó de brazos como si
demostrara lo poco que le importaba demorarse. —¿Sabes una cosa? —dijo
Kupka, de pronto extrañamente sereno—. Aunque no lo parezca, aquí el
clima es una maravilla cuando pasan las tormentas de arena y llegan las
primeras lluvias... En el Tíbet apenas llueve, pero en Mulbek se da un
microclima peculiar. ¿Puedes creer que estamos casi a la misma latitud
que El Cairo? —Qué interesante —respondió Manuel—. De haberlo sabido
esta mañana, mi ducha habría sido mucho más agradable... —El amanecer es
frío, pero a medida que el día se va asentando, la temperatura da un
vuelco. De hecho, esto es una especie de Shangri-La, un valle
paradisiaco con tonalidades de clima subtropical. Si te das un paseo por
la ladera sur del monasterio, apenas a veinte minutos de aquí, verás
bosques de rododendros gigantes alternando con los extremos de los
glaciares. —Me lo anoto en la agenda para mi primer día libre... Y en
cuanto al tema de la piedra y el libro, ¿tienes alguna pregunta más?
—Sólo una. —Veamos.
—Por más que insista —dijo Kupka corriendo el telón de aquel
teatro absurdo—, no vas a cambiar de idea, ¿verdad? Manuel bajó la
cabeza y se miró las manos. —No es por mí, es por ellas. Tengo que
comenzar por las raíces de esta historia... antes de que tus glaciares
arrasen los bosques de rododendros. Eso fue todo. El director encendió
el motor y Manuel apagó su garganta con la botella de licor de hierbas
que acababa de pasarle Tushita. No hubo más conversación, ni una
palabra, hasta que Kupka detuvo su landróver con un frenazo desesperado a
los pies del buda. En efecto, tal como lo vaticinara Manuel, a esa hora
el amanecer bañaba con su luz dorada los pies de la estatua: «como
invitándonos a ponernos en camino». Pero Nájera no dio un paso más. Fiel
a su leyenda, se acomodó en una silla de tijera y esperó, dosificando
sus tragos, a que los operarios acabaran de alzar un dosel de lona sobre
el bloque de basalto. Y cuando todos esperaban que pidiese un rodillo
tintador o un espectrógrafo, caminó hasta la losa, se limpió
solemnemente las yemas de los dedos sobre su guayabera y se tendió tan
largo como era sobre la piedra. —Tushita —dijo—, acércate, por favor. Y
mejor si traes mi agenda de tapas negras y algo para escribir. Los
europeos no daban crédito. ¡En vez del equipo de expertos, recurría a su
chófer! Tushita, sin embargo, no se sorprendió en absoluto. Como si no
hubiera hecho otra cosa en toda su vida, fue a buscar lo que Manuel le
pedía y poco después los doctos arqueólogos de aquel campo de
excavaciones presenciaron una insólita puesta en escena. Tumbados uno
frente a otro sobre la gran losa bajo el dosel que les protegía del sol,
el hermeneuta y el joven chófer tibetano parecían dos amantes
cruzándose susurros íntimos: la mejilla pegada a la piedra, los ojos
cerrados, un pañuelo para enjugarse el sudor, y la atención de todos
centrada en su mano izquierda, que acariciaba exasperantemente despacio
cada milímetro de la superficie de la piedra con la pulpa de sus dedos,
una y otra vez, hasta que al fin en sus labios se dibujaba un
monosílabo. Manuel lo pronunciaba, una, dos veces, y Tushita lo anotaba
en el cuaderno, sin apartar la vista, a la caza del próximo susurro. Es
posible que en una hora no se cruzasen más de seis o siete palabras. Y
entre quienes los miraban, después de tres horas sin moverse de esa
posición, seguramente no habría nadie que no hubiese rezado al menos una
plegaria por las vértebras de Manuel Nájera. No le conocían. Esa
tensión extrema era para él la forma más perfecta de relajación. Tendido
con los ojos cerrados, mientras su corazón palpitaba sobre la piedra,
sentía que su cuerpo se ablandaba, una especie de fuga de sí mismo, su
propio yo suplantado por la voz perdida que iba surgiendo de la piel de
la piedra, como un ritual mediúmnico que contactaba con aquellos
escribas de tres mil años atrás, para que esas mínimas huellas de
escritura pudiesen revivir en sus manos y fluir de la sensación a la
palabra, del mito al texto.
—¿Lo has anotado ya? ¿Sí? Pues repítemelo, vamos... —y el chófer
repetía los cuatro o cinco retazos que acababa de anotar, de modo que
Nájera pudiera seguir leyendo, descifrando, interpretando—. No, no es
así, cambia ma por ka, sí, otra vez ka. Ka de ka-li-dis-tra. Y Tushita
escribía, también silabeando entre susurros: yama kalidistra...
yamapalawani-zaman... me... ¿o man...? «No, sí, me y luego mana...
Metteya-sidi-manaBuda.» Sin acabar de escucharle, su jefe volvía a
corregirle: —No te oigo, no siento lo que escribes. Acércate un poco más
y presta atención, que pueda oírte respirar... Entre susurros, fue
alzándose de la piedra una voz muy antigua. Mucho más antigua de lo que
Nájera suponía en un principio. No, aquel texto no había sido escrito en
el idioma de los uigures, ni en la caligrafía pali del Libro de
Cristal. Se trataba de una lengua mucho más remota, la antiquísima
escritura vatannan cuyos caracteres parecen derivar de una protolengua
emparentada con el sánscrito, el chino y el hindi, lo que hizo pensar a
los primeros paleógrafos que la estudiaron que se trataba del mítico
lenguaje primordial. Sin embargo, por más ancestral que fuese su
datación, también hablaba de un Buda. ¿Qué Príncipe Resplandeciente era
aquél?
22
Vayamos al texto, examinemos aquel primer fragmento traducido por
Manuel, tal como consta en el libro de actas de Dieter Kupka: Sus
discípulos más amados, junto con los genios de los bosques, los
espíritus resplandecientes que coronan las montañas y aun los demonios
de las tinieblas, al saber que se acercaba el final de los días del Buda
vinieron a él y le pidieron que dilatase su muerte, diciéndole que sólo
su presencia sostenía el mundo. «Hermanos míos, estáis equivocados
—exclamó el Iluminado—, pues no es ningún hombre sino la luz palpitante
anterior a todos los hombres quien sostiene el mundo, mientras que es
tarea de cada hombre aprender cuál es la ley de la vida. Y ésta es la
fugacidad de cada existencia, pero también hacer de cada instante una
puerta hacia la eternidad.» Y mientras lo decía, pasado y futuro, todos
los seres y todas las vidas se hacían presentes en los mares de su
memoria viva. Cien nacimientos y cien iluminaciones. Todo se revelaba
luz en él, pues el Bienaventurado se disponía a nacer como una nueva
estrella en el seno de la gran consciencia. Entonces reunió a sus
discípulos al pie del Árbol de la Vida, y todos acudieron a su llamada y
se dispusieron a transcribir cuanto su Maestro les dijera. Pero en tres
días de meditación ni una sola palabra salió de sus labios hasta que,
uno tras otro, rendidos por el cansancio, todos sus discípulos cayeron
dormidos. Entonces, por los cuatro caminos que conducían a ese lugar,
aparecieron cuatro animales que avanzaron hasta detenerse a sus pies, y a
éstos les dijo: «Sabed que nuestro mundo es la raíz de todos los mundos
y que, semejante al que veis brillar ahí fuera, la semilla de un gran
sol duerme en el corazón de cada uno de vosotros. Es a cada hombre a
quien corresponde despertar ese sol dormido con sus actos y con sus
palabras, pues así como cada cosa en este mundo sirve de vestidura a
otra cosa superior a ella, todo hombre lleva dentro de sí el embrión de
un ángel que nace cuando aquel muere. Pero escuchad, sabed asimismo que
de entre todos los hombres, sólo uno me sucederá, y será el que es hijo
de la estrella Origen, el que nacerá saliendo de su propia boca, palabra
a palabra, hasta que por sus palabras se cumpla su memoria, que es la
memoria de los hijos de la raza solar. ¿Por qué detuvo su traducción en
ese punto? Probablemente, por el pez. En esa línea de la losa, tan
deteriorado como el texto, figuraba un dibujo representando la rueda de
la vida, en torno a la cual aparecían grabados los cuatro animales que
visitaron al Despierto. Manuel conocía la tradición. Primero vino el
gallo, que simboliza la pasión; luego el mono, que es la soberbia del
hombre; a continuación la serpiente, guardiana del conocimiento. Pero
cuando sus dedos esperaban reconocer en la piedra la silueta de un
ciervo... ¿por qué los escribas de Mulbek habían grabado un pez? ¿Un pez
en el Tíbet?
23
Durante los primeros cuatro días ni siquiera reparó en el tiempo que
llevaba trabajando. Con la mañana, él y su chófer se tendían sobre la
losa de basalto negro y no interrumpían su auscultación ni para comer.
Sólo se daban cuenta del paso de las horas al ver que el sol descendía
demasiado rápido en el horizonte. El quinto día, todo se detuvo con esa
pregunta. ¿Un pez en el Tíbet? Kupka necesitó dos días más para
averiguar qué había sido de Manuel Nájera. Y cuando lo encontró, seguía
donde estaba desde hacía dos días. Sentado en lo alto de la cortadura
sobre la que se alzaba la Puerta, con los pies colgando sobre la cabeza
del gran Buda rojo y una botella de licor de arak entre sus manos. ¿Qué
podía hacer él? ¿Cómo recuperarlo para el mundo de los vivos? Kupka
rebuscó en la guantera de su landróver. Al llegar junto a él, le ofreció
un envoltorio de papel de aluminio que éste abrió sin volverse ni darle
las gracias. Apareció un sándwich de roastbeef y pepinillos
genuinamente británicos. —Veinte años persiguiéndome, veinte años
machacándome... —exclamó mientras se lo devolvía sin tocarlo—, ¿y aún no
te has enterado de que soy vegetariano? Kupka, sin inmutarse, le pasó
una de las dos Franziskaner que colgaban de su mano y se sentó junto a
él. —¿Pero qué más da que sea un pez o el signo del infinito? En
cualquier caso, no se trata más que de una metáfora... —Las metáforas
son peligrosas, pueden matar. Algún día lo descubrirás por ti mismo.
Además, no es sólo el pez. Hay muchas cosas que no me encajan en esa
traducción. Y sin embargo, todas están ahí... —A ver, comencemos de
nuevo. Además de ese pez en el Tíbet, ¿qué es lo que no encaja? —¿Qué es
eso de la «luz palpitante»? Jamás he encontrado una descripción
semejante de dios alguno, ni el Atman de los preindoeuropeos, ni el
Brahman de los arios... ¿Y qué me dices de la «estrella Origen», y de
«aquel que nacerá saliendo de su propia boca», y esos «hijos de la raza
solar»? No entiendo nada de lo que arranco de esa piedra. Y si no
entiendo, no puedo seguir. —No sigas, Nájera. Nadie te pide tanto. Deja
esa piedra imposible y empieza de una vez con el Libro... —Aunque me
pusiera a leerlo ahora mismo, y lo encontrase tan fácil de traducir como
un libro infantil, no tendría ningún sentido —Manuel se detuvo para
beber un largo trago de cerveza—. No sé si me comprendes: ese libro sólo
se puede interpretar a la luz del misterio cifrado en la losa. —Pero si
tú mismo reconoces que no puedes seguir adelante con ella... ¿Qué
vas a hacer? ¿Esperar a que se traduzca sola? —Exactamente,
esperaré. La Puerta está para eso. —¿Para qué? —Esperar, aguardar
pacientemente el momento de la iluminación, forma parte de los ritos de
paso de todas las culturas. Las puertas indican precisamente el lugar de
la espera. También hay mujeres que son puertas —prosiguió—. Bueno,
todas las mujeres lo son, porque en su naturaleza está el dar a luz. Y
en cuanto a lo de esperar a que la gran losa se traduzca sola... no te
quepa duda de que, tarde o temprano, hablará. —Me parece que has bebido
demasiado... —Es posible... Estoy algo borracho, es decir, cerca de la
lucidez total. —Nájera... —exclamó entonces Kupka con otro tono de voz,
como si fuera a proponerle algo importante. —Te escucho, Kupka. —Si yo
te dijera que estamos dispuestos, la Gulbenkian, quiero decir —
rectificó—, a doblar la cantidad que acordó contigo a cambio de una
traducción rápida y sensata del Libro de Cristal, ¿qué responderías?
Manuel bebió el último sorbo de cerveza sin quitar la vista del
horizonte. —Te respondería que enrollaras esos billetes en un cucurucho
perfecto... y que se los metieras hasta el fondo de su gran culo
americano. Luego empujaría dentro media docena de alacranes... Y, en
fin, sí, te concedería el honor de prender fuego al cucurucho del millón
de dólares. Kupka tensó la mandíbula, hizo una bola de papel de
aluminio con el sándwich y la arrojó contra la cabeza del Buda. El
Iluminado no afectó el impacto. —Nájera, por favor... ¿Me obligarás a
decirte que dependemos de esa traducción para resolver muchos de
nuestros problemas? Traducir el Libro de Cristal es un privilegio, pero
también una necesidad. Una necesidad perentoria... —Lo voy a traducir,
pero déjame hacerlo a mi manera. Te repito que la losa y el Libro son el
mismo texto, como la Puerta y el Buda son la misma cosa... ¿Es que no
lo entiendes, Kupka? Escucha... —¿Que escuche qué? —El cielo, ¿no lo ves
girar? Todo gira esta noche, crujiendo y cantando, meciéndose y
dejándose llevar por ese movimiento en espiral, las estrellas y las
constelaciones. La constelación del Pez, por ejemplo. Sólo si pienso así
empiezo a encontrar respuestas, pero me da miedo... —¿Qué es lo que te
da miedo? —Si miro arriba y me quedo muy quieto, hasta que lo veo todo
girar... —Ya, entonces ves que se te viene encima la rueda de las
reencarnaciones, el samsara y todo eso... —No, no entiendes nada, mi
pobre Kupka. Pero ya que lo quieres ver de esa manera, piensa en una
rueda con mil radios y en su centro... en su centro, nada. Todo
ignición, todo expansión... Una gran consciencia cósmica a punto de dar a
luz al «hijo de la estrella Origen». Si razono en esa longitud
de onda, ¿te convenzo o estoy delirando? —Sólo me pregunto qué tiene eso
que ver con nuestra ciencia. —En los tiempos míticos los hombres tenían
una especie de clarividencia congénita. Entonces nosotros y el cosmos
éramos uno. Sí, porque el cosmos es un vasto cuerpo viviente del que
formamos parte. Y el sol... El sol es un gran corazón cuyas
palpitaciones se repiten en nuestras venas. »¿Por qué hemos dejado de
sentir todo eso? ¿Por qué hemos perdido esa conexión con las estrellas?
Porque la mente nos convirtió en grandes mentalistas, y ese ojo
occipital que nos permitía ver más allá fue absorbido por el cerebro.
Pasamos a tener una nueva conciencia del mundo, una mirada racional, y
ya sólo nos vimos como seres racionales. Nuestros solemnes e
insignificantes yoes florecieron, nos tomamos tremendamente en serio, y
llegamos muy lejos con nuestra ciencia y nuestra tecnología. »Pero desde
que perdimos esa conexión con el cosmos somos seres tristes y solos.
Nos falta la vida cósmica. El sol ya no nos habla porque no podemos
verlo, porque estamos ciegos. El engreimiento tecnológico, la arrogancia
científica de nuestro siglo, nos ha provocado una ceguera espectacular,
pandémica y globalizada, como nunca antes se había conocido en toda la
historia de la humanidad... —Perfecto, lo que tú digas. Y ahora, dime,
¿qué puedo hacer para que bajes al mundo de los vivos? —Cierra los ojos y
dame por muerto. Desaparecido en combate. Al tercer día resucitaré. Una
vez más Kupka se retiró, pero sin darse por vencido. En aquella vieja
batalla entre Nájera y Allegro, y que ahora él había heredado, nunca se
daría por vencido. Llegaría su momento. La única manera de entenderse
con el gran Nájera era dejarle actuar según su instinto o su capricho.
Al fin y al cabo, esa era también la manera de darle cuerda, hasta que
se ahorcase con ella. ¿Quién le garantizaba que esa traducción no era
más que un delirio? Sörensen no había podido arrancarle ni una palabra. Y
de pronto, Nájera sacaba de esa piedra borrada un pliego impecable,
rebosante de originalidad, de visión y de poesía. Demasiado sospechoso.
En su ecuación no podía descuidar el dato de que Manuel Nájera era
español, gente del sur, el culto al carisma, el mito de la genialidad
innata y todo eso. Bah, ¿y debajo del mito, qué? Un hombre acabado y
colgado de una botella. Probablemente Manuel no escuchó las reflexiones
del inglés mientras descendía por el acantilado. De haberlas escuchado,
su respuesta hubiera sido la misma. Otro trago de arak, y nada más.
Silencio en absoluta serenidad, silencio en soledad total, silencio en
espera. Sólo ese lento descenso del licor por su garganta hasta bañarle
el corazón, hasta teñir con su transparencia líquida la línea infinita
de cumbres recortándose contra el azul pálido, el rosa violeta, el frío,
la inmensidad.
24
Avanzo unas cuantas páginas en su cuaderno amarillo, el papel cruje,
los trazos de su pluma avanzan entre tachaduras: 15 de agosto, Mulbek
No, los tiempos felices no volverán jamás. Nada debe volver. Sin
embargo, día tras día, desde mi llegada aquí, todo está volviendo.
Vuelve como un huracán que se anuncia primero por ese viento suave que
mece las palmeras, sin que se advierta apenas cuando se avecina algo
parecido al apocalipsis. Ese viento es el Espíritu. Nada parece decir,
nadie sabe de dónde viene, Él no revela sus intenciones. Pero mientras
pasa, penetra en el interior del ser y lo prepara para respirar un
tiempo nuevo. Tuve un oscuro presentimiento cuando el lama Naropa me
mostró el Libro de Cristal. De pronto sentí que retrocedía muchos años,
hasta aquel día en que vi por primera vez un lienzo de Carmen Urkiza. Un
lienzo expresionista, difícil, pero lleno de una vida extraña que, sin
embargo, no me suscitó ninguna emoción estética especial. Fue otra cosa.
Desde el primer vistazo supe que esa pintura y todo lo que irradiaba,
la mano que la había pintado, acababan de entrar como un huracán dentro
de mi vida. Incluso ahora que Carmen ya no está, algo de ella trabaja
dentro de mí, moviéndome hacia la consumación de un destino acerca del
cual lo ignoro todo. ¿Qué significan el Libro, la Losa, la Puerta...?
¿Qué significa el Pez? No quiero reconocerlo, me niego a unir los cabos
más sencillos, los más evidentes. Ese Hijo de la estrella Origen. Ese
Pez, que precisamente era el emblema del Cristo entre los primeros
cristianos. O esa fórmula: Metteya-sidi-mana-Buda. ¿Ya están otra vez
aquí? Dios, ¿por qué me persigues? ¿Estaré paranoico de verdad? ¿Por qué
todo vuelve? Al principio de este viaje, en Srinagar, Shalimar... Y
aquí, en Mulbek, Tara. Estas mujeres como surgidas de otro tiempo, de
otra dimensión de mi propia vida. ¿Qué significa este regreso al viejo
laberinto? Nada debe volver. Debo rehuir la tentación de arrojarme al
vértigo que intuyo en ese libro, al otro lado de esa puerta, dentro de
cada mujer. Pero cómo resistirse a dar un paso más. Cómo negarse a esa
otra dimensión de la vida que parece salvarnos de la muerte. Convertirse
en parte del misterio, aprehender el gran secreto, incorporarlo a tu
sustancia. Aceptación. Sí, la aceptación es la clave. No hay que poner
orden en el mundo: el mundo es el orden encarnado. Es a nosotros a
quienes corresponde ponernos en consonancia con esa música. Conocer cuál
es el verdadero orden del mundo por oposición a los órdenes ilusorios
que intentamos imponernos unos a otros. Es una suerte que carezca de
todo poder.
Primero he de conquistar mi propia visión —trabajo secreto—. La
losa me enseña: me enseña a arrodillarme ante sus enigmas con toda
humildad, a despojarme de toda mi superioridad racional, a ver con los
ojos cerrados lo que otros vieron brillando con el esplendor de mis
soles antes que yo. Y es así en todo, no hay otro camino. Hasta que no
reconozcamos la preexistencia de una visión del mundo que superó a la
nuestra, hasta que no aceptemos la existencia de poderes superiores al
hombre y tengamos fe y confiemos en ellos, el ciego seguirá guiando al
ciego. Y nadie responderá.
25
Yo tampoco pude dormir aquella noche, ni durante muchas otras
noches. Quien quiera saber por qué, tiene una plaza reservada en este
desolado vuelo nocturno: un triste vuelo de regreso en el tiempo, del
Tíbet a San Sebastián, quince años atrás. Manuel llevaba tres meses
sepultado en otra de sus cuevas de Alí Babá, frente a otra puerta
mágica. La que se descubrió entonces bajo la Explanada de las Mezquitas,
en Jerusalén. En ese corredor subterráneo apareció ese año una enorme
puerta de piedra sellada. ¿Conducía a la mítica Biblioteca de los
Cananeos, donde se cifraron las claves de ese elixir de la inmortalidad
que el Nazareno dio de beber a sus discípulos la noche de Última Cena?
Nunca lo sabremos, pues ya en aquel convulso 1977 árabes y judíos se
opusieron a que nadie profanara el recinto sagrado y, aunque cueste
creerlo, treinta años después la Puerta Warren sigue sellada, por temor a
que se desencadene un conflicto interreligioso sin precedentes. Un
conflicto mucho más grave se había desencadenado ya para entonces dentro
de su matrimonio, y esa copa no tenía nada que ver con el Santo Grial.
Acaba de ofrecérmela Carmen para vengarse de tres meses de silencio
hiriente y herido: ni una llamada, ni un mensaje, ni una triste tarjeta
postal con un beso. Hacía ya mucho tiempo que su matrimonio naufragaba:
él trataba de huir en viajes a ninguna parte, y ella le perseguía con
lienzos expresionistas donde a veces aparecíamos los dos, amándonos y
destruyéndonos hasta el fin. Ya ha pasado todo, sí, incluso los días
felices, de noches extenuantes y besos ardientes en los que tantas veces
la vi taparse la boca para no gritar de placer, o tapar la mía para
sofocar mis palabras, porque todas las palabras estaban de más mientras
la tuviera entre mis brazos, sintiendo palpitar su corazón, acariciando
la eternidad. Comienza a llover. Recorremos una de las callejuelas
empedradas que conducen al puerto. Sus tacones resuenan y patinan un
poco sobre los adoquines mojados. Yo, que hasta entonces la había
perseguido para abrazarla, la sigo sin atreverme a tocarla. Un día me
había creído con derecho a entrar impunemente en su vida, y ahora no
sabía cómo salir de allí. Carmen camina abrazada a su cuerpo bajo la
lluvia, con una gabardina corta sobre los hombros y los brazos cruzados
bajo el pecho. Su cara expresa la desolación de una mujer que no sabe
perder y que, de pronto, lo ha perdido todo. ¿Qué ha sucedido entre
nosotros? ¿Qué fue de aquellos días en que nos citábamos en esos mismos
cafés del puerto, tratando de ocultar a Manuel y al resto de nuestros
amigos una relación asumida por todos, y de la que nos sentíamos tan
profundamente culpables? Aquellos fueron los días de hablar y hablar, y a
medida que hablábamos nos íbamos acercando hasta tomarnos de
las manos o caer casi en los brazos del otro, y no sólo porque
nos deseáramos con esa fatalidad devoradora y torturante de los amantes.
Tal vez esperábamos que esos besos en la sombra aliviasen el dolor de
esa caída en la dependencia mutua, el horror de sentirnos dueños el uno
del otro, el desesperante error de enamorarnos. También recuerdo el día
en que nos acostamos por primera vez, la primera traición, y la manera
en que lo disculpamos como algo trivial, un juego entre amigos que se lo
consienten todo, precisamente cuando sabíamos que ya no era un juego ni
tenía que ver con la amistad. Llegamos a creer que no pasaría de un
poco de sexo casual. Después de hacer el amor, yo me había quedado
mirando sus ojos, sus hermosos ojos turbados. Entonces ella se apretó
contra mí como quien aprieta una magulladura, cogió mi mano y depositó
en ella un beso lleno de remordimiento y, sin embargo, también de
rebeldía. —Por favor, antes de que digas nada, apunta esto en tu agenda,
dos puntos: nada de justificaciones. Si nos justificamos, es que
estábamos equivocados. ¿Comprendes? —¿Y quién está pensando en eso
ahora? —Tú lo estás pensando, estás pensando cómo justificarte porque me
tienes miedo. —Carmen, anota esto tú también, dos puntos: te quiero.
—No quiero que me quieras, no quiero que te enamores de mí —insistió con
esa voz ronca que amé tanto—. Los hombres no sabéis separar el amor de
la posesión, y yo no quiero eso. —Bueno, por favor... Las mujeres mentís
siempre, todas queréis que os quieran precisamente así, de una manera
posesiva y absoluta, hasta la locura. —¿Tú crees? ¿Y si te dijera que
sólo he hecho el amor contigo para evitar enamorarme de ti? —No te creo,
eso sí que es una justificación... una justificación de telenovela.
—Puedes reírte, pero más te valdría salir por esa puerta y olvidarte de
mí, ahora que estás a tiempo. Ya lo hemos hecho, ya me has probado en la
cama... Dejémoslo antes de que sea demasiado tarde. Acabábamos de
comenzar nuestra aventura y parecía que ya me había agotado en su deseo y
en su imaginación. Pero había en sus palabras tanta provocación, tanto
infierno y tanta maldita ternura. ¿Cómo dejar de amarla? Por supuesto
que reincidimos, una, dos y hasta doscientas noches. Nos amamos
apasionadamente, nos entregamos a esas terribles intimidades, y cuando
descubrí que, en efecto, me había enamorado, también yo intenté escapar.
Lo intenté. Me fui de viaje, mes y medio enganchado a la Ruta Maya.
Regresé antes de que se cumpliera la primera semana. Mi vida sin ella no
tenía sentido. Una de esas noches, mientras la tenía en mis brazos,
firmé mi pacto con el diablo: mía para siempre. Había caído en la trampa
de la posesión, y la posesión se vengó de mí dulcemente, a través de
ella.
Todo empezó a derrumbarse a partir de ese día, pero he olvidado
cómo sucedió. Tal vez estábamos desayunando, y ella me abordó con una
pregunta improcedente que yo no supe valorar: —¿Y si nos sucediera, qué
harías? —No tiene por qué sucedemos. —Ya, pero supongamos que suceda.
¿Qué harías? Me preguntaba bebiendo su café a pequeños sorbos, sin
quitarme los ojos de encima. Yo no veía nada, sólo esos ojos tan llenos
de luz y tan perdidos. —Tenemos la suficiente experiencia para que no
nos suceda, y no queremos que nos suceda. Eso es todo. Entonces desvió
su mirada, encendió un cigarrillo y se puso a dar golpecitos en la
alfombra con su pie descalzo. —No sé —dijo, con una expresión extraña—.
No sé. Un mes después sucedió la escena del puerto donde comenzaba este
relato. Siempre fue así entre nosotros. Ella elegía los caminos, y
aquella vez yo puse la lluvia. Cuando la alcancé, el rostro que volvió
hacia mí era el de una furia herida: —¡Te lo dije, te lo advertí...! ¡Y
tú siempre me dijiste que me querías para algo más que follar conmigo!
¿Por qué no me dejaste en paz, por qué no te fuiste cuando te dije que
te fueras? —No es así Carmen: tú también tienes tu parte de
responsabilidad. Y claro que te quiero, lo sabes muy bien, pero no
puedes pedirme tanto. ¡Basta, no quiero oírte más! ¡No quiero saber nada
de ti! ¡Date la vuelta y desaparece de una puta vez! —Por favor,
Carmen... —Déjame en paz. Vete, ya no te necesito. Ni tú puedes hacerme
más daño. —Carmen, amor mío... —en cuanto la abracé, ella empezó a
llorar. —¿Qué voy a hacer, dime: qué puedo hacer ahora? ¿No entiendes
que ya no puedo abortar? Es demasiado tarde... Sentí como un puñetazo en
el estómago, me quedé lívido. Embarazada. Carmen embarazada. ¿Pero cómo
había podido sucedemos? —¿Se lo has dicho ya a Manuel? Carmen se
revolvió, de nuevo llena de furia. —Ah, sí, le haría mucha gracia saber
que el hijo que espero es tuyo. Tú, su mejor amigo... Sí, tiene gracia.
—No tiene por qué saberlo, ¿no? Qué torpeza. Mis palabras resonaron en
su rostro como una bofetada, y ahí acabó todo. Esa noche le fallé de una
vez y para siempre. Nunca me lo perdonaría, nunca me lo perdonó. —¿Cómo
puedes ser tan cobarde y tan cretino al mismo tiempo? Contaba contigo
para empezar una vida nueva. Dijiste que me querías y te creí. Por eso
te elegí para que fueras el padre de mi hijo.
Sólo la verdad de su pasión la salvaba de esa otra traición de
la que ni siquiera fue consciente. Ella, la gran Carmen Urkiza, la reina
de la transvanguardia, se revelaba como una de esas amantes
desquiciadas a las que sólo se les ocurre amarrar a sus parejas
haciéndoles un hijo contra su voluntad: la hipoteca de la sangre, mi
primer hijo, tu primer hijo, lo nuestro. Tarde o temprano casi todas las
historias de amor llegan a esa sórdida disyuntiva. Si claudicaba,
acabaría ahogándome dentro de ese proyecto de vida feliz y en familia,
donde ya tenía mi nombre bordado junto al suyo en un juego de toallas.
—Pero yo no estoy preparado para ser padre de nadie, ni quiero serlo,
Carmen. Tenías que haber contado conmigo... —¿Con quién crees que conté?
Sólo contigo, pero no entiendes nada: ni por qué me acosté contigo la
primera vez, ni que... —de nuevo ahogó un sollozo—. Joder, serás
capullo... Llevamos un año follando y aún no te has enterado de que
nuestra historia no tiene nada que ver con el sexo. La vi grotesca y
patética a un tiempo, igual que yo. Dos amantes ridículos bajo la
lluvia. Ya sólo quería desaparecer, pero esa noche no podía dejarla
sola. Acabamos de recorrer aquella travesía del puerto, y apareció otra
calle infinita, y seguimos caminando sin saber adónde ir, como
supervivientes de un terremoto que han visto destruida su casa, su
ciudad, todo su mundo. Y sin embargo apenas un par de meses antes
estábamos celebrando el éxito de su primera exposición, nos entregábamos
suntuosamente el uno al otro y creíamos que eso duraría siempre. Pero
no. Las historias que empiezan mal acaban siempre mal, si es que acaban
alguna vez. Quizá no acaban nunca. Busqué su mano helada, y luego fue
ella quien se abrazó a mí. Temblaba de frío, pero yo la vi bellísima,
como purificada por el dolor. Apenas nuestras miradas volvieron a
encontrarse, nos besamos como si lo anterior no hubiese sido más que un
prólogo para el salto mortal. Todo aquello parecía tan fuera de lugar
que intenté formular un reproche. Pero al abrir la boca sus besos me
entraron como puñaladas, profundos y jadeantes. Ahora sé que todas las
mujeres son iguales. Desde esa primera noche en que deciden dejarte
entrar en su vida, lo hacen con todas sus consecuencias. Ya nunca sales
de ellas. Y así sucede siempre. Por eso las verdaderas historias de amor
son tan autodestructivas. En el momento en que se empieza, ya no hay
final.
26
¿Y Manuel? ¿La amaba realmente? ¿Alguna vez estuvo enamorado de
ella? ¿La seguía queriendo, después de todo? Estoy seguro de que lo
sabía. Sabía lo nuestro, sabía que yo me acostaba con su mujer y lo
aceptaba. Lo aceptaba, ahora lo sé, porque la quería más que a nada ni a
nadie. El amor de Manuel era como una segunda piel cosida a la piel de
Carmen. Cada vez que se alejaba de él, en vez de romperse, las ataduras
se hundían un poco más en su carne. Y ella se complacía en ese tormento.
No es fácil aceptar esta clase de paradojas, pero todavía es más
difícil explicarlas. Mucho más adelante, pensando en ella, descubrí
sorprendido que aunque también yo la amaba profundamente, me aterraba la
idea de que pudiera volver a mí como aquella noche del puerto. Las dos
tendencias coexistían en mí sin excluirse. A ellos les sucedió algo
parecido. Diez años después, seguían hechizados por el sortilegio de
aquel viaje por la Toscana, y seguían haciendo el amor bajo esa
condición monstruosa, aun siendo conscientes de que ese tiempo había
pasado y de que no volvería jamás. ¿Pero por qué? ¿Qué texto buscaba
descifrar Manuel sobre la seda de su piel, sobre la mentira de sus
besos? Probablemente la misma mentira o el mismo misterio que guiaba su
mano sobre la áspera losa de Mulbek. Y acaso también sobre la caoba de
otra piel, sobre la herida de otros besos. Él lo cuenta así en su
cuaderno: 15 de agosto, Mulbek Mis manos han acabado por contagiarse del
mal de la piedra. La sequedad las agrieta. Desde que trabajo sobre esta
losa, se me están abriendo pequeñas llagas que tardan en cicatrizar. A
veces creo distinguir sobre ellas el dibujo de un laberinto. ¿Dónde me
llevará? Pese al estado en que se encuentran sigo notando en las yemas
de mis dedos una gran sensibilidad. Siguen vivas. O al menos responden a
lo que espero de ellas. Pero lo hacen ásperamente. También mi tacto se
ha vuelto más seco. Todo yo me estoy resecando. Lo sentí cuando la toqué
por primera vez. Ya no recordaba cómo era eso. Una mujer después de
tanto tiempo. Entonces será que el laberinto conducta a ella. A tocar su
piel, a perderme en ella. Después de todo, esta experiencia también
supone una nueva traducción, descifrar un nuevo enigma.
27
Un enigma con nombre de mujer que comenzó a resolverse al quinto día
en que Manuel descendió de la Puerta de Mulbek al monasterio sin saber
cómo continuar su trabajo. Hasta entonces Tushita dormía en su misma
celda. Ese día dejó de hacerlo. Una nota sobre su cama explicaba que el
venerable Naropa le había encontrado un acomodo mejor en el pabellón de
los copistas. Pero no fue sólo eso lo que cambió aquella noche. A lo
largo de las cuatro anteriores Tara se venía comportando de la misma
manera. Le esperaba sentada sobre el suelo, frente a la mesa baja donde
disponía su cena entre dos velas. Manuel llegaba tan cansado que apenas
probaba unos bocados de cualquier cosa. Tara le servía y él comía en
silencio. Después de lavarse un poco, Manuel se acostaba y se cubría con
la gruesa manta de pelo de yak. Luego ella se tendía junto a él
mansamente, sin la menor insinuación, como un animal elegido para dar
calor. Él no la tocaba, no porque no se atreviera. En realidad no lo
deseaba. Él era así y Carmen lo sabía muy bien. Cuando trabajaba tenía
la cabeza en otra parte. Esa noche, sin embargo, todo fue distinto.
Manuel llegó a su celda con la sensación de que el laberinto le estaba
venciendo. El laberinto de la losa que no conseguía descifrar, pero
sobre todo ese otro laberinto donde no acababa de encontrar su camino
por más que lo tuviera dibujado en la palma de su mano. Nada más empujar
la puerta le invadió ese olor tan gratificante. Alguien había echado
ramas de enebro al fuego. No obstante, en esa estancia apenas iluminada
por el resplandor rojizo de la estufa no parecía esperarle nadie. ¿Dónde
estaba Tushita? ¿Y Tara? Por una vez todos se habían olvidado de él.
Mejor. La celda bien caldeada y la cama dispuesta suponían una tentación
suficiente para acostarse cuanto antes y descansar. Creyó que se
dormiría de inmediato, pero no fue así. Su cuerpo pesaba demasiado, se
había convertido en un sarcófago lleno de piedras. La vieja angustia, el
miedo al fracaso, la soledad. Ni siquiera pudo cerrar los ojos.
Entonces, un jirón de luna le descubrió una sombra junto a la ventana.
Una sombra inmóvil que le miraba fijamente, sin decir nada. También él
se quedó quieto, sólo mirándola. Se trataba de una mujer. Enseguida
pensó en ella. Pero esta vez no llevaba su caftán habitual. Vestía un
suntuoso quimono de brocado que, a la luz tamizada de aquella luna, le
confería una apariencia espectral. Sin embargo, a medida que se fue
despojando de él, como si emergiera de una crisálida, esa figura etérea
se encarnó en un cuerpo muy blanco, como de niña, pero de formas ya
plenas, que comenzó a llenar todo el espacio con una presencia y una
mirada que ya no eran las mismas. —Tara, mi pequeña reina de las
montañas, ¿por qué vienes a darme lo que no te pido, a quitarme lo que
no es tuyo? —Porque lo necesitas, porque estás perdido y presientes que
vas a morir. Sólo
yo puedo salvarte. Sólo yo. Manuel contempla sus senos altos y
firmes, el arabesco de su cadera, la copa de su sexo entre los labios de
la luna. Cuando acaba de desnudarse, Tara se arrodilla en la tarima y
empieza a deshacer su larga trenza con una suave sonrisa. El pelo negro y
brillante se abre en cascada sobre sus hombros, y al abrirse exhala un
perfume muy denso, almizcle y sándalo. Mirándola, Manuel siente una
erección que va más allá del impulso erótico, un deseo de penetrar
dentro de ella que nada tiene que ver con el sexo. —Siento tu frío,
Nájera San... La gran piedra te ha metido dentro su frío oscuro, y
tienes miedo, Nájera San, porque ahora ya sabes que está viva. Pero no
temas, Tara ya está aquí... Manuel escucha fascinado su voz suave y
melodiosa. Se deja acariciar por ella. Cuando intenta besarla, ella le
rechaza. Tira de sus brazos con decisión hasta volverlo de espaldas
sobre la cama. Después se sienta a horcajadas sobre él, como si fuera a
darle un masaje mientras le habla: —Esta noche Tara ha venido para darte
otro calor, Nájera San, yo conozco el camino. Entrégame tu sombra y yo
te daré mi luz para que sigas adelante... En sus manos la sensualidad
adquiere una dimensión distinta. Verdaderamente sus caricias parecen
arrancarle la sombra fría que cubre su piel. Con todo su cuerpo
distendido, Manuel siente que aplica un ungüento sobre su espalda. A
medida que sus pulgares actúan sobre sus vértebras, una vena de fuego
recorre su columna. La vena se va ensanchando, se activa bajo la presión
de las manos de Tara, el fuego se ablanda y él va sintiendo que fluye
de ella algo parecido a un manantial de luz. Todo su ser suelta amarras,
navega por un mar en calma, luminoso y profundo, hacia un horizonte
desconocido. —Esto es raíz de mandrágora. Necesitas jugo de estrellas,
Nájera San. Has gastado tu envoltura celestial hasta dejarla tan fina
como piel de cebolla. Sin piel, la serpiente sagrada muere en ti...
Manuel se deja hacer en silencio, fascinado por esa ola de placer que le
envuelve y en la que no le importaría perderse. —Kundalini despierta
para elevarse hasta la luz del origen, eso es lo que sientes, pero no lo
entiendes. Por eso no has sabido encontrar el camino. Amas a Buda, pero
no sabes moverte hacia él. Necesitas a Krishna, el Auriga. Si mueres
ahora te perderás para siempre. Sólo yo puedo salvarte. —Sálvame
entonces y mátame después, pero no dejes de hacerme eso. Mátame así.
—Hablo de tu alma. Has matado a tu alma de hambre y de sed. Necesitas
raíz de estrellas, la hierba que despierta Kundalini... —Hummm, creo que
necesito todo lo que tú me des. —Y un ángel bajará del cielo para
salvarte... —El ángel ya está aquí, a horcajadas sobre mi espalda. —No
te rías, no te burles de Tara. ¿No me crees, Nájera San? Mírame. Yo soy
Tara, la reina de las montañas. Déjate llevar por mí, sígueme por el
camino de
regreso a la verdad perdida y te conduciré hacia la luz que
buscas. Sin saber cómo, Manuel siente que ya está dentro de ella, de su
mar, de su loto. La energía Kundalini, la serpiente dormida, recorre su
médula con un deseo violento. Tara le calma, no debe moverse, sólo
sentir cómo actúa dentro de él, como si se dispusiera a mover toda su
sexualidad hacia el centro de su ser. Manuel nunca ha sentido un ajuste
tan ceñido y sedoso. Sin moverse, sólo con su sexo, Tara intensifica la
caricia de los pétalos, se abre y se cierra como un corazón irradiante
de amor. Un espíritu puro entendería este ritual como una iniciación. Un
libertino juzgaría que sólo busca incrementar su mortífero placer con
la máxima lentitud, como el veneno de la serpiente. Le traicionó su
manera de morderse el labio mientras comenzaba a imprimir una lenta
rotación a sus caderas. La iniciadora también puede perderse en el
camino de regreso a la verdad perdida, el ritual que abre los chakras
empapa de sudor su cuello y su pecho. A medida que se retuerce sobre él,
Tara gime de una manera casi perversa, como una nínfula que fingiera
perder la virginidad, se mece en círculos lentos de una sensualidad
infinita. Es ella quien le está nutriendo, su sexo toca su corazón,
están fundidos en un torrente sanguíneo que fluye en espirales cada vez
más luminosas e intensas. Cuando Manuel siente que ya no va a poder
contenerlas, desliza su mano y acaricia sus gruesos labios mojados como
si quisiera gozar desde ella, siendo ella, el placer que le proporciona
su sexo hembra. Porque ella es ahora el hombre. Se lo dice con una
brusca acometida de sus caderas, sólo una, y luego le concede un beso
profundo, hasta la raíz del alma. Cuando Tara pone sus dos manos sobre
su cabeza, Manuel contiene la respiración, cierra los ojos. Latido a
latido, los dos se sumergen en el espacio primigenio, cósmico,
indivisible, donde ya no hay hombre y mujer, sino un solo cuerpo hecho
de estrellas. Entonces estalla dentro de ellos un relámpago ascendente,
desde la base de la columna hasta la fontanela, y se abrazan
estremeciéndose sin derramarse en esa eclosión absoluta que les llena de
luz en ráfagas largas, de una intensidad inaudita. Permanecen unidos
más allá del orgasmo, suspendidos en la isla flotante del éxtasis,
bañados y bendecidos por esa súbita tempestad solar que les envuelve.
Así resbalan de la cumbre del placer al sueño, yacen uno sobre otro,
exhaustos, como dos náufragos que acabaran de derrumbarse sobre una
playa desconocida y cada ola, con sólo rozarles, les restituyese toda la
inocencia. Este azul ya es otro. Azul nieve, azul hielo, azul diamante
sobre la corona del Nanga Parbat. Ya rompe el amanecer. El trueno de la
gran caracola resuena por todo el monasterio llamando al primer oficio
del día, y mi amigo despierta solo en su celda. ¿Y Tara? ¿Dónde estás,
Tara? Nadie responde, pero sabe que no ha sido un sueño. Con más dolor
que placer, los juegos de Tara han reabierto una puerta muy mal cerrada.
El recuerdo de Carmen, sí, pero también esa historia que le persigue
desde el día que entró en una cueva de Qumrán, esa cueva de la que
ya nunca volvió a salir. Ni vivo ni muerto. Sin embargo, ¿no fue aquello algo parecido a una resurrección?
28
En otra estancia no muy lejana, un anciano vestido con el tosco
nambú de los siervos aviva el fuego con un fuelle de piel de cabra, y
otro acaba de ajustarse la gran túnica morada de los tsedrungs, mientras
escucha a la mujer que acaba de entrar. —Nájera San vuelve a su trabajo
—anuncia la mujer, inclinándose ante el gran lama. —¿Al Libro de
Cristal? —pregunta el venerable Naropa. —No, mi señor. Vuelve a la
piedra. Naropa no puede disimular su desagrado. Al fin y al cabo, ha
sido él quien ha urdido la mudanza de Tushita, y acaso el cambio de
actitud de Tara para con su ilustre invitado. —Esperábamos que le
convencieras, Tara... —Al menos he conseguido salvarle de las sombras
que le paralizaban, mi señor. —Ahora debes conseguir que abandone la
piedra, lo antes posible. Cuando penetra en la estancia otro lama con su
misma túnica morada y un maletín de cuero, Tara sabe que debe retirarse
ya, pero no lo hace. —¿Quieres decirme algo más? —le interpela Naropa—.
Nuestra sesión de gobierno no puede esperar. —Sí, mi señor, he de
decirte algo más acerca de Nájera San... —¿Qué? —Ha decidido no trabajar
más durante las horas del día. El desconcierto se traduce en un
arrebato de cólera mal contenida, cuando el gran lama comunica esa
novedad a un alemán nacionalizado inglés que desayuna un cargado café
italiano. —¿Cómo? ¿Pero por qué? ¿Es que tiene algo que ocultar? —No lo
sé, míster Kupka. Pero acaba de confirmármelo él mismo. La sangre
germánica se impone a las convenciones británicas. Es extraño ver a todo
un director de zona de la Gulbenkian tan fuera de sí. —¿Y por qué a
usted, Naropa? ¿Es que ahora es usted quien ha asumido la dirección de
las prospecciones? —Míster Kupka, no se confunda... —le para Naropa—,
recuerde que Nájera duerme en la gompa. —Vale, de acuerdo, déjelo... —Él
dice que el calor del día es demasiado perturbador... Créame que he
intentado disuadirle, pero ha sido inútil. —Así se lo lleven los
demonios que hay debajo —masculla Kupka para sí, y luego mira al lama de
una manera especial—. Porque él no lo sabe, ¿verdad? —¿Se refiere al
ideograma del pez?
—No, por supuesto. Eso lo ha averiguado al primer vistazo. —Ah,
ya, entonces estamos hablando de... —Sí, exactamente —le corta Kupka,
evitando que pronuncie la palabra, como si lo temiera—. Me preocupa
Tara, al fin y al cabo es una mujer... ¿Cuenta con garantías de que ella
tampoco le ha revelado nada? —Tara está más que advertida, y le aseguro
que sabe obedecer. —Recuerde, Naropa, él no debe saberlo. Nos va la
vida en ello.
CUARTA PARTE
Demonios con forma de mujer
29
Entonces Manuel no podía saber nada de ese otro misterio al que se
referían Naropa y Kupka. Estaba en otro mundo o, mejor dicho, en ese
otro plano de esa realidad que representaba el mensaje cifrado en la
losa. Durante el día, el gran excéntrico permanecía en su celda,
transcribiendo y cotejando sus averiguaciones. A mediodía se hacía
servir la comida de los lamas, y luego sesteaba con la botella de arak
que le suministraba Tushita, White Tiger, el Tigre Blanco, directamente
importada de las selvas de Kerala para Su Graciosa Majestad. Sobre las
cinco Manuel y Tushita, se encaminaban hacia la gran losa. A eso de las
siete se concedían un refrigerio mientras un par de operarios ajustaban
cuatro grandes hachones sobre los mástiles del dosel. Poco después, ya
con el escenario montado, comenzaba el espectáculo. Recapitulaba todo lo
esbozado hasta entonces y hacían hablar a la piedra. Y verdaderamente
la piedra hablaba. Manuel se volvía a recostar sobre la losa, cerraba
los ojos para dar más vida a sus manos, y se hacía un gran silencio.
Bastaba un gesto para que Tushita se tendiera junto a él. De esa manera
recomenzaba la parte más espectacular de su escenificación, entre
susurros reptantes, transcripciones y hasta imprecaciones. Antes que los
expertos de la expedición arqueológica, los nativos supieron
encontrarle un sentido a aquella inaudita representación. De un día para
otro, los niños de Mulbek se acostumbraron a seguir las pantomimas de
aquellos dos locos sobre la piedra, y les parecieron muy divertidas.
Enseguida trajeron a sus padres y, en menos de una semana, familias
enteras convergían hacia el lugar con toda naturalidad, todos los días a
la misma hora, al caer la tarde. Se instalaban sobre esteras cada vez
más numerosas, alguien comenzaba a batir una darbuka, las mujeres
desenvolvían sus hatillos de hojas de baniano, corría de un lado a otro
un pellejo de vino, al tambor se unía una flauta de pastor o el zumbido
de una cítara. Como a la llamada de un conjuro, hasta los nómadas de las
montañas acabaron por acercarse a ese espacio que intuían sagrado.
También ellos se cruzaban historias entre susurros. Superstición o
cercanía a ese primigenio orden cósmico que hemos olvidado quienes nos
llamamos civilizados. Miradas muy anteriores a Euclides, que no pueden
explicarse con teoremas. Inhalaciones de un incienso muy espeso que abre
las puertas de la percepción bajo ese cielo de estrellas vivas, donde
todo habla y todo escucha. En ese escenario de fin del mundo, a la luz
de los hachones, fue naciendo así una leyenda que crecía noche tras
noche. Un anillo invisible acabó uniendo a aquellos dos hombres y a toda
aquella gente que les contemplaba trabajar sobre la gran losa de Mulbek
con una mezcla de fascinación y temor reverencial, como si esperasen la
exhumación o el advenimiento de un nuevo dios desde las profundidades
de la piedra, bajo la mirada displicente del gran Buda rojo.
De esa manera, mientras Manuel Nájera descifraba una crónica
mítica buscando sus raíces reales, su propia realidad fue derivando en
una leyenda donde cada día resultaría más difícil deslindar lo real de
lo imaginario. Los fragmentos que iba extrayendo de la piedra resultaban
cada vez más desconcertantes y alejados del canon que se presumía en el
Libro de Cristal, algo que inquietaba sobremanera tanto a Dieter Kupka
como al venerable Gyalpo Naropa. La memoria era la primera gran clave,
¿pero cómo se podía interpretar la memoria futura del último Buda? Todos
conocían en el campamento la paranoia de Manuel y, aunque no lo
manifestaran, dudaban mucho de su primera traducción, donde se había
permitido relacionar el cuarto animal que visitó al Bienaventurado, el
pez, con el signo secreto que cifraba el nombre de Cristo entre los
primeros cristianos. Otra vez el loco de Nájera, y su obsesión de que
Cristo sobrevivió a la cruz y emprendió un misterioso peregrinaje hacia
el Tíbet. Lo que no sabían era que Manuel, precisamente, había ido allí
para refutar sus propias creencias, para enterrar esa paranoia y
librarse de sus fantasmas. Pero allá estaba otra vez el mismo término,
metteya, es decir, Maitreya, de nuevo el Buda Futuro profetizado por el
mismo Sakyamuni, aquel que habría de venir quinientos años después de su
muerte, el que «será de tez clara», bagwa metteya, el Buda Blanco. Lo
inquietante comenzaba con el siguiente fragmento, metteya-sidu-mana,
donde volvía a aparecer ese término obsesivo, mana, la irradiante luz
ultravioleta que contenía el Arca de la Alianza, la misma que bañó a
Jesús en el sepulcro de José de Arimatea. Y junto a él, otra palabra no
menos inquietante, sidu, otra alusión a la energía sagrada del hombre.
Hasta ahí, forzando los límites, podía entenderlo: Buda profetizó un
nuevo Buda, que podía ser —o no— el Cristo de las Escrituras. Al fin y
al cabo, todos los iluminados tienen algo de sidu, como el mismo
Siddharta —literalmente, «aquel que cumple el objeto de su venida»—.
Todos los Siddhartas se llaman a sí mismos Luz, como Cristo se
proclamaba Luz del Mundo, como Buda en sánscrito significa Luz. Y todos
ellos hablan de despertar en el hombre esa poderosa energía interna que
llevamos latente como un olvido. La gran perturbación, sin embargo,
tenía que ver con lo insólito de otras voces surgidas de la piedra sin
equivalente en ninguna cultura conocida. ¿Cómo podía interpretarse «todo
hombre lleva dentro de sí el embrión de un ángel»? ¿Y la alusión a la
gran consciencia o a la estrella Origen? ¿De dónde venían, quiénes eran
esos alucinantes «hijos de la raza solar»? Sólo la Cábala hebrea se
adentraba en laberintos comparables, pero jamás en esos términos.
¿Podían ser descendientes de los hebreos los que tallaron su testamento
sobre esa losa? ¿Descendientes o antecesores? Cualquiera de esos dos
desvaríos justificaría al menos la importancia de la memoria en su
traducción. Pero lo que vino después, tras una larga semana acariciando
la piedra negra, conmocionó hasta los cimientos a toda la comunidad de
Mulbek:
Y el Pez se hizo Cordero entre los hombres dormidos, y al
despertar el Iluminado y el Caminante eran uno, y de su boca salían
palabras que eran luz en la noche, y dijo así: «En todos los universos
visibles e invisibles no existe más que una sola y misma fuerza, sin
comienzo ni fin, sin más ley que la suya, sin más destino que llevar al
hombre hasta la consumación de la genética solar que está cifrada en
cada uno de vosotros a través del embrión ángel. Sabed por tanto que
vuestro futuro destino depende de la pureza de vuestro corazón y
esperadlo todo de vosotros mismos, pues cada hombre puede despertar
dentro de sí un poder muy superior al de los dioses. Todo el mal de este
mundo procede del olvido de esa enseñanza de las estrellas y de la
traición al sol. A través de la luna, otros hijos de los soles muertos
quisieron darse cuerpo en el hombre tentándole a matar y a alimentarse
de lo matado. Cuando la carne muerta de los animales se mezcló con la
luz viva del hombre, su espíritu se convirtió en un bocado tierno para
la Bestia, y el hombre entró en guerra con el hombre, y creó todos sus
infiernos. Limpiad esa sangre de vuestras bocas, de vuestros cuerpos, de
vuestra mente y de vuestro corazón. Purificaos para vuestro segundo
nacimiento. Así como nacisteis y fuisteis dados a la luz por la puerta
de la vida, cuando el alma abandone vuestro cuerpo partirá con un
ardiente deseo de nacer de nuevo y habréis de daros a la luz por la
puerta del corazón. Según la medida de luz que contenga, así será
vuestra vida futura. Si por vuestra boca sale sombra de animal, os
degradaréis en animales de las sombras. Si por vuestra boca sale luz,
vuestra palabra fecundará como la buena simiente en los nuevos cielos.
Como semilla vinisteis y como semilla os iréis para seguir siendo, pues
hasta el deterioro y la muerte son parte del crecimiento, como Nirvana y
Samsara son una misma y única cosa, vacío y plenitud, relámpago y
silencio. Así será y así seguiréis siendo siempre, hijos del origen,
embriones solares os llamo, pues algún día seréis soles radiantes en el
jardín de estrellas, allá donde mora la inteligencia del universo.
Despertad pues al ángel que duerme en vuestro corazón, sabed que todos
los poderes están en vosotros y no tengáis miedo a cruzar la última
puerta. En el libro de actas de Dieter Kupka, de donde transcribo este
aparecen subrayadas unas cuantas expresiones. Al parecer son las
desconciertan de las dos traducciones, anotadas como Losa 1
Curiosamente, alrededor de las tres últimas se permite avanzar
interrogantes donde parece prestarse al juego. De esta manera: pez →
cordero Iluminado → Caminante hijos de los soles muerto → hijos de la
carne estrella Origen → hijos de la raza solar embrión ángel → Cámara
del Embrión puerta de la vida → puerta del corazón → ¿Puerta de Mulbek?
fragmento, que más le y Losa 2. un par de
No obstante, en la página siguiente destaca dos frases que
parecen desconcertarle aún más y que subraya con un furioso textliner
verde fosforescente.
Algún día seréis soles radiantes en el jardín de estrellas, allá donde mora la Inteligencia del Universo
y
hasta la consumación de la Genética Solar.
¿Cuál era su significado? ¿De dónde procedía esa terminología
inaudita y a dónde pretendía llevarles con su traducción?
Verdaderamente, aquella losa tenía algo de fascinante y abismal. ¿Qué
había debajo de ella y más allá? Abismo y sólo abismo. Luz de abismo.
Después de todo, la misma luz la que iluminaba desde dentro —y desde
siempre— a aquel loco irremediable llamado Manuel Nájera.
30
Los demonios gritan, aúllan en la noche. Todo el monasterio de
Mulbek está lleno de demonios desencadenados desde que tú viniste aquí.
Escucha, ¿no los oyes? Son los tulpas de ojos de dragón y colmillos de
lobo, los demonios sepultados bajo la gran piedra negra. Cuando la tocas
es como un conjuro, los demonios despiertan, se filtran por las
grietas... Son invisibles, pero se dejan sentir. Están sedientos de
cuerpos de los que beber su sangre y su luz. Los tulpas son insaciables y
crueles. Les gusta hacer daño, mucho daño. Y a veces toman la forma de
una mujer. Manuel contempla a su reina de las montañas tendida a su
lado, susurrando como si temiera ser oída por los tulpas. En lo más
intenso de su relato, se aprieta contra él, abre mucho los ojos y
repite: «A veces toman la forma de una mujer». Entonces rompe a reír y
Manuel la coge muy fuerte por la cintura hasta que ella aúlla entre
carcajadas, y patalea en el aire, y se revuelcan uno sobre otro riendo
como dos adolescentes. Cuando al fin la besa, sus ojos centellean como
si le hubiera caído encima un puñado de estrellas. —Te adoro, me estás
volviendo loco, Tara, pero algún día tendrás que decírmelo. —Decirte
qué... —Dime por qué me quieres. —Ya te lo he dicho, soy una tulpa que
ha venido aquí a chuparte el alma. —Vamos, dímelo de una vez... Dime
quién eres. —Ya te lo he dicho, soy tu noche, soy tu luz. Soy Tara. Una
noche más se duermen mientras el viento, un viento helado que parece
descender de otro planeta, se adentra en el monasterio por entre las
torres y los pasadizos desiertos a esa hora el alba. El viento gime,
golpea puertas y ventanas como una tulpa hambrienta. Pero ellos se
sienten a salvo, duermen muy abrazados.
31
Al amanecer, sin embargo, Manuel despierta solo. Como todas las
noches. ¿Por qué desaparecía Tara de esa manera? ¿Sería verdaderamente
una tulpa? Desde luego, por más que hiciera el amor con ella, él nunca
se había encontrado mejor. Al contrario, se sentía más lleno de energía,
cada día la amaba más. Basta de preguntas entonces, se dijo, una ducha y
a la tumba. Hacía tiempo que no se le soltaba la risa de esa manera tan
espontánea. Había que celebrarlo. ¿Cómo? Con el sabroso cuenco de kefir
que Tara le había dejado antes de desaparecer. El sol alto invitaba a
desayunar en la terraza. Manuel sacó un par de sillas, se sentó en una,
estiró las piernas sobre la otra... Y nada más hundir la cuchara en el
kefir, por la zona de sombra del patio irrumpió Dieter Kupka con su
libro de actas bajo el brazo. Se le veía bastante alterado. Ni siquiera
vio a Manuel, que en esos momentos parecía levitar sobre la azotea,
mientras él invadía la escuela de copistas, donde a esa hora impartía
sus clases el lama Naropa. Enseguida se oyeron las prime ras voces. Poco
después, Kupka reaparecía junto a Naropa en el vano de la gran ventana
trapezoidal. Su libro de actas se abrió con un golpe sobre el atril, y
él no cesaba de dar palmadas sobre el texto. Se le veía iracundo, el
cortesano florentino parecía haber sucumbido al bárbaro britano que
combatió a César aullando con la cara pintada. El lama por su parte le
observaba como un entomólogo que sigue los movimientos de un insecto
particularmente ofuscado. Nájera seguía saboreando su cuenco de kefir y
observándoles desde lo alto. Si afinaba el oído, podía oír su catarata
de abominaciones. —¿No comprende que es increíble que en el primer
milenio antes de Cristo se utilizaran términos como estrella Origen o
genética solar? ¿Cómo es posible que le envíe mi libro y usted me lo
devuelva dándolo por bueno? Adelante, léalo otra vez. Este hombre se ha
vuelto loco o se está riendo de nosotros... Naropa extendía sus manos
pidiendo calma. —No crea. Si me permite... Pero Kupka no había acabado:
—Aún admitiendo que los santones dravídicos pudieran conocer las fuentes
de la Cábala judía... ¿Quién puede creer que tuvieran nociones de
genética! ¿De pronto se abrieron los cielos y aparecieron ante ellos
Watson y Crick para darles unas cuantas lecciones de genómica
interestelar? —Tranquilícese, Kupka, y recuerde que ya hemos tenido
ocasión de intercambiar opiniones acerca de ese tema. Según nuestros
libros, hace milenios hubo una civilización muy floreciente en el Tíbet.
La tradición habla de una raza de bogdo-janes, literalmente, «los
Fundadores», que tenían máquinas voladoras y aparatos que proyectaban
pensamientos en el cerebro... Hay quien sostiene que conocían la física
nuclear y que provocaron una gigantesca
explosión que estremeció el planeta, un episodio semejante al
que describe Platón acerca de la Atlántida. No olvide que Platón y Buda
eran contemporáneos. Tras ese cataclismo el Gobi quedó convertido en un
desierto y los supervivientes se refugiaron en un vasto sistema de
cavernas, precisamente bajo los Himalayas. —¡Mitos y leyendas, nada más!
Esto es otra cosa... ¡Una inversión de más de medio millón de dólares
auspiciada por las instituciones arqueológicas más solventes del mundo!
¿La pondremos en peligro por los desvaríos de un demente? —Le entiendo,
pero no desacredite con tanta vehemencia el trabajo de su amigo... En el
monasterio de Erdeni Du, en Mongolia, vivió allá por el año mil de la
era cristiana el gran lama Nafari-Samyé. Antes de pasar al otro lado,
habló del tiempo en que voló sobre el océano cubierto de hielos y vagó
entre las llamas ondulantes que arden bajo la superficie de la Tierra.
¿Sabe dónde dijo que se dirigiría en su último viaje? Literalmente, a la
estrella Origen del Este celestial. —Ya, y además era vegetariano, como
sugiere Nájera. —Una dieta exenta de carne y sangre depura tanto el
cuerpo como la mente, y aumenta nuestro ritmo de vibraciones. Para
nosotros en el origen fue el soplo de Brahman, la primera vibración. Con
la última nos fundimos con esa fuerza primordial en el mismo corazón
del universo. —¡Desde que estoy aquí he visto a centenares de lamas
comer carne! —Todos somos libres de hacerlo, pero los más elevados de
entre nosotros prescinden de ella. Probablemente Buda y Cristo jamás se
alimentaron de formas de vida que tuvieran corazón, memoria y
sentimiento, como nuestros hermanos los animales. —Pero, por favor,
dónde está escrito eso... —Sin ir más lejos, en el texto que tiene entre
las manos. ¿Por qué no cree en su amigo? ¿Sólo porque contradice sus
convicciones? Toda convicción tiene mucho de convención. Y las
convenciones cambian a lo largo del tiempo. Nosotros mismos reconocemos
que las enseñanzas originales de nuestro señor Gautama han sido
alteradas. Si esto ha sucedido en un país como el nuestro, donde apenas
nada ha cambiado en miles de años, qué decir acerca del mensaje de
Cristo en Occidente... Kupka parecía no salir de su ofuscación. Naropa
siguió hablando sin reparar en que sus alumnos habían comenzado a
congregarse a su espalda. —Durante milenios los occidentales nos han
considerado idólatras animistas. De hecho, la aceptación de nuestra
filosofía es muy reciente en su mundo. Todavía hoy se la mira con
recelo, y, por supuesto, se sigue ocultando todo aquello por las
verdades oficiales del catolicismo. »Su Biblia dice que Cristo murió en
la cruz. Pero nuestro Libro de los Nacimientos afirma algo que coincide
misteriosamente con los gnósticos cristianos y con el Corán. Según estos
libros sagrados, el Nazareno no murió en el Gólgota. Unos
dicen que de camino al Calvario, Dios transfiguró el rostro de
Simón el Cirineo, haciéndole adoptar la fisonomía de Cristo, de manera
que pudiera huir... Y otros sostienen que uno de sus apóstoles le
suplantó en el Huerto de los Olivos: de ahí el beso de Judas, que no
consumó ninguna traición, sino la salvación de su Maestro. ¿Para qué?
Tal vez para que preservase su vida y continuara su misión... —Que no
era otra sino subir al Tíbet, ¿verdad? —se jactó Kupka. —Él ya había
estado antes aquí, en su primer viaje. Nuestros libros también afirman
eso. Dicen que pudo conocer al divino Mahavira que llamaba a la
purificación del cuerpo y el alma por medio de una vida ascética, la
nobleza de actos y el respeto a los seres vivos. También sabemos que,
antes de entrar en el Tíbet, ayunó en el desierto, al norte de
Cachemira. Luego subió a la cumbre del Kailas, nuestra montaña sagrada,
donde le tentó el demonio de los nueve reinos. Al descender visitó la
biblioteca de nuestro gran monasterio, el Jo Kang, donde bebió en sus
mismas fuentes toda la sabiduría milenaria de los Vedas, Sutras y
Vihayas. En fin, poco antes de partir le fue practicada la operación
ritual que permitió la apertura de su tercer ojo y la visualización de
la ciudad de Agartha, donde mora el rey del mundo, Brahytma, quien puede
hablar directamente con el Creador de todos los Mundos... —Basta ya de
literatura barata... —le cortó Kupka incómodo por el círculo de novicios
que atendían embobados al maestro—. Discúlpeme, pero esto no es un
catecismo budista —insistió, agitando su libro de actas—, ni una novela
esotérica para débiles mentales. Muéstreme datos fehacientes de lo que
está contando, la pintura real de los hechos. —Le puedo mostrar otra
pintura. Pero tendrá que ir hasta Sicilia si quiere conocer el original.
En Palermo, en el palacio Abatellis, se exhibe una tabla del siglo xv
atribuida al maestro del Políptico de Corleone que muestra una
coronación de la Virgen. Al pie de la Virgen verá una representación
insólita de Cristo: sentado en meditación, en postura padmasana, con las
piernas cruzadas en la posición del loto y las palmas abiertas sobre
sus rodillas. Todo un evangelio en un solo gesto. —Un capricho del
artista... —Se trata de un mensaje esencial, como tantos otros que
contenía su religión cuando Cristo la predicó por Galilea tras regresar
del Tíbet. Pero ya en el primer concilio de Jerusalén, en el que Pedro y
Pablo llegaron a las manos, se impuso una Iglesia de poder que sepultó
su mensaje de luz y de alegría, y lo sustituyó por otro de tinieblas,
sufrimientos y castigos. Así lo crucificaron por segunda vez, y así lo
mantienen en sus templos: crucificado, torturado, vencido. »Al amparo de
esa tétrica imagen se difundió la liturgia macabra del pecado original,
del que Cristo no habló en ningún momento, y se eliminaron sus
testimonios acerca de la reencarnación, en la que creían él, sus
verdaderos apóstoles, nuestros budas, y todos los príncipes iluminados.
»La vida es aprendizaje incesante, una senda de pruebas cada vez más
arduas.
Pero también es creación, ascensión, transfiguración. Subir al
cielo con el sol de cada mañana, navegar sobre las colas de los cometas,
sentirse unido al milagro de los mundos y ser feliz, pues la alegría y
la fe son una misma cosa: ponte en camino, si caes levántate y sigue
caminando vida sobre vida hasta que se abran las puertas del Nirvana,
hasta que tu corazón se funda dentro de la gran inteligencia cósmica, la
estrella Origen, la superconsciencia. —Pero ¿de verdad cree en esas
cosas? Usted que ha estudiado en Zurich y en Berkeley... —Creía antes y
creo aún más después de ver todo lo que vi en su mundo. Es ahora cuando
estoy más convencido de que hemos entrado en la negra edad del Kali
Yuga. Una edad de hierro y fuego, un tiempo de destrucción abocado a un
terrible final. O como dicen sus físicos más eminentes, una entropía
global de consecuencias impredecibles. Los que nos sobrevivan, además de
un planeta tóxico, habitarán un mundo espantoso de hombres
animalizados. Sin luz en su cerebro, ni en su corazón. —Ya, y a base de
dietas vegetarianas y mucha meditación en la posición del loto mirando a
las estrellas, unos pocos elegidos se salvarán... O vendrá una nave
fletada por el Rey del Mundo desde la estrella Origen para salvarles...
—Nosotros siempre hemos creído en el poder psíquico del hombre —Naropa
dejó caer sus palabras mirándole fijamente a los ojos—. Todo cuerpo vivo
es un generador de campos electromagnéticos, el cosmos está constituido
por una masa de vibraciones. Hasta esos gigantescos Himalayas no son
más que una trama de partículas elementales flotando en el espacio.
Sucede lo mismo con cada hombre, y con cada espíritu de lo que fue un
hombre y ahora es una nube de moléculas tan separadas que podemos pasar a
través de ellas sin verlos ni sentirlos, pero están ahí, vibrando como
nosotros... »Todo eso existe, Kupka, y yo que usted me cuidaría mucho de
ser tan sarcástico. Más increíble me resulta a mí que un arqueólogo,
que al fin y al cabo construye todas sus teorías sobre hipótesis, sea
tan incrédulo. Desde su atalaya, Manuel recordó su época de Qumrán,
cuando el mentor de Kupka, John Marco Allegro, raspaba vasijas que
—según él— habían contenido esperma del Redentor, por no hablar del
hongo Cristo. Se le escapó una sonrisa. El discípulo de aquel visionario
se había convertido en un intransigente guardián decidido a impedir que
nadie transgrediese el orden establecido. —No se equivoque —Kupka
endureció el gesto—. Los arqueólogos no confundimos las hipótesis con
las fantasías. —No se trata de ninguna fantasía —continuó Naropa
recuperando su tono conciliador— sino el objeto de estudio de los
físicos moleculares y los neurólogos más eminentes. De la misma manera
que la música tiene distintas octavas, cada cerebro humano vibra en una
escala determinada. Los hombres con más luz vibran en una escala más
alta, irradian como soles, de ahí los cercos de luz que rodean las
cabezas de los iluminados y los santos en todas las culturas. Cuando era
niño, vi con mis propios ojos a un lama centenario que
meditaba cubierto con una simple túnica sentado sobre un glaciar
a cinco mil metros de altura... y el hielo se derretía bajo su cuerpo.
»A ese calor, a esa vibración, o a ese campo cuántico, nosotros lo
llamamos akasa-mana. Una multiplicación del poder energético del hombre,
unas fuerzas psicofísicas que nos hace semejantes a dioses, hijos de la
misma energía que mueve a las estrellas, y herederos por tanto de una
cierta genética solar, como sostiene la traducción de su amigo. Uno de
sus chamanes más venerables, que también pasó por Zurich y por Berkeley,
escribió: «no hay más futuro para la humanidad que el que se derive de
enlazar la energía que hace palpitar a las estrellas con la que todavía
duerme en nuestro cerebro. Creo que se llamaba Albert Einstein.» Era la
exposición más brillante que había oído en mucho tiempo, y Manuel no
vaciló en aplaudir silenciosamente desde la terraza. Nadie podía verle,
nadie le oyó. Pero Kupka lejos de rendirse, se replegó sobre sí mismo
como un alacrán: —Están todos completamente locos, pero no voy a pasar
por ahí. Mi academia no puede validar esta traducción ni este texto, y
así lo haré constar en mi próximo informe. —Siento defraudarle, pero eso
no nos preocupa... —Claro, sé muy bien qué les preocupa: que la losa no
entre en colisión con sus verdades reveladas. Al fin y al cabo su
religión también se ha constituido en una Iglesia tan putrefacta como el
Vaticano, con su misma estructura de poder y sus mismos hipócritas
principios alzados para sostener sus privilegios a costa de los
miserables campesinos que trabajan para el clero en condiciones
feudales. Qué nauseabunda doble moral la suya: prohíben matar animales,
pero luego traen a musulmanes afganos o pakistaníes para que hagan ese
trabajo fuera de sus lamaserías, y les sirvan bien fresca esa carne que
luego comen hasta hartarse. ¡Y encima desprecian como a intocables a los
pobres pakistaníes! Igualmente, predican la austeridad y el celibato,
pero dentro de sus gompas se consienten el matrimonio y hasta la
poligamia. Usted mismo tuvo dos mujeres, y ahora le queda una que sigue
usando y manipulando como le viene en gana... Nadie esperaba un alegato
tan brutal. Todas las miradas se dirigieron hacia Naropa, que le
devolvió el libro de actas: —No puedo consentirle que me insulte, míster
Kupka. El arqueólogo apretó las mandíbulas, pero no se retractó y
concluyó con una voz tan recia que hasta Manuel pudo escucharle
claramente: —Ahora debo callarme religiosamente y retirarme con una
respetuosa reverencia, ¿verdad? Que nadie sepa que el venerable Naropa
está usando a su joven y bella mujercita para seducir al viejo loco de
Nájera.
32
Los gongs llamaron al servicio del templo, pero nadie se movió. El
rostro de Kupka era un coágulo de ira contenida. A Naropa se le veía
demudado. —Le ruego que abandone inmediatamente este recinto, míster
Kupka. Váyase, se lo pido por su bien —añadió presionando su brazo con
delicadeza, pero con una determinación invencible—. Mañana se
arrepentirá de todo lo que ha dicho y vendrá a pedirnos disculpas. No sé
si podré aceptárselas. El arqueólogo le mantuvo la mirada y la tensión
hasta el límite, luego se retiró sin darse por vencido, pero dejó un
cadáver en una terraza y era mi amigo Manuel. Al oír en su boca el
nombre de Tara sintió un fuerte golpe en el pecho: su corazón dejó de
palpitar, luego rompió a latir aceleradamente, y cada latido ensanchaba
la herida. ¡Tara, su amante, su iniciadora, su hechicera, no era una
mujer libre al servicio del templo, sino la esposa del lama Naropa! Pese
a que sabía que muchos lamas estaban casados, y tenían hijos, y también
que era relativamente usual que ofrecieran sus esposas a sus invitados,
como una cortesía más, aquello no podía aceptarlo. Lo de Tara con él
había sido otra cosa, se lo decía su corazón. Entonces, ¿por qué le
dolía tanto aquella insidia vertida por Kupka delante de todos? ¿Tal vez
porque era cierta? Sí, tal vez fuera cierto que Tara se prostituyera
obligada por aquel otro miserable que se jactaba de ser un espíritu puro
y elevado, el lama Naropa, el mismo que parecía defender con tanto
desprendimiento y tanta lucidez su traducción... O sea que ese
repugnante tartufo había metido a su mujer en su cama para mediatizar su
juicio cuando comenzara a traducir el Libro de Cristal. Así se entendía
mejor el misterioso desplazamiento de Tushita de una estancia a otra,
para que no entorpeciera las maniobras de su cortesana. Y todo lo demás.
Cómo se habían burlado de él, unos y otros, todos, hasta la misma Tara,
desde el principio. En medio del torbellino de dolor, pasaron por su
mente todas sus confesiones de amor, sus promesas, sus besos, sus
rendiciones. ¿Qué había detrás? Cuanto más lo pensaba más le convencía
la imputación vertida por el maldito Kupka. Para los fariseos de la
orden Nyingmapa, el peligro no estaba tanto en que la losa hablase de
estrellas vivas y genéticas solares, sino en la posibilidad de que las
últimas palabras del Buda Maitreya, fuese quien fuera, pusiesen en
cuestión la doctrina sobre la que se fundaba su orden. Porque, a fin de
cuentas, eso era lo que se suponía que contaba el Libro de Cristal. ¿Y
si ese Buda de los últimos días se hubiese decantado definitivamente por
el sendero Mahayana, desechando el canon Hinayana sobre el que se
fundaba toda la superioridad doctrinal de Naropa y los suyos? Eso sí que
supondría un cataclismo más terrible que la ocupación china: una
revelación que supondría el fin de Mulbek, el definitivo crepúsculo de
los dioses del bonete rojo y la túnica azafrán. ¿Pero qué importancia
tenía ahora hasta el hundimiento de los Himalayas, en
comparación con lo que había supuesto para él la traición de
Tara? Sintió que algo se le rompía dentro, y los diques que contenían su
pasado comenzaron a manar un líquido oscuro del que se alzó el peor de
sus demonios familiares. Acababa de tomar un buen trago de su segunda
botella. Al ir a dejarla sobre la mesa creyó sentir la caricia de una
mano: una mano helada. Era la mano de Carmen recién muerta, todavía
balanceándose en la mecedora de su terraza frente al lago. También ella
parecía examinarle con una lenta mirada de sus ojos entrecerrados y una
media sonrisa entre amarga y burlona. «¿Pero cómo has podido ser tan
estúpido, Manuel? ¿No te das cuenta de que esa preciosidad podía ser tu
hija? ¿Cómo se iba a acostar por amor con un viejo como tú? Claro que a
ti eso siempre te dio igual, jamás te importó una mierda engañarme ni
con tus amantes ni con tus putas.» No fue así, Carmen: yo nunca te
engañé. Tú a mí sí. Tú sí que me engañaste. «Por favor, Manuel, ¿ya no
te acuerdas de cuando te pillé haciéndolo aquí mismo?» Eso sucedió mucho
después de que te suicidaras, Carmen. «No, yo no me suicidé, me mataste
tú, canalla, y nunca te perdonaré.» Manuel bebe suplicando que el licor
le arrase la memoria. Cierra los ojos y ya no sabe dónde está, si en la
gompa de Mulbek o en su villa de Bellagio, diez años atrás y a diez mil
kilómetros de distancia. Junto a la botella de arak tiene un cuaderno
de tapas amarillas. Junto al combinado, Carmen acaba de dejar un
revólver plateado con el que le gusta jugar delante de él. Pese a su
aspecto inofensivo —se trata de un revólver tan pequeño que casi parece
de juguete—, él detesta verla así. ¿Sabía entonces que ella estaba
embarazada y que le obsesionaba la idea de suicidarse? ¿Sabía que se
acostaba conmigo y que sufría por él? En realidad, ¿qué sabía de ella?
¿Y qué sabía de Tara, a fin de cuentas? ¿Sabía si le quería o no? ¿Sabía
qué había dentro de sus besos, amor, mentiras, angustia, un simple
juego? Qué casualidad que precisamente la noche anterior hubieran jugado
a eso. Al menos ya no tenía que volver a preguntarle por qué le quería.
Dieter Kupka había respondido por ella. ¿Tiene Tara algo de tulpa? —se
pregunta Manuel en su cuaderno, unas cuantas páginas más adelante—. No
sé, ahora la recuerdo haciendo el amor conmigo y puedo imaginarla
perfectamente así, absorbiendo toda mi fuerza vital a través del sexo,
como los súcubos de las leyendas medievales, como un verdadero vampiro.
Sin embargo, aunque fuera cierto, no es eso sino su engaño lo que me
duele, el engaño y la burla. Cuanto más viejo eres no te vuelves más
duro, te vuelves más vulnerable. Debe ser esta la razón por la que me
resisto tanto a creerlo. ¿Y si, después de todo, Tara me quisiera de
verdad, pese a estar siendo utilizada por los lamas como un instrumento
de control sobre mí? Siguen unas líneas tachadas, ilegibles, hasta el
final del párrafo. El siguiente comienza con un giro desconcertante:
Pobre Tara. Pobre Naropa. Pobre Kupka. Valientes conspiradores.
No saben que la conjetura que se afianza en mi mente de día en día no
tiene nada que ver; ni con lo que temen, ni con lo que esperan de mí. El
primer fragmento de la losa me hizo sospechar que su contenido era algo
extraordinario. El tercero ha superado todas las expectativas. Ya no se
trata del gran Buda anunciando a su sucesor. Este tercer extracto lo
cambia todo, y lo que puede salir de aquí es una revelación cien veces
más explosiva que la que surgió de Qumrán. Lo reconozco, tengo miedo,
quizá no debería seguir adelante. ¿A qué se refería? ¿Qué había
descubierto? ¿Qué revelación tan extraordinaria podía ser aquella para
que un hombre como él la considerase «cien veces más explosiva que la
que surgió de Qumrán»? A Manuel Nájera le fascinaban los desafíos, los
misterios indescifrados, los enigmas sin respuesta. Pero en ocasiones,
cuando comenzaba a entrever la solución, su respuesta era desaparecer,
precisamente para que siguiera vivo el enigma. Es la única explicación
que encuentro a los hechos que sucedieron después.
33
Al día siguiente, cuando Tushita vino a recogerle para llevarle al
campo de excavaciones, lo encontró perfectamente sobrio y en pie,
revolviendo su equipaje. Por el monasterio había corrido como la pólvora
el incidente entre Kupka y el venerable Naropa. Sin duda el chófer
esperaba que Manuel le preguntase unas cuantas cosas. Pero al verlo así,
lo primero que pensó fue que Nájera San había decidido regresar a
Europa. Sin embargo, al volverse observó que tenía un sobre lacrado en
las manos —¿podía ser el mismo con el que entró en su Cadillac quince
días atrás, cuando lo recogió en Srinagar?—. Aunque lo fuera, Manuel
Nájera no parecía dispuesto a perder ni un minuto en confidencias.
—Tienes que llevarme al monasterio de Tielontang. Necesito ir hoy mismo.
—¿Tielontang? —preguntó Tushita, atónito—. ¿Sabe lo que me está
pidiendo, Nájera San? Eso queda al otro lado de la línea de demarcación,
en territorio chino. Es muy peligroso... —No me importa el peligro,
asumo toda la responsabilidad. —Pero, señor, no se trata sólo de los
controles del ejército. Por las montañas hay guerrillas fuera de control
que disparan contra todo lo que se mueve. Les da igual que usted sea
europeo, chino o tibetano... —A mí también me da igual lo que piensen
los guerrilleros. Si me matan, harán un mal negocio conmigo. Aunque,
bueno, si los que me ejecutan son los chinos, sé que tienen por norma
enviar a la familia del difunto la factura de la bala que gastaron para
quitarle de en medio. Lo vi en una película de Richard Gere... —No
bromee, Nájera San. En primer lugar, para cruzar con garantías la línea
de demarcación, necesitará un visado. En segundo lugar, para evitar a
los guerrilleros, será mejor que salga de la carretera y se aventure por
las pistas de montaña, y para eso necesitaríamos un todoterreno. Por
último, supongo que sabrá orientarse con un mapa y una brújula...
—¿Quieres decir que tú no vas a acompañarme? Tushita le miró abatido.
—Aunque quisiera, a mí jamás me concederían el visado, Nájera San. Sólo
por ser tibetano, ya soy sospechoso para los chinos. En cuanto al resto
de mi historia, ya sabe que de joven me detuvieron por actividades
subversivas... —Vaya, no contaba con eso... —exclamó Manuel, queriendo
disimular su contrariedad—. Es igual, iré solo. ¿Puedes conseguirme el
todoterreno, el mapa, la brújula y todo lo demás...? —¿Para cuándo
quiere el todoterreno... y cuánto tiempo lo va a necesitar? —Para
mañana, si es posible. Espero regresar al día siguiente. —No, imposible,
Nájera San. El visado no lo conseguirá en menos de tres días, y eso
sólo si convence a míster Kupka de que necesita unas vacaciones.
—Eso no será difícil —ironizó—: algo me dice que está deseando
perderme de vista. Tushita reprimió una sonrisa que redujo sus ojos a
dos trazos oblicuos. —Confiemos en que acepte con el mismo fairplay
cualquier otra pérdida. ¿Se dice fairplay, señor? ¿Es así? —¿A ver, a
qué te refieres? —Oh, nada, cosas de Lord Buda. Por cierto, Nájera San
—siguió Tushita, variando de la media sonrisa al tono circunspecto—,
¿puedo preguntarle cuál es el motivo de su viaje a Tielontang? —No, top
secret, no puedes preguntármelo. Entonces el chófer tuvo un
comportamiento inusual. Se acercó a su escritorio y rondó con su mirada
el sobre lacrado. ¿Se atrevería a cogerlo? —De acuerdo, Nájera San, ya
no le pregunto más... Pero si ese viaje tuviera algo que ver con la
noche del Mogul Gardens, en Srinagar —exclamó, mirándole fijamente—,
¿puedo aconsejarle que no lo haga? Manuel se quedó de una pieza, pero al
momento respondió con otra pregunta. —¿Qué sabes tú de la noche del
Mogul Gardens? —Sólo una cosa, señor: que alertó a la policía india y
que la noticia llegó hasta aquí. Seguro que ha pasado también a la zona
china. —Mi viaje no tiene nada que ver con esos asuntos, Tushita,
quédate tranquilo. Te agradezco que te preocupes tanto por mí, pero mi
decisión es firme. —Debe saber, señor, que en Pekín hay mucha gente que
está deseando que estalle algo parecido a una guerra entre India y China
a cuenta del Tíbet... Sería el pretexto perfecto para exterminar a los
tibetanos que viven en la zona de demarcación y repoblarla cuanto antes
con campesinos de sus provincias... —Esa no es mi guerra, Tushita —le
cortó Manuel—. ¿Acaso es la tuya? —Sólo hasta cierto punto, señor —dijo
entonces el tibetano, como si hablara para sí mismo—. Uno pertenece a
una familia, a un pueblo, a una forma de vida... Uno pertenece a todo
eso... hasta que se nace. —¿Hasta que se nace a qué? ¿A una religión, a
una revelación, a una revolución...? —Los tibetanos no somos esclavos de
los chinos, ni queremos seguir siendo esclavos de los lamas que pactan
con ellos. En otro tiempo éste era un país grande, más poderoso que
India y China... —¿Y qué te hace pensar que yo he venido a destruirlo?
—le reprochó Manuel, que no entendía ni aceptaba ese cambio de tono—. Me
hablas como si también yo fuera culpable. —A veces se es culpable sin
ser consciente de ello, señor. —Ya está bien, Tushita. ¿Qué demonios
quieres decirme? —Nada, señor, solamente una cosa —exclamó, dejando la
carta lacrada sobre la mesa y dirigiéndose hacia la puerta—: recuerde
que todos nuestros actos tienen consecuencias, arriba y abajo. Lo dijo
Lord Buda: no destruya lo que no es capaz de comprender.
Era una buena frase, una de esas frases que abren un cerco de
silencio. Manuel esperó a que se disipara el cerco, y luego preguntó:
—Entonces, ¿puedo contar contigo? El tibetano se volvió arqueando una
ceja: —Soy su chófer, Nájera San. Puede contar conmigo para lo que
quiera. Pero debo decírselo una vez más: no le va a ser fácil llegar
allá. Nada fácil.
34
Manuel siempre creyó que este mundo estaba acabándose y que nos
encontrábamos en el umbral de un tiempo nuevo. Creía en la existencia de
un apocalipsis personal que hemos de atravesar en esta vida, creía en
la resurrección de cada uno de nosotros, los muertos vivientes, pero
también en la de los mundos. Y no era ningún imbécil convertido de
repente a una religión postmoderna. Era un rebelde, un heterodoxo nada
convencional. Hablaba de la Luz con mayúsculas porque de algún modo,
cuando estaba borracho, incluso cuando estaba sobrio, él podía verla.
Fuese locura o verdad, esa lectura de la vida le hacía aún más
insoportable ante los doctos de corazón seco como Dieter Kupka, y lo
supo desde del primer día de su reencuentro. Tras el episodio del día
anterior al menos le cabía el consuelo de que ya ni uno ni otro tenían
por qué disimular su aversión mutua. Aunque Kupka no tuviera la certeza
de que Manuel hubiera escuchado su disputa con el lama, suponía —y no se
equivocaba— que el escándalo había llegado a sus oídos. De hecho,
aquella mañana, cuando vio venir a Manuel a través del ventanal de su
pabellón prefabricado, ya tenía decidida su estrategia: nada de pedir
disculpas, ni tampoco de entrar en el terreno de las descalificaciones
personales. Nájera había sido convocado para traducir el Libro de
Cristal. Ya era un exceso injustificable que se hubiera consentido la
excentricidad de comenzar por la losa de basalto. Había tomado una
decisión: no aceptaba esa traducción delirante y punto. El expediente
que acababa de rubricar seguiría su curso, y el loco se enteraría de la
cancelación de su contrato por la misma Gulbenkian Foundation. Todo muy
aséptico, muy profesional. Manuel tomó asiento en su despacho, rebosante
de naturalidad, para pedirle exactamente eso. —¿Cómo dices? Repítemelo,
por favor... —exclamó, atónito—. ¿Que ahora necesitas una visa
diplomática para cruzar a la zona china? —Sí, exactamente. El teutón no
acababa de encajar el gesto, pero en su fuero interno celebró de
inmediato la posibilidad de perderlo de vista. —Mira, Nájera, si no te
conociera, me parecería una broma... Y aun así, no sé, me resulta tan
sorprendente que quieras hacer turismo en tus circunstancias... —¿A qué
circunstancias te refieres? Hasta un ciego hubiera podido leer en los
ojos de Manuel la herida que la joven esposa de Naropa había abierto en
su corazón. Kupka se sintió culpable: —Vale, no he dicho nada. ¿Quieres
un visado? De acuerdo, mañana mismo te lo tramito —añadió, en su tono
más hipócritamente presbiteriano—. Si tu decisión es firme, yo la
respeto y punto. No estoy aquí para pedirte explicaciones.
—Tú no, pero yo sí. —No te entiendo... —respondió Kupka
temiéndose lo peor. Manuel sabía hacerle sufrir. —Me refiero a lo que
hay dentro y fuera de la caverna —precisó desconcertándole de nuevo—.
Llevo cinco días cotejando el mapa grabado en el techo de la cueva y las
caligrafías de la losa... ¿Recuerdas el mapa? —Por supuesto: lo tenemos
microfilmado en alta definición —aliviado, Kupka abrió la nevera—. ¿Te
puedo ofrecer una Franziskaner helada...? —Verás —Manuel apuró el primer
trago directamente de la botella—, la idea de cotejar esas dos
escrituras te la debo a ti. Kupka enarcó las cejas en un gesto de pasmo
absoluto. —Sí, a ti, y por favor no pongas esa cara... —Te confieso que
me rompes los esquemas. Manuel se pasó la mano por el rostro como su
intentara concentrarse: —Es cierto, hay que estar bastante loco para
tumbarse sobre una placa escrita hace mil años y ponerse a acariciarla
con los ojos cerrados, a la espera de que hable... Soy consciente,
Kupka. A veces, cuando me tumbo sobre la piedra me siento como un
imbécil con un abrelatas en la mano preguntándose por dónde empezar.
Pero desde el pasado jueves, he tenido una sensación nueva... He sentido
que debajo de la escritura borrada no sólo hay un texto, sino algo
maravilloso. Algo que la conecta con la Cámara del Embrión. De momento
no puedo probarlo, pero te aseguro que mi intuición es tan poderosa como
una llamada... —Ya —intervino Kupka, aparentemente comprensivo—, y esa
llamada te llega de la zona china... Manuel ni siquiera reparó en que le
había interrumpido. —Has dicho que recuerdas bien la forma de ese mapa
en el techo de la Cámara del Embrión. ¿Puedo preguntarte qué representa,
a tu juicio? —Es evidente que se trata de un gran mandala... donde los
puntos nodales parecen marcar constelaciones. —Exacto, ¿y de qué
constelaciones estamos hablando? —Averiguar eso no forma parte de mis
competencias, pero no te oculto que lo he consultado. —¿Y qué? —No sé...
Al menos la estrella central, esa estrella de seis puntas dentro de una
esfera roja en el centro del mandala, puede ser un ideograma de
Júpiter. —Muy bien, perfecto. ¿Y esa imagen de Júpiter, qué constelación
preside? —¿Podría ser la de Piscis? —¡Bravo! ¿Y con qué podemos
relacionar ese pez...? —¿Con el pez grabado sobre la losa a los pies del
Buda? —Rotundamente sí. —Ya, y después de eso qué... ¿Me vas a recordar
que el pez era el símbolo de Cristo entre los primeros cristianos?
—Y también la montura de Varuna, el dios que preside la
restauración cíclica. Y también un avatar de Visnú, el que salva del
diluvio a Manu, guía su arca y le confía los Vedas, o sea, el conjunto
de la ley y la ciencia sagrada... —Muy bien, vale, ¿y qué más? —Algo
absolutamente insospechado, Kupka. Hasta donde la conoces, seguro que
sabes que la lengua vatannan, la de la losa, se basa en un código de
signos redondeados que equivalen a valores silábicos... ¿Me sigues?
—Perfectamente. —Sabes también que cada signo incluye una especie de
cápsula con un ideograma que equivale al alma de la palabra...
—Adelante. —Recuerda los cuatro animales que aparecen en mi primera
traducción de la losa: el gallo, el mono, la serpiente y el pez... En la
segunda traducción aparece un quinto animal, el cordero. —Ya, el quinto
elemento. —Y algo aún más increíble: la quinta estrella del mandala.
Porque ese mandala grabado en el techo de la Cámara del Embrión no sólo
dibuja la constelación de Piscis, presidida por la gran estrella roja
del este celestial —Manuel marcó una pausa, para que Kupka recordara
dónde había oído aquello—, sino que marca un rumbo para llegar a ella.
En efecto, Kupka palideció de pronto. No tanto por la locura de Nájera,
sino al recordar quién le había hablado de aquella estrella roja. Había
sido Naropa, durante su disputa del día anterior. Eso significaba que
Nájera no sólo conocía el suceso, sino que su información al respecto
era exhaustiva... —Vuelvo a perderme —farfulló avergonzado. —No te
preocupes, yo te ayudo —añadió Manuel—. Aquí, en Mulbek, dentro de cada
uno de esos ideogramas, los que dan voz a los animales simbólicos, en
vez de una palabra, hay un signo. Un signo universal en lugar de una
sílaba en vatannan. ¿Qué sorpresa, verdad? Para el primero una especie
de esvástica, ya sabes, el signo solar de la cópula cósmica... Para el
segundo una espiral, otro signo solar, pero ya en evolución hacia alguna
parte. Para el tercero, una estrella de seis puntas, como el sello de
la casa de David. Para el cuarto, una cruz sobre el pez... Y para el
quinto... ¿para el quinto qué? —No me digas más: Jesucristo Superstar.
—No, nada de eso, o tal vez sí... Para el quinto, para el cordero, una
sobreimposición de la esfera, la estrella y la cruz, que, como sabes,
era el emblema de los nestorianos, los primeros cristianos que llegaron
hasta el Tíbet a finales del siglo I de nuestra era, probablemente
siguiendo a los esenios de Qumrán... —Lo siento, pero no veo la relación
entre el mapa y la losa. —Claro, porque me falta explicarte lo más
increíble. Los cinco animales forman un dibujo sobre la losa. Un dibujo
que se corresponde, punto por punto, con las cinco estrellas grabadas
sobre el techo de la caverna. ¿Lo entiendes ahora?
—No del todo, pero ya ves que te sigo perfectamente. Aunque
mejor si me ilumino con otra cerveza. ¿Quieres otra? —preguntó pasándole
ya una abierta—. Y ese descubrimiento trascendental, ¿adónde nos lleva?
¿A localizar una nueva civilización extraterrestre, o simplemente a
corroborar que el ser humano procede de Orion y evoluciona hacia
Júpiter? —Nos lleva, ni más ni menos, a superponer el plano de las
estrellas y los animales sobre el mapa físico de la región. Yo lo he
hecho. ¿Sabes con qué puntos geográficos coinciden? La serpiente es
Srinagar, Mulbek es el pez... —¿Y el cordero? Manuel marcó una pausa
escénica y un trago antes de responder: —El cordero lleva dos mil años
pastando en un pequeño monasterio nestoriano situado precisamente al
norte de la zona de demarcación, en el Aksai Chin. El monasterio de
Tielontang. «De acuerdo, jugada maestra, círculo cerrado: ahora lo
entiendo todo» se dijo su colega, mientras iba recordando aquel
reportaje de la revista Stern que contaba la historia de ese viejo
cenobio: la leyenda de su viña, que los monjes atribuían al mismo Noé, y
por supuesto, la gran cruz grabada en la roca viva. Pero cuidado, ¿a
dónde pretendía arrastrarle Nájera con ese razonamiento? Prefirió
defenderse con nuevas ironías: —Fantástico. O sea que ahora, además de
arqueología, glíptica y hermenéutica preindoeuropea, tenemos que
aprender geografía mítica, paisajes encantados y todo eso... —Exacto.
Para los tibetanos el Kailas es el eje del mundo, para los hebreos el
Sinaí..., y para nuestra civilización comienzan a serlo las Torres
Gemelas de Nueva York, hasta que algún fanático las destruya y las
convierta en un mito semejante al de la Torre de Babel. Hace dos mil
años aquellos nestorianos, como los esenios de Qumrán, peregrinaron
hacia el este siguiendo a su estrella madre en busca de un lugar
semejante al paraíso. Lo llamaron Agartha, el lugar donde Dios llevó a
Seth y a Enoch. »Hay quien habla de ella como el origen de una tradición
sagrada de origen no humano, de la que proceden todos los príncipes de
la inteligencia cósmica, como Buda y Jesucristo, que son enviados de
tiempo en tiempo con el fin de preservar este mundo. Hay quien la
describe como el centro espiritual supremo, un eje de poder secreto, a
salvo de la espiral de locura violenta y autodestructiva que parece
poseer a los que detentan cualquier forma de poder en este planeta. Una
de las puertas hacia ese mito la tenemos encima de nuestras cabezas, o
mejor, encima de la cabeza del Buda Rojo: es la Puerta de Mulbek. La
otra, tiene que estar en el monasterio nestioriano de Tielontang.
35
Tras su disputa con Naropa, Kupka, optó por una estrategia nueva:
nada de confrontaciones. Escuchó a Nájera sin refutar aquella teoría que
se le antojaba, cuando menos, demencial. Luego miró al techo, después a
su cerveza y por último a su colega. Antes de hablar desplegó una
sonrisa condescendiente. —No me digas más: ya veo la concordancia entre
el poder de las estrellas, la energía mana de la que irradiaba la gloria
de Dios contenida en el Arca de la Alianza y, en fin, esa geografía
maravillosa donde se triangulan los más fantásticos centros de poder.
Naturalmente, como Noé tras el Diluvio, Moisés a través del desierto, y
los tres Reyes Magos, también los nestorianos seguían una estrella.
¿Cuál? La primera estrella, la estrella Origen, la estrella del Pez y
del Cordero en cuya bisectriz se sitúa, ni más ni menos, la subterránea y
supercríptica cosmópolis de Agartha, el eje del mundo. It's wonderful,
my dear! —prosiguió, cada vez más sarcástico—. No entiendo cómo no te
nombran de inmediato gran maestre del Priorato de Sión, pues al fin te
ha sido revelado el gran secreto cifrado en Qumrán y preservado en la
mítica biblioteca de los cananeos ¿No es así? »La raza humana no tiene
nada de humana, en realidad se trata de una raza solar dotada con un
inmenso potencial y un destino cósmico. La clave consiste en encadenar
nacimientos hasta una progresiva desmaterialización. Así nos
convertiremos en ángeles y luego en estrellas, como dice tu traducción,
«pues en el destino del hombre está escrito llegar al corazón del
universo para ser soles nuevos». En el fondo, todo esto no es más que
una elemental cuestión de genética interplanetaria... Pese al sarcasmo
de su colega, el gesto de Manuel continuaba siendo extrañamente cálido y
conciliador. —Por un instante, John —le dijo, utilizando su nombre por
primera vez—, he llegado a pensar que hablabas en serio. Ya veo que no, y
es una lástima. No porque seas incapaz de creer en algo que no figure
en tus manuales, sino por lo poco que te respetas a ti mismo: si te
conocieras un poco y supieras lo que eres capaz de hacer, no estarías
aquí sentado, esperando a que los viejos babuinos de la Gulbenkian te
concedan una de sus medallas de hojalata, el premio al primero de la
clase, por haber descubierto el Libro de Cristal. —Naturalmente, me
hubiera adelantado y estaría ya dominando las Tierras de Poder, como
Sean Connery y Michael Caine en El hombre que pudo reinar. »Tu cinismo
no es más que una defensa, John, igual que tu ciencia para ciegos. No la
utilizas para saber, sino para defenderte de todo lo que te inquieta.
Cuando sueñas, si es que sueñas, seguro que tu alma te dice que estás
aquí intentando recuperar algo perdido. Pero con sólo imaginar qué, te
despiertas
aterrorizado y te refugias en tus biblias agnósticas, en tus
decálogos donde te pone muy claro qué se puede pensar y qué es lo
impensable, y eso te tranquiliza. Sólo sabes ver con la mente, pero la
mente sólo ve lo que le dices que vea. La mente no puede abrir los ojos y
ver más allá. Consecuentemente, no te atreves a imaginar un mundo
diferente al que te han contado. No hay más que echar un vistazo a tus
trabajos: la repetición de la repetición, el monólogo del loro
ilustrado. Te empeñaste en ser un gran arqueólogo, el mejor del mundo, y
fracasaste. Pues probablemente tu fracaso sea lo mejor que te ha
sucedido: lástima que no supieras aprovecharlo. Te equivocaste en
Qumrán, pero hubieras debido seguir adelante. Al final, seguro que
habrías acertado, encontrando tu propia puerta. Pero en lugar de eso, te
dejaste vencer, y te has convertido en el gran inquisidor de toda
visión que no coincida con la de tus verdugos... »Algún día, en este
mundo de cretinos tecnológicos, todo dejará de funcionar, y sobrevendrá
una oscuridad como no se ha conocido en toda la historia de la
humanidad. Entonces hasta los ciegos se quitarán la venda de los ojos y
serán testigos de una nueva visión, en la que veremos las puertas que se
abren entre ésta y otras dimensiones, y que superarán todo nuestro
saber actual. Y entenderemos. Descubriremos científicamente que la vida
es un crecimiento infinito, de lo físico a lo metafísico, de la materia a
la mente, de la mente al espíritu, es decir, de la losa de piedra al
Libro de Cristal, y de los pies del Buda a la puerta sobre su cabeza,
porque en esta vida los comienzos y los finales sólo son pasos en un
camino eterno: el camino lo es todo, ese camino del que hablaban el
Cristo y el Tao, el camino que primero es aceptación y luego revelación y
después... »¿Y después qué? ¿Transfiguración del hombre al ángel,
fusión con el sol y las estrellas, expansión cósmica...? ¿Pero a ti qué
más te da? Tú no admites estas cosas, te tapas los oídos para no
escuchar, te amputas los pies para no caminar, como te has extirpado el
alma para sobrevivir en tu confortable miseria espiritual. A cambio de
una buena paga te has convertido en el guardián de una ortodoxia en la
que no crees. Todo por no atreverte a mirar hacia adentro y averiguar
quién demonios eres. ¿Pero qué hay dentro de ti a lo que le tienes tanto
miedo? Pregúntatelo y hazle frente. Atrévete, porque atreverte ya es
para ti una cuestión de estricta supervivencia. Muchas veces en la vida
el que queda sepultado por el terremoto es el cobarde que se agazapó
bajo una pared, muerto de miedo y angustia. Es inútil que te refugies
detrás de esas murallas mentales. Fuera, siempre hay un caballo de Troya
esperando que le hagan rodar. Y cuando eso suceda, ¿qué será de ti?
¿Dónde buscarás la seguridad, la certeza, el dogma protector? Entonces
verás que no existen, y echarás a correr en busca de una salida sin
saber que sigues atrapado en el laberinto de espejos de tu propia
pesadilla, y así descubrirás que lo único que te rodea son imágenes
deformadas de tu propio yo, y te volverás loco, loco de dolor y de
amargura. Escúchame, John, tú mismo te has castrado, y después dirás que
alguien te ha cortado los cojones.
Cuando Manuel concluyó su monólogo Kupka abrió su agenda, y
preguntó apenas con un hilo de voz: —No recuerdo para cuándo me has
dicho que necesitas esa visa... —¿Podría ser para mañana? —respondió
Manuel con la misma asepsia. —Haré todo lo posible para que puedas
disponer de ella esta misma noche. —Y yo te quedaré eternamente
agradecido... La puerta del pabellón prefabricado se cerró con un encaje
perfecto. Y en cuanto se cerró, Kupka descolgó el teléfono. ¿En qué
pensaba Manuel mientras se alejaba tan despacio, como para dejar que
algún demonio le diera alcance? ¿Un triunfo dialéctico? Podía ser, pero
como Allegro, también él llevaba su derrota a cuestas. Aunque no lo
pronunciaran, el nombre de Tara había dominado toda esa conversación y
seguía envenenando su mente. Necesitaba salir de esa historia como
fuera. Y, si lo necesitaba tanto, ¿cabía la posibilidad de que todo lo
demás fuera una invención suya? Todo ese asunto de las estrellas dentro
de los animales grabados en la losa, los mapas coincidentes y todo lo
demás. Lo cierto es que en su cuaderno amarillo no figura ninguna
anotación que corrobore ese hallazgo. No, no me sorprendería nada que
hubiera ideado esa fábula para justificar su viaje a Tielontang sin
tener que dar cuenta de su motivación real, esa carta lacrada que se
había comprometido a llevar hasta allá. Pero no sé... En ocasiones,
Manuel Nájera no dejaba constancia escrita de sus mayores
descubrimientos. ¿Y si todo fuera cierto, y realmente hubiera
descubierto ese rumbo y esa ruta, de manera que, de pronto, coincidían
ambos viajes? Conociéndole, hasta cabe pensar una tercera posibilidad.
La posibilidad de que hubiera algo más, una historia más increíble que
comenzaba a entrever bajo la losa, quizá la clave maestra que
descifraría todo el Libro de Cristal, quizá una historia tan
desconcertante que ni siquiera se atrevió a consignar en su libro
amarillo.
36
Desde los años de Qumrán me fascinó la Doble personalidad de Manuel
Nájera. Cuando menos lo esperabas, el evangelista incandescente cedía la
palabra al charlatán demoníaco que compartía su pellejo, sus palabras
de luz se volvían tinta de calamar, y ya no había manera de averiguar
cuándo hablaba con el corazón y cuándo su corazón se convertía en un
vitriolo capaz de calcinar sus creencias más sagradas. Se reía de sí
mismo, porque ¿acaso no era él quien solía decirme que no puede haber fe
sin alegría, ni humildad sin una cierta comicidad, ni sabiduría sin un
punto de ironía? Cuando más entusiasmado estaba con algo que acababa de
descubrir, pagaba una ronda de maltas y no dejaba de hablar, como si le
poseyera un estado de conciencia cercano al trance donde se mezclaba la
perorata del sacamuelas y la demoledora convicción del predicador,
poseído por su propia visión de mundos nuevos y cielos nuevos. Era un
místico y un borracho, eufórico, depresivo, ciclotímico, genial, el
príncipe de la vida y el profeta a quien nadie cree, un ángel caído y el
hombre que se eleva hasta el ángel, y a quien por sólo intentarlo ya
aborrecemos. Podemos ser muy condescendientes con los que caen, pero no
soportamos a los que se elevan. Basta un centímetro: disparamos a matar.
Diez años antes, en San Sebastián, cuando me presentó a Carmen, llegué a
odiarle, como envidiamos y odiamos siempre a los hombres que tienen
éxito en el amor. Esa era la fuente de su poder, probablemente esa fue
también la razón de mi traición. A través de ella, me vengaba de él.
¿Hizo ella lo mismo conmigo? ¿Y él, por qué lo consentía todo, a qué
jugaba con nosotros? Aquel excitante menage à trois acabó por
convertirse en tres vueltas de una soga al cuello. Cada intento por
escapar apretaba los nudos, mientras íbamos resbalando por la pendiente
con una copa en la mano y un revólver bajo la almohada. Existe un
momento en las crisis de las parejas en que roza los labios una
confesión definitiva: «Te quiero más que a mi vida, perdóname y
empecemos de nuevo. Por favor, créeme, déjame enamorarte como la primera
vez». Seguro que en los días finales este pensamiento cruzó ante los
ojos de Carmen y Manuel. Cualquiera de ellos hubiera podido pronunciar
las palabras justas. Aquel día, en lugar de eso, él le dejó un mensaje
anunciándole que no iría a cenar. Y ella se dejó caer por la fiesta
donde yo intentaba olvidarla, deseando no volver a verla. Hacía calor,
un calor sofocante, incluso en aquel ático tan snob con vistas a la
bahía. Decoración zen a mil euros el metro cuadrado, iluminación de
velas aromáticas, sofás italianos de cuero negro y coca muy blanca por
todas partes. No sé qué había fumado, una mezcla de todo con mucho
Passport Scotch,
cuando sentí que alguien me acariciaba la mano con un vaso
largo. —¿Voy a pasar la noche sola? —no necesité volverme para saber que
era ella. Música india, a tono con el aire suave y caliente de la
noche. Y en el dormitorio donde nos perdimos una cama con sábanas
negras, a juego con las gruesas cortinas que enmarcaban un acuario
tenuemente iluminado. —¿Qué quieres de mí? —le pregunté, de esa manera
absurda en que se hacen estas preguntas—. ¿Estás segura de que quieres
hacerlo? —Lo hago porque quiero joder a Manuel y acabar contigo de una
vez. —Qué halagador. —A él le ponía loco que hiciera estas cosas. Estaba
a horcajadas sobre mí, no sé de dónde sacó ese lápiz de labios. Cuando
se inclinó para besarme, su melena cayó como seda sobre mi rostro. Sus
labios quemaban. —Demasiado carmín... —A mí me gusta, lo pongo hasta en
mis cuadros. Dibujo grandes cruces de carmín sobre los hombres que han
sido importantes en mi vida. —Pensaba que sólo hacías expresionismo
abstracto. —No, también tengo una galería de retratos. —Los hombres
importantes de tu vida. —Mis amantes muertos. Era cierto. Para cuando
comenzó el ritual de ese amor prohibido, los dos sabíamos ya demasiado
el uno del otro. No importaba lo que cada uno obtuviera de esta
transacción. Antes de consumarla ya habíamos sido derrotados, ya
estábamos muertos. A horcajadas sobre mí, Carmen se mecía como un alma
en pena que buscara desesperadamente entrar en un cuerpo, en cualquier
cuerpo que pudiera darle un poco de vida al suyo. —Siempre me has usado
para esto, Carmen, pero esto no es hacer el amor. —¿Quién ha dicho que
lo sea? ¿Aún no te has enterado de que ya no te quiero? —Está claro, por
eso lo haces tan bien... Tu sexo es lo mejor que hay en ti. —Eres un
cabrón —susurró, cada vez más excitada—, acabaré odiándote. —Pues venga,
ódiame un poco, dibújame una cruz de carmín. Crucifícame. No sé como
rodamos de la cama a la alfombra, hasta quedar a un palmo de la pecera.
Ella me rodeó el cuello con las piernas y me atrajo hacia sí. —No tengas
miedo de hacerme daño. Lo deseo. Quiero que me hagas de todo, quiero
que me hagas daño. La penetré lentamente, hasta el corazón, sin dejar de
mirarla. —¿Te hago daño? Bañada por la penumbra verdeazul del acuario,
su rostro era una máscara sobre la que se deslizaban las sombras de los
peces. Su cuerpo se volvió como agua, su carne se ablandó en una laxitud
extrema, hasta que estalló en un orgasmo largo y profundo, como una
llamarada en la noche. La miré: estaba bellísima, más bella aún con esas
lágrimas que ya no pudo sostener y que acabaron deslizándose de su
rostro al mío.
No sé cuánto tiempo estuve acariciándola. Ahora sé que rendirse
absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama, equivale a romper
todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más
terrible de todas. Esa noche dormimos muy abrazados. Apenas quince días
después todo había acabado entre nosotros. ¿Qué hubiera sido de ese niño
que nunca nació? ¿Era realmente mío? Tanto si lo era como si no, cada
día estoy más convencido de que también fui yo quien lo maté. Pero, a
decir verdad, ¿quién mató a Carmen Urkiza? ¿Lo suyo fue un suicidio o
más bien un asesinato colectivo en el que participamos todos los que la
amamos? Qué tremendo es todo, qué poco sabemos de la vida. Siempre nos
equivocamos. Somos capaces de enamorarnos de quienes acabarán
apuñalándonos, escapamos de quien ha aparecido en nuestro camino para
ayudarnos, nos felicitamos por nuestra buena suerte sin pensar que tal
vez el siguiente escalón hacia el éxito oculta un abismo sin fin. Nunca
escapamos de nada ni de nadie, excepto para meternos en un callejón sin
salida.
37
Al anochecer resuenan por todo Mulbek las delgadas flautas de fémur
humano. Uno de los tulkus acababa de rasgar el velo de la muerte. En el
patio, una procesión de monjes se dirige hacia la pagoda, que comienza a
llenarse de cantos graves y profundos. Durante tres días los lamas
recitarán al oído del difunto las letanías del bardo Thodol, para
ayudarle en su viaje hacia el corazón de las estrellas. Entretanto, en
su celda se ha colado una maga que le mira fijamente y le pregunta en un
susurro: «Dime, ¿qué ves en este sueño?». Manuel despierta bruscamente,
viendo brillar las serpientes tatuadas en sus mejillas, el sobresalto
le para el corazón. ¡Es ella! ¡Es Tara! ¿Cómo se ha atrevido...? Su
primera reacción es apartarse, pero al instante siente que se rinde ante
esa mirada. —¿Qué veo? Nada. Mirar tus ojos es como asomarse a un
espejo oscuro. —Mientes, Nájera San, yo sé que has visto en mí algo que
no habías visto antes en ninguna mujer. Y eso que has visto es parte de
ti, aunque te da miedo. Pero yo soy Tara, yo te he escogido, ¿me oyes?
Yo te he escogido. Estoy aquí para salvarte, porque sé lo que vas a
hacer y he venido para detener tu muerte. Mientras la escucha Manuel
reconstruye aquella conversación entre Kupka y Naropa. «Yo te he
escogido», esa es su respuesta, su confesión de amor por encima de todo y
de todos. Pero, ¿y eso de que venía para detener su muerte? —¿Por qué
he de creer en ti, por qué...? —Porque lo sabes, porque has oído latir
mi corazón y sabes que te quiero... Como yo sé que estás a punto de
hacer algo muy peligroso, Nájera San, mucho más de lo que tú crees. No,
no es la belleza de su rostro, su curvatura de porcelana en la penumbra,
ni esos ojos rasgados. Basta con su voz, la voz de Tara está llena de
verdad. Manuel acepta sus caricias, pero se resiste a aceptar sus
palabras. —¿Quién sabe lo que es peligroso y lo que no lo es? —Dudar es
lo peligroso y tú siempre dudas, y tus dudas pueden causar más daño a
los demás que si actuases contra ellos. —¿A qué se refería, a su viaje a
Tielontang? Era imposible que lo supiera—. Lo sé todo de ti, Nájera San
— prosiguió, como si pudiera leer su pensamiento—. Estás perdido. Por
eso buscas mujeres de luz como yo, pero no ves nada. Te pierdes en los
cuerpos, bebes para saciar tu sed, pero nunca llegas al manantial.
—Estoy descifrando un enigma que va a cambiar el mundo... —Pobre Nájera
San, te crees un sabio y no sabes nada. Lo que más desea una mujer, lo
único que te va a pedir no es que cambies el mundo sino que le des amor,
y tú no sabes dar amor. Sólo cuando sepas dar amor, el libro de piedra
hablará para ti... —Muy bonito, princesa, pero no sé qué tiene que ver
lo uno con lo otro.
Además, el libro ya me está hablando. Mira, te voy a contar...
—Calla, no sabes nada. Déjame hablar con la mujer que llevas dentro,
Nájera San. Aunque seas hombre, tú puedes dar a luz, como mujer,
¿entiendes? Yo voy a enseñarte, yo te enseñaré siempre, Tara lo sabe
todo, sólo por eso tienes que llevarme contigo. —¿A dónde quieres que te
lleve? —Su pregunta está a punto de completarse con un destino. ¿A
Tielontang? Pero no lo dice. Es Tara quien lo dice por él. En efecto, lo
sabe. —Si vuelves vivo del Aksai Chin, me llevarás a Europa contigo.
Prométemelo. —¿Cómo sabes que voy a hacer ese viaje, quién te lo ha
dicho? —Lo sé todo de ti, Nájera San. Sé quién eres, he abierto tu libro
y he leído en él. Tu llegada era la señal que esperábamos, no deberías
ir más allá. Pero si lo haces, escúchame bien, habrás de protegerte
mágicamente y respetar el poder de los que duermen... —No te entiendo,
pero te doy mi palabra de que haré lo que me dices. —Así lo espero
—responde Tara más enigmática que nunca—. Tu camino te lleva a la
Puerta, pero aún tienes que pasar otra puerta antes de descubrir qué hay
más allá de lo que ahora llamas vida, y esa otra puerta soy yo, Tara,
tu reina, la reina que te cortará la cabeza si me desobedeces. Las
ventanas están abiertas, el canto lúgubre de los monjes inunda la celda y
al mirarse en ella ya sólo ve unos ojos ardiendo como lignito, después
suaves como flores, luego un cuerpo tomando forma bajo la luna, una luna
que se hace carne, una mujer que se ofrece simultáneamente como un
maleficio y como un talismán. ¿Qué sentido tenía ya que le preguntase
por qué? ¿Era la mujer de Naropa y se le ofrecía para condicionar su
traducción? ¿O tal vez era verdad que le quería, y buscaba en él alguien
que le ayudase a escapar de Naropa, del Tíbet, de su propio infierno?
Esa mujer que se le entregaba una noche más no era más accesible para él
que el misterio de la losa de Mulbek. Una superficie dúctil al tacto
pero impenetrable, casi imposible de leer, ¿y debajo de eso qué? Cada
puerta que se abre conduce a un vacío mayor. Cada mujer de la que te
enamoras, te hace depositario de un secreto. Cada vez que hacemos el
amor, algo innombrable se da, algo innombrable se recibe. Suenan las
últimas campanas, las palomas duermen. Bajo una luna de hielo los monjes
recogen sus címbalos y desaparecen en una larga procesión hacia la
torre del silencio donde un impuro, un ragyab, despedazará el cuerpo del
anciano muerto. En lo alto del acantilado, sobre la cabeza del gran
buda rojo, la puerta cósmica se cierne como un desafío bajo las
estrellas, y un hombre y una mujer la atraviesan desnudos, cogidos de
las manos. Sí, ¿por qué no? Cuando acabe todo esto me la llevaré conmigo
a San Sebastián. Viviremos en un estudio cerca del puerto, buenos vinos
y unos pocos amigos. A las cuatro de la mañana Tara lucha por
despertarle. —¿Qué te pasa, Nájera San, qué te pasa? —le dice una y otra
vez, pero Manuel
no puede contestar—... Estabas gritando en sueños, gritabas...
Sin decir nada, sin preguntar qué gritaba, Manuel se abraza a ella y
apoya su cabeza sobre su regazo. La oscuridad de la noche le ayuda a
llorar. Sabe que los tiempos felices nunca regresarán.
QUINTA PARTE
La cruz de Tielontang
38
La muerte te espera en el camino a Tielontang, la he visto en tu
aura. No debes ir allá, te perderás y morirás, o me perderás para
siempre. Escucha, Nájera San, tú no has venido aquí para descifrar el
Libro de Piedra ni el Libro de Cristal. Has venido para encontrarme y
para que yo te salve. Y sólo yo puedo salvarte, Nájera San. Pero has de
obedecerme. No emprendas ese viaje, no sigas adelante. Déjalo todo,
vuelve a Europa y llévame contigo. Sólo yo puedo salvarte, Nájera San,
pero si no me escuchas, si me dejas y te vas, mi tulpa te seguirá allá
donde vayas. Y te comerá el corazón que te llevaste. A última hora de la
tarde hacía un calor seco, al que se sumaba el de los hachones que
acababan de encender sobre los cuatro extremos de la losa, pero Manuel
quería avanzar en su traducción antes de emprender viaje. Y por más que
se empeñase Kupka, la autorización china se demoraría al menos un par de
días. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer? En cuanto al viaje, su decisión
era firme, aunque las prevenciones de Tara no dejaban de asediarle ni
le permitían concentrarse. Entonces se levantaba, apuraba un trago, y
volvía a tenderse sobre la piedra frotándose las yemas de los dedos,
pero todo era inútil: en cuanto se ponía a tentarla con los ojos
cerrados, el susurro de Tara se imponía a cualquier otro pensamiento.
Además, y tal vez como resultado del abuso del arak, había comenzado a
hablar consigo mismo: «Te lo advertí, te pierden los amores
sadomasoquistas, porque ha sido ahora, ahora que te lo ha puesto
difícil, cuando has caído de verdad», «De eso nada, ni he caído ni me va
que me torturen». «Por favor, estás loco por ella y ella te tiene en
sus manos. Sabe que te puede destrozar.» «Basta, cállate de una vez.
¿Dónde demonios está Tushita? Tengo una clave más en la punta de los
dedos y...» —Estoy aquí, Nájera San, soy yo —se lo dijo con un guiño y
el destello de unas llaves—. ¿Lo ve? Ya lo tengo todo: las llaves del
landróver... y el mapa —el pulgar en alto de su jefe respondió por él:
«eres fantástico»—. ¿Le marco ahora la ruta o prefiere que la veamos con
más calma esta noche? —No, ahora no. Déjalo por ahí y ven a escribir lo
que voy a dictarte... Creo que esto va a ser importante. —Muy bien,
ahora mismo, señor, Voy a buscar papel y pluma... Manuel escuchó sus
pasos alejándose, y hasta la brisa de la noche agitando el dosel bajo el
que trabajaba. Desde que rompió su regularidad, los tibetanos habían
dejado de concentrarse allí. El silencio era total, y casi podía oír los
latidos de su corazón sobre la piedra. Pero eso que silbaba como la
brisa ya no podía ser la brisa: ninguna brisa proyecta sombra. Cuando
volvió a abrir los ojos, la serpiente ya se había alzado sobre la mitad
de su cuerpo, en posición de ataque. Se trataba de una imponente naja
negra, la cobra real cuya mordedura equivale
a una sentencia de muerte. Aunque su cola permanecía oculta
entre las grietas de la losa, en lo que podía verse mediría casi dos
metros de largo y la parte central de su cuerpo tenía el grosor de un
brazo. Manuel quedó paralizado frente a aquella cabeza aplastada y
triangular donde relampagueaban dos ojos minúsculos que ya para él
siempre serían los ojos del diablo, inmóvil ante esa lengua roja y
bífida, como un estilete dispuesto a atravesarle. Tumbado sobre la losa y
apenas a cinco palmos, dominado por ella desde su altura, la veía
mecerse lentamente frente a su rostro, como un metrónomo que marcara el
tiempo de vida que le quedaba. Según la historia canónica de Buda, al
poco de que se sentara bajo la Higuera donde accedería a la iluminación,
Mara —el rey de los infiernos— vino a tentarle con todos sus poderes
terrenales. Primero envió a tres de sus hijas más bellas para que
danzasen ante él. Una sola mirada de Siddharta bastó para marchitar
aquella belleza en un instante. Entonces Mara le invitó a abandonar su
estancia en la Tierra, puesto que las puertas del Nirvana ya estaban
abiertas para él. Pese a la aparente inocencia de la proposición del
demonio, fue aquella la peor noche del Iluminado, pues dudó sobre la
conveniencia de difundir su palabra a los hombres. Tal vez llegó a saber
que su ley no sería comprendida y que acabaría siendo traicionada. Los
libros sagrados ignoran esta noche oscura del Perfecto. Sólo cuentan que
necesitó toda la ayuda de Brahman para recuperar el dominio de sí
mismo. Su gesto final fue tocar la tierra con la punta de sus dedos.
¿Qué significaba? Que había puesto en la balanza su deseo de cesar en
esta vida y su amor a la humanidad, y que definitivamente había optado
por convertirse en un Buda para todos los hombres. Entonces Mara montó
en cólera y desató un huracán desde lo más alto de los Himalayas. Las
tinieblas ocultaron el cielo durante tres días alrededor del Siddharta, y
las aguas comenzaron a subir hasta cubrirle el pecho. Tal vez ya había
aceptado morir cuando apareció Muclinda, el rey de las nagas. Con sus
anillos levantó al Sabio por encima de las aguas al tiempo que
desplegaba sus siete cabezas para protegerlo de la tempestad, hasta que
al fin volvió a salir el sol y las aguas regresaron a su cauce, «y la
higuera floreció bruscamente». Mil años después, Mara había urdido un
disfraz mil veces más sutil. Se había transmutado en Muclinda para
acabar con aquel incorregible santo pecador que buscaba la iluminación
reptando sobre las piedras, como una serpiente. Pero Manuel no estaba
viendo eso. De las siete cabezas de la gran naga, sólo veía una. Y era
una cabeza de mujer. «Porque eres tú, ¿verdad? —se dijo, sin poder
apartar sus ojos de ella—. Eres tú, sí, al fin has vuelto. Y este
vestido largo de piel de serpiente... son las galas de gran dama que has
elegido para llevarme contigo.» Había comenzado a temblar, y al mismo
tiempo no podía moverse. Estaba a merced de la gran naja, de sus
colmillos afilados y su mirada hipnótica. En ese instante eterno
volvería a ver el gran salón de su villa en Bellagio barrido por la
luz horizontal de la caída de la tarde. Carmen acaba de aparecer
a su espalda vestida de fiesta. También sus manos tiemblan. Le está
apuntando con su revólver mientras, más allá de la terraza, un gran
velero de tres palos avanza hacia ellos llenando todo el lago con su
música de baile. La naja se irguió un poco más, su cuello se dilató en
abanico, y su hocico se abrió mostrando unos colmillos poderosos donde
comenzaba a fluir el veneno. Luego su cabeza retrocedió, como dibujando
un interrogante en el aire, calculando la distancia exacta para abatirse
sobre Manuel. Jamás hubiera imaginado que su muerte pudiera ser así, ni
que aquel atardecer resultara el último de su vida. Como todos los
condenados a muerte, deseó que la muerte se abatiese de una vez sobre
él, pero la naja parecía recrearse en el pánico de su víctima, como si
quisiera prolongar su angustiosa agonía. «Venga, a qué esperas,
maldita...» Esperaba a que aquella otra sombra acabase de definirse. Una
sombra que avanzaba sobre la piedra casi como ella, lenta, sigilosa.
Hasta que, en una fracción de segundo, un resplandor se precipitó como
un latigazo fulgurante y el cuello de la naja quedó limpiamente partido
en dos. —Dios te bendiga, Tushita... —exclamó Manuel, demudado, cuando
al fin recuperó el habla—, te debo la vida... —Bueno, Nájera San, hoy le
ha tocado a usted... mañana podría ser yo. Nunca se sabe —y según lo
decía, enganchó con la punta del cuchillo el cuerpo de la naja y la
arrojó hacia las sombras—. No señor, nunca se sabe.
39
La noche caía despacio sobre los imponentes acantilados de Mulbek
mientras el destartalado Cadillac Corvette emprendía el camino de
regreso a la gompa. Sentado junto a Tushita, Manuel sintió la necesidad
de abrazar a aquel hombre, pero no se atrevió. Se lo impidió, no el
pudor, sino la vergüenza. Se avergonzaba de sí mismo. Había convivido
con él durante casi un mes y apenas se había molestado en saber nada de
su vida. —Oye, Tushita, me dijiste que estabas casado, ¿verdad? —Sí,
señor, hace siete años. —¿Y tienes hijos? —Tres joyas, Nájera San, y
quisiera tener más, pero mi mujer está enferma. Ya no puede darme nada.
Manuel comprendió que había tocado un tema delicado, y mantuvo su
silencio hasta que aparecieron las luces del monasterio al fondo del
valle. —Mira, Tushita, no sé cómo decírtelo... pero me gustaría hacer
algo por ti, por tu familia, aunque sólo sea un pequeño regalo de
agradecimiento... —No es necesario, Nájera San —respondió—, para mí es
un gran honor trabajar con usted. —Para mí también lo es, Tushita,
créeme. No hablaron más hasta que llegaron a la gompa, donde les
esperaba una bandeja con su cena en la celda de Manuel. Faltaba Tara,
pero ninguno de los dos hizo el menor comentario. Tushita repartió las
pakhoras y el arroz cocido en dos cuencos, y extendió el mapa del alto
Tíbet sobre la mesa. —Tielontang queda exactamente aquí, ¿lo ve?
—exclamó, marcando el lugar con la cerveza qué acababa de ofrecerle
Manuel—.Esto es el Aksai Chin. .Tendrá que entrar más de cien kilómetros
en la zona prohibida, y sólo los veinte primeros están asfaltados. En
cuanto cruce la frontera ya sólo encontrará pistas de montaña. Esta es
la mejor, la que le lleva por la región de los lagos hasta el paso de
Tengri Nor, por aquí, ¿ve? »En lo alto del paso habrá un puesto de
control chino: volverán a pedirle el visado y le preguntarán de dónde
viene y a dónde va. Dígales la verdad — insistió Tushita mirándole a los
ojos—, la verdad es lo más fácil. Poco después verá un chorten muy
antiguo del que salen dos senderos. No pregunte a los chinos: coja el de
la izquierda —lo marcó con una flecha—. A partir de ahí es todo bajada,
no tardará más de dos horas en llegar al monasterio. Aquí tiene la
brújula y mi último consejo: no vaya. Una vez que cruce la línea roja,
su vida no vale nada. Manuel sonrió con cierto sarcasmo. —Tiene gracia
que me digas eso ahora, cuando acabas de salvármela en un lugar tan
seguro como éste. Pero al fin y al cabo, ¿qué vale una vida cuando ya
se ha vivido todo lo que se tenía que vivir? —No es eso, señor.
Haber vivido mucho no significa que haya que morir de cualquier manera.
Ni estar a salvo significa lo mismo que estar vivo... La conversación se
interrumpió con una llamada a la puerta. Manuel deseó impetuosamente
que fuera Tara, todo un día sin verla ya se le hacía una vida entera. En
su lugar, cuando Tushita abrió la puerta, apareció el lama Naropa. —¿Se
iba a acostar? —preguntó, dirigiéndose a Manuel, como si su ayudante no
existiera. —No, estábamos revisando la ruta del viaje. Supongo que ya
sabe que... —Sí, he sido informado. El lama pareció vacilar: sus ojos
resbalaron sobre los de Manuel, luego desvió una mirada al mapa, y al
fin lo dijo: —Una expedición arqueológica francesa que trabajaba en esa
zona acaba de ser atacada. Tres hombres y una mujer. No ha habido
supervivientes. Hubo un momento de consternación que diluyó cualquier
posible pregunta acerca de Tara. Ninguno sabía cómo reaccionar. —¿Cómo
es posible? —exclamó al fin Manuel—. ¿Desde cuándo pasan estas cosas
aquí? ¿Se sabe quién ha sido o por qué? —Nunca se sabe nada, y tampoco
es nada nuevo, Nájera San, ya se lo advertí — terció Tushita—. Han
podido ser soldados chinos, alguna partida de renegados de la guerrilla y
hasta los hombres de la tierra Kham... —Bandidos —precisó el lama—.
Saben que los arqueólogos encuentran objetos valiosos y que no suelen ir
armados. El mes pasado, en esa misma zona cerca de Tengri Nor, se
descubrió una necrópolis con vestigios de una civilización anterior a
los mogoles. En aquellos remotos tiempos nuestros antepasados enterraban
a sus muertos en lugar de descuartizarlos y ofrecerlos a los buitres.
Los de esa necrópolis, además, estaban momificados... Los esqueletos
aparecieron perfectamente conservados, cubiertos de joyas extrañas, y de
unas máscaras más extrañas aún: doce máscaras de oro. ¿Qué le parece?
En tales circunstancias, a Manuel le pareció improcedente interesarse
más por las máscaras que por los expedicionarios. —Y los arqueólogos,
¿tuvieron problemas? —No, por suerte. Regresaron indemnes a Lasha... —La
culpa de todo la tienen los chinos... —siguió Tushita—. Desde que
ocuparon nuestro país han provocado más de un millón de muertos de los
que los occidentales no saben o no quieren saber nada. —¿Un millón de
muertos en el Tíbet? —Un millón, sí —corroboró Naropa—. Y aunque los
monjes repudiamos la violencia hemos, visto tantas cosas que no podemos
sino comprender a algunos de nuestros hermanos. En 1960, cuando el Dalai
Lama emprendió el camino del exilio para salvar su vida, su hermano,
Gyalo Thondup encabezó la resistencia contra los chinos... Pero cada
pequeña victoria sobre su ejército era respondida con una masacre contra
la población. Los lamas acabaron deponiendo las
armas. —Y siguieron matándolos como a conejos, Nájera San
—sentenció de nuevo Tushita—. Ya ve que en el Tíbet se puede repetir la
misma frase muchas veces en el mismo día: estar a salvo no significa lo
mismo que estar vivo... —Es igual, yo pienso seguir adelante con mi
viaje. —Lo imaginaba —exclamó Naropa, cambiando de tema con una
ductilidad asombrosa—. Sabrá que, a pesar de la Gulbenkian, entre los
maestros de nuestra escuela se ha impuesto una opinión muy favorable a
su traducción. Ha de saber que el bonpo Spituk, el prefecto de la
congregación, considera que su llave nos abrirá el Libro de Cristal.
—Transmítale mi agradecimiento, no esperaba tanto. No obstante, he de
insistir en que mi lectura no es definitiva ni lo que más me inquieta
ahora... —Lo comprendo perfectamente —corroboró el lama. —No me refiero
sólo a los riesgos de ese viaje. Hace una hora, y supongo que también
habrá sido informado, una naja ha estado a punto de acabar conmigo
mientras traducía el tercer segmento de la losa. Tushita me ha salvado
la vida... —Sí, también lo sé. No olvide que las serpientes guardan
tesoros y secretos... —Pues ésta ha estado a punto de quedarse para
siempre con él... —¿Ah, sí? ¿Con el tesoro o con el secreto? ¿Acaso ha
encontrado algo nuevo? Pero mientras formulaba aquella pregunta, el
venerable Naropa ni siquiera se molestó en disimular que sabía mucho más
de lo que aparentaba.
40
Manuel prosiguió con aquella confesión de verdades a medias. Tal vez
era la última ocasión en que podía hablar con Naropa: —Cuando apareció
la naja, tenía unas palabras muy sorprendentes en la yema de mis
dedos... Confío en que podré reconstruirlas cuando vuelva. »En fin,
quería decirle que me ha parecido advertir una segunda escritura oculta
bajo las claves que ya conocen: los animales sagrados, las estrellas,
las cruces, los mapas ... Eso sólo es la piel del enigma. Debajo hay
otro mensaje que sólo ahora comienzo a entrever, aunque preferiría no
aventurar demasiado hasta tener suficientes elementos de juicio.
—Entonces, ¿es cierto que va por ellos a Tielontang? —No sé qué decirle,
es cierto y no es cierto. Posiblemente todo se resolverá cuando abramos
el Libro de Cristal. —¿Me permite que le avance una parte de lo que
usted empieza a entrever? —Adelante... —Cuando el gran Buda rojo empezó a
llorar lágrimas de sangre, pasó por esta zona un equipo de una
importante compañía minera japonesa en busca de yacimientos. Les pedimos
que se acercaran, y ellos accedieron. Durante tres días estudiaron la
rocamadre del acantilado y la caverna, además del Libro de Cristal y,
por supuesto, todo el Buda, desde los pies a la puerta de piedra sobre
su cabeza. Pues bien, sucedió algo inaudito que no hemos revelado a
nadie... »Desde la Puerta de Mulbek a los pies del Buda, pasando por la
Cámara del Embrión, todo ese espacio está recorrido por una corriente
radioactiva que alcanza su máxima intensidad, precisamente, sobre la
losa de piedra que usted está descifrando. La cara que se le quedó a
Manuel esculpió una tenue sonrisa en el rostro del lama, que se vio
obligado a añadir: —No se preocupe, la radiación que emite la piedra es
de muy baja intensidad. Aunque se haya pasado tres semanas tendido sobre
ella, le aseguro que su salud no corre ningún peligro... —No es mi
salud lo que me preocupa, amigo Naropa, sino —perdóneme— la manera
descarada en que pretende jugar conmigo. ¿A qué venía tanta franqueza?
¿Su guerra había llegado al extremo de combatir incluso contra aquellos
que respaldaban sus tesis? ¿O tal vez la causa de su salida de tono fue
la ausencia de Tara? El lama no afectó el golpe. Su silencio se extendió
sobre Manuel como una invitación a explicarse. —Hace tres semanas, en
Srinagar, me crucé con un especialista en esta clase de indagaciones, el
célebre Erik Von Daniken. Vamos, llámele. Relacione el hallazgo de la
caverna radioactiva con mis tesis sobre el peregrinaje de Cristo al
Tíbet, y elija una exótica princesa tibetana para protagonizar la escena
cumbre
en la Cámara del Embrión... Mañana tendrá aquí treinta unidades
móviles filmándolo todo. ¿Es eso lo que quiere...? El lama dejó caer la
pregunta, su rostro denotaba más decepción que irritación. —Me ha
interpretado mal. Yo no quiero nada de usted, ni pretendo halagarle con
leyendas tibetanas acordes con sus teorías para que su traducción del
Libro de Cristal parezca favorable a nuestra doctrina... —Yo tampoco he
dicho eso, Naropa. —Pero lo piensa. Igual que Kupka —todos entendieron:
era su respuesta tácita a la pregunta, igualmente tácita, sobre la
ausencia de Tara—. No le oculto que esperaba de usted otra sensibilidad
—siguió el lama—. Resulta curioso que quien tanto ha sufrido el recelo
de sus colegas, desacredite con su misma precipitación todo aquello que
contraviene sus ideas... o sus prejuicios. Porque usted, por lo que veo,
también los tiene. ¿Cuál es su problema? ¿Acaso no está dispuesto a
admitir hallazgos que avancen en su misma dirección si vienen de otra
parte? —Manuel bajó la cabeza y sintió una extraña oscuridad ahondando
el silencio—. Créame, Nájera, lo que le estoy contando es tan cierto
como lo que le he comentado acerca de la necrópolis de las máscaras de
oro. »¿Sabe qué datación nos ofreció Cambridge? Siete mil años, nada
menos que siete mil años. ¿Y sabe qué encontramos bajo la máscara del
que parecía el personaje más relevante? Otra máscara, pero ésta había
sido tallada en cristal de roca, sí, el mismo material que el Libro de
Cristal. —Está bien, acabe de contármelo —exclamó Manuel, casi ya ganado
por el lama—. ¿Y qué había bajo esa máscara de cristal de roca? —Un
rostro, un rostro perfectamente conservado... siete mil años después de
haber sido momificado. Nunca olvidaré aquel día en que vi con mis
propios ojos el rostro que transparentaba esa máscara —un silencio
expectante, vibrante, precedió a la revelación final de Naropa—. A
través del cristal vi otros ojos, unos ojos obstinadamente abiertos, tan
vivos que parecían mirarme. —¿No podría ser un efecto de la refracción
del cristal? —preguntó Manuel. —Sin duda que era así, pero vaya más
lejos. Al fin y al cabo, no hago sino ayudarle a cerrar su propia
teoría. —¿En qué sentido...? —Oh, vamos, no juegue conmigo... Usted ha
leído el Bhagavad Gita y los Upanishads. Sabe que cuentan lo mismo que
el libro egipcio de Seth, lo mismo que la epopeya de Gilgamesh, o que el
oráculo maya de Ghilam Balam. Hace doce mil años hubo otra humanidad,
una humanidad sumamente evolucionada que desapareció bajo un cataclismo.
Unos pocos supervivientes pusieron a salvo las escrituras y los
conocimientos esenciales... Sólo esta teoría puede explicar que la
civilización egipcia aparezca como si se hubiera formado de golpe en su
plenitud, sin fases previas, sin precursores. No, lo suyo no fue un
desarrollo, sino una herencia. Y es a esa herencia, a esa civilización
ancestral de Fundadores a la que pertenecen nuestros Bogdo Janes. Pero
esa hermandad no se da sólo en el plano de las grandes epopeyas. Salta a
la vista que los coyas
andinos son morfológicamente muy semejantes a los tibetanos, la
misma cabeza, los mismos pómulos, los mismos ojos rasgados... y los
mismos antepasados. No tiene más que asomarse a nuestra Puerta, es
idéntica a las de Tiahuanaco y Teotiohuacán. Estas regiones donde más
transparente es el aire son fábricas de dioses y civilizaciones. Y está
escrito que volverán a ser puentes para trascender al desdichado hombre
actual, tan perdido, tan ciego, cuando unos pocos elegidos de esta
humanidad, los más evolucionados espiritualmente, crezcan hasta el
hombre cósmico... —Es cierto que nadie conoce la edad de las pirámides
de Teotihuacán, ni la de las puertas de Tiahuanaco... —corroboró Manuel,
siguiendo al lama—. Las últimas investigaciones le atribuyen una edad
de entre diez y doce mil años, y eso hace saltar por los aires toda la
cronología establecida hasta hoy. No le oculto que yo también pensé lo
mismo al ver la Puerta de Mulbek, al comenzar a traducir la losa y
encontrarme con esas fórmulas: «inteligencia del Universo», «hijos del
Origen», genética Solar». Pero de ahí en adelante, todo son tinieblas. Y
mi traducción no habla en modo alguno de una civilización venida de
ninguna parte. Cuénteme, ¿quiénes serían esos Bogdo Janes, a los que
usted llama los Fundadores? —Ya se lo he dicho: los elegidos que
conservaron el sentido profundo de la civilización, así como la relación
sagrada del hombre con el cosmos. Aquí, como entre los mayas y los
toltecas, los llamaron Hijos del Sol, más o menos como en su traducción
—y tras marcar una pausa, se acercó a Manuel y puso su mano sobre su
corazón—. El hombre de Tengri Nor, el hombre de la máscara de cristal de
roca, no le quepa duda, era uno de ellos. —¿Por qué está tan seguro?
—Porque su máscara irradiaba luz. Una extraña luz azulada... Ya sólo
faltaba ese trueno en la noche, el anuncio de una tormenta seca o algo
más evidente: Manuel desistió de seguir combatiendo consigo mismo. —Y
después de lo que acaba de contarme, ¿cómo pretende que no vaya a
Tielontang? —En ningún momento lo he dudado, amigo Nájera —exclamó el
lama retirándose—. Sólo he venido a informarle de los riesgos. —¿Sólo a
eso? —preguntó finalmente Manuel. El lama le devolvió la mirada desde la
puerta, cerró los ojos y se llevó la mano a la cabeza. La
escenificación perfecta de un perfecto despistado. —Olvidaba lo más
importante... —arrojó una hoja de papel doblada en cuatro hacia Tushita,
que la cogió en el aire—. Es el salvoconducto para cruzar a la zona
china. Pueden ponerse en camino en cuanto amanezca.
41
La gran caracola de Mulbek resonó de bóveda en bóveda, ascendió
desde los dragones recubiertos con panes de oro a las pirámides de hielo
del Nun Khun, y la noche se rasgó en un rosa intenso, como si un gran
flamenco hubiera desplegado sus alas sobre los Himalayas. La luz del
amanecer alargó la sombra de dos hombres que acababan de salir sin hacer
ruido por una puerta lateral, donde los centinelas dormían de pie, y se
detuvieron ante un landróver reluciente. —¡Demonio de Tushita! ¡Pero si
es el de Kupka! —exclamó Manuel, atónito—. No me digas que nos lo ha
dejado... —Sí, pero él no lo sabe todavía —repuso Tushita, dejando
aflorar una sonrisa lenta, amurallada de dientes de oro—. Aunque seguro
que cuando lo sepa estará encantado. Ya sabe cómo es... El rugido del
motor y la polvareda que se alzó en cuanto arrancaron amortiguaron los
comentarios, cubriendo incluso los resquemores de Manuel por lo que
dejaba atrás. Como el día anterior, en toda la noche no había dejado de
pensar en Tara. Su decisión de ponerse en camino tenía mucho que ver con
ella. Ahora su única idea era alejarse de allí cuanto antes y sin mirar
atrás. Además, Tushita le tenía reservada una buena noticia: —Si le
tranquiliza saberlo, Nájera San, yo no me vuelvo. Me quedaré en Shyok a
esperarle: tengo amigos que podrían ayudarnos si fuera necesario. Aunque
después de la masacre de la expedición francesa, habrá muchas patrullas
chinas por ahí. Bastará con que les muestre el visado y les cuente que
se ha perdido, es lo más normal que puede sucederle a un extranjero.
Claro, que si se le echa encima una partida de bandidos del país de
Kham, sólo puedo aconsejarle que se encomiende a la clemencia infinita
de Lord Buda... Tanto como la conversación Manuel agradeció las dos
botellas de White Tiger que le había traído su chófer, una de las
cuales, apenas a treinta kilómetros de Shyok, ya había bajado a la
mitad. ¿Es posible conducir por una carretera tibetana con siete tragos
de aguardiente? Posiblemente sea la mejor manera de hacerlo, sobre todo
cuando jamás se ha conducido un landróver —le avergonzaba confesárselo a
Tushita—, aunque el tibetano también se las veía y deseaba para
dominarlo. Una vez que dejaron atrás la región de Mulbek y a medida que
ascendían hacia el Aksai-Chin, la presencia humana resultaba más
inopinada. Alguna pequeña aldea al fondo de un valle perdido, un
eremitorio de lamas y pastores colgado de un bancal a cinco mil metros
de altura y nada más que eso en un paisaje lunar abierto a la infinitud.
El aire comenzaba a enrarecerse, y hasta el motor del todoterreno se
ahogaba mientras trepaba por aquel páramo azufroso,
cuando Tushita le advirtió que se acercaban a la zona de
seguridad. Podían encontrarse con una patrulla china en cualquier
momento. Poco después se abrió ante ellos un pueblo asentado en terrazas
que descendían hasta un río. Entre una arboleda de abedules se alzaba
una pagoda de remates chinos, pero todavía coronada por la bandera del
Tíbet: el león y las montañas. Aquello tenía que ser ya Shyok. Era día
de mercado y las calles se llenaban de gente: los curiosos miraban por
la ventanilla y los niños pegaban las manos al cristal exhibiendo sus
sonrisas desdentadas y felices. Un aldeano con dos enormes fardos
colgados de una pinga se apartó para dejarlos pasar y los sacos
oscilaron. Uno de ellos rozó la ventanilla y desprendió un poco de curry
que brilló al atrapar la luz del sol: el cristal del parabrisas se tiñó
de polvo de oro. Apenas podían avanzar entre el gentío, detenidos ante
un almacén de abastos presidido por un buda rebosante de felicidad, con
una botella de Kampa Cola que sobre su regazo. Ya que no podían moverse,
se bajaron del jeep dejándolo en medio de la calle y se acercaron al
almacén a tomar algo. ¿No era aquella tortuosa balada de Tom Watts que
le venía persiguiendo desde la noche del Mogol Gardens, en Srinagar, lo
que sonaba dentro? Huir, desaparecer, perderse en el último confín de
los Himalayas. Ni siquiera eso es suficiente. No dejaba de pensarlo
mientras revolvía aquel café tan espeso dentro de su taza de barro.
—¿Sabes, Tushita? He estado dándole vueltas en lo que me dijiste el otro
día... Si no te parece mal, cuando vuelva, me gustaría conocer a tu
familia... El tibetano no pudo reprimir un gesto de extrañeza, y por un
instante su mirada se ensombreció. ¿Qué le hacía dudar? ¿Pudor quizás?
Pero enseguida regresó su sonrisa de siempre, que por primera vez le
pareció a Manuel una máscara. —Será un honor para mí presentarle a mi
mujer y a mis hijos, Nájera San. Es usted un hombre muy importante...
Cuando vuelva le llevaré a Gujé, aunque será un día entero de camino...
—Lo haremos como tú dispongas, Tushita. Pero si tardo en volver de
Tielontang, o no vuelvo, también quiero darte esto —y le entregó un
sobre con ochocientos dólares, todo lo que le quedaba hasta la siguiente
remesa de la Gulbenkian—. Me salvaste la vida, y es lo menos que puedo
hacer por ti... —Pero Nájera San —balbució el tibetano sin atreverse a
aceptar el sobre—. No era necesario... —Al contrario: es muy poco
comparado con lo que te debo, pero no tengo más. Cógelo, por favor. En
esta vida nunca se sabe. Ochocientos dólares eran una pequeña fortuna
para cualquier tibetano, suficiente para mantener a toda una familia
durante un año. Tushita no lo contó: bastante le había costado extender
la mano para coger aquel sobre. Se lo guardó dirigiéndole una mirada
hasta el fondo de sus ojos, con una expresión de reconocimiento
infinito, pero también con cierta tristeza, mientras le decía: «Dios le
bendiga, Nájera San». Caminaron hasta el landróver, que seguía en medio
de la calle, ahora vacía de
gente, y que los rickshaws sorteaban sin dificultades, aunque
protestando con sus bocinazos. Tushita se quedó mirando cómo Manuel se
ponía al volante; sin embargo, algo les decía que no debían separarse
sin concederse un abrazo. Se lo decía a los dos, porque los dos lo
necesitaban. ¿Por qué se negaron ese abrazo? ¿Les hubiera salvado de
algo? ¿Quién lo sabe? Mientras el jeep dejaba atrás la plaza de Shyok y
Tushita se empequeñecía en el retrovisor, Manuel vio en su imagen ya
indiscernible a aquel niño con el que se había cruzado muchos años
atrás, en una aldea del sur de la India: un niño tullido sobre un
carrito de ruedas que le dirigió una mirada tan profunda y luminosa que
no la olvidaría jamás. Aquélla no era la mirada de un niño, era la
mirada de un buda. Aunque no mendigaba, Manuel puso en su mano, casi a
la fuerza, un billete de cincuenta rupias. El niño no se ofendió, ni le
devolvió el billete, pero el brillo de sus ojos se extinguió al
instante. Al menos con Tushita lo había hecho mejor. Pero, en cualquier
caso, ¿por qué los occidentales sólo sabemos pagar de esa manera?
42
El Land-Róver empezó a notar entre tumbos y bandazos la primera
pista de montaña que le conduciría hasta el paso de Tengri Nor. Una ruta
sembrada de piedras filosas y no precisamente pequeñas le obligó a
concentrarse en la conducción. A medida que subía, la chapa vibraba como
si fuera de hojalata, la palanca de cambios bailoteaba y por más que
agarrase el volante, la dirección se le iba constantemente. Sólo faltaba
que los chinos o los bandidos del país de Kham se lo pusieran más
difícil. No dejaba de preguntarse qué estaba haciendo allí. ¿Por qué le
había dicho que sí a la camarera del Mogul Gardens? ¿Por qué se
comprometió a subir aquella carta hasta el monasterio de Tielontang? ¿En
cuántas mujeres había creído, de cuántas se había enamorado sólo por la
fascinación que ejercían en él unos ojos, unos labios, la cadencia de
una voz rendida al misterio? Como Tara, la que le dolía ahora. ¿La
quería realmente? Y ella, ¿qué sentía por él, qué esperaba? ¿Que se la
llevara a Europa? ¿Que lo dejara todo por ella? No, lo único que
esperaba de él era lo mismo que Carmen: que la quisiera sin condiciones,
que la besara sin pedirle permiso, que la escuchara. Pero Manuel en
toda tu vida no había hecho otra cosa que escucharse a sí mismo En
realidad, jamás había sufrido por una mujer, no sabía lo que era eso.
Llamaba sufrimiento a ponerse un poco emotivo. Sólo se trataba de
egoísmo en estado puro. Por eso perdió a Carmen, por eso iba a perder a
Tara. Volvería de este viaje, pero sólo para cometer los mismos errores.
Un brusco derrape sobre una curva salpicada de piedras sueltas le sacó
de sus cavilaciones. Acababa de coronar una cresta sobre un abismo de
hielo, y el jeep se detuvo al límite. De pronto le sorprendió una
soberbia panorámica de la región de los lagos. Hasta donde se perdía la
vista el paisaje estaba pautado por inmensos cráteres, algunos de más de
diez kilómetros de diámetro. Más allá, la superficie azul y plata de
los grandes lagos reflejaba las nubes entre un laberinto de montañas
sumergidas en un silencio prehumano, sideral, extraterrestre. El mundo
de la primera página del Génesis. O tal vez el mundo que encontraron
aquellos misteriosos Fundadores de los que le había hablado el lama
Naropa. ¿Quiénes eran esos gigantes que enterraban a sus reyes
cubriéndoles el rostro con máscaras de cristal de roca? ¿De dónde
procedían? ¿Era el Cristo uno de ellos, el último enviado de aquella
civilización superior, o quizá el hijo de un dios supremo que intentó
enseñar a los hombres el camino de regreso al Sol? Entonces, su
traducción, ¿podía ser el eslabón perdido que conectaría definitivamente
a los dioses con los hombres? En ese caso, implicaría toda una
revolución en la historia conocida hasta entonces, otra lectura del
devenir humano que obligaría a reinterpretarlo todo...
Sí, reinterpretarlo todo desde el comienzo. Desde su nacimiento
hasta su crucifixión, y más allá. Seguir su ruta desde que se alzó del
sepulcro de José de Arimatea y emprendió ese camino a pie, tal vez el
mismo que él recorría dos mil años después, solo, a bordo de aquel
landróver. ¿Cómo lo hiciste tú, Nazareno, cómo fue tu viaje? Aun
resonaban en su memoria aquellas palabras que escuchó Moisés —«huye,
huye a las montañas para no ser consumido». Pero, en realidad, el camino
del Cristo, ¿dibujaba la huella de una fuga o la continuación de una
misión? En el sueño aparecía un perro muerto colgado de un árbol. Sí,
ese había sido el último sueño del joven Juan antes de que partieran de
Galilea. Lo recordaba por eso. El perro tenía que ser Herodes Agripa.
Desde la noche del perro muerto y a lo largo de muchas semanas, Jesús y
sus proscritos avanzaban siguiendo la ruta de las caravanas por una
vasta tierra calcinada tras las guerras entre los escitas y los partos,
de Ctsesifonte a la vieja Bactriana, de Bujara a Samarcanda, siempre
hacia el Este. Más allá del país de los Magos, los pueblos parecían
atrapados en el mismo escenario de calamidad. Aun así la buena gente se
excusaba por no poder alimentarlos. Cuando llegaba el momento de
descansar, más que tenderse casi se desvanecían de hambre. Pero ellos
resistían, con el amanecer volvían a levantarse y seguían caminando
apoyándose unos en otros, ascendiendo montañas azotadas por vientos
heladores, cegados por el resplandor de la nieve golpeada por el sol. En
esa segunda peregrinación apenas sumaban cuatro y el Nazareno. Uno de
los cuatro era Tomás, su gemelo, y otro era Santiago el Mayor. Sí,
también estaba Juan, su discípulo más amado, también el más enigmático. Y
junto a él, ¿qué mujer era aquella? ¿María la de Magdala? No, se trata
de la otra María, María de Betania, la hermana de Lázaro, aquella que
llegó a desposarse con el Cristo en un matrimonio secreto. En esta nueva
andadura tras su crucifixión Jesús el Proscrito, a quien también
llamaban el Baldado a causa de su cojera, manifestaba un signo
inequívoco de su transfiguración: ya no cojeaba. Mejor no darle más
vueltas a su novela personal sobre Jesús y concentrarse en la ruta.
Hacía falta mucho valor para decidirse a bajar desde el altiplano a la
hondonada de los lagos. La pista descendía, más estrecha y serpenteante,
a través de un hilván cortado a pico en una caída de más de mil metros.
Si llegaba vivo abajo, verdaderamente tendría motivos para creer en
milagros. Antes de encaramarse al landróver; respiró hondo y sintió como
que se mareaba. «Debe de ser la altitud», se dijo. Buscó una pastilla
de coramina en el chaleco, pero advirtió que ya no le quedaban: tendría
que lanzarse a esa batalla contra el vacío con el corazón latiéndole a
ciento ochenta pulsaciones y plena consciencia. Se tomó un buen trago de
arak y quitó el freno de mano. Una vez, en una de esas noches blancas
de Jerusalén, me contó qué había detrás de su fiebre por la figura de
Cristo y la luz de Qumrán. «De repente, se te revela que cuando Dios
creó el mundo, no lo abandonó para sentarse en
contemplación. Dios hizo el mundo y entró en él para compartirlo
con sus criaturas. Ese es el significado de la verdadera creación.»
¿Era también ese el significado de todas las obras de Manuel, y
especialmente de su Evangelio del Tíbet? Quienes le detestaban, e
incluso quienes le veneraban, siempre lo sospecharon, pero nunca
consiguieron las pruebas concluyentes. Sus traducciones imposibles, esas
revelaciones portentosas extraídas de un fragmento de cerámica o de un
trozo de cuero de apenas cinco centímetros y tres mil años de
antigüedad, ¿hasta qué punto se atenían a una realidad tenue pero
cierta, o más bien transmutaban lo invisible a otra surgida de sus
extraordinarios conocimientos? Por decirlo con claridad: Manuel Nájera,
¿traducía, recreaba o más bien creaba literalmente los textos que salían
de sus manos, y que atribuía a los vedas, a los esenios, o a los magos
caldeos? El jeep dibuja inmensos interrogantes entre los lagos del valle
al que había llegado casi sin darse cuenta, curva a la izquierda y
curva a la derecha, y ahora un gran bucle hasta el siguiente cráter,
como un paseo sobre la superficie de la luna. Sólo una sombra le
acompañaba, una sombra que parecía descender del cielo como una gran
mano que se posara suavemente sobre la superficie del páramo, y a veces
también sobre su landróver. Una soberbia águila de las nieves seguía su
estela, como si le protegiera con la majestad de su vuelo. Poco después,
sin mover ni una pluma, el águila se dejó llevar por una corriente
ascendente y se elevó hacia las cumbres. Él se vio forzado a cambiar de
marcha, remontando ya las rampas que le conducirían al paso de Tengri
Nor. Lo celebró saludando al águila con unos bocinazos que retumbaron de
montaña en montaña, probablemente hasta el puesto de guardia del
ejército chino. Hubiera merecido que le multasen por escándalo público,
pero no lo hicieron porque al llegar arriba había, en efecto, un viejo
chorten y un puesto de control, pero ni un alma en los alrededores. No
iba a esperar a que los chinos aparecieran. Eso sí, les dejó la botella
vacía de arak sobre la barrera y emprendió la bajada mientras las
crestas de niebla que coronaban los picos más lejanos comenzaban a
derramarse sobre las laderas. Sólo cuando ya llevaba un par de
kilómetros bajando, se preguntó si habría enfilado el sendero correcto.
¿Cuál le dijo Tushita que debía tomar? ¿El de la izquierda o el de la
derecha? El de la izquierda, seguro. Se lo repitió veinte veces y, para
convencerse, se puso primero a silbar el final de Wish You Where Here de
Pink Floyd, y luego a cantar lo que le viniera en gana. Hacía mucho
tiempo que no experimentaba nada tan maravilloso, que no cantaba
riéndose de sí mismo y casi llorando de felicidad. Canciones de los
Beatles o de los Rolling Stones, Sargent Veepers y cosas así, a gritos,
desafinando horriblemente y riendo a la vez, como una especie de Miguel
Strogoff surcando la estepa con su misión especial, como si el sobre
lacrado que llevaba encima contuviese las claves para salvar al mundo.
Como si fuera ése, verdaderamente, el propósito del que me habló aquella
vez, cuando estaba harto de tanta arqueología y decidido a implicarse
con su tiempo y con su mundo, ¿hasta el extremo de tomar partido por una
guerrilla de liberación?
43
Un año después, cuando el cónsul me entregó el cuaderno amarillo que
documenta esta crónica, me aseguró que el viaje a Tielontang, tan cerca
del santuario del Movimiento para la Liberación del Tíbet, era la única
pista razonable que podía explicar su desaparición. Pero yo no me
imagino a Manuel apoyando una causa armada, ni aunque toda la justicia
del mundo estuviese a su favor. Sólo consigo recordarlo en Ceilán, en
bicicleta por esos poblados perdidos donde todo el mundo le sonreía al
cruzarse con él, tal vez por lo estrafalario de sus camisas hawaianas,
pero también como una muestra de fraternidad espontánea, de alegría y
hasta de admiración hacia el extranjero que comparte sus calles
polvorientas, su aguardiente matador y hasta sus bicicletas. ¿Pero dónde
estaban los chinos, los guerrilleros tibetanos y los tibetanos mismos?
Tras más de cincuenta kilómetros sin cruzarse con nadie, todas sus
preguntas quedaron respondidas al salir de un cañaveral y darse casi de
bruces con un cartel donde apenas se leía la primera sílaba de la
palabra Tielontang. El resto se veía tan calcinado como el paisaje donde
entró reduciendo la velocidad, con el corazón en un puño ante aquel
escenario de pesadilla. De Tielontang no quedaba más que un horizonte de
campos y caseríos arrasados, las ruinas humeantes de la ciudad. Con la
humareda, le llegó aquella pestilencia inconfundible: el olor a carne
quemada. Carne humana. Apilados contra un paredón o arrumbados en las
cunetas, aparecían pilas de cadáveres calcinados, desmembrados,
pudriéndose. Chino o tibetano, algún discípulo del Bosco había pasado
por allí para experimentar su sabiduría en las artes del infierno, como
en el Vietnam de Apocalypse Now. Cuerpos descoyuntados, cabezas
empaladas en la plaza pública, y nadie vivo para contarlo. Sólo una
campana tocando a un incesante repique de difuntos, cuyos lúgubres
tañidos le llevaron hasta el farallón sobre el que se alzaba aquel
mítico eremitorio del tiempo del Diluvio. Una gran cruz de San Jorge de
más de veinte metros labrada sobre la pared de roca viva, la misma que
vio años atrás en un reportaje de la revista Stern, le recordó las
cruces que ilustraban la gran puerta roja de Mulbek. Sacó su cuaderno y
cotejó los dibujos: no es que fueran parecidas, resultaban idénticas.
Aquellos primeros cristianos que salieron de Siria a finales del siglo I
pautaron su camino con unas cuantas señales indelebles, de manera que
quedara bien claro que el cristianismo de rito caldeo había llegado
hasta el Alto Tíbet. ¿Qué buscaban? ¿A quién seguían? Manuel sabía que
era una temeridad asegurar sin más fundamento que los nestorianos
siguieron las huellas de Cristo —¿y de María de Betania?— en su segunda
vida en común tras la crucifixión. Alzó la mirada hasta lo alto de la
colina, respiró hondo y metió la primera. La
campana había dejado de sonar. Había bastantes probabilidades de
que dentro, más que una comunidad de monjes, le esperara aquel ejército
de las tinieblas que había perpetrado la masacre. Pero ¿qué podía
hacer? ¿Darse la vuelta? A medida que subía hacia el eremitorio, se
hacía más perceptible el trabajo de un martillo sobre madera. Detuvo el
jeep frente al arco que daba a un pequeño claustro de estilo bizantino,
Al otro lado del claustro descubrió a un monje muy atareado en una
ocupación muy razonable que le restituyó al presente: mientras él
filosofaba, el místico claveteaba ataúdes. ¿Qué sentido tenía preguntar
quién era el responsable del holocausto, ni cuál podía haber sido su
causa, a aquel monje que parecía envejecer un siglo a cada paso? Al
advertir la presencia de Manuel el anciano volvió hacia él un rostro
flaco y descarnado, con la piel tan pegada al hueso que transparentaba
la calavera. Manuel se miró en esos ojos rehundidos en sus cuencas, y
apenas articuló: —Busco al padre Komay. Me han dicho que podría
encontrarlo aquí. —Soy yo —repuso el monje—. Soy el último, no queda
nadie más. Manuel no pudo evitar una mirada alrededor: el vetusto
edificio cayéndose a pedazos, su espadaña partida, los jardines de
maleza... y sólo entonces percibió el inmenso abandono que contenían.
Hasta aquel anciano olía a una mezcla de moho y carcoma, como si él
mismo no fuese más que un pergamino perdido en el tiempo. Cuando le
entregó el sobre lacrado, lo cogió sin ningún asombro y se lo guardó sin
una sola pregunta. En lugar de eso, le tomó por el codo y le invitó a
seguirle. —No puedo ofrecerle mucho, pero tenemos un vino excelente.
¿Conoce nuestra viña? Claro que la conocía. Era mundialmente célebre
desde que aquel reportaje de Stern publicó fotos del viñedo. Las cepas
sarmentosas trepaban por los muros del presbiterio y, a través de las
ojivas, entraban hasta el ábside rodeando el altar. En época de la
vendimia, los racimos de pámpanos rojos y ocres se entrelazaban sobre la
cruz de aquel Cristo de rasgos orientales, que parecía complacerse en
esa alquimia de su sangre en vino. Al cruzar frente al altar el padre
Komay se arrodilló y esperó a que Manuel hiciera lo mismo. ¿Debía
arrodillarse? No estaba en su voluntad hacerlo, pero tal vez le pareció
demasiado violento permanecer de pie. O acaso... Me cuesta creerlo, pero
he de hacerlo constar, porque es así como lo cuenta en su cuaderno. De
pronto, escuché con toda nitidez una voz muy cálida que decía: «Yo
también te esperaba. ¿Es que aún no lo sabes? Tú eres parte del fuego
que camina conmigo». Sentí un golpe en el corazón, pero no hice nada. El
golpe en el pecho se repitió —«Tú eres parte del fuego que camina
conmigo»—. Entonces, me arrodillé. El anciano exclamó en un susurro:
«Oremos, hijo mío». Mientras el monje se
sumía en su recogimiento, Manuel observó un estandarte colgado
entre dos vitrales de la nave central —¿un estandarte romano en el
Tíbet? No, imposible—. Le pareció más interesante aquella imagen de
Cristo que presidía el altar, un Cristo sonriente elevándose de la cruz
que lo sostenía hacia los racimos que, a esa hora de la tarde, bañaban
su rostro con una hermosa luz dorada. Al volver su mirada al monje, se
dijo para sí: «No espere que rece, padre, yo no creo en ningún dios...
—y al instante añadió—. ¿Pero por qué me miento? Sí, yo también soy el
fuego que camina contigo». El padre Komay no salió de su concentración
hasta que acabó de santiguarse. Una vez que se incorporó le condujo al
refectorio, donde sirvió dos vasos de un vino color rubí, muy espeso y
aromático. —Pruébelo: es el vino más viejo del mundo, tan antiguo como
el origen de esta humanidad. Manuel se lo llevó a los labios
preguntándose si la leyenda sería cierta. ¿Procedería verdaderamente ese
vino de la primera viña que plantó Noé después del Diluvio? El sabor,
desde luego, era extraordinario. No se parecía a nada que hubiera
conocido. ¿A qué sabía aquel vino? —Sangre de Cristo —exclamó el monje—,
pura sangre de Cristo. ¿Pero qué era aquello? ¿Una ironía telepática,
se burlaba de él? Apuró otro trago mirando al ermitaño, que seguía como
ausente. Por fin sacó la carta lacrada, la abrió y se puso a leerla
detenidamente. Una vez leída, la dobló con todo cuidado y volvió a
guardársela en la bocamanga de su sayal. —Siempre es la misma guerra,
hijo mío, siempre ganan y pierden los mismos... ¿A qué se refería?
Manuel esperaba otra respuesta, pero sólo miraba su copa. El monje
siguió hablando mientras llenaba la suya. —A veces es mejor tener un
enemigo fuerte, pero el nuestro se esconde siempre. Siempre nos
traiciona. Lo peor de todo es que vive con nosotros, y dice amarnos, y
tal vez hasta nos ama... —Lo dice por los carniceros del ejército chino,
¿verdad? —preguntó Manuel, suponiendo que la carta tenía que ver con
eso. —¿Y si hubieran sido los tibetanos? En ocasiones, la guerrilla
actúa así con los pueblos que considera que le han traicionado. Llegan
de noche, juntan a todos los hombres en la plaza y los pasan por las
armas. Luego empiezan con las mujeres. —Pero usted debe saberlo. Usted
tiene que saber quién fue. —Hijo mío —exclamó el monje, que hablaba
despacio, como ensimismado—, cuanto más tiempo pasa uno aquí, menos
importan las opiniones. Todas las guerras se parecen demasiado, todos
los hombres que se odian se combaten hasta el exterminio. Yo sólo soy un
intermediario, el intermediario que siempre llega tarde, como esta
carta. Demasiado tarde. Pero no te culpes por ello. Tú has cumplido una
misión que no era la tuya, y lo has hecho generosamente, poniendo en
riesgo tu vida.
—Ah, o sea que... —balbució Manuel, que no salía de su
perplejidad. ¿Cómo que aquel anciano era un intermediario? ¿Entre
quiénes, y al servicio de quién? —Los libros sagrados de los uigures
afirman que fue aquí donde acabó todo, hace doce mil años... Cada día es
más posible que sea también aquí donde vuelva a consumarse un nuevo fin
del mundo. Aunque tal vez prefieras la versión de los periódicos.
Bueno, ya sabes que cada día está más cerca una guerra entre India y
China, y que nuestro Tíbet podría ser el detonante. Sobre todo desde que
pasó por aquí cierta expedición japonesa, y descubrieron importantes
yacimientos de uranio cerca de Tengri Nor... Eso le sonaba a Manuel.
Naropa también le había hablado de esa expedición. Pero en su versión lo
destacable no era tanto el uranio, sino la presunta radioactividad
mística que envolvía la necrópolis de los Bogdo Janes hallada cerca de
allí. Curioso, muy curioso. —Eres libre de pensar lo que quieras
—prosiguió Komay—. Sólo te pido que seas piadoso con este pobre viejo, y
que guardes silencio acerca de esta visita. Nadie debe saber que esta
carta ha llegado a manos de Abba Komay, ni siquiera que Abba Komay ha
sobrevivido. Y cuando digo nadie, me refiero tanto a la guerrilla
tibetana como a los servicios de inteligencia chinos, cuyas conexiones
llegan hasta ciertas lamaserías... —¿Lamas al servicio del ejército
chino? Por favor, no me diga eso... —No sería la primera vez... En 1947,
muy cerca de Lhasa, se produjo un conato de guerra civil. Un regente
demasiado ambicioso levantó en armas al monasterio de Sera, que entonces
contaba con más de seis mil monjes. Y el ejército tibetano, no el
chino, bombardeó el monasterio de los rebeldes hasta que se rindieron.
Ese mismo día, más de un millar de monjes de Sera emigraron a China.
Nunca volvieron. Desde allí, siguieron conspirando... Manuel sintió como
si tuviera una mosca en la boca, al fin preguntó: —¿Puedo preguntarle a
qué orden pertenecían esos monjes? —A la que estás imaginando, hijo
mío, a la Nyingmapa. Al oír aquello empezó a entender muchas cosas,
incluidas las prevenciones de Tara. Sin embargo, la sensación no fue
tranquilizadora. —Entonces, esta carta... —No puedo decirte más de lo
que te he dicho. No te beneficiaría saberlo — insistió el anciano
poniéndole una mano en el hombro y mirándole a los ojos—. Créeme, hijo
mío, hay mucho en juego. Pese a que sus razones parecían convincentes,
Manuel no conseguía escapar de la sensación de que todo aquello era una
locura. Un nestoriano nonagenario ejerciendo como agente secreto,
pasando y recibiendo informes de una tercera potencia... para evitar una
guerra entre India y China —dos países que, entonces, ya habían
conseguido sus primeras bombas atómicas—. ¿En qué podía derivar esa
guerra en el techo del mundo? ¿En una nueva versión del Apocalipsis?
Aquello parecía algo bastante increíble, pero la carta era real, y las
palabras con que se la entregó Shalimar también encajaban: «La vida de
cientos
de personas depende de esta carta, por favor, entréguesela al
padre Komay, se lo pido en nombre de ellos». ¿Se refería a los
habitantes de Tielontang que habían sido pasados por las armas, o a los
que morirían si estallaba esa guerra entre India y China por los
yacimientos de uranio descubiertos en el Tíbet? Fue entonces cuando el
monje le sirvió una tercera copa de vino y se dirigió a él, llamándole
por su propio nombre, como si le conociera desde siempre, como si
llevara esperándole allá, en el otro extremo del mundo, desde aquel día
en que entró en la cueva número cuatro de Qumrán, buscando una
respuesta.
SEXTA PARTE
El vino del rey del mundo
44
Sé que todo esto es demasiado para tu capacidad de asombro, Manuel
Nájera, pero no es lo único que el destino te tenía reservado en este
viaje. No, no has venido en vano... ni te he dado a beber este vino en
vano. Sígueme y conocerás las bodegas donde fermenta el sagrado vino de
Noé. Manuel le siguió, con la copa en la mano, por una pequeña puerta
que comunicaba el refectorio con las criptas. Antes de emprender el
descenso, el anciano descolgó una lámpara de carburo. La luz azul
iluminó una estrecha escalera de caracol excavada en roca viva, muy
parecida a la que conducía a la Cámara del Embrión tras la cabeza del
Buda de Mulbek. —Akasa mana, sí, ¿venías buscando eso, verdad? La fuente
de los poderes sagrados, el manantial de energía que depara la
inmortalidad... Pero recuerda que mana significa en sánscrito «mente».
Mana es mente, todo es mente, Manuel Nájera... —insistió el anciano
mientras su voz se perdía en la reverberación de las bóvedas. »Tu punto
de partida siempre fue certero, y emprendiste el camino en la dirección
adecuada. Aunque lo negaras tantas veces, nunca dejaste de buscar al
Cristo resucitado en esta región del mundo. El primer viaje, hace muchos
años, te hizo subir hasta la lamasería de Tikse. ¿Te has preguntado por
qué te perdiste? La respuesta es la misma que puede extraviarte ahora.
Toda tu búsqueda tiene un propósito superior que va más allá de la
ambición científica, pero te pierdes una y otra vez, y no sabes por qué.
Sigues atrapado en el laberinto de tu intelecto, lleno de miedos y de
sombras. Buscas desesperadamente la luz sin atreverte a abrir los ojos.
Estás convencido de que esa luz existe, pero no acabas de creer en ella
porque tu intelecto te lo impide. Te falta humildad, Manuel Nájera, pero
sobre todo te falta fe verdadera. —¿Por qué lo sabe? ¿Cómo ha llegado a
saber tanto de mí? —las preguntas de Manuel resbalaban como un eco por
encima del anciano, que seguía bajando delante de él con la lámpara en
alto. —Si no crees que ese vino de Noé contiene verdaderamente la sangre
de Cristo, no se obrará en ti el milagro, y morirás de sed sin llegar a
saber quién eres. Te sucede lo mismo que reprochas a los demás,
empezando por ese pobre ciego de Kupka. Todo está roto en tu corazón,
estás partido en dos. Por eso no se alza la losa para revelarte su
prodigioso contenido, ni puedes atravesar la Puerta de Mulbek, ni te
atreves a enfrentarte con el Libro de Cristal. »No te aterroriza la
oscuridad, sino la transparencia. Eso es lo que más temes: verte como
eres, y aceptar lo que ya sabes; alzar esa losa y encontrarte con el
Cristo que has venido a buscar, y tener que contárselo al mundo para que
el mundo entero se ría de ti, llamándote loco, borracho, visionario.
Ahora bien, ¿lo contarías si lo vieras frente a ti con tus propios ojos?
¿Aceptarías ser el emisario
de la Buena Nueva? Manuel había perdido la facultad del habla.
Al contrario de lo que le sucedió al anciano ermitaño, que a medida que
hablaba, «empezó a rejuvenecer». Lo escribo tal como lo cuenta en su
diario: Abba Komay recitaba las palabras como un médium. La luz de sus
ojos se hizo extraordinaria, sus movimientos se agilizaron, y su cuerpo,
hasta entonces casi inerte, parecía recorrido por una especie de
vibración... ¿Estaba recibiendo de algún modo la posesión solar de los
que beben el akasa mana? El descenso continuaba, más de veinte metros
bajo tierra, y la escalera seguía estrechándose. Komay no se detuvo en
ningún momento, ni su luz vaciló. ¿Pero qué podía haber allá abajo?
—Cuando te has arrodillado junto a mí —prosiguió el monje—, me he dado
cuenta que te fijabas en el estandarte romano... Qué incorregible eres,
Manuel Nájera. Una vez más, has vuelto a rechazar lo que estabas viendo
con tus propios ojos. Pero no te preocupes, incluso a Teilhard de
Chardin le sucedió lo mismo, cuando otra carta lacrada le trajo hasta
aquí... Como ya sabes, en 1930 emprendió un misterioso viaje al Tíbet en
busca del Cristo Omega. Un viaje que se demoró más de tres años, y del
que el propio Papa le prohibió hablar o publicar una palabra a su
regreso. Los primeros en hacerse con sus diarios fueron los visionarios
nazis de Himmler, que buscaban prodigios tan peregrinos como el Arca de
la Alianza o el anillo de Gengis Khan. Aunque cueste creerlo, Hitler
invirtió en esa aventura más que América en la fabricación de la bomba
atómica. Al fin y al cabo, era algo parecido a eso lo que buscaban. La
llamaban Vril, una energía sobrenatural que les permitiría dominar el
mundo... igual que sobreimpusieron la cruz gamada a la cruz de Cristo.
Ese fue su gran error, sus magos se creyeron por encima de los
verdaderos príncipes, y las altas potencias se volvieron contra ellos.
Tú fuiste el siguiente: encontraste el relato de Teilhard en el archivo
secreto de los jesuitas, en Rávena y emprendiste su mismo camino. Pero
te perdiste en el laberinto de manuscritos de la lamasería de Tikse, y
no encontraste la clave que le permitió a Teilhard dar un paso más y
descubrir esto... Míralo bien, ¿te dice algo este mapa? El anciano alzó
su lámpara y le mostró, como si acabara de ser pintado con los pigmentos
originales —turquesa y lapislázuli en los cielos, granate puro en los
cometas, polvo de esmeralda en los planetas y polvo de oro en los
soles—, el mismo mapa que había identificado en la bóveda la Cámara del
Embrión y sobre la gran losa de Mulbek. Pese a la oscuridad de la
caverna, irradiaba una extraña luz violeta, luz de estrellas vivas que
parecían palpitar, como si un inmenso corazón latiera bajo la piedra.
—Se trata del derrotero originario —prosiguió Komay—, la ruta marcada en
las estrellas que siguieron los esenios cuando Jerusalén cayó en manos
de las legiones de César.
»Si no me crees, sube a la iglesia y coge ese estandarte que
tanto admirabas. Como el águila real que te trajo desde Tengri Nor,
verás el lábaro con el águila imperial y el anagrama SPQR, símbolo de
Roma y orgullo de sus ejércitos. Tanto es así que cuando caía en manos
del enemigo, volvían a la guerra para recuperarlo. Este perteneció a la
legión de Floro, la más sanguinaria de las que arrasaron Palestina en el
tiempo de los profetas. »No sé qué hacían los esenios con ese lábaro.
Tal vez lo emplearon como talismán en el largo viaje que emprendieron
poco después, a través de Persia y de la India, hasta el Tíbet. Vinieron
siguiendo a su maestro... Y su maestro, Jesús el Cristo, vino siguiendo
a la tribu perdida de Israel, la legendaria tribu número trece, la
única que conocía los misterios de la inmortalidad y la Jerusalén
Celeste donde reinaba el sumo sacerdote Melquisedec. O, si lo prefieres,
ya que el lama Naropa ha sido tan explícito contigo, la legendaria
ciudad de Agartha, donde Melquisedec se llama Brahytma, y es celebrado
como el rey del mundo. Uno y otro son dos de los portentosos Bogdo
Janes, esos Fundadores de que se sientan a la mesa del Cristo Omega, el
Señor de los Últimos Días que mostrará a sus elegidos el camino de
regreso a las estrellas. —Pero en su crónica Teilhard sitúa la puerta de
Agartha en el corazón del monte Kailas —articuló al fin Manuel—. Habla
de una caverna excavada a más de cinco mil metros de altura, donde una
mano... —Recuerdo perfectamente esa frase —replicó Komay—: donde una
mano perteneciente a una civilización desconocida habría labrado un mapa
del cielo con estrellas ya no visibles, pues la datación de ese mapa
nunca visto remitiría a más de trece mil años antes de la venida de
Cristo. —¿Entonces? —Entonces este es el mapa. —Pero eso no puede ser...
—¿Por qué? —Sencillamente porque estamos a más de mil kilómetros del
Kailas... —Así como Kailas es más que una montaña, Agartha es más que un
lugar físico, hijo mío. Es un reservorio de sabidurías ancestrales, un
templo de pilares invisibles, una ciudad con muchas puertas y una
vibración del corazón... como este mapa. Míralo bien, ¿no ves que es más
que un mapa? Así como el de Mulbek une la geografía celeste con la
terrestre, éste superpone esas coordenadas sobre la anatomía del hombre
cósmico mediante símbolos decisivos para el despertar a un nuevo estado
de conciencia. —Que nos haría semejantes a dioses. —Exactamente. Fíjate
bien... ¿Ves que las constelaciones y las tierras madres se corresponden
con un tercer dibujo? ¿Qué forma tiene? Manuel acercó su mano al
bajorrelieve y donde figuraba Júpiter, tocó un corazón que parecía
palpitar bajo la piedra. No, no podía ser... Atónito, volvió su mirada
al monje: —Creo... creo que lo he sentido latir...
—Así es, porque la piedra está viva, y el hombre que la habita
también. Pero no pongas esa cara. No se trata de un hombre, sólo es una
impregnación... Hace más de diez mil años, uno de los Fundadores dejó su
huella sobre esta pared. Desde entonces, la roca sigue latiendo,
irradiando... —La luz del mana... —Y el camino para llegar a ella.
Teilhard buscaba el punto de fusión entre el primer latido del universo y
el Cristo encarnado en el hombre. Esa luz que palpita en las estrellas y
en tu corazón también tiene en esta Tierra lugares donde irradia en
estado puro su fuerza cósmica original. Viajero, has llegado a una de
ellas...
45
Desbordado por lo que escuchaba, la mente de Manuel también se vio
arrastrada por un río de imágenes. En torno a la Puerta de Mulbek surgía
una muralla rematada con torres doradas: la legendaria ciudad de
Agartha. Un rey de un solo ojo se coronaba en el corazón de una estrella
y un niño venía al mundo en un pesebre, en la Cámara del Embrión de la
que surgió y a la que regresó el Hijo del Hombre para nacer de nuevo.
—Los egipcios la llamaban la Puerta del Ka —continuó el anciano—, el
paraíso de los Príncipes de Heliópolis, al que llegaban sobre las alas
de Osiris. Los mayas de Atitlán, los supervivientes de la Atlántida, lo
hacían atravesando el núcleo de fuego de este planeta... El nombre que
se le dé, como la manera de llegar, es irrelevante. Lo que importa es
saber que has llegado al eje, al centro espiritual supremo donde se
fusionan alfa y omega, el origen y el más allá. Ahora bien, como en los
mandalas tibetanos, como en los rosetones cristianos, el punto de
tránsito de lo visible a lo invisible es único para cada hombre. El tuyo
sólo puedes encontrarlo tú mismo... Y no tengo la certeza de que lo que
te queda por ver pueda ayudarte. Escúchame bien, Manuel Nájera,
¿verdaderamente quieres conocer las raíces del vino de Noé? Manuel
asintió, plenamente consciente. Un paso más hacia la oscuridad podía
depararle la iluminación absoluta o la caída en un abismo aún más negro
que la misma muerte. El monje enfocó su lámpara hacia el hondón de la
cripta y, como en el relato maravilloso de Alí Babá, la luz azul iluminó
un tesoro: centenares de tinajas del tamaño de un hombre, todas
perfectamente ordenadas y empastadas por una gruesa capa de polvo que
acreditaba su antigüedad. Manuel dejó caer la copa que sostenía en su
mano y se hizo añicos a sus pies. Komay pasó su palma sobre una tinaja, y
a medida que apartaba el polvo se revelaba la inconfundible arcilla
negra, rematada con una incisión que unía el pez y el cordero dentro de
un círculo coronado por una estrella y una cruz. La clave que se repetía
sobre la losa y la Puerta de Mulbek. La misma que vio por primera vez
muchos años atrás en la cueva número cuatro de Qumrán. ¿Sería la cueva
de Tielontang la número cinco? ¿Qué iba a encontrar? ¿Qué le esperaba
dentro de aquellas tinajas? Sin saber si el mundo se hundía bajo sus
pies o el cielo se abría en espirales de locura sobre su cabeza, Manuel
tuvo una sensación de vértigo aterrador. Tuvo que apoyarse en la pared
de la cripta y, pese al frío, rompió a sudar copiosamente. Para acabar
de convencerle, el monje metió su mano en la vasija y extrajo uno de los
pergaminos que la rebosaban. Veinte años atrás hubiera dado su vida a
cambio de un vestigio de aquel pergamino. Y ahora, cuando
había renunciado a la búsqueda, se encontraba con centenares
perfectamente conservados y marcados con el mismo sello. Desde los
tiempos de Qumrán y Engaddi, los esenios venían preservando como su
mayor secreto una sabiduría milenaria que había producido a Cristo, el
gran testigo solar, pero también al gran príncipe de Egipto que fue
Moisés, a aquel sabio babilónico que se llamó Noé, incluso a aquel mago
caldeo, nacido en la ciudad de Ur, conocido como Abraham. Por las citas
descifradas en los propios rollos, Manuel sabía que Qumrán sólo suponía
el preámbulo de un conocimiento oculto y de una gran biblioteca jamás
hallada donde convergían todas esas fuentes. Incluso se había llegado a
emparentar a los esenios con los atlantes, con los mayas, y aun con los
nagas del Ramayana. ¿Pero para qué apelar a la fantasía cuando aquella
realidad era más fantástica que todos los mitos? Cuando Abba Komay
extrajo aquel pergamino de inconfundible escritura cuadrada, Manuel
Nájera supo que se trataba de un documento aterradoramente real: el
tesoro que nunca se encontró en Qumrán. Allá, oculta en la heladora
cripta del monasterio de Tielontang y celosamente guardada en cien
tinajas de barro negro, de pronto tenía ante sí la mítica Biblioteca de
los Cananeos, donde el Segundo Isaías había compilado toda aquella
sabiduría esencial. La misma donde, según las crónicas herméticas, se
guardaba la versión príncipe del Evangelio del Mesías. Ese Testamento
manuscrito por el Hijo de Dios, obsesivamente buscado a lo largo de dos
mil años y jamás encontrado. La verdadera historia de Jesús el Cristo
contada por Él mismo, desde su nacimiento hasta... ¿Hasta dónde? ¿Hasta
su regreso las estrellas? No, eso ya no pudo soportarlo. Aterrado,
Manuel echó a correr en la oscuridad, escaleras arriba. No se detuvo
hasta que alcanzó el claustro y pudo respirar a la luz plena de la
tarde, libre por fin de aquella pesadilla. El Libro de Cobre, el Libro
de Piedra, el Libro de Cristal, y ahora aquellas tinajas repletas de
pergaminos... ¿Qué eran sino pasadizos de ese laberinto interior donde
llevaba toda una vida buscándose a sí mismo? Una vez más respondía
huyendo como un loco a través de un bosque de preguntas sin respuesta,
preguntas como puertas cerradas que al final prefería no abrir, pues en
cada una de ellas leía nombres que sólo significaban espejos deformados
de sí mismo, diferentes formas de caer hasta el fondo del más negro de
todos los abismos. Si los esenios habían llegado hasta Tielontang, y
allá estaba todo, ¿qué sentido tenía su traducción de la gran losa de
Mulbek? Esas palabras, esa terminología sin precedentes, luz palpitante,
estrella Origen, hijos de la raza solar o aquel inverosímil todo Hombre
lleva dentro de sí el embrión de un ángel. ¿A qué remitía todo ese
lenguaje resonante sino al eco de las tinajas de Qumrán? Asimismo, el
Buda barbado de Mulbek, ¿qué era sino un hermano del Cristo de rasgos
orientales de Tielontang? La fusión perfecta, el Buda Blanco, el divino
Maitreya profetizado por Sakyamuni, encarnado en ese definitivo Cristo
Omega. Entonces, ¿qué demonios había dentro de esas vasijas? ¿La
Biblioteca de los
Cananeos, el Testamento de Cristo, o tal vez algo todavía más
alucinante, una teofanía que situase las figuras de Buda y Cristo en una
misma línea, la de esos Fundadores de rostros resplandecientes,
irradiados por la luz del mana, los vástagos de la raza solar que
fundaron las bases de una nueva humanidad entre las puertas de
Teotihuacán y Tiahuanaco, entre la cumbre del Kailas y la caverna de
Tielontang? Pero si esto era así, en definitiva, ¿con qué podía
encontrarse cuando comenzase a traducir el Libro de Cristal?
46
Tenía que volver a esa cripta —se dijo cuando se tranquilizó— y
llevárselo todo a Europa, las cien tinajas. Probablemente allá abajo
estaban todas las claves, y entre ellas la más valiosa: la fuerza
primigenia, el germen de los Fundadores, la fórmula alquímica que
permitiría a cualquier hombre despertar dentro de sí la luz del mana y
convertirse en un dios... Estaba a punto de desandar sus pasos cuando
reapareció a su espalda el padre Komay. Había una viveza especial en su
mirada. Y llevaba una caja de madera entre las manos. —Tenga, esto puede
salvarle de muchos peligros... —exclamó el monje ofreciéndosela con una
sonrisa casi paternal. Manuel no pudo contenerse. La abrió delante de
él. ¿Qué había dentro? ¿Tal vez los documentos más valiosos de la
cripta? ¿Acaso aquel Evangelio del Tíbet? ¿O más bien alguna clase de
talismán, algún libro de conjuros o un manuscrito prodigioso? ¿Pero qué
burla era aquella? ¿Tres miserables botellas de vino? —Le serán muy
útiles si se cruza con alguna patrulla china —insistió el anciano, ajeno
al rostro desencajado de su invitado—. Si no abre ninguna, siempre
podrá decir que ha venido a esta santa casa por el vino del Patriarca.
—El vino del Patriarca —repitió Manuel como un autómata. —Recuerde la
versión oficial: en las bodegas del monasterio de Tielontang no se
guarda otra cosa que el preciosísimo vino de Noé. Ningún águila cruzó el
cielo cuando Manuel cerró los ojos. Cuando los abrió, ya casi se había
recuperado. Aquello no podía acabar así. —Gracias por el vino, gracias
por todo, padre... Pero ¿puedo hacerle una pregunta más? —Dime...
—¿Podré volver, algún día? —¿Para qué, hijo mío? —no esperaba esa
respuesta, no supo cómo seguir. El monje continuó por él—. Cuando
Teilhard salió de esta cripta ya era otro. Se llegó a decir que había
alcanzado el grado iniciático de hamsa, los espíritus superiores que,
pese a toda oposición, alcanzan a cumplir su misión de luz. ¿Entiendes?
—Manuel cabeceó: lo entendía pero no podía aceptarlo—. Son las leyes de
los Fundadores, no las mías. Nadie regresa a Agartha, porque nadie la
encuentra. Es Agartha quien conduce hacia ella a aquellos a los que
elige... Sólo los Fundadores deciden quién, cuándo y cómo... Y la única
manera de que suceda es un pacto de silencio. No revelarás a nadie nada
de lo que te he enseñado, ni yo diré una palabra acerca de tu paso por
esta biblioteca. Y en cualquier caso, has de saber que algo más: en
cuanto salgas por esa puerta, tengo intención de sellarla, de manera que
nadie pueda acceder a ella en mucho tiempo... —¿Sellarla? ¿Por qué?
—La sabiduría corre peligro. Esta vez nuestros enemigos han
respetado el monasterio, no ven ningún peligro en este viejo loco
borracho. Pero la próxima vez, tal vez les tiente llevarse hasta la
última tinaja del vino de Noé... —Y usted, ¿cuánto tiempo más se
quedará? Un ruido de motores todavía lejanos se interpuso entre la
pregunta y la respuesta: los chinos o los tibetanos, quienquiera que
hubiese perpetrado el holocausto de Tielontang, regresaban. —Vamos,
venga conmigo —insistió Manuel—. Tengo un visado diplomático, puedo
llevarle hasta Mulbek, y estaría salvado... —Salvado, perdido,
condenado... Te agradezco tu generosidad, pero no puedo aceptarla. Me
debo a una misión en la que hay mucho en juego, Manuel Nájera. Mi
presencia en este cenobio responde a un propósito que aún no ha
concluido... Por ahora sólo sé que debo quedarme aquí. El ruido de los
motores se hacía más cercano, más opresivo, y se podía distinguir un
chirriar de orugas, tal vez las de una tanqueta acorazada o algo
parecido. Manuel se encaramó a su jeep y le dirigió una mirada más que
elocuente al padre Komay. No había nada que hacer. El viejo loco le
respondió con una sonrisa de iluminado que le recordó a esos violinistas
judíos de Chagall que bailan sobre las ruinas de una ciudad devastada
como equilibristas sobre la única cuerda de su violín. —Le voy a hacer
otro regalo, el último... —dijo el nestoriano, sin desdibujar su
impasibilidad—. ¿Te has preguntado por la orientación de la Puerta de
Mulbek? —La verdad es que no... —Observarás que la Puerta, como la losa,
incluso como la Cámara del Embrión que se abre tras la cabeza del
Buda... Todo está orientado de Este a Oeste... No puedo decirte más.
Mejor, porque desde el noroeste y apenas a unos centenares de metros,
comenzaron a escucharse disparos —¿alguna resistencia?—, a los que
respondieron de inmediato las ametralladoras de la columna blindada.
Manuel ya no esperó más, pisó el acelerador y salió del monasterio a
toda velocidad, preguntándose por dónde demonios había venido y
guiándose solamente por la resonancia del fuego cruzado, siempre en
dirección opuesta. Cuando dejaba atrás el pueblo, una fuerte detonación a
su espalda estremeció toda la carcasa del landróver. No se detuvo. Por
el retrovisor pudo ver dónde se había producido: o el viejo guardián
había sellado la biblioteca, o los chinos o los tibetanos habían sellado
su vida, hasta que se reencontrasen en la eternidad. Nunca lo sabría.
Tampoco nosotros sabremos nunca qué pasó verdaderamente allí, ni
siquiera lo que Manuel vio a ciencia cierta en la cripta. ¿Descubrió
realmente la legendaria biblioteca del Segundo Isaías o todo fue una
alucinación producida por el vino de Noé? No, nunca lo sabremos. En su
cuaderno lo cuenta como si todo hubiera sido una especie de alucinación,
un cuento más de su particular versión de Las mil y una noches, una
incursión de Don Quijote en su
esotérica Cueva de Montesinos, en el corazón de los Himalayas.
47
31 DE AGOSTO. MULBEK Nadie encuentra Agartha. Es Agartha quien
conduce hasta ella a aquellos a los que elige. ¿Pero para qué? ¿Para qué
si una vez que llego hasta sus puertas no se me consiente rebasar el
umbral? Tengo la sensación de que es mi propia vida quien me lo impide,
mi vida pasada. La siento detrás de mí, encadenándome a los episodios
nunca resueltos, exigiéndome su resolución final y repitiéndome una y
otra vez: hasta que no los resuelvas no pasarás, no pasarás, no
pasarás... Es enloquecedor... Carmen reaparece en Tara, Qumrán vuelve a
ser Tielontang... Vuelven los esenios, vuelve Jesús el Cristo, las
tinajas de barro negro vuelven a abrirse y las respuestas parecen
levantarse de la losa de Mulbek, como estas arenas amarillas del
desierto que nublan toda visión de lo real. Me he pasado toda la vida
intentando descifrar el gran enigma, y ahora, sólo después de este
viaje, comienzo a pensar que tal vez no se trata de resolver el gran
enigma, sino de incorporarlo al mío, a mi yo esencial. Entonces me
convertiría en parte del misterio, viviría en él en vez de frente a él.
La aceptación es parte de la solución. La aceptación es el comienzo de
la iniciación. Unirse al misterio. Unirse a la vida como un dios que se
funde con su creación, y descubrir que todos formamos parte de un latido
que se prolonga desde las bacterias a los ángeles, y más allá. Estamos
siempre a caballo entre dos mundos. Este es el significado más profundo
de la palabra humano. Caminamos sobre la tierra, nadaremos como peces a
través de los cielos. Verdaderamente somos hijos de una raza solar cuyo
destino es el signo del Pez, es decir, el Infinito. Saberlo, descubrirlo
en ti, es eso los que nos hace inmortales. Constrúyete desde dentro
como un ser de luz y verás llover maná del cielo. Ese maná que es el
mana, la fuerza interior que le consintió al Cristo la resurrección y la
transfiguración en el Tabor o en Tíbet, la Gloria de Dios. Todos
llevamos esa fuerza latente, dormida como el manantial escondido que
espera la invocación. Energía crística, fusión de mente, alma y espíritu
en un átomo esencial, tan diminuto como una semilla de sésamo, cuya
potencia sin embargo, si la despertásemos, desencadenaría la eclosión de
mil soles. Nadie que haya accedido a esta nueva visión puede seguir
viviendo la misma vida una vez que despierta. Siento que lo que sé me
excede. Este conocimiento nuevo me desafía, me amenaza, tal vez acabe
conmigo, pero ya no puedo retroceder. Sí, es así: sólo cuando nuestras
propias vidas están amenazadas es cuando comenzamos a vivir. Cuando
vemos al fin que las estrellas avanzan hacia nosotros, hasta las más
distantes.
48
Quien haya viajado por esas latitudes, sabe lo que significa verse
sorprendido por la noche en una pista de montaña tibetana, sin más
iluminación que los faros de tu coche y sin más orientación que las
estrellas. Conduces sin mirar al horizonte, con los ojos clavados en la
carretera que no es más que un trazo de piedras ante el abismo, mientras
constatas que no te quedan más que dos rayas de carburante y que en
cualquier momento pueden encenderse todas las luces de avería mecánica,
fallo eléctrico o sálvese quien pueda. Recuerdo otro viaje que nos
volvió a reunir en Yemen, cuando yo iba detrás de un reportaje sobre
Osama Bin Laden, que entonces era un personaje casi anónimo, mientras
que Manuel supervisaba el hallazgo de un presunto palacio de la reina de
Saba, muy al norte del país, en las montañas. Acordamos compartir una
destartalada pickup que acabó por subirnos, en un milagro equivalente al
del caballo de Mahoma, hasta los nidos de águilas de Jabel Mihan y
Sakhara. Ni Bin Laden ni la reina de Saba nos estaban esperando allí, y
en una encrucijada sin señalización alguna echamos la moneda al aire... y
acabamos perdidos en lo alto de otra montaña, que sólo podía ser la del
fin del mundo. También entonces caía la noche de una manera
espectacular. Frente a nosotros la vista se perdía una sucesión infinita
de cumbres azules y violetas que las sombras iban engullendo
silenciosamente. De pronto, comenzó a elevarse en la lejanía la voz rota
de un muecín llamando a la plegaria. Una voz a la que enseguida se sumó
otra, y luego otra, una por cada minúsculo punto de luz perdido en
aquellas cresterías imponentes. Nos bajamos de la pickup sobrecogidos
por lo que estábamos viendo y oyendo, aquellas voces resonando de
montaña en montaña, en una polifonía tan portentosa que rozaba lo
sobrenatural. Perdidos en aquella desolación infinita, ese canto nos
traspasó el alma, como si esas voces que se elevaban hacia lo alto
surgiesen de las mismas gargantas de las montañas y con nuestro silencio
participáramos en aquella invocación sagrada. No sé cuánto tiempo
permanecimos así, hasta que se apagó la última luz y la última voz, y
todo el cielo quedó tachonado por una inmensa siembra de estrellas donde
la Vía Láctea se destacaba tan diáfana y luminosa como una autopista
hacia el país de los sueños. Pero nosotros seguíamos igual de perdidos.
¿Qué podíamos hacer? «Justo lo que estás viendo —exclamó entonces
Manuel— si no encontramos el camino aquí abajo, conduciremos a través de
las estrellas.» Y así lo hizo. No me importa que no me crean: condujo
absolutamente a la deriva pero sin vacilar ni un instante, y en apenas
una hora alcanzamos una gasolinera perdida donde al fin nos pusieron en
ruta hacia Sanaá.
Quiero pensar que aquella noche, volviendo de Tielontang, le
sucedió algo parecido. Un atestado del puesto fronterizo de Tengri Nor
constata que pasó por allí entre las nueve y las diez de la noche del
jueves 29 de agosto de 1981. Un par de soldados le hicieron detenerse y
firmar en su libro de registro. Imagino a Manuel ofreciéndoles una
botella de vino de Noé y unos cuantos dólares. Con eso creyó resolverlo
todo. Nunca imaginaría hasta qué extremo ese incidente, en apariencia
irrelevante, iba a resultar decisivo. Sobre la medianoche, ya con el
depósito en reserva, entraba en la desierta plaza de Shyok. Detuvo su
jeep preguntándose dónde podría conseguir una cerveza a esas horas. Un
rostro emergió bajo el voladizo del reloj eternamente parado a las nueve
cincuenta y nueve: era Tushita con una cerveza en la mano, el hombre
que jamás le fallaría. Seguro que había tenido noticias de la barbarie
de Tielontang, y debieron comentarlo durante el viaje de regreso a
Mulbek. ¿Cuál fue la versión de Manuel? Es decir, qué fue lo que le
contó a Tushita: ¿la crónica del genocidio o el descubrimiento de la
biblioteca secreta de los esenios? Probablemente se extendió con lo
primero, para respetar el pacto de silencio con Abba Komay. Esto
explicaría la cita que aparece a vuelta de página en su cuaderno
amarillo. Una cita que podría suponer un punto de inflexión en esta
historia: Ayer noche, Tushita me informó que en la región de Drang Tsé,
muy cerca de Tengri Nor; el ejército chino había interceptado un
importante cargamento de armas destinado a la guerrilla. Por primera vez
encontramos en su diario una referencia política. Y asimismo por
primera vez refiere una conversación sobre este tema con Tushita. Había
comenzando siendo su chófer, enseguida lo convirtió en su mano derecha,
incluso para traducir la losa. ¿Qué sucedió entre ellos tras su viaje a
Tielontang? Dos días después, Manuel precisa que tuvo que abordar él
solo la traducción del tercer fragmento de la losa: Tushita fue llamado a
Leh para resolver cuestiones administrativas que le ocuparon toda la
semana. Ni una palabra acerca de Tara. El viaje a Tielontang lo había
cambiado todo. El mismo Kupka me confirmó, cuando tuve ocasión de
entrevistarme con él, que aquel viaje marcó un antes y un después en el
comportamiento de Manuel. No me ocultó que le esperaba bastante enfadado
por haber tomado su landróver sin permiso. No obstante, cuando lo vio
regresar por la quebrada y nada más apearse del jeep ofrecerle un par
botellas de vino con sus disculpas, no pudo dejar de aceptárselas y le
invitó a compartir una. Nájera volvió a sorprenderle, se excusó alegando
que no tenía tiempo, «pues debía practicar ciertas mediciones». Y
volvió a desaparecer nuevamente a bordo del landróver de su colega, que
se quedaría mirándole estupefacto. Al día siguiente, como si no hubiera
sucedido nada, regresó a la losa. Ahora bien, al tercer día se encerró
en su celda con todos sus manuscritos para entregarse a una actividad
frenética que no interrumpía salvo para dormir, dos o tres horas a lo
sumo, como también me confirmó el lama Naropa, quien «velaba por él día y
noche».
¿Qué nueva conexión oculta había descubierto entre la Cámara del
Embrión y la cripta de Tielontang? ¿Cabía la posibilidad de que esa
crónica subterránea emprendida por los escribas de Qumrán, y continuada
por los de Mulbek, y luego por los de Tielontang... marcase un
itinerario hacia la legendaria ciudad de Agartha, y que ésta fuera una
realidad, y sus habitantes los hijos de una raza de elegidos bendecidos
por la energía crística, la luz del mana, la fuente de la inmortalidad?
Entonces, aquel anciano sin edad, el padre Komay... ¿quién era
realmente? Ni Kupka ni Naropa consiguieron sacarle una palabra. Pero ni
siquiera Manuel se atrevía a encarar lo que acabó por descubrir cuando
recordó las indicaciones de Abba Komay, y las puso a prueba. La noche de
su regreso, cuando subió a la Puerta ya casi con el amanecer, comprobó
de nuevo su orientación. En efecto, todo el conjunto monumental estaba
orientado de Este a Oeste. ¿Qué podía significar? Al principio no
encontró ninguna respuesta. Anotó el dato en su cuaderno bajo un
interrogante, y no volvió a cuestionarse nada. Dos días después, cuando
concluía su jornada sobre la losa y recogía sus utensilios, observó que
su brújula había comenzado a girar sin dar el norte con fijeza. De
pronto, aquella placa de basalto registraba un fuerte incremento del
magnetismo terrestre.
49
En todo el planeta no se conocen más de seis o siete puntos donde
sucede eso. Enseguida, las palabras de Stellios le llevaron a las de
Naropa, cuando le dijo que la piedra emitía radioactividad. Con su
alusión a los yacimientos de uranio, Stellios le estaba revelando el
anverso de aquel juego. Su intuición le había sugerido que Naropa
ocultaba algo... ¿Algo como qué? Entonces se produjo un estallido de luz
en su mente y rompió a contárselo a sí mismo en voz alta, creyendo que
no le escuchaban más que los chacales y las estrellas: —¡De este a
oeste! ¡Eso es, de este a oeste! ¡Pero cómo no me he dado cuenta antes!
¿Qué es lo que se orienta de este a oeste? ¡Las tumbas cristianas o las
judías! Nunca musulmanes, que las disponen de norte a sur. Y menos aun
los budistas, que no practican enterramientos... ¿Pero por qué pienso
ahora en tumbas? ¡Pues claro, por la radioactividad, por el magnetismo
terrestre, por la vibración de las partículas elementales! Es decir,
¡por el mana que irradió durante siglos el sepulcro de José de Arimatea,
el Sudario de Turin, y hasta la cueva número cuatro de Qumrán!
»Entonces, si esta piedra es una lápida funeraria judía o nestoriana...
¿quién hay debajo? No, es imposible. La última datación de la losa nos
remonta hasta el segundo milenio antes de Cristo. Sin embargo, todas
esas referencias al Pez, al Cordero, al Caminante, al Buda-Metteya, el
Buda Blanco que vendría desde Occidente... ¿Hasta cuándo puedo seguir
ignorando las palabras que desde esta losa siempre me gritan lo mismo?
—Disculpa mi intromisión, pero eres tú quien grita una y otra vez las
mismas palabras, pero la piedra ha dejado de escucharte. Como la
serpiente, Kupka había llegado sin anunciarse! Le contemplaba sentado
sobre el pie izquierdo del gran Buda rojo. Manuel se preguntó cuánto
tiempo llevaría observándole. —A cambio he ganado un gran oyente, por lo
que veo... —exclamó, sin inmutarse, convencido de que el inglés sólo
había oído la frase final—. Dime, qué te trae por aquí... —Lamento
comunicarte que mis plegarias han sido atendidas. Los de la Gulbenkian
acaban de confirmarme que envían un nuevo equipo de expertos. Llegan en
dos semanas. —Dos semanas, muy bien —aprobó Manuel mientras recogía sus
cosas—. Me sobra una. —No es nada personal, créeme... Cada día veo más
claro que tu obsesión por la segunda vida de Cristo está distorsionando
la traducción. Reconócelo de una vez, Nájera, y aprende de mi propia
experiencia. Yo también me dejé cegar por una visión en Qumrán, hasta
que me di contra el muro y aprendí la lección... —¿Quieres decir que
esta piedra de mil toneladas también forma parte de un
delirio? —Muy bien, centrémonos en tus teorías... ¿Puedo hacerte
un par de observaciones muy elementales? La manera en que Manuel se
sentó frente a Kupka, sobre la losa, fue su forma de decirle adelante.
—Su concepción fue anunciada por un ángel, nació de una virgen y tres
reyes vinieron a adorarle, pero no se llamaba Yeshua ni Emmanuel, sino
Siddharta Gautama. En cualquier texto sobre Buda encontrarás parentescos
con la historia de Jesús... »Coinciden en lo aparente, pero se
contraponen en lo esencial. Jesús es el Cristo, es decir, el Ungido, el
enviado de Dios... mientras que Gautama será el Buda, el Iluminado, el
Despierto, pero despierto por sí mismo, sin referencias a ningún ser
superior. —De todas formas, Buda no negó jamás la idea de Dios, y como
Cristo, se marchó diciendo que volvía a la Casa del Padre. —Ya, pero su
mensaje sigue siendo radicalmente diferente. Por la boca del Nazareno
habla un proscrito que se rodea de desclasados y desafía abiertamente al
poder. Siddharta en cambio busca a la nobleza de la que procede, los
selectos Kstryas, deja de lado cualquier implicación política de su
doctrina y acaba sus días como un apacible anciano... —De acuerdo, pero
ambos convocan a las gentes diciéndoles: «Ven y sígueme». Predicaron por
medio de parábolas y marcaron un antes y un después tras un definitivo
Sermón de la Montaña. —Vuelves a perderte en la leyenda. En realidad no
sabemos nada del Buda a ciencia cierta, ni si era alto o bajo, ni si
tenía barba o no como éste... Ni siquiera tenemos un solo vestigio
fiable acerca de lo que hizo o dijo. —Pues ya ves que sucede lo mismo
con el Cristo, y los enigmas acerca de uno y otro se solapan
continuamente. ¿Por qué los dos eligieron doce discípulos, ni uno más ni
uno menos? ¿Por qué entre esos doce hubo, en ambos casos, tres
ejemplares y uno avieso? Llámese Buda o Cristo, siempre hay un discípulo
que traiciona a su Maestro. Siempre hay otro que funda una Iglesia y un
clero, sea en el Vaticano o en el Tíbet, pese a que todos sabían que el
Iluminado repudiaba los templos de piedra, las castas sacerdotales y
probablemente también las de los escribas, como nosotros... —No tengo
ningún inconveniente en reconocerlo —sonrió al fin Kupka—, pero temo que
sigues sin entenderme. Reconozco que hay ciertas coincidencias... Tanto
Cristo como Buda anteponían el perdón, incluso al enemigo, a toda forma
de violencia. Recomendaban abstenerse de la carne y del contacto
carnal. Y hasta sus premoniciones de muerte son simétricas. Los dos
dijeron que volvían a Eli, que es el Sol y el Padre, tanto para los
arios como para los hebreos. —Ya veo que te sabes la lección —aprobó
Manuel mientras el teutón apuraba un trago de su cerveza—, pero ¿qué
quieres mostrarme? —Simplemente lo más elemental: que toda tu tesis está
planteada cabeza abajo.
—No te entiendo. —Si cualquier orientalista reconoce que los
evangelios tienen una clara inspiración budista, por ejemplo a través
del pensamiento gnóstico egipcio, que empapa todo el evangelio de Juan
incluso en la idea de la reencarnación, ¿por qué no admites que todo
pudo ser al revés? Es decir, que no fue el Nazareno el que vino a los
Himalayas tras su crucifixión, sino más bien que fue Buda quien viajó a
Judea tras su última reencarnación. Cuando el rey Asoka envió misioneros
por todo el mundo, éstos llegaron no ya a Judea, sino incluso hasta
Britania. De hecho, los primeros cristianos de Siria ya conocieron a
Buda, tanto que aquella primera Iglesia canonizó a Siddharta bajo el
nombre de San Josafat. Un nombre que suena casi como Yeshuá: otra vez el
fantasma de Cristo sobre las huellas de Buda... Una misión de monjes
budistas llegando hasta la bárbara Britania en el siglo II antes de
Cristo, y después un santo llamado Josafat para nombrar al mismo Buda.
La hipótesis de Kupka era y sigue siendo fascinante, toda una novela.
Pero para Manuel su historia tenía más peso, aunque se cuidara mucho de
revelarle por qué. —Perfecto, primero Buda y luego el Cristo, no tengo
ningún inconveniente en reconocerlo, ni en imaginar ese viaje desde la
India a Galilea... —exclamó, acariciándose el mentón como quien acaricia
una buena idea—, siempre que admitamos el viaje de vuelta a casa, como
tú mismo ha dicho: desde el Gólgota al Ganges, y aun más allá del Tíbet.
—Recapacita, Nájera, tu teoría no se sostiene. Todos los indicadores
corroboran que esta losa se talló y se escribió entre el siglo IX y el
III antes de Cristo. Tu Caminante pudiera ser un discípulo de Buda. A lo
sumo —volvamos a la literatura fantástica— el heredero de una estirpe
sagrada, al estilo de los Hijos del Grial. Quien no puede ser en modo
alguno, es el Nazareno... —No vayas tan rápido, porque no es tan fácil.
La edad de la piedra sólo define a la piedra, no a lo que hay encima ni a
lo que pueda haber debajo. Supongo que en Londres seguirá en pie la
estatua de Nelson, allá en Trafalgar Square... —Sí, claro que sigue
ahí... —Kupka se replegó, desconcertado—. ¿Por qué lo dices? —Porque
siguiendo tu lógica, podríamos aplicar esa cronología a tu ciudad y
decir que Londres fue fundada en el siglo XVIII, puesto que hay una
estatua de un personaje muy importante de esa época en su plaza central.
—Vamos, por favor, no intentes confundirme con tus paradojas
forzadas... —¿Tampoco te dice nada la coincidencia en la orientación de
la losa y de la Puerta, ni lo que acaba de suceder con mi brújula,
ni...? —Pura fenomenología, y de lo más engañosa. Me quedo con la tesis
de los yacimientos de uranio, sin entrar en mayores liturgias. Además,
qué es más relevante en esta investigación, ¿el magnetismo o la datación
histórica? ¿La
orientación geográfica o el contenido del texto? Fuera un
apóstol, un santón o un profeta, y viniera de donde viniera, lo más
probable es que el Caminante al que alude esta piedra no sea más que uno
de tantos iluminados que recorrieron esta geografía durante siglos. Me
inclino a pensar que se trata de uno de los apóstoles mayores de Buda,
el que escribió el Libro de Cristal por indicación de su maestro. ¿No te
parece suficientemente extraordinario que estemos ante una especie de
testamento de Buda escrito de primera mano sobre un soporte excepcional,
un libro de cristal de roca único en el mundo? No sabemos qué pasó por
la mente de Manuel en ese instante. Lo último que puedo imaginar es que
Kupka acabara por convencerle. Sin embargo, cuando éste creía que ya no
le escuchaba, Nájera bajó la cabeza y permaneció un buen rato mirando
sus manos. Como si leyera en ellas. —Sí, tal vez sea eso lo mejor, lo
más sensato —dijo, como si se rindiera—, acabar de una vez con todo...
Mañana, o pasado mañana, acabaré el último fragmento de la losa. —¿Y el
Libro de Cristal?—articuló Kupka sin salir de su estupefacción. —Esa
traducción no entraña dificultades... Se la regalo al equipo de la
Gulbenkian que está de camino. Un poco de gloria les vendrá bien. —Pero
cómo puedes saber que... —He traducido centenares de textos en pali... y
la transparencia del Libro de Cristal es portentosa. —No te entiendo,
te juro que no puedo entenderte. —No te preocupes, ya no hay nada que
entender.
50
Manuel aguardó a que su colega se retirase como un centurión
victorioso sobre su landróver. En cuanto dejó de oír el motor, conectó
su linterna y se adentró por entre la fisura de la roca a los pies del
Buda, hacia la estrecha escalera de caracol que subía a través del
interior de la montaña hasta la Cámara del Embrión. Aunque se cuidara de
mostrar el menor interés tanto ante Kupka como ante Naropa, tal vez
desde su llegada a Mulbek, pero sin duda desde que regresó de
Tielontang, todas sus inquietudes se habían centrado en la necesidad de
desentrañar un solo misterio. Ahora tenía más urgencia que nunca, y
debía moverse con extrema cautela. De alguna manera, comenzaba a ser
consciente de que vigilaban sus movimientos desde muchos frentes. Paso a
paso, fue ascendiendo por la cavidad excavada en la roca viva. Las
esculturas de los animales sagrados y los bodhisattvas proyectaban
sombras fantasmagóricas que parecían cobrar vida cuando se unía a ellas
el resonante gotear de las galerías superiores. No recordaba que aquel
recorrido fuera tan laberíntico hasta que el pasadizo se abrió a una
especie de pozo cilíndrico horadado por dos aberturas. ¿Cuál era la que
conducía a la Cámara del Embrión? Aún no se había decidido cuando oyó,
por encima de los ecos goteantes, un ruido de pasos ascendiendo. Al
volver la vista atrás, sin embargo, no advirtió ninguna luz. El ruido de
pasos cesó, o dejó de escucharlo. Volvió a mirar las dos aberturas,
tenía que decidirse ya. Sí, era la más difícil, se dijo, siempre es la
más difícil, y agarró la escala de cuerda que colgaba de la galería más
estrecha. Poco después tuvo que ponerse a cuatro patas para seguir
avanzando, y esto le supuso un gran alivio: había acertado. En efecto,
apenas veinte metros más adelante, bajo el mismo mapa grabado en piedra
que había encontrado en Tielontang, su linterna iluminó aquel libro
portentoso que parecía guardar un secreto de milenios entre sus páginas
de cristal. Esta vez Manuel no se detuvo a admirarlo. Ni siquiera a
traducirlo. Sin pérdida de tiempo, encajó la linterna entre dos rocas y
se puso a copiar las primeras láminas. ¿Le bastaría con las cinco
iniciales? —No es preciso que las copie —escuchó entonces desde una voz
perfectamente nítida—. Recuerde que su amigo de la Gulbenkian las tiene
microfilmadas y a su entera disposición. El sobresalto le cortó el
resuello. Giró una mirada. No había nadie, ni un alma, aunque esa voz
inconfundible sólo podía tener un dueño. —No sabe cuánto celebro que al
fin se haya decidido a traducir el Libro de Cristal... —insistió la
voz—. Todo Mulbek esperaba este momento. Manuel aguardó a que la voz se
hiciera visible. Sabía quién era, y hasta lo
esperaba después de su episodio con Kupka. Uno y otro le estaban
diciendo que le seguían muy de cerca, que lo tenían bajo su control.
Pero Manuel sabía que se les escapaba lo esencial, y lo esencial para él
no era sólo ese libro. —Le propongo un pacto, Naropa. Y con sólo
pronunciar su nombre, como un conjuro, el lama apareció al otro lado de
la gran pilastra que sostenía la Cámara del Embrión. —Que las altas
potencias incrementen su sabiduría, Nájera San, le escucho... —Yo le
paso antes que a nadie la primera traducción de estas páginas... y usted
me revela de una vez dónde tiene escondida a Tara. El venerable podía
saberlo todo, incluso poseer el don de la presciencia, pero había
olvidado que Manuel Nájera pertenecía a esa especie de hombres que
siempre cometen el error de enamorarse. —¿Una mujer a cambio de una
revelación? —respondió sin que nada en su rostro tradujese su
perplejidad—. No esperaba esto, pero tampoco puedo satisfacerle... Ella
se ha ido, no sé a dónde. Aunque sea mi mujer, Tara es libre y siempre
ha sido así. No soy su único hombre, ni lo eres tú, Nájera San. Manuel
encajó mal tantos golpes con tan pocas palabras. —¡Cómo que se ha ido!
Pero si... —Se ha ido pero volverá. Y volverá por ti. Es todo lo que
puedo decirte. —No, tienes que decirme algo más —insistió Manuel,
cogiéndole un brazo con violencia—. Tú tienes que saber dónde está. El
lama no hizo ademán de soltarse. —Pregúntate antes por qué y para qué la
quieres... ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿Por qué haces lo que
haces, Nájera San? ¿Por qué estás copiando estas páginas aquí y ahora,
ocultándote de todos? ¿Por qué necesitas a Tara? —Todo tiene su razón,
amigo Naropa. Si no me traes a Tara nunca lo sabrás. No sabrás nada. Ni
lo que dejó escrito el Caminante acerca de la luz del mana, ni lo que
dijo el último Buda acerca de tu venerable iglesia... Naropa dejó
reposar las palabras de Manuel y eligió las suyas. —Eres un gran
hermeneuta, Manuel Nájera, pero aún no sabes que el misterio siempre
llama al misterio... y que lo que no ha de ser desvelado, nunca se
revela. —No entiendo qué pretendes decirme con eso... —Tara te pidió que
le prometieras una cosa, ¿lo recuerdas? Te pidió que respetaras el
poder de los que duermen y no lo estás haciendo. No sigas por ese
camino, Manuel Nájera, La venganza de los dioses siempre es más terrible
que la de los hombres. —Vaya, esto es nuevo... O sea que el oráculo de
Mulbek se ha vuelto contra mí, y ya hasta me amenaza con la maldición de
los dioses. —No, Nájera San, la primera amenaza ha salido de tu boca...
y se ha vuelto contra ti. Son tus propias palabras quienes te juzgan,
¿es que no te das cuenta? —exclamó el lama dedicándole una sonrisa
vencida—. Son tus palabras las que te han alejado de Tara, son tus
palabras las que te desafían. Entre tanto, el Gran
Buda sigue esperando que creas en él, y hasta este Libro de
Cristal sigue esperando que le hagas hablar. Sí, también Naropa espera
algo de ti, algo que nunca sabrás, Pero ¿y tú, qué esperas? ¿Qué has
venido a buscar? ¿Crees que lo sabes? Mientras hablaba, la mirada del
lama se había concentrado en las pupilas de Manuel con la intensidad de
un diamante. Cuando dejó esa pregunta en el aire, Manuel, que aún lo
tenía aferrado, soltó su brazo sintiéndose ridículo. La tenue sonrisa de
Naropa no se alteró, ni dejó de mirarle mientras desaparecía como si
pasara a través de él, como si lo atravesara físicamente. Como si
también él no fuese sino una página perdida del Libro de Cristal. Y su
propia mente, la página más oscura de ese viejo enigma.
SÉPTIMA PARTE
Mahattissa
51
Por algún motivo, Manuel desconfiaba de las copias microfilmadas de
Kupka casi tanto como del mismo Kupka en versión original. Por algún
motivo, tampoco quería que supiese que estaba traduciendo el Libro de
Cristal. ¿Estableció finalmente alguna especie de pacto con Naropa para
que no le descubriese? Desde luego al teutón no le faltaron razones para
pensarlo cuando Nájera se encerró en su celda en la gompa de Mulbek y
ya nadie supo de él fuera de los chelas que le pasaban sus puntuales
servicios de té a la manteca rancia. A juzgar por lo que cuenta en su
cuaderno, lo que en principio consideraba una traducción fácil, se
complicó enormemente. ¿Pero por qué?» Es cierto que al enfrentarnos con
un texto particularmente complejo casi siempre tendemos a atribuir al
traductor las oscuridades debidas al estilo del autor o a los temas que
trata. Muchas veces la inconcreción o la sutileza de las ideas ahondan
nuestras insuficiencias a la hora de traducir palabras de lenguas
perdidas que, por añadidura, no tienen equivalente en las modernas.
Sucede con términos griegos tan usuales como nous o logos, habitualmente
traducidos como sinónimos cuando representan ideas muy diferentes. ¿Qué
decir entonces cuando nos adentramos en textos sánscritos, mil y hasta
dos mil años anteriores? ¿Qué decir cuando nos consta que en ese tiempo
se confundían reyes y dioses? ¿Qué decir, en definitiva, cuando los
dioses y sus enviados transmigraban de cultura en cultura, de modo que
el profeta Anebo de los cananeos puede ser el divino Anubis de los
egipcios, un dios que los griegos identificaban con Hermes, y los
primeros cristianos con San Hermas, un pastor contemporáneo de los
apóstoles y autor de un Apocalipsis perdido? Cualquier estudioso de la
antigüedad sabe que se enfrenta a continuas distorsiones de la realidad
histórica. Filón de Alejandría, imaginando que Grecia había sido siempre
lo que fue en su época, pretendía que filósofos griegos habían acudido a
la corte del Faraón para educar al joven príncipe Moisés. Sin necesidad
de ir tan lejos, como aquellos emperadores romanos que aseguraban ser
descendientes de Júpiter, desde la Edad Media nuestra historia está
trufada de intervenciones providenciales de santos y ángeles en
beneficio de la Cristiandad. Y a finales del siglo xx, la Unión Europea,
en apariencia tan laica y racionalista, había elegido como bandera el
azul y las doce estrellas que cualquier discípulo de Lactancio
identificaría sin vacilar con el manto de la Virgen. ¿Hasta qué punto la
inextricable urdimbre de nuestras creencias y ficciones configura la
realidad? Hoy tenemos muy claro en qué se diferencian Batman y Beckham.
Pero dentro de quinientos años, ¿quién será el personaje histórico y
cuál el legendario? ¿No es acaso Don Quijote más real que todos los
grandes monarcas de la España de entonces? ¿Tiene tanta importancia la
veracidad
histórica, no ya en lo que se refiere a la historia de un
tiempo... sino incluso en lo que afecta a nuestra propia historia
personal? ¿Qué sucedió y qué no sucedió realmente de todo aquello que
recordamos? Y hasta eso que recordamos, y que vivimos con tanta
intensidad en su momento, ¿no fluctúa en nuestra memoria como una
secuencia de imágenes muy tenues, semejantes a las de nuestros sueños?
Tan evanescentes son nuestros recuerdos de lo vivido, como intensos
nuestros deseos por hacer de nuestros sueños vivencias reales. Todo es
sueño, todo es texto, todo es ficción. Pero el extracto del Libro de
Cristal que Manuel tenía por primera vez entre sus manos, no se resolvía
de forma tan sencilla. Comenzaba con una alusión a una gran estrella
roja que le recordó de inmediato las claves de la Puerta Cósmica, pero
también un cometa, pues se trataba de una estrella que surcaba los
cielos. ¿Qué cometa podía ser? A continuación, mencionaba una ciudad no
menos misteriosa: Asoka-Udaya, la Ciudad de los Príncipes del Sol de
Hielo. ¿Había existido realmente? El texto la situaba en el País de Bö,
el nombre primitivo del Tíbet. Una consulta al canon de Ceram confirmó
su existencia, aunque la definía como una de las capitales jamás
encontradas de aquel imperio. ¿Fue destruida con la gran invasión
dravídica del siglo I, o simplemente se trataba de un centro de poder
imaginario? Mientras se lo preguntaba, Manuel tenía delante el dibujo
del mapa que había completado tras su visita a Tielontang. ¿Figuraría
entre sus arcanos uno que precisase la ubicación de esa ciudad en la
ruta hacia Agartha? ¿Con qué signo estelar se correspondería, con qué
animal celeste, con qué órgano del hombre cósmico que se superponía al
laberinto de constelaciones? La siguiente línea del texto lo complicaba
todo un poco más. De pronto, llegaban a Asoka-Udaya cuatro personajes
singulares: un profeta caminante llamado Atman, que viajaba en compañía
de dos discípulos —Baabat y Bhakti—, así como de una mujer que respondía
al nombre de Mahatissa. No le distrajo que, enseguida, uno de los
nombres que se le atribuyeran a este caminante fuera, precisamente, el
de Metteya, la voz originaria sánscrita que en hindú se traduce como
Maitreya: una vez más, el Buda que habría de venir a continuar su
trabajo, según las palabras del propio Buda Sakyamuni. Manuel sabía por
experiencia que ese término se había aplicado a cientos de budas
peregrinos, y no le concedió mayor importancia. Sin embargo, esos cuatro
nombres previos —Atman, Baabat, Bhakti y Mahatissha—, le planteaban
demasiadas incógnitas. De ahí en adelante, cada avance en su traducción
operaba a la inversa de lo que se espera de un desciframiento. En vez de
clarificar los términos, éstos se volvían más oscuros. Atman, del
sánscrito at man, «soy yo», se conoce como el undécimo de los soplos
vitales, el que subsiste incluso después de toda existencia, asociado
con el espíritu, la esencia vital básica no ya del hombre, sino de todo
lo existente. No obstante, si sus definiciones pueden llegar a ser
infinitas, Manuel jamás lo
había visto asociado a un nombre propio. Y sin embargo, ¿no
resulta de lo más inquietante que un principio vital abstracto se
traduzca, literalmente, como una voz que habla y dice: at man, «soy yo».
Más desconcertantes resultaban aún esos dos nombres, Baabat y Bhakti.
El primero invitaba a un nuevo salto hasta la tradición paleocristiana,
pues como Baabat se conoció en su tiempo a Tomás, también llamado el
Gemelo de Cristo. Un discípulo, por otra parte, demasiado parecido al
Ananda de Buda, el predilecto del Iluminado. Con Bhakti, las
complicaciones se ensanchaban. Bhakti es la vía prebudista del amor que
lo da todo sin pedir nada, el amor que se sacrifica hasta la muerte. Fue
esa fuerza misteriosa la que inspiró el Bhagavad Gita, uno de los
cantos de amor más maravillosos que se hayan compuesto jamás. También es
la bhakti quien mueve a los bodhisattvas a proteger a quienes no deben
perderse en su camino. Gracias a ella las mujeres dan a luz sin dolor,
el veneno de la cobra pierde su fuerza, y hasta se puede llegar a
detener en el aire el golpe de una espada. Pero, una vez más, ¿quién era
ese Bhakti que acompañaba a Atman y a Baabat? ¿Otra fuerza cósmica
encarnada en un hombre? ¿Y qué decir de aquella mujer que seguía a los
tres, la misteriosa Mahatissa? Todo resultaba demasiado extraño. La
llegada de Atman a la ciudad de AsokaUdaya cuando parecía gravitar sobre
ella una maldición, la manera en que propuso a su rey una nueva
alianza, la traición de su casta sacerdotal... y su profecía final.
Porque había una profecía final. Todo eso era lo que recogía el Libro de
Cristal, un libro dictado por Atman a sus discípulos, Baabat y Bhakti,
de manera que resplandeciera en la luz «como un diamante de su memoria».
52
Como en la losa a los pies del buda, volvía a aparecer la memoria
relacionada con la transparencia. Pero asimismo, por la otra puerta del
laberinto, la oscuridad se hacías más y más densa. Esto es lo que
cuentan las primeras páginas del Libro de Cristal, tal como las tradujo
Manuel Nájera: Cuatro ciclos de doce años se habían cumplido ya desde
que la gran estrella roja había surcado los cielos sobre el viejo país
de Bö, y su ciudad más sagrada, la siete veces esplendorosa Asoka-Udaya,
había caído en un tiempo largo de plagas y tinieblas. Las cosechas no
germinaban, los animales ni fecundaban ni parían, los hombres sólo veían
en su hermano al enemigo, todo era desolación. Fue en ese tiempo cuando
llegó a nosotros el Bienaventurado Atman, a quien acompañaban dos de
sus discípulos, Baabat y Bhakti, y una mujer joven llamada Mahatissa.
Nadie sabía de dónde venían ni a dónde se dirigían, pero los primeros
que se acercaron a escuchar al Caminante decían que de su voz manaba
luz, una luz que curaba. Por ello, quienes creían en su palabra
comenzaron a llamarle Metteya, pues lo tenían por heredero del
Auténticamente Venido. Sólo los sacerdotes de la vieja religión le
miraban con recelo y no se acercaban a él, como él tampoco se acercaba a
sus templos. Pero como su fama crecía por encima de todos, un día el
buen rey Gopananda decidió convocarlo a su palacio, pues, si aquel
Caminante curaba con su palabra, no podría negarse a sanar su reino. El
Insondable acudió a la cita junto a sus discípulos y le siguió una gran
muchedumbre. Pero al ver al oráculo de los sacerdotes reunidos en torno
al rey, se entristeció, y lloró por el rey y su reino. —¿Qué es lo que
te causa tanto dolor? —preguntó el sumo sacerdote, Chenrezi. Como el
bienaventurado no contestaba, otro añadió: —¿Temes acaso que no has de
revelar tus secretos ante nosotros? —Y como el Maestro perseverase en su
silencio, un tercero dijo: —Los secretos de los dioses pertenecen a
aquellos que les temen. Y todos cuantos estamos aquí, ¿no tememos a los
dioses y hemos hecho votos de guardar con nuestra vida la fidelidad a su
palabra? Todos los sacerdotes respondieron: «Así sea». Y el Caminante,
que les miraba con dureza, repitió: «Sea pues. Puesto que así lo
queréis, escucharéis la Palabra y os mediréis con ella». Dicho esto
colocó de un lado a su discípulo Bhagavad y a Bhakti del otro, y dijo:
«Formamos el triángulo, que sustenta la esencia de todo lo que es,
representamos la puerta del Templo y sus dos columnas». —Y diciendo esto
se escuchó un grave palpitar en el cielo, como si un inmenso corazón
hubiese comenzado a latir sobre sus cabezas. El rey tembló, los
sacerdotes se sobrecogieron, la muchedumbre se arrojó a sus pies,
aterrada, y Atman habló: —No temáis, alzaos todos. Ved que el cielo se
acerca para escucharnos, pues yo soy la Palabra y el latido que viene
desde el origen. Dicho esto se dispuso a dictar su Ley y su Enseñanza, y
sus dos discípulos comenzaron
a copiarla en grandes hojas de palma y de latania. Durante siete
días el Bienaventurado Atman dictó su Ley y su Enseñanza a los hombres.
Y a medida que daba su Palabra, su rostro y su espíritu resplandecían,
pues su voz escribía con fuego en el Libro de la Vida. —No hay dioses
—comenzó por decir, y los sacerdotes se estremecieron—. El Que Es
también es lo que sois, hijos de la luz en camino hacia la luz. »No hay
templos —continuó, y los sacerdotes ya se revolvieron—, sino un solo
templo, que es vuestro corazón, pues es sólo en vuestro corazón donde la
plegaria es escuchada por la luz y así es como creáis en vosotros luz
viva. »No hay ceremonias ni sacrificios que agraden a Quien me envía,
salvo que llevéis su presencia día y noche dentro de vosotros. De manera
que el mejor culto que se le puede rendir es amar a los demás como
decís que le amáis a Él. Pues Aquel a quien llamáis Principio y Señor de
todo lo creado ya os lo ha dado todo. Corresponde ahora al hombre dar y
darse. »Yo os doy una Palabra Viva que hace nacer y renacer. Si creéis
en ella, os hará inmortales. Mientras que aquellos que nieguen ese
principio morirán, pues su corazón abjura de la vida. Sabed que vuestro
destino depende de la pureza de vuestro corazón, y que cada hombre ha de
esperarlo todo de sí mismo, pues tenéis dentro de vosotros un poder que
os hace hermanos de las estrellas. »Así como los ojos del Señor
recorren sin cesar los universos visibles e invisibles, de manera que
allá donde su mirada descansa crea un sol nuevo, así es como aguarda de
cada uno de vosotros el nacimiento de un hombre nuevo. Despertad el
latido de la estrella que duerme en vuestro corazón, pues todos los
poderes están en vosotros, y liberaos de la muerte que sólo es la
prisión del alma. La desolación que tanto os aflige es una sombra de
vuestro desierto interior, las plagas que os azotan nacieron de vuestra
boca. Bastó una palabra, en el comienzo, para que las tinieblas se
disiparan y surgieran la luz. Pronunciad esa palabra de manera que esa
luz vuelva a manar de vuestro corazón y vuestras tinieblas se disiparán
para siempre. Y así sucedió, pues a medida que el Iluminado daba su
Palabra los cielos se abrían, los pastos verdecían, las aguas se volvían
salubres, los hombres y los animales sanaban de sus males y todo se
revelaba luz a través de las siete puertas de la siete veces
esplendorosa Asoka-Udaya. —Cada hombre lleva dentro de sí el embrión de
un ángel —dijo al fin—. Cada hombre y todos los hombres están en el
camino de retorno al sol. Pero esa mutación no se producirá sin una gran
batalla final entre quienes luchan por despertar su memoria de luz y
los espíritus hambrientos que descienden a este espacio desde los soles
muertos, devorados por su propia oscuridad.
53
Escribió la palabra oscuridad y, al alzar la vista de la página, vio
que la segunda noche había caído sobre él con una negrura tan densa y
envolvente como la que parecía surgir del texto que tenía ante sí.
Después de la experiencia de Tielontang lo entendía todo y no entendía
nada. La historia de Atman encajaba con la del padre Stellios, pero
también con cualquiera de los mil budas caminantes que había encontrado
en la lamasería de Tikse, veinte años atrás. No obstante, la palabra de
este profeta contenía muchos de los principios esenciales de Jesús el
Cristo. Aquí estaban, en lo que parecía ser su versión madre, enunciados
trascendentales como el amarás a Dios con todo tu corazón y a tu
prójimo como a ti mismo, la presentación de su mensaje como una buena
nueva, la invocación a los poderes de luz que duermen en el hombre, y
hasta la llamada a destruir los templos de piedra y a reemplazarlos por
el templo del corazón de cada cual. En tiempos de Cristo éstas fueron
palabras muy peligrosas, una auténtica blasfemia a ojos de los
sacerdotes que acabaron crucificándolo. Mil años antes, ¿había sucedido
algo semejante con este Jesucristo antes de Jesucristo? Desde luego, sí
sucedió con Siddharta Gautama. Los brahmanes tampoco le querían, pues
Buda negaba su utilidad como intermediarios entre el hombre y lo divino.
Hasta el Libro de Cristal, sin embargo, no se conocía ningún texto que
lo dijera de una manera tan explícita y, lo que resultaba aún más
notable, en primera persona. De hecho, en las primeras codificaciones de
la palabra de Buda, debidas al rey Asoka, en el siglo II antes de
Cristo, ni siquiera aparece el nombre del Iluminado. ¿Qué sucedería
cuando se hiciera pública esa traducción? Si el Bienaventurado
Atman-Metteya era aceptado como la última encarnación de Buda, ¿cómo
reaccionarían los herederos del sumo sacerdote Chenrezi, al verse
repudiados por el Perfecto, sus templos destruidos, sus jerarquías
abolidas...? ¿Qué podía suponer esa traducción, sino una auténtica
revolución en todo el Tíbet? Las dos páginas siguientes del Libro, que
ya tenía en borrador, contaban precisamente la conjura de los clérigos
dirigida por el tal Chenrezi contra el Bienaventurado, su prendimiento,
su proceso y, ¿una vez más su ejecución, como en el caso de Cristo? No,
en la tercera página reaparecía esa mujer clave, Mahatissha. Ella
liberaba al Enviado de su prisión y continuaba su camino junto a él,
«hacia la Puerta del primer sol». Poco después uno de sus apóstoles
—Baabat— componía algo parecido a un apocalipsis... mientras que el otro
—Bhakti— convocaba a los hijos de la luz para la fundación de un reino
nuevo. ¿El reino del hombre cósmico, el de ese enigmático Caminante que
se decía hijo del sol, o el de esos misteriosos gigantes que cubrían los
rostros de sus reyes
con máscaras de oro, en las estepas de Tengri Nor? La losa de
basalto ya revelaba un evangelio —continúa Manuel en su cuaderno—, es
decir, un mensaje de buena nueva dictado por alguien que se dispone a
partir. ¿Cuál es entonces la función del Libro de Cristal? ¿Repetir ese
mismo mensaje en otra lengua... en otra longitud de onda? ¿Y qué decir
de la biblioteca pérdida de los esenios, en Tielontang? Aquí, entre la
losa y el Libro, tenemos una colosal estatua de Buda... Un Buda barbado,
con rasgos que recuerdan la imagen del Nazareno. Mientras que en
Tielontang, además del Cristo de rasgos orientales, se guarda esa
biblioteca que parece contener sabidurías muy anteriores... Anteriores
incluso a esta humanidad. De hecho, el mapa astral que se repite aquí y
allá es el que conoció Teilhard, y su datación se remonta a más de trece
mil años antes de Cristo. Es la misma cronología que afecta a la
fundación de Tiahuanaco, donde encontramos una puerta cósmica muy
parecida a la que se alza en Mulbek. La misma que presidía los templos
de Heliópolis y Medinet-Abu, en Egipto... Qué casualidad que la palabra
griega síntesis sea una derivación del shamadi budista que simboliza la
fusión plena del hombre con el cosmos, con la sabiduría infinita. Todo
esto es una locura. La función de cualquier texto es atraer a su lector
hasta su centro por medio de un tejido de palabras. Cuanto más me
adentro en este Libro de Cristal, sin embargo me llega con más claridad
la voz profunda de quienquiera que lo escribiese, diciéndome que me
aleje de él. ¿Pero qué puedo hacer salvo seguir escribiendo para salir
de este laberinto? Escribo a ciegas, con los ojos cerrados, porque ésta
es ya para mí la única manera de avanzar. No puedo ver el camino porque
hacer camino pasa por unir estos puntos tan distantes entre sí, y con
los ojos abiertos no puedo hacerlo. El camino se cierra y me oculta sus
respuestas por la misma razón que me hizo tropezar en el monasterio de
Tielontang. Tropiezo porque soy incapaz de arrodillarme. No veo porque
no creo. No creo en nada. Sin embargo, cuando cierro los ojos, parte del
texto se me revela, comienzo a descifrar. Es curioso, durante toda mi
vida sólo me han atraído dos historias: los libros herméticos y las
mujeres igual de herméticas. Me fascina lo que se cierra ante mí, es
decir, me fascina lo que me destruye. ¿Pero no es lo que me destruye
asimismo lo que me salva? No lo sé, no sé nada. Sólo sé que esta
historia debe acabar ya o acabará conmigo. Desde ayer, presiento
poderosamente que el final se acerca.
54
Después de tres días sin beber ni un trago, la botella de arak no
opuso resistencia. A medida que se iba vaciando, la llama de la vela se
movía como una medusa de fuego atrapada dentro del vidrio. El efecto fue
fulminante. Su mente soltó amarras y sintió que navegaba por un espacio
sin dimensiones, de inmensidad en inmensidad, como uno de aquellos
Fundadores, hasta encontrar la estrella que llevaba escrita su nombre.
Fue entonces cuando escuchó aquella voz, después de tanto tiempo: —El
hijo que esperabas ha nacido ya. La voz le llegó como una caricia en la
oscuridad. Una caricia aterradora. Manuel fue incapaz de abrir los ojos.
—¿El hijo? ¿Qué hijo...? —exclamó, agitándose en su lecho—. No puede
ser... No puedes ser tú. —Tu hijo ha nacido esta noche, y se llamará
Manuel —insistió la voz, acercándose un poco más—. Manuel, como Manú, el
hijo de la luz del mana. Cuando al fin consiguió despegar sus párpados,
le hubiera sorprendido menos encontrarse a Carmen con un niño recién
nacido en su regazo. Era Tara. ¿La misma Tara que desapareció en
vísperas de su viaje a Tielontang? No, en ese tiempo se había producido
en ella una transformación. Sus ojos rasgados revelaban otra mujer, una
mujer-niña que hubiese llegado a su madurez, como esa sonrisa que seguía
siendo dulce, pero velada por una extraña tristeza. Sobre todo cuando
repitió esa frase, como un conjuro: «Tu hijo ha nacido ya, y se llamará
Manuel». ¿A qué hijo se refería? ¿Qué clave le estaba transmitiendo? A
la luz del cabo de vela, aquellas palabras parecían dibujar un círculo
místico alrededor de los dos. Y dentro del círculo, envuelta en esa
atmósfera casi táctil, Tara siguió hablando: —Tu hijo ha nacido ya. Pero
tú, Nájera San, debes morir. Se acerca tu tiempo de morir... —¿Morir?
¿Pero por qué? —Porque has profanado el conocimiento sagrado. Te dije
que no fueras a Tielontang, te previne para que no perturbaras el sueño
de los durmientes. Tara quería salvarte, pero tú no escuchaste a Tara...
Tara acabó de desnudarse, entró en su lecho. Viendo su rostro tan
cerca, Manuel sintió como si sus tatuajes formaran parte de la
respuesta, y en su piel estuviera cifrada la clave de todos los enigmas.
Tal vez era eso lo que estaba ofreciéndole como si fuera su hijo
físico, pues a medida que le acariciaba con sus viejas artes de khadoma,
el masaje ritual que sube por toda su columna hasta el hipotálamo, él
sintió que un verdadero alumbramiento atravesaba su mente y se abría
dentro de ella, como el rayo penetrando en el loto una noche estrellada.
—Querías saberlo todo, Nájera San... Lo querías más que a Tara, más que
a tu
propia vida. ¿Sigues queriendo llegar hasta el final? —¿Por qué
me lo preguntas, si dices que has venido para matarme? —Escucha a tu
hijo, al niño de luz que está naciendo dentro de ti. Escúchalo y sabrás.
¿Es que no lo oyes? Él trae todas las respuestas... —Sólo te veo a ti,
Tara, sólo te tengo a ti... —Cierra los ojos, escucha... La luz de tu
hijo atraviesa el Libro de Piedra y el Libro de Cristal. Todo es raíz y
fruto de la misma historia... ¿Quieres que te la cuente? —De acuerdo,
cuéntamela y mátame después, como aquella vez. —Los cinco animales de la
losa, ¿recuerdas?, son los cinco budas de nuestra tradición, pero
también cinco skandhas, cinco grados de perfección, cinco claves del
camino. .. Los cinco personajes del Libro de Cristal son los mismos.
—¿Cinco? Atman y Mahatissa, Bhakti y Baabat, sólo suman cuatro. —No has
entendido nada. Cierra los ojos, escucha a tu niño de luz... Atman no es
Atman. Su nombre es Atmana, el mensajero del mana, la unión de Atman y
Brahman, la fusión del principio del universo y el primer latido del
hombre... El primer paso del Caminante unido al de su Continuador.
¿Entiendes ahora? —No, no entiendo... —Escucha: Atmana significa vuestro
Cristo y nuestro Buda en un solo avatar, Maitreya, que es también el
quinto elemento, el quinto evangelio. El Evangelio de los Fundadores...
El Evangelio de los Fundadores, se repitió Manuel sin reparar en que su
corazón había dejado de latir. En efecto, Tara había venido para matarle
o él había comenzado a morir, pues presentía que todo aquello era
cierto. A la luz de aquel cabo de vela, siguió preguntando. —Y Bhakti y
Baabat entonces, ¿son lo que estoy pensando? —Sólo en parte. Has
acertado al pensar que Baabat es el gemelo de vuestro profeta, el que
vino hasta aquí con él. Pero también es el discípulo predilecto de Buda,
el que reempredió su camino desde aquí... —¿Quién es entonces Bhakti?
—Bhakti es la fusión de todos ellos en un hombre nuevo fuera del tiempo.
Aquel que será fecundado según el principio del amor absoluto. Aquel
que será llamado a fundar un reino nuevo. —¿El reino de Agartha? —El
reino de Agartha se funda cada día dentro de ti. Eso es Agartha, el
estado de conciencia que precede al gran retorno. El que llega allá
detiene la rueda del Samsara y entra en el Nirvana-Madre, que es el
Origen. —Ya, por eso dejaron dos libros, uno de sabiduría pura y otro de
enseñanzas para el camino, ¿no es así? —Así es, prajna y dharma, la
doctrina de la sabiduría y la guía del camino, esos son los dos libros.
El primero lo escribió Baabat sobre piedra y Bhakti escribió el otro
sobre cristal. Pero cada libro es también una puerta que se corresponde
con otras dos puertas, aquí, en Mulbek, la de la vida y la de la muerte.
—¿Dos puertas? Veo la puerta de la vida sobre la cabeza del gran
buda rojo. Pero la puerta de la muerte, ¿cuál es? ¿Dónde está? Tara no
respondió con palabras. Se lo dijo presionando sus pulgares sobre su
nuca. El dolor le hizo cerrar los ojos. Entonces vio esa puerta bajo sus
pies. Y al verla, apenas entreabierta, un escalofrío le recorrió la
médula. ¿Qué era eso que brillaba? ¿Parte de un rostro? ¿Un rostro o una
máscara? —Acéptame una pregunta más, Tara, sólo una... —Está bien,
pregunta. Será tu última pregunta. —¿Quién es Mahatissa? —¿Mahatissa?
—repitió Tara, sorprendida de que ignorase hasta lo que ella consideraba
más evidente—: Mahatissa es la mujer virgen que acompaña al Caminante.
La hija de reyes que le acompaña en su camino, y le da un hijo sagrado,
hasta que se abren para ellos las puertas del Reino. —Pero Jesús jamás
hizo el amor con ninguna mujer...—Manuel estaba convencido de la
falsedad de todas las teorías que frivolizaban con eso: Cristo había
hecho el voto de los esenios nazarenos, el sexo era la muerte para
dios—. No pudo fecundar un hijo en el vientre de una virgen... —¿Y quién
te ha dicho que se trata de un hijo de carne y sangre? ¿No acabo de
revelarte que tu hijo ha nacido ya y tú aún no lo ves? ¿No acabas de oír
que Atmana supone la fusión de nuestro Buda y vuestro Jesús en un solo
avatar? Atmana es el Maestro Supremo, como Maitreya fue su Continuador
en su tiempo... y Bhakti en todo tiempo futuro. ¿Entiendes ahora? El
Continuador de Buda y de Jesús, de Atmana y de Maitreya, es todo aquel
que despierte esa luz virgen en su corazón y se dé a luz a sí mismo y se
convierta en Bhakti. Igual que tú eres Mana, el manantial de luz que
llevas cifrado en tu nombre. Manuel lo estaba viendo todo, como si Tara
estuviese proyectando dentro de su mente la película de ese regreso de
Cristo al Tíbet, al corazón del mundo. Con Él regresaba a su trono el
príncipe de una estirpe milenaria de fundadores de la que procedían
todos los mitos, de Atman a Arhiman, de Buda a Maitreya, de Krishna a
Cristo. Siempre ese avatar inmortal que tras morir sacrificado renacía
inmediatamente como niño divino en un nuevo Portal de Belén, en la
Puerta de Mulbek. Nunca había oído nada semejante, ni tan maravilloso.
Ni tan aterrador a un tiempo. Pues, en ese punto de su visión, con el
primer silencio de Tara, apareció un rostro con los ojos abiertos,
dentro de una tumba. —Entonces, ¿ese rostro? —Sí, es quien estás viendo,
Nájera San. Ya lo sabes todo, no puedo revelarte más. Ni una palabra
más. Tara sigue hablando de otra manera. Su voz se funde a su cuerpo, y a
medida que entra en él se diluye en su oído como un narcótico. Cuando
el rayo entra en el loto, la luz llega hasta las raíces de la vida y la
vida se llena de luz, florece y da fruto.
Todo sucede dentro de ti, el mundo es tu creación, tú eres padre
de ti mismo y tu propio hijo. Cierra los ojos. Aprende a mirar por los
suyos, fortalece tu corazón con su latido. Mira cómo fluye el loto en la
corriente de la vida, mira el rayo dorado que atraviesa sus pétalos y
se refracta en el agua como arcoiris, azul violeta, oro líquido, como
los cielos que despiertan dentro de ti. Imagina. Sueña. Escribe. Nadie
se ha atrevido a imaginar hasta dónde puede llevarnos la vía de los
poderes que duermen dentro de cada uno de nosotros, y que hace
semejantes a los hombres y a los dioses. Tu dios, como el mío, sólo fue
Dios porque se atrevió a imaginarlo todo. Me atrevo a imaginarlos así a
medida que avanza la consumación de esa noche. Manuel siente que dentro
de Tara se abre un sendero y que ella vuelve a ser su guía. Le habla con
su cuerpo y con su sexo, con una intensa irradiación de amor. Ahora es
ella quien le fecunda y él quien concibe. Cada pregunta, cada respuesta,
supone avanzar un paso más en esa traducción que implica el
desciframiento de su propia vida. Todo sucede sin palabras. En silencio
anudan sus cuerpos, hacen el amor con una pasión profunda. A horcajadas
sobre él, en la oscuridad, Tara llora sin lágrimas como si esa entrega
le produjera un intenso dolor. Se trata del ritual previo a un parto al
revés, como si fuera a darlo a luz nuevamente esa noche. También Manuel
presiente que su historia con Tara se está acabando, y le coge la cabeza
con sus manos, acaricia su pelo y besa sus ojos susurrándole una
mentira: siempre estaremos juntos, siempre nos querremos así. Ella deja
escapar un suave gemido, arquea su cuerpo y se pega a él sintiendo cada
latido, envolviéndole con su sexo suave y sedoso, besándole hasta que
los dos estallan en un orgasmo tan lleno de luz, tan largo y tan
intenso, que se sienten transportados fuera del mundo, hasta el corazón
de una estrella. —Ahora está bien —exclama Tara—, ahora aunque mueras,
ya no morirás. Manuel la abraza y trata de besarla, pero ella rechaza el
beso. No muy lejos, en lo alto del acantilado, la puerta de Mulbek se
cierne sobre ellos como un desafío. Y como un hijo nacido de sí mismo,
un espíritu nuevo se alza del cuerpo de Manuel. Gravita un momento sobre
su cabeza, atraviesa los muros de la lamasería y asciende hasta la
caverna donde duerme el Libro de Cristal, y se enciende como llama sobre
el gran Buda rojo, envuelto en una irradiante esfera de luz, se diluye
en el espacio que palpita dentro de la gran puerta. Mil metros más
abajo, después de hacer el amor con Tara, Manuel presiente su muerte.
También él ha iniciado una singladura definitiva, tras zambullirse en
otra dimensión de la vida. Así comenzará su último viaje, un viaje sin
retorno hacia una realidad mágica donde lo visible y lo transparencial
se mezclan, como la roca y el cristal de roca. Donde al fin se revelan
todas las claves.
55
Hace calor, un calor extraño en estas latitudes, pese a que Mulbek
es el punto más meridional del Tíbet. A lo lejos, la corona de hielo del
Nun Khun refulge como un diamante donde se reflejan los primeros
destellos del amanecer, pero sobre los glaciares que descienden por el
noroeste la nieve comienza a alzarse en imponentes columnas blancas. Se
acerca la estación de los vientos, la tempestuosa primavera tibetana.
Pronto florecerán los pastos, las praderas verdearán con esa hierba
brillante que aquí llaman la cabellera de Buda, y volverán las caravanas
y los rebaños de yaks, y se escuchará de nuevo el silbido de las hondas
con que los pastores a caballo reconducen a los animales que se
extravían. En el patio de la gompa los jóvenes novicios recitan una
salmodia con pretensiones de infinitud. Los pastores y los lamas que
pastorean a su grey lo tienen más fácil. Ellos no dudan acerca del recto
camino. Tanto es así que muchos de estos jóvenes novicios jamás llegan a
aprender a leer, sino sólo a repetir de memoria los textos sagrados.
Manuel, en cambio, no cesa de hacerse preguntas mientras traduce la
quinta lámina del Libro de Cristal. Poco antes del alba ha despertado
solo, como aquellas noches en que Tara se acostaba junto a él. No tiene
ninguna sensación en el paladar ni en la cabeza, pero abriga la misma
sospecha. Como si mientras hiciera el amor con ella, tal vez con esos
untuosos masajes previos, le hubiera infiltrado alguna droga. De otra
manera no acierta a explicarse todas las intuiciones de la noche
anterior. También los indios tarahumara, en México, llaman hijo de luz y
niño santo al hongo alucinógeno que favorece esa clase de
iluminaciones. Las imágenes siguen muy vivas en su mente, sobre todo la
última. Y es una locura. Ese descenso a través de una puerta que no se
atreve a nombrar. Apura un trago de té escuchando a los niños de cabeza
rapada y túnica azafrán. Junto a los borradores de la traducción, tiene
abierto su cuaderno amarillo por una página donde podemos saber algo
más: Trato de concentrarme en el texto, pero me desborda todo lo que
intuyo bajo su piel. Como si estuviera tocando su corazón. Siento una
excitación increíble, algo semejante a lo que experimentaron los
decodificadores del ADN o los descubridores de un nuevo mundo. Es muy
posible que esté cerca de las últimas respuestas. Todos los caminos me
conducían aquí, y aquí está la consumación de todo. La energía crística
existe. Da igual el nombre con que se la conozca. Se trata del mismo
fluido que resucitó a Cristo en el sepulcro, que fluyó de sus venas al
Santo Grial, o del que bebió Buda Sakyamuni antes de rebasar las Puertas
de la Percepción. La luz del mana es el maná de Moisés, el soma de los
Fundadores, la fusión del Atman y el Brahman... Estas son las puertas
definitivas por las que transmigraron los últimos
maestros. De Qumrán al Tíbet, del monasterio de Tikse al de
Mulbek, de las tumbas de Tengri Nor a la cripta de Tielontang, y ahora
este Libro de Cristal que completa todas las claves del Libro de Piedra.
Pero, ese libro, ¿no será algo más? Lo que comienzo a entrever me
fascina y me aterra —escribe, antes de un párrafo muy tachado que
concluye así—. Aunque todo sean alucinaciones, debo seguir avanzando. He
accedido a un plano superior del conocimiento, y aun de la existencia,
ya no puedo volver atrás. Ahora bien, tal vez no me sea consentido ver
más. ¿Qué me espera más adelante? No lo sé. ¿Pero quién lo sabe? Nuestra
civilización —tan agnóstica, tan racionalista— es la única en toda la
historia de la humanidad que se ha fundado sobre la aversión a todo
principio trascendente. Hablar de la luz del mana, defender la
existencia de una tradición sagrada, presentar al hombre como
descendiente de las estrellas a las que estaría destinado, ¿no implica
algo más que una locura personal, algo así como una impugnación contra
todo nuestro mundo, una llamada desesperada, una llamada para un
despertar? Creo que esto ya lo he escrito antes, creo que debo
escribirlo de nuevo. Algo sucedió allá en Qumrán. Manuel salió de la
cueva número cuatro transfigurado en algo parecido a un evangelista. Por
supuesto, un evangelista perseguido por todos sus demonios —un profeta
pecador, un santo bebedor—, pero absolutamente persuadido de que había
sido ungido por un poder extraño, un conocimiento o una visión que
desafiaba a todas las academias y a todas las curias de su tiempo,
incluidas las científicas. ¿Con qué sensación de aislamiento debieron
vivir él y todos los que como él se sintieron atravesados por un
descubrimiento trascendental y tan difícilmente comunicable? ¿Cuánto
sufrirían al contar su buena nueva y recibir a cambio sólo rechazos y
burlas, cuando no la cárcel, el auto de fe o el patíbulo? Y sin embargo,
dentro de esa tremenda soledad y pese a todos los golpes, ¿no serían
también inmensamente felices? De no ser así, jamás hubieran resistido
hasta el final. Los sabemos seres excepcionales. Por eso los
crucificamos. Pero antes queremos que den un poco de espectáculo. Es
divertido ver cómo se apasionan con su verdad sumidos en una especie de
trance. Sus palabras iluminan los rostros con una llama serena que nos
restituye a la corriente profunda de la vida, mientras nos prometen
cielos nuevos y unas vacaciones en la eternidad. Aunque no les creamos,
tal vez lo que no podemos soportar es que ellos crean en lo que dicen.
Que crean verdaderamente que van a vivir dentro de una infinita
expansión de luz, mientras que a nosotros sólo nos espera el frío y las
tinieblas. No, no estoy hablando de credos ni de iglesias; hablo de
ciencia y de belleza, pues mis evangelistas son todos el mismo, aunque
se llamen Fleming o Semmelweiss, Van Gogh o Beethoven. Cada evangelista
emplea un lenguaje diferente, pero todos descifran el mismo Libro de Luz
sobre una losa ilegible que sólo ellos pueden entender, porque también
fueron ellos quienes la escribieron mil años atrás. Eso era lo que hacía
de Manuel un hombre marcado al rojo vivo. Creía profundamente en
la estrella que sentía arder dentro de su corazón. Sabía que ese fuego
generaba una soledad infinita a su alrededor pero ya no imaginaba otro
rumbo para su vida, siempre expandiéndose hasta fusionar en un sólo
latido —hálito y pálpito, alfa y omega— el final y el origen.
56
¿Tardará mucho en acabar, Nájera san? —le sorprendió Tushita ese
mediodía, cuando ya estaba ultimando la traducción de la quinta lámina
del Libro de Cristal. Manuel apenas alzó la mirada y siguió escribiendo.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? Te he echado mucho de menos... —Ya
lo sabe, Nájera San. He estado en Leh, cuestiones administrativas. Tal
vez esa segunda mirada de Manuel le incomodó más que la primera. Tushita
la desvió, pero se creyó obligado a decir algo más. —También tuve que
esperar un día más, por Tara... —¿Ah, sí? No lo sabía. —Ella estaba en
Tradum, que cae de camino... —Comprendo, no te preocupes. Ya ves que he
podido seguir adelante con la traducción sin tu ayuda. —Ya lo veo,
señor. Le traigo los periódicos. —Ah, gracias, déjalos ahí —precisó
Manuel, indicándole el arcón donde ordenaba sus diccionarios—. ¿Quieres
un té? Tushita negó con la cabeza y, en lugar de dejar los periódicos
sobre el arcón, interpuso uno doblado por la primera página sobre su
mesa. —Échele un vistazo, Nájera San —exclamó con un gesto nervioso—, es
el Kashmir Tribune de hace dos días. Manuel interrumpió su trabajo y se
asomó a la fotografía de portada. Una larga hilera de cadáveres sin
cubrir, a los que seguían apuntando los fusiles de los soldados chinos
que los habían ejecutado. Los que estaban más cerca del objetivo de la
cámara apenas eran unos niños, también había mujeres con signos de haber
sido violadas, una carnicería. —¿Son tibetanos, verdad? —preguntó
Manuel. —Es lo que queda de la guerrilla que operaba al sur del
Aksai-Chin. Medio centenar de muertos y ni un solo superviviente. —Es
terrible... —Ha tenido usted mucha suerte, Nájera San. Ya lo ve... Si
llegamos a cruzarnos con los chinos el día de Tielontang, ni usted ni yo
estaríamos aquí. ¿Qué pretendía decirle en realidad? ¿Y por qué se lo
decía así? Las dos preguntas quedaron en el aire cuando vieron, más allá
de la balconada, un landróver que cruzaba el valle a tal velocidad que
amenazaba con arrasar toda la gompa de Mulbek. —¿Es nuestro amigo Kupka o
me equivoco? —preguntó Manuel mientras preparaba más té. —Sí, es el
director. Se ve que lo del jeep le ha puesto furioso. —No te preocupes,
eso ya lo arreglamos. Ahora viene por otra historia —dijo
Manuel, sin variar su tono—. Esta mañana, a primera hora, le he
enviado a través de un chela la traducción de las tres primeras páginas
del Libro de Cristal. —No sabía que estaba ya con eso, Nájera San. —Es
el resultado del viaje a Tielontang. Ahora todo va más deprisa... —¿Más
deprisa? ¿En qué sentido, señor? —En todos los sentidos, Tushita.
Escucha, esta noche me he visto morir — Manuel segregó una sonrisa
triste—: bueno, sólo ha sido un sueño. Pero, por si acaso, no quiero
perderme su cara después de poner en sus manos el descubrimiento más
importante de este siglo... —¿Está seguro de lo que dice, Nájera San?
—Absolutamente, y sin embargo, lo más importante ya no tiene ninguna
importancia. —No le entiendo, señor. —Obsérvale a él y lo entenderás
todo. En efecto, cuando el teutón apareció al otro lado de la puerta,
venía tan alterado que tardaron el llegarle las palabras. —¡No puede
ser, esto no puede ser! —muy exaltado, fue derecho hacia Manuel con sus
tres folios en la mano—. ¿Por qué no me lo pasaste antes? ¿Por qué?
Manuel le detuvo sin levantarse, decidido a no perturbar el lento hervor
de aquel té. —Si no puede ser, no te preocupes: todo lo que figura en
ese texto es un error y yo sigo siendo el alucinado a quien nadie
creerá. —Pero... si la ciudad es verdaderamente Asoka-Udaya... y el
nombre del discípulo que copió el Libro de Cristal es textualmente
Baabat... Y en fin, si el tal Atman le dictó este evangelio, porque esto
es un evangelio en embrión, pero en toda regla, entonces... —¿Entonces,
qué? —De ser cierto lo que dice el Libro de Cristal, tal vez...
—respondió el arqueólogo ridículamente desencajado— estamos ante un
descubrimiento que puede cambiar la historia de la humanidad. —¿Te
apetece un té? —preguntó Manuel, que seguía imperturbable—. Tushita ya
me lo ha rechazado... Ayer noche, Naropa me trajo algo maravilloso: este
excelente té rojo a la vainilla. Ahora me cuida mucho. Kupka no
reaccionó hasta sentir el líquido caliente llenándole la mano. —Si me
prometes que vas a seguir adelante, hoy mismo llamo a la Gulbenkian y
paralizamos la comisión que está en camino... —No es necesario, déjalos
llegar y resérvales la mejor suite de tu pabellón prefabricado: ya
sabes, la de la antena parabólica. —Por favor, ¿por qué actúas así?
Sabes que si tu traducción es correcta, lo que hay allá arriba puede ser
el hallazgo arqueológico más importante de la Historia. —Quédatelo, es
todo tuyo. Al fin y al cabo, tú lo viste primero. —No te entiendo. No
entiendo cómo te atreves a bromear...
—No bromeo. Sólo te invito a ser consecuente. Si hasta ahora
todas mis traducciones te parecían inaceptables, ¿qué te ha llevado de
pronto a creer tan fervientemente en ésta? El director ya no contestó.
Se le veía confuso, muy alterado y haciendo esfuerzos por contenerse.
Nunca le había entendido, no le controlaba, pero ahora tenía verdadero
pánico a enfrentarse a él. Se imponía una retirada prudencial, huir de
sus sarcasmos e informar cuanto antes a la Gulbenkian acerca de lo que
estaba sucediendo en Mulbek. Seguro que era eso lo que iba rumiando
mientras las cornisas doradas de la pagoda iban empequeñeciéndose en su
retrovisor, y el Libro de Cristal crecía y crecía hasta llenar todo el
horizonte. Cada día contaba, y mejor si tenía testigos de todo lo que
sucediera en adelante. ¿Pero qué era aquello que lo había cambiado todo y
que podía convertir aquel libro en el hallazgo arqueológico más
importante de la Historia?
57
Si aquel baabat que acompañaba al caminante era el Tomás de las
Escrituras, Kupka se convirtió en un segundo Tomás al tener en sus manos
la primera traducción del Libro de Cristal, y caer de rodillas ante él,
víctima de una conversión súbita y total. De hecho, Tomás no fue un
apóstol cualquiera de Cristo, sino el que duda de su resurrección e
introduce sus dedos en la llaga, como si supiera que no había muerto,
como si lo supiera incluso mejor que el mismo Cristo. También es quien
le precede en su peregrinaje como una especie de aposentador del
Maestro. Y lo más importante: Tomás es el apóstol que más se parece
físicamente a Jesús. Pero si Tomás en arameo se traduce literalmente
como mellizo, Tomás-Baabat, ¿era un apóstol singular o más bien alguien
tan extraordinario como un hermano físico de Jesucristo? De entre los
más de veinte evangelios censados hasta la fecha, la Iglesia Católica
sólo admite cuatro como canónicos: los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Los tres primeros son conocidos como los sinópticos, a causa de sus
notables semejanzas, mientras que el de Juan, el más inquietante, parece
influenciado por otras corrientes de pensamiento, donde vuelven a estar
muy presentes los esenios y los gnósticos egipcios. No obstante, todos
estos textos de los que estamos hablando no son originales: se trata de
copias de segunda o tercera mano de textos perdidos, muy posteriores a
la vida y a la predicación del Nazareno, todos ellos escritos por
hombres de fe sedientos de multiplicar sus milagros tras la desaparición
del Maestro. Frente a todo eso, la segunda lámina del Libro de Cristal
decía textualmente que el Bienaventurado Atman había dictado a Baabat lo
esencial de su Ley y de su Enseñanza. Entonces, si Baabat era realmente
Tomás, si el Iluminado Atman era realmente Jesús el Cristo, y si lo que
había copiado aquél era la palabra viva de éste, lo que contenía el
Libro de Cristal era ni más ni menos que el único y definitivo Evangelio
de Cristo. Un Evangelio del Tíbet. Kupka seguía sin saber nada acerca
del descubrimiento paralelo de Manuel en Tielontang. ¿Pero para qué
necesitaba saberlo? A él le bastaba con el impacto mediático del
hallazgo de Mulbek. Nunca había buscado el conocimiento puro, sino el
puro reconocimiento personal. Y en ese sentido, el Libro de Cristal
colmaba y superaba todas sus expectativas. Se convertía en un digno
sucesor del John Marco Allegro de Qumrán. Ya se veía en una nueva
portada de Time como hombre de año: él un refugiado de Alemania
Oriental, condecorado por la reina como Caballero de la Orden del
Imperio, incluso eligiendo un nicho bien prominente en el rincón de los
poetas de Westminster. Claro que, para llegar a eso, necesitaba salvar
dos obstáculos. Y el más grave no era que la teoría base y la traducción
llevaran la firma de Manuel Nájera. Lo peor de todo tenía que ver con
la cronología. Según las dataciones más
solventes, el Libro de Cristal había sido escrito entre el siglo
II y el I antes de Cristo. Por más que una de las acepciones de la voz
sánscrita Metteya enlazase con el término hebreo Mashia, fuera quien
fuese ese Mesías que llegó a Mulbek entre esos siglos, no pudo haber
sido Jesús de Nazareth, pues evidentemente en el siglo II antes de
Cristo... Cristo aún no había nacido. Todo eso se vino abajo aquella
mañana a primera hora, al poco de que recibiera la traducción de Manuel,
cuando Kupka conectó vía satélite con los cinco departamentos de
Historia Antigua más acreditados del mundo para fijar la datación de la
ciudad de Asoka-Udaya, y apenas tres horas después, los cinco le
ofrecieron una respuesta unánime y concluyente. Pese a su aura mítica,
la ciudad había existido realmente, y también su rey. La historia conoce
al rey Asoka, que fue el primer gran impulsor del budismo allá por el
siglo II antes de Cristo. Pero el término Udaya, un numeral simple, sólo
admite traducirse como «diez». Es decir, Asoka-Udaya sería la ciudad
del Décimo Asoka. ¿Quién fue el Décimo Asoka? El Gopananda que aparecía
en el Libro de Cristal, un rey que existió fehacientemente, aunque hasta
entonces el tiempo de su reinado fuera impreciso. Ahora bien, si el
Libro lo situaba cinco décadas después de que la gran estrella roja
surcara los cielos del Tíbet, esa estrella tenía que ser un cometa. Y el
único cometa que cruzó la Tierra entre el siglo I antes de Cristo y el
año 0 no fue otro que el inconfundible Halley que anunció el nacimiento
del Redentor a los Magos: la cronología del carbono 14 quedaba superada
por aquella evidencia histórica que despejaba definitivamente todas las
incógnitas. El Bienaventurado Metteya, el Príncipe del Atman, era Jesús
el Cristo. El mismo Mesías que llegó de regreso al Tíbet a la edad de
cincuenta años, donde dictó su Evangelio, antes de emprender una nueva
andadura junto a María de Betania.
58
Sin embargo, ahora que parece que vamos a Tocar el sol con las
manos, y que cada página promete llenarse de luz, ¿por qué de pronto
comienza a oscurecerse todo en esta historia? Encuentro una postal rota
que me habla de otro viaje. Verano de 1975. Hace quince días que hemos
aterrizado en Birmania por primera vez los tres juntos —Manuel, Carmen y
yo—, y por primera vez de vacaciones. La foto muestra una deslumbrante
puesta de sol sobre el valle de los ocho mil templos, en la llanura de
Pagán. Una planicie infinita surcada por un río serpenteante, un
silencio sólo quebrado por el canto de los pájaros, y entre los enormes
banianos, ocho mil templos abandonados, muchos devorados ya por la
jungla, sin más habitantes que las serpientes y los monos. ¿Cómo sería
ese paisaje de ruinas mil años atrás? Una visión de la gloria: ocho mil
campanas de oro vibrando con una misma invocación, y miles de sacerdotes
y de fieles fundiéndose en ella, no sólo de una manera religiosa, no,
me refiero a otro milagro. Pienso en el nacimiento de una civilización,
en ese milagroso empuje que lleva a los hombres a la conquista del
cielo, en esa fusión de almas y cuerpos cuya consecuencia final es la
belleza sobrehumana de algunas de sus creaciones, como los ocho mil
templos de Pagán. Pero de todo eso, sólo recuerdo una pregunta: —¿Adónde
se fueron? —¿Adónde se fueron quiénes, Manuel? —¿Adónde se fueron los
creadores? —Si lo dices por mí, aún estoy aquí —Carmen se retocaba el
maquillaje con ayuda de un espejito, de espaldas a nosotros—. Y quiero
que sepas que esta historia y este lugar empiezan a agobiarme. No le
faltaba razón. ¿Qué pintábamos tres sublimes colgados europeos y una
botella de Jack Daniels en lo alto de uno de esos templos campana, en un
país donde apenas se veían extranjeros y por el que merodeaban con
absoluta impunidad los khmeres prófugos de la guerra de Camboya?
—Tranquila, Carmen —mentí mientras le pasaba la botella—, la
superstición nos protege. Lo único que puede aparecemos aquí es uno de
esos monjes medio locos que vagan por estos templos o con un chacal
sarnoso. Caía de la tarde, el sol resbalaba por la curvatura de las
grandes campanas doradas y precisamente entonces se oyó el aullido de
uno de esos chacales solitarios, tan acompasado con mis palabras que nos
soltó la risa a los tres. —Lo que me angustia es otra cosa —dijo
entonces Manuel, y ahora entiendo el sentido de sus palabras—: cierro
los ojos y dentro de mí sólo veo mi propio templo en ruinas. No hay
nadie dentro, ni siquiera yo... —Muy bonito, pero como siempre, no hay
quien te entienda.
—Se trata de algo muy simple. ¿Por qué me siento más vivo aquí
que en mi ciudad, en mi mundo, en mi cultura? —¿Que te sientes vivo
aquí? —me interpuse—. Manuel, no te pases... Lo veas como lo veas, esto
no es más que un cementerio. —No, es al revés: el cementerio de verdad
coincide con el luminoso mundo del que venimos, con todo su poder y toda
su deslumbrante cultura. Pertenecemos a la civilización más poderosa
que ha conocido la Humanidad pero estamos vacíos. Da igual que entremos
hasta el corazón de la gran pirámide de Keops o de Teotihuacán, que
lleguemos a la Luna, que plantemos una colonia en Júpiter o consigamos
descifrar las claves de nuestro código genético. Pregúntate qué
buscamos. Merodeamos por los lugares abandonados del espíritu como esos
chacales que aúllan en la noche, y eso nos angustia, no por la
desolación exterior, sino por la interna, por la nuestra, porque sabemos
que somos incapaces de crear algo semejante. —No estoy de acuerdo
—exclamó entonces Carmen, que se rebelaba por sistema—. Nuestra
civilización ha levantado creaciones extraordinarias. Sólo la Gioconda
vale más que todos estos templos juntos... Y si quieres que hablemos de
arquitectura, ahí tienes la Ópera de Sidney, o el Golden Gate... —No me
refiero sólo a la belleza, te hablo de una visión. —¿Una visión de qué?
—Piénsalo un poco antes de responder, Carmen. ¿Dónde te has sentado? —En
una puta piedra más vieja que el mundo. —No, estás sentada sobre el
alma de una civilización. Todas las civilizaciones de la antigüedad
funcionaban igual: primero creían y después creaban. Así se nacieron las
pirámides de aquí, las de Egipto y las de Centroamérica... Siempre de
dentro afuera. —¿Pero qué estás diciendo? ¿Que los egipcios arrojaron a
la arena una semillita, y que fue creciendo y creciendo hasta
convertirse en la gran pirámide de Keops? Qué borracho estás, Manuel.
—Estoy más lúcido que nunca, y sólo os pido que entendáis esto: las
tumbas de aquellas culturas no eran sólo tumbas, eran semillas. Por eso
enterraban a sus muertos en tumbas de piedra, para que la piedra
germinase y creciera sobre ellas una civilización nueva, un mundo
sostenido por la luz... —O sea, que son las tumbas las que sostienen las
pirámides. —Son sus raíces sagradas, las raíces que guardan todas las
claves. —¿Las claves de qué? —No sabría decirte... Pero a veces pienso
que estoy cometiendo un gran error. —Eso está claro, no tienes más que
ver lo contenta que me tienes —ironizó Carmen—. Ahora sólo te falta
averiguar si tu gran error soy yo, o si el error eres tú mismo. —El
error nace de la idea de creernos con derecho a todo: esa es la
enfermedad mortal de Occidente. No tenemos derecho a profanar los
lugares sagrados de otras culturas. Lo pienso cada vez que entro en una
de esas tumbas. Siento que
profano un misterio. Es como una violación. ¿Y sabéis que os
digo? Que aunque creamos que no nos pasa nada por hacerlo, en realidad
sí nos pasa. Los muertos despiertan, y nos maldicen. Nadie sale de allá
sin pagarles su tributo. Lo sabía desde entonces. Desde diez años atrás,
cada vez que profanaba una tumba se repetía las mismas palabras de Tara
cuando le pidió que no perturbase «a los que duermen», pues le iba la
vida en ello. Pero su fatalidad también pasaba por otra evidencia:
Manuel Nájera era incapaz de retroceder ante un enigma. Siempre había
sido así y así seguiría siendo. Nadie cambia, pasa el tiempo pero
seguimos cometiendo los mismos errores.
59
¿Cuánto tiempo llevaba hablando solo delante de su manuscrito?
Tushita seguía allí, en pie bajo el dintel, esperando a que acabara de
escribir. Se le veía extrañamente impaciente. En cuanto Manuel levantó
la cabeza del texto, no vaciló en recordárselo con la misma pregunta:
—¿Tardará mucho en acabar, Nájera San? Se lo había preguntado antes,
poco antes de que apareciera Kupka y lo revolucionara todo. Manuel le
miró otra vez, ¿a qué vendría tanta insistencia? —Antes de salir de Léh,
en mi agencia se recibió un teletipo de Tielontang. El padre Stellios
quiere que vuelva. Vengo para llevarle. El hermeneuta escuchó la
explicación de su guía como si leyera otro texto en sus labios. Y ese
segundo texto, el no verbalizado, era el mensaje que esperaba. Tenía que
ser así. Claro, tenía que volver al camino, pues ya había resuelto el
enigma de la primera puerta. —Vaya, qué noticia, Tushita... ¿Cómo es que
no me lo has dicho antes? —Si salimos ahora mismo, todavía llegaremos
con luz al paso de Tengri Nor. Esta vez puedo llevarle en el coche
oficial, lo tengo ahí fuera. —De acuerdo, vamos para allá... Pero antes
tienes que llevarme a los pies del Buda. No quisiera cruzar esa frontera
sin despedirme de él... Por alguna razón que aún no me atrevo a
escribir, ese día Manuel dejó sus dos traducciones —la del libro y la de
la losa— perfectamente ordenadas sobre su mesa, y sólo se llevó consigo
los borradores. ¿Presintió de alguna manera que tardaría en volver y
quería dejarlo todo bien ordenado, o tal vez daba por concluido su
trabajo? Sin embargo, para un hombre como él, que había invertido su
vida entera en esa búsqueda, ¿cabía la posibilidad de cerrar el Libro de
Cristal antes de llegar hasta la última línea de su última página? Lo
más alucinante de todo, sin embargo, comienza con una posibilidad
insospechada hasta entonces. Tal vez, descifrando clave sobre clave,
llegó a la conclusión de que su camino ya no debía de seguir un texto,
sino una andadura física donde el tercer paso era ya una ruta más allá
de Tielontang... Una ruta por las que ya sólo podía guiarle el padre
Stellios ¿o quizá alguien más? Manuel y Tushita llegaron al acantilado a
esa hora en que los Himalayas se bañan en una inmensa luz rosada que
parece ir resbalando de cumbre en cumbre y de eternidad en eternidad.
Las golondrinas cruzaban en elipses fulgurantes sobre la Puerta de
Mulbek, y el Gran Buda rojo, vivificado por la intensa luminosidad del
sol poniente, más que un Buda semejaba uno de los imponentes colosos de
Abu Simbel puesto en pie. Había una mujer junto a la escultura, una
mujer vestida de negro riguroso, con el rostro cubierto por una máscara
de cuero. El viento que azotaba su túnica
justificaba la máscara. Era el tiempo de las tempestades de
arena, y todas las mujeres tibetanas se protegen así cuando emprenden un
viaje. ¿A quién esperaba esa mujer? —Viene con nosotros —exclamó
Tushita, sin detenerse a presentársela—, también ella ha sido llamada
por el padre Stellios. La mujer les saludó con una inclinación de cabeza
pero no se movió. Manuel repitió el mismo gesto y siguió hacia la
piedra, tampoco él tenía tiempo que perder. El viento batía los folios
que llevaba en su mano, apenas media docena. Los suficientes para
desatar toda una revolución. Una revolución revelada que,
verdaderamente, estaba llamada a cambiar el orden del mundo. Tanto él
como Dieter Kupka sabían que allá, en ese remoto paraje de los
Himalayas, habían encontrado y descifrado, tal vez, el único y
definitivo Evangelio de Cristo. ¿Podía haber algo más? ¿Quedaba algo por
descubrir? ¿Qué había averiguado Manuel contrastando los dos textos?
¿Qué necesitaba verificar sobre la losa? Tushita lo vio avanzar hacia la
piedra y tenderse sobre su superficie, pero esta vez no le siguió, ni
Manuel se volvió para llamarle. Pero, ¿y esa manera de leer la losa, a
qué obedecía? De pronto, el gran Nájera se ponía a leerla en vertical.
Su mano acariciaba las iniciales de cada párrafo, y enseguida saltaba al
siguiente. Luego volvía a sus escritos, anotaba algo, lo subrayaba y
regresaba a la losa. Apenas media hora después de iniciar la que sería
su última prospección, Manuel Nájera se quedó de rodillas sobre la gran
losa de Mulbek, y se llevó las manos al rostro. Su cuerpo comenzó a
estremecerse de una manera extraña, como si llorara y riera al mismo
tiempo. Tuvo que ser un momento sagrado, una epifanía equivalente a la
de aquellos caballeros andantes que empeñaron su existencia en la
búsqueda del Arca de la Alianza o del Santo Grial. Sin embargo, la frase
que Manuel legó a la historia no tuvo nada de solemne. —Es un maldito
acróstico —exclamó—: algo tan sencillo como un acróstico... Y se echó a
reír con una risa callada ante la que Tushita no pudo por menos que
preguntar: —¿Qué es un acróstico, Nájera San? —Algo muy simple... Una
escritura en clave aplicada a un texto, en el cual las letras iniciales,
las medias o las finales, leídas en vertical, revelan un mensaje
cifrado y sin embargo, evidente. Tan evidente como el signo del pez que
descubrimos el primer día, y no entendimos nada. —Y eso, ¿está en la
losa? —No sólo en la losa. El que ideó esta historia fue un personaje de
una inteligencia extraordinaria, y le gustaba mucho jugar. Escucha: es
muy posible que las letras iniciales de cada párrafo de la losa se
completen con las de cada lámina del Libro de Cristal. —¿Y qué dicen?
—preguntó el chófer, que parecía impacientarse. —¿Qué dicen? —repitió
Manuel, clavándole una mirada profunda—. Me temo que eso tú ya lo sabes,
Tushita. Por eso estás aquí.
Tushita le sostuvo la mirada, pero no pudo mantenerla por mucho
tiempo. Antes de añadir nada, pareció vacilar. —Entonces está bien. Si
los dos lo sabemos cuál es el mensaje, podemos irnos ya. El padre
Stellios nos está esperando. —¿No me vas a dejar echarle un vistazo?
—Nájera San, usted mismo dijo que su trabajo aquí ha terminado. Tenemos
que irnos. Pero Manuel no se movió, sus dedos avanzaron hasta el borde
de la losa, se deslizaron por sus cantos como buscando un resorte o un
resquicio. Diez años atrás, hubiera dado la vida por poder ajustar una
palanca en ese resquicio y alzar siquiera quince centímetros aquel
bloque de basalto negro. —Es inútil que intente alzar la losa —insistió
Tushita, confirmándole sus peores sospechas—: esa losa está sellada
desde hace más de mil años, y así debe de continuar durante mil años
más. Como Manuel seguía sin responderle, y el tibetano añadió en otro
tono de voz: —Por última vez le pido cortésmente que venga conmigo,
Nájera San. Su tiempo se ha acabado. Cuando Manuel alzó la vista, se
encontró con un revólver apuntándole. Por la mano que le había salvado
de ella, volvía la serpiente para acabar su trabajo. Carmen volvía a por
él desde Villa Bellagio. Volvía aquella noche terrible en que, al
entrar de la terraza al salón, la encontró apuntándole con un arma muy
parecida a ésa, antes de quitarse la vida delante de él. Siempre lo
había sabido. Más tarde o más temprano, sabía que ese momento iba a
repetirse en su vida, y que eso sólo sucedería una vez que hubiera
resuelto el enigma que le obsesionaba desde que entró por primera vez en
la caverna número cuatro de Qumrán. O sea, que todo era cierto: debajo
de esa losa le aguardaba la respuesta final que ajustaba todas las
piezas y todos los libros en una presencia absoluta. «Está bien —se
dijo—, acepto no saber más. Acepto no desvelar el último velo y guardar
dentro de mí el último secreto. Así ha sido siempre, así ha de ser y así
será.» Pese al revólver con que le invitaba a caminar, la expresión de
Tushita no había cambiado. Le miraba como si le dijera: «Tienes que
entenderlo, viejo amigo, no es nada personal». Manuel entró en el
desportillado Cadillac Corvette, donde ya les estaba esperando la mujer
enmascarada y se acomodó a su lado, en el amplio asiento posterior.
También ella, muy cortésmente, le apuntaba ahora con otro revólver.
Tushita pisó a fondo el acelerador y el automóvil desapareció de
inmediato envuelto en una nube de polvo y arena. Pero no hacia la
carretera que conducía hasta el Aksai Chin, sino hacia el sur de Ladakh.
60
No me puedo quitar de la cabeza cuál sería el enigma del acróstico y
ensayo inocentes juegos de palabras sobre la pantalla de mi ordenador.
Escribo hálito e hilé, curiosa coincidencia: el hálito que nos da la
vida y esa hilé de los griegos que es también la sustancia primordial.
Se me ocurre otra extraña pareja: alma y atman. Salto del sánscrito al
dravídico y de ahí hasta la más primigenia de las protolenguas, hasta
ese primer fonema que concibió un vínculo entre el hombre y el universo.
¿Quién proporcionó a la Humanidad esas palabras perfectas, y todo el
conocimiento que intuimos cifrado dentro de ellas, al menos desde hace
cinco mil años y aún más atrás? Todo texto sagrado no sólo está vivo,
sino que aspira a transmitir a los hombres las claves de la
inmortalidad. Pero los grandes maestros siempre supieron que este
conocimiento proporciona poder, y que este poder no debe ser accesible a
cualquiera. Todas las grandes escuelas de sabiduría crearon un
metalenguaje paralelo al que sólo podían acceder, los iniciados que ya
habían probado la luz del mana, es decir, los iluminados. Manuel se
había movido toda su vida entre esos textos, y no podía ignorar que
dentro de cada libro hermético hay otro libro hermético y que, al final
de todo eso se abre un gran silencio donde el sabio ha de escribir su
propio libro dentro de sí mismo y callar. ¿Por qué? Porque la sabiduría
verdadera es muda, y su esencia no es otra que mover a la transmutación
interior en cada hombre. De ahí que la palabra de los grandes avatares
se describiera en tantas ocasiones como un hálito, como una respiración
que daba vida y que no en vano se transmitía mediante un beso ritual. Su
objetivo precisa y literalmente era inspirar. ¿Cómo lo hacían? Dejando
abiertas entre sus parábolas las puertas invisibles que cada iniciado
debía atravesar para caminar más allá, hacia su segundo nacimiento,
hacia una vida nueva, pero sin dejar huellas explícitas de su
iniciación, de manera que quien intentase seguirles se perdiese en un
laberinto de códigos y símbolos. Esto no es literatura. Hablo de una
evidencia. Esa lengua de luz viva que se repite en el origen de todas
las grandes civilizaciones antiguas y que, a medida que éstas se
degradan, deja de ser inteligible para las generaciones de la
decadencia. Los presocráticos codificaron su visión del cosmos —y de sus
puertas— a través del lenguaje de los mitos, y los estoicos
decodificaron la mitología a través de la física. Sus descendientes
directos, sin embargo, perdieron enseguida las claves de su ciencia
sagrada. En apenas dos siglos, ya sólo veían en sus relatos fábulas
celestes embellecidas por los poetas. Es lo mismo que sucedió en
Tiahuanaco y en Tenochtitlán, en el Uruk del gran mago caldeo Abraham,
tal vez hasta en la Atlántida. Una vez cumplida la gran eclosión
fundacional y perdida la gracia
que sostuvo ese milagro, cuando los fundadores desaparecieron
llevándose las claves de su lenguaje secreto, sus herederos se perdieron
en una jungla de criptogramas muy simples grabados a la vista de todos
en sus pirámides y en sus templos, pero que ya nadie sabía cómo
descifrar. A partir de ese momento, privados de su luz viva, cayó la
gran noche sobre ellos y toda su civilización se vino abajo. Tal vez el
ejemplo más evidente sea el del Egipto de las últimas dinastías. Tras la
partida de los fundadores, su escritura luminosa se volvió borrosa ante
los ojos de la casta sacerdotal que hasta entonces había participado de
todos sus misterios. De generación en generación, esos jeroglíficos
solares dejaron de ser inteligibles, pero ellos los sustituyeron por una
nueva escritura donde aún se pudiera sustentar la letra hueca de sus
dogmas. Dentro del tabernáculo, los sacerdotes sabían que sus dioses les
habían abandonado y que ellos mismos estaban perdiendo aquella
inteligencia de los símbolos sagrados, las claves que hacían a sus
depositarios semejantes a dioses. Tanto es así que cuando los griegos
empezaron a estudiar la religión egipcia, su simbolismo era ya letra
muerta incluso para los más esclarecidos hierofantes de Heliópolis. No
entendían nada, no podían sostener el juego, estaban perdidos. Estaban
muertos. ¿Era esa la razón de que los monjes de la orden Nyingmapa
hubieran mantenido oculto hasta entonces el Libro de Cristal? Si en
veinticinco siglos de mixtificaciones habían hecho de Buda un príncipe
de cuento de hadas tallado a su medida para justificar la teocracia,
¿qué podía suceder si su presunto sucesor, el Maitreya de Mulbek,
revocaba con su palabra todos sus dogmas y todas sus divinas jerarquías?
¿Cómo se entendía que la imagen del Iluminado que enseñaba a los
hombres a prescindir de los dioses, aún fuese compatible en muchas
lamaserías con el tridente de Visnú o con la danza de Shiva? Si su
palabra había sido una, ¿cómo se explicaba que la hubiesen escindido en
un millar de escuelas, del Mahayana al Hinayana, de la Vajrayana a la
Mantrayana, y así hasta la infinitud, todas orgullosamente enfrentadas,
todas creyéndose superiores a las otras y, por supuesto, todas
gobernadas por una nomenclatura de clérigos que administraban todo lo
humano y lo divino, haciendo del Tíbet una ominosa teocracia encubierta?
Si el Perfecto se abstuvo de comer carne, si desaconsejaba los
sacrificios y los oráculos, casi tanto como las hechicerías de la vieja
religión, ¿cómo se podía justificar que hubieran dado la espalda a todo
eso, de la misma manera que le habían dado la espalda a Buda,
convirtiéndolo en un ídolo, una fría estatua cubierta con panes de oro,
un dios más constelado de ángeles y demonios, en las antípodas de su
conmovedora verdad desnuda, de su llamada a la conciencia y al camino
incesante? Mucho mejor que ese Buda Blanco fuese el Cristo de los
occidentales. Pero, sin lugar a dudas, nada más prudente que evitar que
se agitaran las apacibles aguas del estanque dorado. La agitación, la
controversia, la polémica en torno a
un texto como aquél, podía ser el primer paso hacia una revisión
de su doctrina que acabase cuestionando sus fundamentos, o poniendo a
toda su casta sacerdotal en evidencia, como los usurpadores que
probablemente eran. Y de los budistas tibetanos a los católicos romanos,
o ante todos esos millones de seres humanos que se dicen creyentes o
seguidores de Cristo, ¿qué podía suceder si Manuel regresaba a Europa
proclamando que había descubierto su único y definitivo Evangelio, y que
no tenía nada que ver con los aceptados y difundidos por el Vaticano?
Verdaderamente, aquel Libro de Cristal podía generar toda una revolución
espiritual, cultural y, por consiguiente, también política. Aunque, lo
más probable sería que, veinte siglos después, Cristo fuese utilizado
como pretexto para un monumental ajuste de cuentas. Una vez que se
revelase su voz a través del Libro de Cristal, y tras la convulsión que
este descubrimiento produciría en todo el mundo, primero elevarían su
palabra viva al cielo mediático entre cantos de aleluya, y el Cristo
volvería a vivir un segundo domingo de Ramos en Jerusalén. Pero tan
cierto como eso que, noventa días después, de un modo u otro, volvería a
ser crucificado en el sangriento altar del choque de civilizaciones.
61
Ahora lo entiendo, ése fue el motivo por el que Manuel anunció a
Kupka que no traduciría ni una página más del Libro de Cristal. Pero,
sobre todo, ése era también el motivo que le llevó a ocultarle su tesoro
más preciado: aquel acróstico que se resolvía cruzando las letras
capitulares de aquel libro con las de la losa a los pies del Buda. Por
eso aceptó la conminación de Tushita cuando le apremió a retirarse. En
el fondo, estaba de acuerdo con él. Por diferentes caminos, los dos
habían descubierto qué había debajo y llegado a la misma conclusión.
Creían fervientemente que debían actuar de ese modo por el bien de la
humanidad. Sin embargo, ahora que compartían el mismo camino a bordo del
Cadillac Corvette, ¿por qué ya no podían entenderse? Parte de la
respuesta me estaba esperando en un folio amarillo muy ajado, doblado en
cuatro entre las páginas finales de su cuaderno: En hermenéutica no
existen traducciones lineales, sino escalas divergentes. Toda la vida
repitiéndome la misma frase, y no he sido capaz de aplicarla hasta estos
días finales. Tendría que ser así, y así ha sido. En cuanto me he
puesto a descifrar los dos textos en paralelo, cruzando las palabras de
uno y otro, la oscuridad total se ha abierto a la más absoluta
transparencia. A fuerza de mirar tan lejos, no veía lo que he tenido
siempre delante de mis ojos. Como el signo del Pez que tan palmariamente
se repetía en la Puerta y en la losa. Kupka y yo nos quedamos con la
primera evidencia, que éste era el ideograma de Cristo entre los
primeros cristianos. No se nos ocurrió pensar que, además, pudiera
contener un protocolo de lectura para encajarlo todo. En griego pez se
dice ιχθύς, ikhthus. Y, como es sabido, ikhthus cifra un acróstico donde
cada una de las cinco letras que lo componen son las iniciales de otras
cinco palabras Iiesos KHristos THeou Uios Soter, que se traduce como
«Jesús el Cristo, Hijo de Dios Salvador». Sólo cuando he aplicado esa
lógica a la traducción paralela del Libro y de la losa, he comenzado a
entender. Aunque no ha sido fácil. Escribo, en dos columnas, esas cinco
palabras capitulares de cada uno de los dos textos: Libro de Cristal
An-Khi-Du Sar-Ma-(I-A)-Sar Be (Y-E)-Sah-Ma Shar-Nam-Li Shar-(A)-Th Libro
de Piedra O-Ah-Naih (A) Vam(A)-Sha-(I)-Nay Khay-Ru-Lhay Y-Ar-Ma-Kha
Man-(A)-Ghar (I-A)
Veamos, ¿es posible que cinco palabras en lengua pali, las
capitales del Libro de Cristal, sean compatibles con otras cinco claves
en lengua vatannan, las que presiden la losa de basalto? No, por
supuesto que no. Pero si las descompongo en fonemas, y las voy cruzando,
¿con qué me encuentro? Evidentemente, con doce palabras imposibles,
pues sólo podrían pertenecer a una lengua imaginaria. Las doce palabras
son éstas: An-O-Khia-Du-Nai Sar-Nay-Be-Khay Sar-Y-Na-Ma-Li-Ka
Sar-Man-A-Gar-A-Th-I-A Aunque ahora me parezca evidente, entonces no
veía nada. Seguía perdido en mi oscuridad. No sé cómo se me ocurrió
hacerlas sonar, como si pronunciara un conjuro, como un balbuceo en
busca de un orden. Sin embargo, en la oquedad resonante de mi celda,
aquel ritual solitario, ¿no me acercaba un paso más a la locura? Me lo
pregunté muchas veces con miedo, con la angustia de la desesperación,
pero no me detuve. Seguí hablando solo, repitiendo mi conjuro una y otra
vez. ¿A qué sonaba aquello? ¿Al viejo sánscrito, a alguna lengua
indoaria o preindoeuropea? ¿A qué? Estuve dos noches en vela con esa
música demencial llenándome la cabeza. Pues bien, la tercera noche, esta
noche, al alba, las doce palabras se han llenado de luz ¡y han
comenzado a hablar por sí mismas! ¿En qué idioma? Exactamente en el que
fueron escritas: ¡en arameo antiguo! Desde esa lectura, Anokhi Adonai,
cifra el inicio textual de los diez mandamientos — «Yo soy el Señor»—.
Luego, ese Mashaia puedo traducirlo como «aquel que ama», es decir,
nuestro Mesías. Y Yeru-Salima, «la ciudad de la paz», ¿qué es sino una
alusión textual a Jerusalén? A partir de ahí, el texto se ha revelado
por sí mismo con un mensaje estremecedor: Yo soy el Señor (Adonai). Aquí
descansa el que ama (El Mesías), aquí se abre la Puerta del Pez (Jesús
el Cristo) que vino de Jerusalén y el Camino de Luz que conduce a
Agartha. Definitivamente, el cruce entre el Libro de Cristal y la losa
de basalto me ha abierto el paso hacia un Tercer Texto. Pero este Tercer
Texto ya no se escribe sobre piedra alguna, ni sobre un pergamino, ni
en láminas de cristal. El Tercer Texto remite a una Primera Senda.
Pienso obsesivamente en aquello que encontraron los exploradores de
Naropa en Tengri Nor, esos doce gigantes con los rostros cubiertos por
máscaras de oro, a los que llamaron los Fundadores. Aquí, bajo esta
piedra, es muy posible que descanse un Fundador excepcional. Aquel que
hablaba en arameo antiguo y cuyo signo era el pez. Aquel que fue
crucificado en Jerusalén y emprendió el camino de Agartha. ¿Es necesario
continuar? No, claro que no es necesario. No debo continuar. Es
suficiente con el Evangelio de Cristo, más que suficiente. Si regresase a
Europa contando que bajo su verdadero Evangelio se encuentra la misma
tumba de Cristo, ¿quién me creería? ¿Quién creería a este viejo
visionario y alcohólico, desautorizado por todas las grandes
instituciones arqueológicas del mundo, incluida la Gulbenkian, que ya ha
enviado a sus centuriones para prenderme? Pero, en cualquier caso, si
en el más peregrino de los supuestos acabaran concediéndome una mínima
credibilidad y viniesen aquí para levantar los sellos de este nuevo
Santo Sepulcro, como no sabrían hacerlo de otra manera, en plan
hollywoodiense, ¿no estaría traicionando el mensaje del Mesías, de la
misma manera que estos lamas han traicionado la enseñanza de Buda? Hace
ya un buen rato que el Cadillac remonta los riscos del Pachal-Kangiri,
con el motor tan ahogado que parece a punto de romperse. Tushita conduce
como aquella primera vez, la misma serenidad fría al volante. Ni una
plegaria ni un juramento por más que las ruedas rechinen al filo de los
abismos que van dejando atrás. De vez en cuando, tras cruzar una mirada a
través del retrovisor, le pasa a Manuel la botella de arak, como en los
viejos tiempos. El aguardiente le quema el paladar, y baja por su
garganta envuelto en llamas mientras siguen subiendo por encima de las
nubes. Poco antes de coronar la pirámide del Kamet, llega hasta ellos el
eco de la deflagración. Un estruendo formidable que retumba de montaña
en montaña, como si la espina dorsal de los Himalayas se hubiera partido
en dos. Al volverse, Manuel distingue una densa columna de humo que
crece a borbotones. El origen puede ser Mulbek, es Mulbek. Cuando cesa
el estruendo, mi amigo ya ha acabado de ordenar todas sus ideas. Y sus
ideas caben en una sola palabra, en un solo nombre que pronuncia en
forma de pregunta: —¿El padre Stellios? Tushita entendió. Pero también
él, como si le hubiera leído el pensamiento, respondió con otra
pregunta: —¿Por qué subió a la Cámara del Vientre, Nájera San? ¿Por qué
no dejó dormir en paz al Libro de Cristal? Y lo más grave de todo, ¿por
qué volvió a la losa? ¿Es que no le bastó con la experiencia de
Tielontang? —Con eso debiera haberme bastado, ¿verdad? —Permítame que
sea sincero, Nájera San: debiera haberle bastado con la mitad de lo que
vio. Y no le bastó. —Tienes razón, pero compréndeme tú también a mí.
Durante toda mi vida he estado buscando ese rostro. Sólo quería echarle
un vistazo antes de partir. Nunca hubiera traducido ni una palabra más,
nunca hubiera revelado vuestro secreto. Yo soy un hombre de palabra,
Tushita. —Yo también, señor. Pero a veces la vida no nos deja
alternativas. —No, no es tan fácil, Tushita. Y si esa columna de humo
procede de donde supongo, siento decirte que habéis cometido una
monstruosidad. ¿Ha llegado el momento de contarlo abiertamente? ¿Es
preciso esclarecer este
juego de sobreentendidos? —No vaya tan rápido, Nájera San
—imaginemos que repuso entonces Tushita—. No se ha destruido ni una sola
lámina del Libro de Cristal. Sólo hemos sellado los pasos hacia el
secreto. Usted había llegado muy lejos, demasiado lejos... —¿Y la tumba?
—La tumba seguirá donde está sin que nadie sepa quién duerme dentro, al
menos durante mil años más. —Yo no estaría tan seguro. —Nosotros sí lo
estamos, Nájera San. Pasarán más de mil años antes de que vuelva a
visitar mi país una mente como la suya. —¿Es un elogio o más bien un
reproche? —Es una constatación, Nájera San, nada más que eso.
62
En todo ese tiempo, la mujer enmascarada no dijo nada. Simplemente
asistía como testigo a la constatación de unos hechos. Con toda
probabilidad fue ella quien puso las cargas explosivas en los pasos que
conducían a la caverna donde se guardaba el Libro de Cristal, la que
selló la gran losa de basalto e hizo desaparecer todos los papeles que
escribió Manuel Nájera en la gompa de Mulbek, salvo esta pequeña agenda
amarilla sobre la que reconstruyo ahora toda esta historia. ¿Quién era
esa mujer? Desde luego, mientras siguiera encañonándole con su revólver,
sobraban todas las preguntas. Muchas se respondían solas. De hecho, si
el padre Stellios se despidió diciéndole que también iba a volar los
pasadizos que conducían a la biblioteca secreta de los esenios, allá en
Tielontang, nada más lógico que hiciera todo lo posible por cortar todos
los caminos que conducían al enigma desde la cueva de Mulbek. Ahora
bien, vinieran de donde vinieran las órdenes, y fueran quienes fueran
quienes lo habían decidido todo, ¿qué destino tenían reservado para
Manuel? Verdaderamente, si había conseguido descifrar por sí mismo todas
las claves, ¿no se merecía que lo condujeran hasta la legendaria ciudad
de Agartha, que le concedieran al menos una audiencia con esa raza de
inmortales a los que Naropa llamaba los Fundadores? Después podían hacer
con él lo que quisieran, su vida habría llegado a su dimensión máxima.
Hasta hubiera comprendido que no le consintieran regresar. Mientras el
Cadillac seguía ascendiendo, Manuel no pudo evitar recordar aquella
película en blanco y negro que tanto le impresionó siendo niño. Un avión
se pierde en una tormenta de nieve mientras sobrevuela los Himalayas.
Está a punto de colisionar pero milagrosamente realiza un aterrizaje
forzoso en un valle que no aparece en los mapas. Ese valle conduce a un
paraíso perdido, la mítica Shangri-La, donde los tripulantes del avión
comienzan una segunda vida llena de felicidad, como si hubieran muerto y
renacido en el Jardín del Edén. ¿No eran Loretta Young y Douglas
Fairbanks los protagonistas? También había un anciano muy anciano, una
especie de Anciano Ancestral rebosante de sabiduría que les revela todas
las claves. ¿Serían algo parecido a eso los Fundadores de Agartha? ¿Y
estarían Siddharta Gautama y Jesús el Cristo entre los príncipes de esa
raza solar? Así como había encontrado la tumba de Jesucristo bajo la
losa de Mulbek, además de su última encarnación humana, también podía
haber un paso... El que atravesó su cuerpo astral para proseguir su
peregrinaje hacia la última Puerta del Sol, la Puerta de Agartha. ¿Podía
permitirse Manuel Nájera seguir soñando, con esa mujer apuntándole a su
lado? No, aquel no era un viaje de placer. ¿Por qué lo secuestraban, a
dónde le conducían? El ruido agónico del motor siguió siendo la única
respuesta hasta
que coronaron el paso de Sangchen-La y se abrió ante ellos esa
cortada por la que descendía el río Indo con un rugido atronador,
ansioso por inundar las vastas llanuras del Panyab. ¿Cuánto tiempo había
transcurrido desde que pasó por allá por primera vez, cuando apenas
conocía a Tushita y Mulbek era para él un lugar desconocido, sin budas
ni mujeres de las que enamorarse, sin revelaciones de ninguna especie?
En apenas unas semanas había accedido a las fuentes de un conocimiento
excepcional que hubiera podido cambiar la historia del mundo. Aquel
viaje hacia la cumbre de sí mismo no se correspondía con este regreso al
infierno. Ya no podía seguir engañándose con finales maravillosos. Como
en el juego de la oca, regresar al punto de partida significa que has
cometido un grave error y debes comenzar de nuevo. ¿Qué juego, qué
laberinto, qué puerta tendría que descifrar ahora para seguir adelante?
Su mente resbaló de un pensamiento a otro, y se le dibujó una sonrisa
vencida que no se molestó en ocultar. Al contrario, se inclinó hacia
delante y puso una mano sobre el hombro de Tushita. —Espero que lo que
voy a decirte no te moleste —exclamó, mientras le pasaba la botella—,
pero antes de que esto acabe, tengo que contarte algo. Tushita apuró un
buen trago. «Adelante, cuéntamelo —pareció decirle con una mirada—, yo
también lo necesito.» —Verás, desde el día en que nos conocimos, ¿te
acuerdas?, cuando viniste a recogerme al hotel de Srinagar, me pareció
ver algo en ti, en tus gestos, en tu manera de hablar y de mirar... Todo
este tiempo he estado dándole vueltas a eso. Ahora ya sé a quién me
recuerdas tanto, Tushita. ¿Sabes a quién? —¿A quién, Nájera San? Puede
decírmelo. —Eres mi mujer —sentenció Manuel—. Es decir, eres mi mujer
reencarnada en Tushita. El chófer parpadeó, pero no dijo nada. Le pasó
la botella y siguió conduciendo. —Vale, estoy un poco borracho, pero te
juro que es así —insistió Manuel—. Según la tradición budista podemos
reencarnarnos en alguien de otro sexo, ¿no es así? Los hombres en
mujeres y las mujeres en hombres. El tibetano esquivó su mirada, le
hacía daño. Una de esas noches de alcohol y confesiones hasta la
madrugada, Manuel le había contado la historia de la muerte de Carmen.
Si ahora le contaba esto, seguro que no le movía deseo alguno de
herirle, sino más bien la intención opuesta: hiciera lo que hiciera con
él, quería absolverle. «Al fin y al cabo, no eres tú, amigo mío, quien
me lleva en este Cadillac Corvette de regreso al punto cero. No eres tú
quien de un momento a otro, va a detenerse y decirme que me baje a punta
de pistola suplicando al mismo Buda que no me resista. No, Tushita, no
vas a ser tú quien me hundirá su frío cañón en la nuca, ni el que
cerrará los ojos mientras aprietas el gatillo, ni el que romperá a
llorar cuando me saltes la tapa de los sesos... No, será Carmen quien
haga todo eso. La que tanto me quiso y a la que nunca comprendí. La que
ha
venido hasta aquí para llevarme con ella, para vengarse.» Pero,
¿y si esa mujer fuera otra? ¿Por qué no Shalimar, la activista del Mogul
Gardens? Sea quien sea, ya no podemos seguir ignorándola. Tras más de
cien kilómetros de silencio, la mujer enmascarada al fin se descubre sin
dejar de apuntarle. Manuel mira sus bellísimos ojos de jade como si
estuviera viviendo un sueño. —Era tu última oportunidad, Nájera San. Te
lo advertí, te lo dije hasta que dejaste de escucharme, y aun entonces
te entregué una vida para salvar la tuya, como Tushita estuvo a punto de
perder la tuya por ti, y ni aun así entendiste... —No, nunca te
entendí... Sólo te quería, me bastaba con eso. —Vamos, no sigas
engañándote. No viniste a Mulbek por mí, y tampoco te detuviste por mí.
Ni siquiera esta mañana, cuando has cometido el más grave de todos tus
errores. ¿Cómo te has atrevido? —Una vez que descifré a la clave final,
ya no podía dejar de hacerlo. ¿Quién se hubiera resistido a contemplar
cara a cara el rostro de Cristo, sabiendo que lo tiene a un palmo debajo
de una losa? —¿No recuerdas lo que dice tu Biblia? «Nadie puede ver el
rostro de Dios y seguir vivo.» —Entonces tenía que haber muerto mucho
antes, Tara, porque yo vi el rostro de Dios detrás de ti desde la
primera noche que hice el amor contigo. Y ya no me importa que no me
creas: ya no me importa nada. —Eres un niño, Nájera San. Te creo porque
eres un niño, sólo por eso. Por eso no me entendiste entonces, no
entiendes nada: no sabes lo que es el amor, ni en qué se funda. Y sin
embargo... «Y sin embargo, sólo mi amor podría haberte salvado», seguro
que ese final de novela rosa se quedó colgado del aire. Pero si Tara lo
pronunció, yo no me atrevo a escribirlo. Es difícil escribir con un nudo
en la garganta, cuando sabes que tu mejor amigo va a ser ejecutado y él
también lo sabe, y comienza a caer la noche, una noche definitiva, que
ya nunca jamás podrás olvidar.
63
Pese al frío más que intenso, Tushita había comenzado a sudar. Sus
sienes y su nuca se veían empapadas. Probablemente llegaban a algún
punto donde todo iba a precipitarse. El Cadillac ralentizó su marcha y
Manuel estuvo tentado de preguntar: «¿Dónde me lleváis?». Conociéndole,
seguro que esa pregunta le pareció banal. Lo que nunca hubiera llegado a
imaginar —eso sí que le desconcertaba— es que Tara y Tushita formasen
parte de una misma trama. Hasta entonces apenas les había visto cruzar
un saludo y poco más. ¿Bajo el mando de quién actuaban? ¿Pertenecerían a
alguna orden mística juramentada para preservar el secreto de la tumba
de Cristo y de su Evangelio, una suerte de herederos de aquellos esenios
que llegaron hasta Tielontang siguiendo a su Maestro, y que ahora
dirigía el misterioso padre Stellios? O tal vez... Tal vez toda esa
historia, sin dejar de ser cierta, no era más que la tapadera de una
acción mucho más prosaica. Manuel lo pensó al recordar aquel reencuentro
con Tushita, después de la aventura de Tielontang, cuando arrojó encima
de su mesa aquel ejemplar del Kashmir Tribune donde aparecía la noticia
de la masacre de Tengri Nor. «Es lo que queda de la guerrilla que
operaba al sur del Aksai Chin. Medio centenar de muertos y ni un solo
superviviente.» Esas fueron sus palabras, como si le responsabilizara de
la masacre. Desde luego resultaría de lo más sospechoso aquel súbito
viaje al Aksai Chin con un sobre lacrado. Y lo peor de todo, ¿cómo pudo
ocurrírsele confraternizar con los soldados chinos durante su regreso?
Les había ofrecido una botella de vino de Noé, un puñado de dólares, ¿y
qué más? Si Tara y Tushita formaban parte, no ya de una orden secreta al
estilo del Priorato de Sión, sino de un muy plausible Frente de
Liberación Tibetano, aquel gesto podía costarle la vida. Aunque fuera
inocente, por sospechas mucho menos fundadas se ejecuta a cientos de
inocentes todos los días, se bombardean objetivos civiles, se declara la
guerra preventiva contra un enemigo que aún no sabe que está en guerra.
No obstante, de ser así, ¿a qué venía toda la insistencia de Tara para
que no descifrase el Libro de Cristal? Es decir, ¿qué tenía que ver el
Libro de Cristal con la liberación del Tíbet?
OCTAVA PARTE
El punto Omega
64
Durante horas habían conducido sin cruzarse con un alma, y ya había
caído la noche: una de esas noches tibetanas de lunas azules en que las
aristas de los ventisqueros parecen enhebradas de piedras preciosas,
hasta que de pronto las nubes se cierran en un tumulto de tormenta y
todo se vuelve una negra boca de lobo. Fue en ese momento cuando
apareció aquel gigante en la encrucijada. Un tipo alto y compacto, de
cráneo afeitado, tan corpulento como un luchador de grecorromana, que se
fue haciendo visible a medida que lo perfilaban los faros del Cadillac.
Primero aquella chaqueta polvorienta de bolsillos desfondados que
acentuaba el volumen de su corpachón, luego esa cabeza granítica de
nariz rota y mandíbula cuadrada, y al fin la manaza con que detuvo el
coche y entró en él, sin una palabra. El gigante ocupó el asiento del
copiloto y, en cuanto arrancó, se puso a hablar con Tushita en un
dialecto del que, acaso por primera vez en su vida, el gran Manuel
Nájera no consiguió entender ni una palabra. Ellos tampoco parecían
entenderse. Lo que había comenzando siendo un intercambio de información
fue derivando hacia una discusión, no acalorada, pero sí bastante
tensa. Aunque no comprendiera, resultaba evidente que estaban hablando
de él, y que las órdenes eran concluyentes. Manuel tenía una manera bien
sencilla de advertirlo: el rostro de Tushita se ensombrecía por
momentos. Estaba claro que intentaba interceder, como si hasta entonces
hubiera estado abierta otra posibilidad. Pero el luchador no se
doblegaba, ni aun cuando Tara le propuso algo que sonaba como un pacto
personal y que él rechazó con un monosílabo seco, tajante. Entonces
reapareció la luna en el retrovisor, turbia y opaca, como el ojo de un
ciego. Manuel buscó los del gigante a través del espejo y le preguntó en
tibetano: —¿Cómo te llamas? El otro se lo pensó antes de volverse, pero
aceptó el reto: —Puedes llamarme Tigre —le dijo—, pero no te vas a
salvar. —Salvarse o condenarse, qué más da, al final todos nos vamos de
aquí. Sólo es cuestión de tiempo. Al gigante le gustó esa respuesta. Se
le quedó mirando hasta que se le torció en la boca una sonrisa oscura,
como una cicatriz. —Oye, amigo... ¿sabes que yo conozco España? —No
sabes cuánto lo celebro. —Uno se lo puede pasar bien allí —siguió el
Tigre—, los monjes no mandan, se come bien y las mujeres hacen lo que
quieren. —Ya veo que estás muy bien informado. —La ciudad que más me
gustó fue Sevilla. ¿Has estado en Sevilla? —Sí, claro, pero hace mucho
tiempo que no vuelvo. —¿Quieres una buena dirección? —el Tigre chasqueó
la lengua y le guiñó un
ojo—. Pero una buena de verdad. —Venga... —La Puerta del Sol
—exclamó, y se echó a reír él sólo mientras se llevaba la mano al
bolsillo—. Oye, amigo, ¿fumas habanos? Pues toma. Y le pasó un puro
enorme, casi grotesco, que Manuel se sintió tentado de rechazar con una
de sus ironías macabras: «No gracias, fumar provoca cáncer». En lugar de
eso aceptó el ofrecimiento como lo que era, la última gracia que se
concede a un condenado. Al encender el cigarro no le temblaron las
manos. Pero media hora después, cuando el Tigre le hizo un gesto a
Tushita para que se detuviera a un lado de la carretera, empezaron a
temblarle las rodillas. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago,
y que se le secaba la boca, y se sintió muy viejo, como si le hubieran
caído cien años encima. ¿No iba a ser de otra manera? Ni la mediación de
Tushita, ni la intercesión de Tara. ¿Todo iba a acabar así? Hasta ese
día había vivido tanto y tan intensamente como había podido, había
viajado bien lejos, pero ya no iría más allá. El camino le había llevado
hasta allí y allí terminaba. Sin inmersiones en el mito, sin leyendas
maravillosas, sin paraísos perdidos ni tierras prometidas abriéndose
ante él en el último instante. Unos pasos sobre aquella tierra pedregosa
y ahí acabaría todo. A duras penas salió del Cadillac por sí mismo, y
si lo hizo así probablemente fue por otro gesto absurdo. Por no quedar
como un cobarde ante la última mujer a la que había amado y a la que
ahora tenía ante sí, esquivando su mirada, pero indicándole el camino
con una pistola. Se sentía incapaz de dar un paso, el habano le quemaba
la mano. Cuando al fin lo arrojó al suelo notó que alguien le empujaba
por la espalda, sin violencia pero con firmeza. Aquella mano pétrea no
podía ser otra que la del Tigre. Probablemente se trataba de un tipo tan
simple como noble, seguro que el suyo era un corazón leal. Pero, como
tantas veces sucede, una cadena infinita de malentendidos le había
llevado a esa situación límite. La vida es así y no de otra manera. El
sentido y la duración de las cosas vienen determinados por una ley
oculta. Entender ese hecho y aceptarlo supone sin duda alguna adquirir
la sabiduría definitiva. La aceptación. «Todo es sufrimiento,
impermanencia, vacío.» Pero también: «Todo es alimento, todo es
aprendizaje, todo es plenitud». ¿No era eso lo que acababa de traducir
sobre el Libro de Cristal, apenas unas horas antes, esa misma mañana?
Tal vez le había llegado el momento de creer en todo eso. Creer pese a
todo en la existencia de un dios inocente. O al menos en la inocencia de
su creación, en la posibilidad de reintegrarse a ella y seguir siendo,
tal y como se lo había prometido el Cristo de Mulbek, pero también el
Cristo de Qumrán, veinte años antes. Y sin embargo, seguía siendo un
niño, como le había dicho Tara. Un niño de más de cincuenta años que
seguía creyendo en cuentos de hadas. ¿Pero qué es Agartha? ¿Una ciudad,
con grandes avenidas de columnas doradas y bóvedas de arco iris
conduciendo a un trono celestial donde se sientan los doce
budas encarnados? No, no es así. A Agartha sólo se llega a
través de la desmaterialización. Por eso antes has de atravesar la
experiencia extrema de la muerte, la caída absoluta en el no ser. Es ahí
donde has de creer con todas tus fuerzas en que despertarás de nuevo,
pues sólo tú puedes conseguir que tu corazón vuelva a latir, regresar al
gran latido del origen para seguir siendo. El sendero daba a otro
sendero aun más estrecho, que ascendía hacia una cortada en forma de u,
como una cuna. El Tigre le mostró el camino. Antes de comenzar a trepar,
Manuel echó la vista atrás. Tushita se había quedado dentro del coche
con las manos en el volante y la mirada perdida, tan pálido y
desencajado como un muerto. El viento mugía como un viejo yak al otro
lado de la garganta por la que iban ascendiendo los tres, Tara delante y
el Tigre detrás, con él en medio. Desde lo alto de la quebrada, al otro
lado del acantilado, Manuel distinguió el paso de Khaling, la antigua
puerta de las caravanas de la seda, y un poco más abajo aquel chorten
con gasolinera donde se detuvo con Tushita al comienzo de su viaje.
Seguro que después de acabar con él, pararían allí para rezar por su
alma y cargar el depósito. Siguieron ascendiendo. El Tigre le dijo algo
que no consiguió entender, pero que tampoco le repitió: no sería nada
importante. En ningún momento se planteó la posibilidad de huir. Estaba
convencido de que todo lo que había vivido hasta entonces sólo era la
preparación para un salto al vacío que se iba a producir definitivamente
esa noche, tal vez en ese mismo instante. No levantó los ojos del
camino hasta que Tara se detuvo junto a una gran roca plana que se abría
al abismo. Abajo, entre nieblas que movía el viento, se distinguía el
sinuoso hilo de plata de un río petrificado. Era tan grandioso aquel
silencio que se escuchaba el susurro del agua bajo el hielo. La
sensación de vértigo se invertía al alzar la vista, como si también se
pudiera caer hacia ese cielo increíblemente nítido donde la Vía Láctea
se manifestaba como una presencia absoluta, no como una abstracción
lejana, no: aquella sí que era la gran Ruta Madre, el Punto Omega del
mapa de los Fundadores. Más allá, en la vertical Polar, se alzaba una
imponente pared de más de siete mil metros culminada por una aguja de
hielo. Se trataba del Gurla Mandhata, la cumbre gemela del sagrado
Kailas. Fría como el acero, en lo más alto la montaña perdía sus
contornos, parecía elevarse sin fin. Posiblemente, el viaje continuaría
en esa dirección. El viento azotaba con fuerza. El Tigre le indicó que
se diera la vuelta con la punta de la pistola. Quedó a un paso de la
cortada, ni siquiera necesitaba una bala para hacerle desaparecer. Nadie
le encontraría en mucho tiempo. Una semana para que la noticia llegase a
Europa, y otra para actualizar toda su historia. En un mes, el enigma
de su misteriosa desaparición, la estupidez humana y los medios de
comunicación, harían de él una leyenda. —Venga, ¿a qué esperas? —exclamó
el Tigre—. Acaba de una vez con él. El corazón se le paró de golpe.
¿Cómo? ¿La elegida había sido Tara? No, no
podía ser. Si hacía eso, su disparo también acabaría con ella.
—¡Por Dios, Tara, tú no...! Aquel grito le salió del alma, pero ella no
respondió. Sólo le miraba con el arma en la mano. Miraba su pinta de
turista loco perdido en el Tíbet, su aspecto de niño desamparado, esa
inocencia exasperante que no le abandonaba en ninguna circunstancia.
Tara lo sabía mejor que él. No era un cobarde, no le rogaba por su vida.
Pedía por ella. Y ella, pese a todo, seguía queriéndole. ¿Podría
disparar contra él? Un dolor agudo le bajó de la garganta al pecho, notó
que empezaba a derrumbarse. Elevó la pistola aferrándola con las dos
manos, centró su nuca en el punto de mira diciéndose que podría
soportarlo todo: la memoria de sus besos, cada caricia suya sobre su
piel, esas noches infinitas de amantes y, al despertar, esa luz en sus
ojos diciéndole cuánto la quería. Probablemente el Tigre no sabía nada
de su historia de amor, pero la indecisión de Tara le estaba poniendo
nervioso, lo que suponía un grave riesgo para ella. Si no disparaba, el
Tigre sospecharía acerca de su fidelidad a la organización. Y ya
empezaba a impacientarse. Pero Tara, aunque permanecía con su pistola en
alto, no disparaba.
65
Entonces Manuel oyó que alguien más avanzaba hacia él por la
espalda. Tenía que ser el Tigre, harto de esperar a que Tara se
decidiera. Pero en su mente resonaban los pasos de otra mujer. Una mujer
que caminaba con zapatos de tacón de aguja sobre un suelo de losanges
blancos y negros. En una fracción de segundo, mientras esos tacones
seguían resonando, vio un balandro de tres palos y velas rojas que
avanzaba hacia él desde la otra ribera del lago de Como, y más allá
distinguió el mar y la bahía de San Sebastián, y se contempló corriendo y
riendo por las verdes colinas llevando de la mano a su primera novia,
hacia un prado de manzanos, y se vio brindando con ella en una fiesta de
Año Nuevo, y mientras bebía una copa más observó a Carmen bañándose
desnuda dentro de esa misma copa, haciendo sonar sus zapatos de tacón
sobre aquel suelo de mármol, como aquel día al regresar de la playa,
cuando se la encontró en el salón, desnuda, sin nada más que esas
sandalias doradas y esa pistola, hasta arriba de coca o de algo peor,
coca y prozac, cualquiera de sus cócteles de ansiolíticos y drogas de
diseño, diciéndole que estaba embarazada de su mejor amigo y que se iba a
suicidar delante de él. Manuel estaba demasiado habituado a ese género
de exhibiciones de su decadencia. Por más desesperada que estuviera, él
sólo la vio patética. Esa noche venía muy cansado, se derrumbó en el
sofá frente a la terraza y cogió un libro. Ella seguía hablando,
insultándole, cargándole la cabeza con sus reproches y sus lamentaciones
de borracha. «No te soporto, no aguanto esta mierda de vida, me voy a
suicidan ¿Te enteras? Me voy a suicidar.» En ningún momento volvió a
mirarla. Sin levantar los ojos del libro que intentaba leer, no se
resistió a la tentación de provocarla. Aunque en el informe policial
nunca constó esta frase, él sí la pronunció: —¿Por qué no disparas de
una vez? Y en efecto, esa vez Carmen sí disparó. Al volverse la vio
derrumbarse con la cara tan blanca como una máscara y los ojos
brutalmente abiertos frente a esos balcones abiertos de par en par, en
su villa de Bellagio, mientras, a lo lejos, el balandro de la fiesta se
arbolaba de fuegos artificiales. Ya nunca, ni un sólo instante de su
vida, dejaría de volverse para mirarla y para encontrársela siempre así.
Pero esa vez, cuando cerró los ojos al borde del abismo del Gurla
Mandhata, consiguió atravesar los visillos que se agitaban al viento
como si también él fuera viento, y dejó atrás para siempre el gran salón
de Bellagio, y volvió para siempre al país inocente de su infancia, y
un caballo blanco vino galopando hacia él a través de los campos de
manzanos, y con sólo mirarle a los ojos supo que era Él, Buda Maitreya o
el Cristo de Mulbek, y ya no tuvo miedo a morir, porque morir no es
sino silenciar todo clamor y recobrar por fin la armonía,
porque la muerte no existe, sólo existe el cambio de forma,
porque uno no pertenece a nada, ni a una familia, ni a un pueblo, ni
siquiera a un amor. Hasta que nace verdadera y conscientemente a una
vida nueva en un nuevo punto de la espiral, donde ya todo es luz.
Entonces oyó la sentencia del Tigre: —Lo siento, amigo, pero en el Tíbet
no nos gustan los espías. Y al instante, una gran estrella roja estalló
dentro de su cabeza y todo se llenó de luz. La luz irradiante del mana
que le envolvió como en un capullo, como un arrullo dentro de una
placenta viva, y esos labios, y ese beso. «Nunca pensé que sería tan
fácil», dijo, mientras entraba como un pez por la boca de la caverna del
embrión, y la atravesaba de parte a parte hasta nacer de nuevo como un
cordero por la puerta cósmica sobre los acantilados de Mulbek. Al fin
había encontrado el paso hacia los valles de praderas doradas y cielos
violetas. Y a la caída en el espacio vertiginoso siguió un plácido
dejarse flotar, abandonarse en su cauce de estrellas y respirar la luz
más pura, la luz del mana, la luz del Thatagata que es también la clave
de Agartha, porque Agartha no es una ciudad, sino un estado de
conciencia, el umbral absoluto de lo abierto y lo indistinto, no-vida
nomuerte, no esperes el advenimiento de los dioses sepultados, ahora
eres tú quien ha de alzarse de entre los muertos. Vamos, Manuel, respira
de tu propia luz y toma mi mano. Te lo dicen ellos mismos, ¿no escuchas
la serena voz de Cristo dentro de ti? Con él, en este viaje, te
acompañan todos los budas encarnados, los sagrados Bogdo Janes, los
príncipes de Agartha, los Fundadores, escucha, te dicen, de cada hombre
lo esperamos todo, pues cada hombre lleva dentro la fuerza solar
primigenia y el embrión de un ángel, por eso te decimos que no esperes
que vayamos hacia ti, ven tú hacia nosotros, asciende hasta tu dimensión
cósmica, pues todo el cosmos es una totalidad sagrada, como tu vida es
sagrada, un crecimiento infinito de dimensión en dimensión, hasta que tu
mente dé a luz una estrella y tu corazón nazca de nuevo en el mismo
corazón del sol.
66
Créetelo, no tengo ni idea de a dónde ha ido, nunca me lo dice...
Pero me importa una mierda —y vuelvo a ver a Carmen, la soberbia y
despectiva Carmen Urkiza todavía recién descolgada del éxito, cuando
nuestra historia acababa de comenzar—. El muy cabrón desaparece así,
cuando se le pone y sin avisar, para que me vaya preparando. Ya lo ves,
el final de este mal rollo nuestro sólo es cuestión de tiempo. Esperé a
que acabara de desahogarse y de llenar las copas: para ella, el tema
siempre era ella. —A mí una vez me lo dijo. —Qué te dijo. —Me habló un
lugar. Un lugar que siempre ha tenido en el centro de la mente, un lugar
donde le gustaría vivir el resto de su vida. —¿Qumrán otra vez o ese
ridículo monasterio tibetano de nombre impronunciable? A ver, qué lugar
te dijo. —El olvido. El olvido no era una concesión lírica. Yo sabía lo
que decía. Manuel había comenzado a intuir que le traicionábamos y nos
estaba expulsando de su vida a su manera. Nos castigaba con un exilio
donde el exiliado era él. Porque él fue siempre el personaje que
desaparece. Un papel que Carmen, la gran estrella, jamás podría entender
ni aceptar. —No te convenzo, ¿verdad? Está bien, te voy a dar otra
pista —dije entonces, sin conseguir que cambiara de postura en el diván
donde me escuchaba tendida—. Lo sabe. —¡Pero qué dices! —exclamó,
primero alarmada y al momento perfectamente indiferente—. ¿Crees de
verdad que lo sabe? —y como no dije nada, añadió en el mismo tono—.
Puede ser. Anoche soñé con él, y no me ha gustado nada lo que he visto.
—Cuéntame... —Estaba en el Tíbet, sí, había vuelto al Tíbet. —¿Manuel en
el Tíbet? —pregunté, sin poder imaginar entonces que el sueño de Carmen
se iba a cumplir al pie de la letra, diez años después—. ¿Y qué se le
había perdido allí esta vez? —Era él quien estaba perdido. Le he visto
caminando perdido por una senda entre montañas. Era de noche, había un
pequeño templo estucado en yeso, con sus cúpulas doradas y sus
estandartes al viento. Dentro estaba muy oscuro, pero en la penumbra del
fondo, en el sueño, he visto brillar los ojos de un Buda enorme y cinco
monjes muy viejos rezando por él. Pero Manuel no los veía, caminaba
como un ciego bordeando un precipicio... —No me gusta esa historia —le
interrumpí.
—La verdad es que a mí tampoco. No me gusta nada, no sé por qué
te la cuento. —No, adelante, termínala... Carmen me miró con una
expresión de tristeza, como si desconfiara de sí misma o temiera que no
la creyera. —Adelante —insistí—, acaba de contarla. —Caminaba bordeando
el precipicio sin verlo, no lo veía, o lo veía y le daba igual, no sé...
Pero al caer la noche sobre aquellas montañas, yo supe que iba a morir y
lo salvé. Sí, como lo oyes. En el sueño me vi volando como un águila
hasta él, que tenía la forma de un cordero, y yo le salvaba. —Puede que
algún día suceda eso, ¿quién sabe? Acaso entraste en su vida con esa
finalidad... —añadí, mientras me servía otra copa—. Está claro que en la
vida de Manuel hay mujeres principales y secundarias. —Muy original
—dijo ella secamente, aunque no estaba dispuesta a quedarse con la
duda—. ¿Y te ha dicho alguna vez...? —¿Qué pasa, ahora quieres saber
cómo apareces en los títulos de crédito? —Déjate de chorradas, lo único
que me importa es saber si alguna vez te ha dicho que me quiere de
verdad. Si me ha querido alguna vez. —Después de tu sueño, la pregunta
sobra, Carmen. Aunque te abandone hoy mismo, aunque regrese por sorpresa
y te estrangule esta noche, tú siempre serás una mujer única y
excepcional en su vida. Casi tanto como en la mía. No era del todo
cierto. Principales o secundarias, sus mujeres no eran sus mujeres. Eran
sus vírgenes negras, seductoras y salvadoras a un tiempo, sus ángeles
de redención y condenación. Él las adoraba, se enamoraba de muchas con
sólo mirarlas dos veces, pero jamás tuvo un comportamiento frívolo con
ellas. Manuel Nájera no sólo se entregaba como un amante, lo hacía más
como un niño que se confía a una madre, como un caballero medieval que
rinde sus armas ante su dama, como un acólito que espera ser bendecido
por una diosa en la que ha depositado toda su fe. Por eso las eligió
siempre como albaceas de su historia. Bueno, por eso y por una razón más
que no me atrevo a escribir todavía.
67
Intento atar los cabos que me permitirán hacerlo mientras sobrevivo a
esta carretera infernal, la que me está llevando desde Ladakh a Mulbek,
siguiendo la misma ruta que emprendió mi amigo hace ya casi un año. Sí,
casi ya se ha cumplido ya un año desde que lo vieron por última vez. A
comienzos de la primavera de 1982, los habitantes de una aldea perdida
en el valle de Nubra, en la frontera noroeste del Aksai Chin, informaron
a las autoridades locales de la presencia de un vagabundo harapiento
que iba de casa en casa mendigando algo que comer, pese a tratarse de un
occidental. Pocos días después, la policía tibetana conseguía
localizarle. El vagabundo no llevaba encima ningún documento que
permitiera identificarle y parecía haber perdido la razón. No obstante,
el hecho de que hablara tibetano con toda fluidez actualizó una pista
perdida, y las tres embajadas asentadas en Leh fueron informadas del
caso. La americana y la rusa, como era de esperar, se lavaron las manos.
Sólo la británica manifestó un cierto interés, probablemente
especulativo, pero suficiente para abrir una investigación. El resto no
fue difícil: se tomaron sus huellas y en apenas una semana quedaron
resueltas todas las dudas acerca del misterioso vagabundo. En efecto, se
trataba del célebre orientalista Manuel Nájera, desaparecido siete
meses atrás en circunstancias nunca esclarecidas, cuando trabajaba en
una investigación arqueológica en la comarca de Mulbek. ¿Qué milagro
había sucedido en el final de su historia, qué intervención providencial
de los bodhisattvas salvadores le había hurtado de aquella ejecución
sumaria en un barranco entre los pasos de Khaling y Sangchen-La, y qué
había sido de él en todo este tiempo? Supongamos que hubiera conseguido
huir en el último momento. ¿Se puede sobrevivir a un invierno tibetano
vagando de aldea en aldea a cinco mil metros sobre el nivel del mar y a
treinta o cuarenta grados bajo cero? Por más que pregunté aquí y allá,
apenas se me facilitó la confirmación de lo que ya sabía, y ni una
palabra más acerca de todo lo que necesitaba saber. Misterio sobre
misterio, nunca llegué a averiguar a qué podía deberse tanto interés por
todas las partes en mantener ese pacto de silencio sobre el asunto
Nájera. De hecho, sólo llegué a recuperar el hilván de lo que voy
contando mucho después y de una manera incidental, gracias a un amigo
que colaboraba con la delegación de la BBC en Madrid. Había oído algo,
retazos de una historia que le recordaba la de Manuel, pero cuando le
manifesté mi interés apenas pudo conseguir más de tres líneas de
teletipo. Omito la vergonzante nulidad de la diplomacia española: no
movieron ni un dedo, no digo ya para repatriarle, ni siquiera se
molestaron en contactar con él, allá donde estuviera, y evadieron toda
posibilidad de abrir una investigación Fue su manera de decirme que
había intereses muy poderosos detrás, y que el Foreing Office
sabía más de lo que decía. Un mes después de las primeras
averiguaciones, supe que el departamento hindú de Exteriores, del que
depende la administración ladakkhí, había presentado cargos contra
Manuel Nájera. ¿Qué clase de cargos? De pronto se le imputaba una grave
injerencia en la política interior chino-tibetana. Eso ya empezó a
ponerme nervioso. Tenía que hacer algo, lo que fuera, pero cuanto antes.
No obstante, por más que insistí, jamás conseguí que me informaran ni
aun de una manera confidencial en qué podía haber consistido esa grave
injerencia. Tal vez todo se movía entre las sombras de una sospecha y
tantas conjeturas como las que he intentado racionalizar en este relato.
Pero a mí no me bastaba con eso. Tras nuevas gestiones logré hablar con
el doctor que le examinó en la embajada británica. Me aseguró que el
cuadro de amnesia que presentaba el paciente MN —a él sólo le habían
facilitado las iniciales— se debía a un shock emocional
extraordinariamente intenso. Tanto, que veía difícil la posibilidad de
revertirlo ni aun con un tratamiento psiquiátrico en un lugar adecuado.
Inmediatamente se arrepintió de haber llegado tan lejos: me lo dijo con
un largo silencio al otro lado del teléfono, al cabo del cual sólo
añadió: «Bueno, los servicios de inteligencia aún no habían empezado con
él». Ese día se me acabaron definitivamente la paciencia y las excusas.
Tenía que conseguir un pasaje para Ladakh de inmediato, y prepararme
para seguir la aventura hasta Mulbek, o hasta donde fuera necesario.
68
Cuando el reactor de la indian airlines se zambulló en aquel
corredor entre montañas, casi arañando los picos con sus alas y
anunciando que nos ajustáramos los cinturones, a punto de tomar tierra
en Leh, volví a abrir el libro y releí ese poema de Milarepa que tanto
me recordaba a Manuel: «De la nieve, de las fuentes y los torrentes,
viene el agua con que Milarepa apaga su sed. Si basta a satisfaceros,
podéis venir conmigo». Esa era su sed. Sed de manantiales y torrentes,
una sed tan blanca como la nieve, que es pura luz helada. Si aquellos
míticos Fundadores le concedieron un guía para ascender más allá del
Kailas, hacia la morada de los dioses, seguro que su hombre fue el viejo
y sabio Milarepa. Hubieran hecho una buena pareja. Dos profetas
pecadores, dos santos bebedores tan excesivos y a un tiempo tan
absolutamente vírgenes. ¿Por qué les necesitamos tanto, por qué
extrañamos tanto su ausencia y, sin embargo, por qué apenas nadie les
escuchó cuando vivían? ¿Dónde se fueron? Sabía que no iba a ser fácil.
Lo pensé a bordo de aquel taxi que me conducía del aeropuerto de Leh a
la embajada británica. No, no podía ser así y no iba a ser así. Que yo
llegara a esa embajada y Manuel estuviera allá esperándome, para
saludarme con una media sonrisa triunfal, «El doctor Livingstone,
supongo», y fundirnos en un abrazo de final feliz. No, en esta vida son
muy raros los finales felices. Pero todavía son más raros los
embajadores que están a la altura de su cargo. El que estaba al frente
de la delegación británica en Leh era un ejemplo de aquellos que ni
parpadean cuando la policía de cualquier dictadura se lleva por la
fuerza a los civiles dentro de su propia embajada. Sí, en efecto, un
ciudadano europeo llamado Manuel Nájera había estado allí. Tras los
trámites burocráticos habituales —me dijo, y yo traduje: «tras los
interrogatorios a los que le sometimos»—, fue ingresado en el hospital
americano a la espera de que alguien desde España solicitase su
repatriación. Pues bien, apenas una semana después, Manuel Nájera
desapareció del hospital, solo y por su propia voluntad. Y ya nunca se
supo más de él, ni en el hospital americano, ni en la embajada
británica, ni en todo Leh. Se había marchado sin dinero ni
documentación. En la embajada británica aún custodiaban sus efectos
personales, incluido su pasaporte diplomático, y un gastado cuaderno
amarillo. Se resistieron a entregármelo, y sólo lo hicieron cuando al
fin comprobaron que Manuel carecía de familia y yo mismo era lo más
parecido que tenía a un viejo amigo. Cuando al fin tuve aquel cuaderno
entre mis manos, nada más abrirlo, cayó de entre sus páginas una fina
lluvia de arena. Esa arena fue el comienzo de esta historia que hoy
escribo por él. Su pista se perdía nuevamente y por completo. ¿Qué podía
hacer? ¿Volverme y darme por vencido? Cuando me consentí planteármelo,
ya estaba en ruta hacia
Mulbek. Solo. Y a bordo de una pickup tan destartalada como el
Cadillac Corvette donde arrancó la última aventura de Manuel Nájera. Dos
meses después de iniciar mi búsqueda, algunas de esas noches en que
comenzaba a pesarme la acumulación de soledades y frustraciones, me
preguntaba si yo mismo estaba seguro de por qué o para qué seguía
buscándole. Tal vez para verle por última vez y quedarme tranquilo,
aunque lo encontrara loco y mendigando por las aldeas, o acaso
transfigurado en un saddhu peregrino con el tercer ojo abierto en medio
de la frente, o quizá definitivamente entronizado en algún valle fuera
de todos los mapas, como Sean Connery en El hombre que pudo reinar. Con
Manuel Nájera podía suceder cualquier cosa, hasta la más disparatada, y
ninguna resultaría sorprendente. Lo que no esperaba en modo alguno era
encontrarme con aquello. Y, sin embargo, a partir de ahí comencé a
entenderlo todo. Con la ventanilla de la pickup bajada, y la boca
abierta como un tonto, recuerdo que me quité las gafas de sol y me
pregunté: «Dónde está el maravilloso Buda rojo de Mulbek, y la Puerta
sobre su cabeza? ¿Quién, cómo, cuándo...? ¿Qué había sido de todo eso?»
Me respondió el mismo lama Naropa a las puertas de la gompa donde me
estaba esperando. Nunca lo hubiera imaginado como lo describo al
comienzo de esta historia. Nada más apearme, me saludó con una
reverencia y yo, atropelladamente, como un turista, le ofrecí el
prescriptivo echarpe blanco, el khata ritual, en señal de amistad. El
lama sonrió con benevolencia —tal vez recordando el mismo gesto por
parte de Manuel— y me hizo pasar a una sala donde se respiraba una
mezcla densa de sándalo y manteca quemada, a causa de los centenares de
lamparillas encendidas día y noche. Su mirada serena contrastaba con los
demonios de ojos saltones y colmillos feroces agazapados al trasdós de
las columnas. —No hay que tenerles miedo —dijo el lama, mientras
colocaba sus sandalias y mis zapatos fuera de la alfombra—, son los
guardianes que velan para impedir el asalto de los espíritus malvados.
—Es una lástima que no hayan podido impedir la destrucción del gran
Buda, ahí fuera... —Incluso aquí, en Mulbek, hay demonios más poderosos
que ellos. Pero contaba con que usted ya lo sabía. Hoy en día, los
periodistas lo saben todo. Y volvió a sonreír clavando sus pupilas en
las mías, no sé si como una muestra de confianza o para fijar su ironía.
Debo decir que, durante las gestiones previas, y más que como un amigo
de Manuel Nájera, me presenté como lo que era. Pensé que el disfraz
verdadero de periodista me ayudaría a llegar más lejos. —Si he venido
hasta aquí, es porque no sé nada, prácticamente nada... Es muy poco lo
que llega a Europa de lo que sucede en el Tíbet. —Sin embargo, lo que
sucedió en Mulbek el mismo día que se fue Manuel Nájera... El lama
contuvo sus palabras y, antes de que yo llegara a oír sus pasos, a
través
de la columnata que se cerraba a su espalda, aparecieron dos
muchachas vestidas a la usanza tradicional. Tras el cruce de
reverencias, nos sirvieron un té grasiento y una bandeja de pastas tan
secas que parecían petrificadas. Me pareció una indelicadeza preguntar
si una de ellas era Tara. ¿Quién sabe? Lo único evidente era que yo no
sabía nada, y que debía medir mis preguntas. —Ese día... —insistí en
cuanto ellas se retiraron—, el día en que Manuel Nájera salió de aquí...
—Apenas una hora después de que saliera con su chófer en dirección a
Ladakh, unos exaltados volaron todo el conjunto monumental. El Buda fue
lo primero. En cuanto oímos la deflagración, todos los que estábamos
cerca de alguna ventana vimos cómo su cabeza saltaba por los aires sin
romperse, tan entera y de una pieza como cayó a sus pies. Aquello fue un
milagro. Y antes de que pudiéramos hacer nada por evitarlo, dinamitaron
la Puerta... —¿Y el Libro de Cristal? —Desapareció —añadió el lama de
inmediato y sin inmutarse—, y fue una gran pérdida, pero no la única.
Lamentamos tanto o más la muerte de su amigo. El corazón se me paró con
un golpe seco. —Perdone —exclamé—, ¿de quién me está hablando? —Del gran
arqueólogo germano-británico Dieter Kupka... ¿Usted también le conocía,
no? —Sí, claro... Bueno, no... Sólo indirectamente. —En cuanto supo que
Manuel Nájera había regresado a la Cámara del Embrión, subió allá
arriba para ayudarle. Debió entrar por la cabeza del Buda mientras
Nájera salía por la parte baja del acantilado. Las cargas explosivas ya
estaban colocadas. —Lo siento pero no acabo de entender... ¿Quién pudo
volar todo aquello y por qué motivo? —Con lo que acabo de contarle, está
claro: el propio Manuel Nájera.
69
Un incómodo silencio se instaló entre nosotros. Tras clasificarlo
poco menos que como un espía, la embajada británica habían barajado la
conjetura de que Manuel se hubiera implicado con los servicios secretos
chinos, para pasarles información sobre la guerrilla tibetana. Estaba
claro que Naropa había sido informado. Conociéndole incluso cabía la
posibilidad de que precisamente él hubiera sido el informador. El
silencio se quebró con el repique de una campana. —Aunque me lo jure
cien veces —dije al fin—, jamás creeré que un apasionado de la cultura
tibetana como Manuel Nájera tuviera algo que ver semejante barbarie. El
lama endureció el gesto pero no desdibujó su leve sonrisa de cortesía.
—Los servicios de inteligencia no han descartado esa posibilidad.
Recuerde que apenas unos días antes su compatriota visitó Tielontang, y
se encontró con un monje nestoriano que acababa de volar las criptas de
su cenobio para que sus tesoros no cayeran en manos de los bárbaros.
—Nájera nunca hubiera actuado así. —Tenga en cuenta que regresó de allí
en un landróver. Y en un landróver caben muchas cosas... Por ejemplo,
los ciento cincuenta kilos del mismo explosivo plástico que se empleó
aquí. —No insista: pierde el tiempo conmigo si continúa por esa línea.
El lama bebió despacio un trago de té humeante. Cuando volvió a mirarme,
supe que todo lo que vendría después ya sólo era la versión oficial, su
versión oficial pausadamente urdida y macerada para dejar bien atados
todos los cabos bajo la cúpula de la perfecta armonía, incluido aquel
Buda reventado de un bombazo. —En fin, sabrá que una de mis esposas, la
que llamábamos Tara, estaba integrada en el Frente de Liberación
Tibetano. —No —mentí—, no lo sabía. —Yo tampoco tenía la menor sospecha.
En la gompa de Mulbek ha provocado una conmoción. —¿Por qué me lo
cuenta entonces? —¿Le pareceré más convincente si le hablo de su amigo a
través de ella? El idilio de Tara y Manuel contado por Naropa cumplía
todas las exigencias de una buena novela de aventuras: con su parte de
intriga, su punto de exotismo, y hasta su dosis de romanticismo, donde
el propio Naropa —su comprensión, su apertura de conciencia, su lectura
del amor más sublime como entrega incondicional— jugaba un brillante
papel protagonista. —La verdad es que es una historia preciosa —exclamé,
antes de que acabara de pervertirla—, pero no acabo de ver cómo
encajarla en todo esto. Tampoco
imagino un Frente de Liberación Tibetano que destruya por las
buenas su patrimonio nacional. Hasta donde sé, sus líderes son
budistas... y no tienen nada que ver con los talibanes. Por cierto, en
otro tiempo, ¿no fue miembro de esa organización el mismo hermano del
Dalai Lama? —Sí, así fue... en otro tiempo. —¿Entonces, cómo se
justifica lo que acaba de contarme? —Pregúntese qué sucedería si, de
pronto, el Buda de Mulbek y el Libro de Cristal se convirtiesen en
atracciones mundiales. Yo se lo diré: de un día para otro todo el Tíbet y
este monasterio en particular se convertirían en destinos turísticos
para los occidentales. Y eso tendría consecuencias en todos los órdenes.
»Muy lejos de favorecer nuestros intereses, India y Nepal, presionados
por Europa, firmarían una apresurada entente con China y todo el Aksai
Chin quedaría en su poder a cambio de garantizar la seguridad de los
millares de visitantes que subirían aquí para fotografiarse junto al
Buda Maitreya y el portentoso Evangelio de Jesucristo. Los activistas
tibetanos serían exterminados como ratas y el Tíbet, un Tíbet
definitivamente despedazado, jamás recuperaría su independencia. —Ya —me
limité a decir. Entendí que sus razones eran perfectamente válidas para
los ideólogos de ese Frente de Liberación, pero también para toda esa
clerigalla de la orden Nyingmapa: si el Libro de Cristal contenía el
Evangelio de Cristo, ese descubrimiento supondría el fin de una mentira
milenaria. Pues, así como el cristal de roca, entre sus páginas venía
cifrada una auténtica batalla entre la opacidad y la transparencia. No
era ya la superioridad del camino Mahayana sobre el Hinayana lo que
estaba en cuestión, sino el oscurantismo que sustentaba su teocracia. Si
se hacía la luz en esa cueva, se tambalearían todas las cúpulas y
tronos lamaístas, incluida la suma dignidad del Dalai Lama en su
Vaticano de Lasha. Dos mil años antes, Pablo de Tarso escribió
sibilinamente: «Si el Cristo no hubiese resucitado, sería vana nuestra
fe». Dos mil años después, Naropa hubiera podido formular algo parecido:
«Si vuestro Mesías fuese nuestro Maitreya, toda nuestra fe se vendría
abajo». Y es que en modo alguno podrían aceptarlo como continuador de la
senda emprendida por Siddharta Gautama, sino como alguien muy parecido a
su antagonista. Sus doctrinas, en apariencia semejantes, son en esencia
inconciliables. El Buda Sakyamuni jamás se consideró un dios encarnado:
jamás manifestó que viniera a cumplir una profecía, ni se prestó a
sacrificarse por la salvación de la humanidad. La resurrección cristiana
puede parecer una variante de la rueda de reencarnaciones, pero la
máxima perfección budista supone trascender el Samsara en Nirvana —es
decir, acceder a la desintegración absoluta de la conciencia en la luz—,
y el Cristo prometía en cambio un segundo nacimiento más allá de esta
dimensión, preservando la conciencia y hasta la memoria a lo
largo de infinitas vidas donde los que se purificaran llegarían a
ser ángeles, y luego tal vez soles y estrellas pensantes y sintientes,
que jamás olvidarán su raíz humana, ni aun cuando habiten en el corazón
de la gran inteligencia universal. —A partir de esa comunión en la luz
—aseguraba Naropa—, podríamos comenzar a entendernos como creyentes.
Pero las jerarquías nunca se entenderán. Del Vaticano a Lasha, ¿cuántos
pasos habríamos de dar sobre nuestros propios abismos? ¿Cuántas
mentiras, imposturas y mixtificaciones habríamos de desmontar, y a
cambio de qué? Y lo peor de todo, ¿quién creería en nosotros después de
eso? Si vuestro Mesías es nuestro Maitreya, tendríamos que renunciar a
nuestras dignidades y prebendas, a la veneración de nuestro pueblo, a
nuestras jerarquías e incluso a estos templos que ellos tanto
despreciaron. Para nuestro alto clero, como para el vuestro, eso jamás
pasará de ser una utopía. Una utopía autodestructiva, pues supondría el
final de nuestra infalibilidad. Por eso ni nuestro Dalai Lama admitirá
que Gautama fue un precursor de vuestro Nazareno, ni vuestro Papa
reconocerá jamás que Jesucristo pudiera ser nada más que otra
reencarnación de nuestro Buda. No esperaba tanta franqueza por su parte,
ni que mi elocuencia alcanzase tales cotas de esplendor. Yo, un humilde
periodista freelance, nada que ver con el gran orientalista Manuel
Nájera, el gran experto en religiones antiguas, de pronto me ponía a
hablar como él, y argumentaba brillantemente: —Y sin embargo —me vi
diciendo—, qué fácil serla todo si los que pueden hacerlo revelaran lo
que ocultan desde hace milenios. Vuestros hermeneutas y los nuestros,
los doctores de nuestras iglesias y los vuestros, vuestro Dalai Lama y
nuestro Papa saben mejor que nosotros que Buda y el Cristo no son sino
manifestaciones de esa inteligencia cósmica que generó el Big Bang. ¿Qué
más da quién sea quién? Si el autor del Libro de Cristal es el Maitreya
que esperabais y si de pronto ese Buda es un Buda que habla de Dios,
aceptadlo como aceptaremos nosotros a este Jesucristo inaudito que aquí,
en Mulbek, habla no ya de la eterna encarnación del Verbo, sino de las
sucesivas reencarnaciones de sus hijos, hasta acceder a la plenitud de
la vida en la luz. »No me cabe ninguna duda de que en ese Libro, lámina
sobre lámina, los sutras de Cristo y Gautama enlazan con la doctrina de
los esenios y los gnósticos, con el Demiurgo de Platón, con el Cristo
Omega de Teilhard y aun con el mismo Ente Infinito de los filósofos
racionalistas. Siempre el mismo aliento de luz haciéndose dios en sí
mismo y en el hombre. Una y otra vez la misma doctrina universal, como
ese Jesús el Cristo que manifestó su no-muerte en la Cruz, su despertar
en la Luz y su segunda vida en los Himalayas, siempre en camino hacia
Agartha, la ciudad de los Fundadores, el centro espiritual supremo donde
mora el Rey del Mundo y del que partieron los ángeles que sanaron a
Cristo mientras dormía en el sepulcro de José de Arimatea. El destino
final a donde el Elegido siempre regresa y permanece mil años, hasta su
siguiente retorno. »¿No es suficiente milagro que exista una
inteligencia cósmica que se manifiesta a través de sus enviados,
llámense Hermes o Dionisos, Krishna o Cristo? ¿No es
esto lo esencial? Por primera vez en la historia de la Humanidad
ha aparecido un documento dictado en primera persona por uno de esos
Fundadores, y preservado en una superficie inalterada y absolutamente
transparente, ese maravilloso Libro de Cristal. ¿Qué habéis hecho con
él? ¿Lo habéis destruido o lo habéis ocultado nuevamente, como hizo el
sumo sacerdote Chenrezi con la Palabra del Caminante? »Vamos, Naropa,
atrévete a decírmelo, ¿qué ha sido del Libro de Cristal?
NOVENA PARTE
La última puerta
70
Primero fue una llamarada naranja, cegadora, invasiva, y enseguida
una deflagración monumental, rota en una violenta granizada de cristal
de roca. Me desperté cubriéndome la cabeza con las manos, los párpados
apretados, el corazón sobrecogido, y sin embargo seguía allá,
plácidamente tendido en un catre y cubierto de mantas de yak hasta los
ojos, quizá en la misma celda que había ocupado Manuel Nájera durante su
estancia en Mulbek. ¿Qué había sucedido? ¿No estaba conversando con el
lama Naropa? ¿No le estaba contando y él me escuchaba? Tuvo que ser
aquel té que nos sirvieron durante su audiencia. Seguro que habían
diluido dentro algún narcótico. O quizá me hipnotizaron, sin más, los
lamas son maestros en eso. Ya fue un aviso su manera de decirme que no
hiciera más preguntas, salvo las estrictamente concernientes a mi amigo.
Por la luz que se filtraba a través del ventanuco deduje que el sol
tenía que estar bastante alto. ¿Cuánto tiempo llevaría allá? ¿Seis
horas, ocho, diez? Al incorporarme advertí una tetera con más té tóxico y
un cuenco lleno de higos secos junto a mi equipaje: el mismo desayuno
que le dispensaron a Manuel tras su primera noche en Mulbek. ¿Y ahora,
qué? ¿También iba a aparecer Tara con una bandeja y un samovar? Pensarlo
y sonar unos nudillos contra la puerta fue todo uno. Pero cuando ésta
se abrió, volví a ver a Naropa, y entendí el mensaje: ya no podía hacer
otra cosa sino preguntar por ella. —Ella no está aquí, siento no poder
ofrecerle más que esta respuesta, amigo mío. Pero créame, todo lo que le
conté ayer es cierto: ni siquiera yo sabía que Tara formaba parte del
Frente de Liberación. Imagino lo que estará pensando acerca de nuestra
proverbial clarividencia... Es cierto, algunos de nosotros podemos ver
muy lejos, pero si miramos dentro del ser al que amamos de una manera
demasiado humana, nuestra visión se enturbia, dejamos de ver, nos
perdemos. Fue eso lo que me sucedió con Tara. Nunca sospeché nada. Había
dormido bien, apenas acababa de conocerle y estaba en su casa, a veinte
mil kilómetros de la mía. No sé cómo me atreví a tanto: —No le creo
—dije, muy sereno, pero con toda claridad. Fui un ingenuo. Si en algo
estaba adiestrado Naropa era, precisamente, en el arte de la
incredulidad. —No importa que no me crea —exclamó sin afectar el desaire
y cabeceando como si lo entendiera—. No sabemos a ciencia cierta lo que
sucedió una vez que se llevaron a Nájera San, sólo nos han llegado
retazos que hemos intentado ordenar de una manera lógica. Si tampoco le
parecen convincentes, en su periódico puedo contar lo que le parezca. Y
permítame decírselo, la versión que madura en su mente me parece
estupenda. Además, aunque se le antoje
demasiado novelesca, hasta un poco increíble acaso, lo cierto es
que se ajusta bastante a la verdad. Es decir, a la verdad posible.
Nunca me he encontrado ante una evidencia más clara de que alguien me
estuviera leyendo el pensamiento. O mantenía la naturalidad o estaba
perdido. —¿En qué sentido? —pregunté. —En el sentido de los personajes
que desaparecen... —exclamó, sin inmutarse— . Si le parece, le cuento lo
que sé... —Adelante. —Al día siguiente de su secuestro, en el barranco
de Khaling —prosiguió el lama—, apareció un hombre muerto con un disparo
en la cabeza. Evidentemente, no se trataba de Nájera San. —¿Tushita?
—No, el muerto era aquel que se hacía llamar el Tigre. ¿No es así como
piensa escribirlo en su novela? Aquello era demasiado, sobre todo porque
entonces ni se me pasaba por la cabeza que acabaría escribiendo esta
novela. ¿Estaba delirando o todo aquel delirio sucedía en una especie de
realidad paralela? —Entonces, en el último momento... Tara... —O
Tushita. Él ya le había salvado la vida una vez. Tushita era un hombre
con mucho corazón. —Pero era Tara quien tenía la pistola, ¿no es así?
—No lo sé, eso tampoco puedo asegurarlo y me costaría mucho aceptarlo.
Compréndame, Tara me fue entregada cuando era apenas una niña, y se
trataba de una niña con poderes extraordinarios. No vino a este mundo
para matar, sino para todo lo contrario. ¿Conoce la tradición de los
bodhisattvas? —He leído algo de eso, no mucho. No me diga que Tara
también era una enviada. ¿No acaba de asegurarme que formaba parte del
Frente de Liberación Tibetano? —En este mundo y aun en el otro se puede
batallar en dos frentes simultáneos y en muchos más, hijo mío. En
cualquier caso, Tara sabía muy bien que quien mata a un ser humano ya no
tiene salvación: apaga para siempre la luz de su alma. —Salvo que lo
haga para salvar la vida de otro ser humano. Si fue ella quien disparó,
estoy seguro que lo hizo en defensa de la vida y... —Y por amor. Sí,
dígalo como lo está pensando —añadió el lama—. Aunque le cueste creerlo,
también para mí sería un consuelo. No lo era, nunca lo sería. Como a
todo hombre, le hubiera dolido menos que aquella mujer hubiese
desaparecido de su vida, incluso matando, que el hecho de que hubiera
dejado de quererle. A lo lejos, la cabellera de niebla que coronaba la
cumbre del Gurla Mandhata había comenzado a diluirse y entre sus jirones
se filtraban, como los dedos de un dios desconocido, cinco haces de luz
que caían hasta el valle. Me vino a la memoria esa parte del Libro de
Cristal donde habla de la mujer que
acompañaba al Caminante, la Mahatissa que tenía todas las trazas
de ser una nueva encarnación de María de Betania. A las dos las movía
esa fuerza solar por excelencia, la bhakti, la vía del amor supremo que
lo da todo sin pedir nada, la que inspira a los verdaderos santos, sea
cual sea su credo o su herejía, a todos cuantos llegan a dar su vida por
aquellos a los que aman. ¿Y de qué no es capaz una mujer enamorada que,
además, lleva dentro de sí la luz del mana? —Ella no ha vuelto,
¿verdad? —pregunté cuando creí que podía hacerlo. El lama dejó la taza
de té sobre la estera y se encaminó hacia la terraza cogiéndose una mano
con la otra. Cambió rápidamente de conversación: —Discúlpeme, casi
había olvidado la razón de esta visita... —Le escucho. —Ayer noche
nuestro diálogo concluyó de una manera muy insatisfactoria para mí, y
supongo que también para usted —me pareció ridículo pedir explicaciones.
Naropa continuó—. Por ello, después de acomodarle aquí, me reuní con el
bonpo de nuestra congregación. Le expuse sus inquietudes, y me lamenté
por no poder satisfacerlas. —Le comprendo... —He sido autorizado a
permitirle dar un paso más: el Buda. Viviente le espera. —¿El Buda
Viviente? —repetí sin disimular mi asombro—. ¿El Dalai Lama en persona?
—No, no es él —Naropa tampoco disimuló otra de sus sonrisas de ojos
bajos—, pero pertenece a su misma estirpe. Como sabrá, en Tíbet hay
nueve grandes reencarnados a los que consideramos Budas Vivientes. El
venerable Kyrlong Rimpoché es uno de ellos. Fue la cabeza del Oráculo
del Estado, en Nenchung, y hoy ejerce como uno de los cuatro Trunyi
Chemo que constituyen nuestro gobierno en el exilio... —Vaya, qué Buda
tan polifacético —ironicé—, ¿y aun así, incluso tiene tiempo para un
humilde mortal, como yo? —No dude que es así. No obstante, pese a sus
altas obligaciones el tulku Kyrlong vive más tiempo al otro lado de la
vida que aquí. Y le aseguro que ve más lejos que ninguno de nosotros. Él
le mostrará las señales. —¿Qué señales? —Las señales —dijo
elusivamente, mientras se encaminaba hacia la puerta, como invitándome a
ser iniciado en el último misterio.
71
Le seguí por laberinto de patios blancos rematados por sólidas
balconadas pintadas de ocre y bermellón. Vi la escuela de copistas donde
se advertía una actividad sorprendentemente intensa; un ritmo muy
diferente al del gigantesco molino de oraciones que rotaba lentamente
sobre su eje en un recinto penumbroso, ante el que parecían montar
guardia una pareja de yaks. Con su misma masticación rumiante, a la
sombra de la stupa de los siete anillos, un grupo de novicios recitaban
los sutras del Kangyur. Presidía la oración un lama muy anciano que iba
pasando las páginas de un grueso libro de cubiertas de madera, con la
vara en alto. Desde que la enseñanza de Buda se petrificó en la mente de
sus discípulos, y éstos convirtieron los senderos abiertos en dogmas
cerrados, de aquella gran eclosión de luz no quedaba ya más que ese
mundo de niños repitiendo las verdades inmutables de un libro muerto que
jamás sería trastornado por la aparición de ningún Libro de Cristal.
Para eso estaba aquel viejo celador con su vara en alto, el martillo de
herejes, el empalador de heterodoxos, como lo fueron en su tiempo el
incesante Buda y el mismo Cristo, los grandes iluminados en un mundo de
ciegos, los despiertos en un mundo de durmientes: aquí y ahora, y ayer
como hoy, siempre ha sido así y así seguirá siendo. No sé por qué me
invadieron entonces esas cavilaciones tan sombrías. Sólo puedo escribir
que vinieron para quedarse, y que se me formó un nudo en el estómago
cuando Naropa, creyendo que me estimulaba, añadió: —El tulku Kyrlong le
ayudará en sus propósitos sin necesidad de que le importune con
palabras. Créame, él ve, y su visión está viva. Aquí la llamamos kundun,
la presencia que lo ilumina todo. Una vez que estemos ante él, no diga
nada, no haga nada, no pregunte. Cierre los ojos y concéntrese en lo que
quiera saber. Él verá brillar su aura en la oscuridad, y a través de su
resonancia encontrará las respuestas, las señales que podrán ponerle en
el camino que siguió Nájera San hasta donde se encuentra ahora. Pero,
recuerde: sólo serán señales, nunca un destino. Habíamos cruzado el
último patio y estábamos ya bajo el dintel de la estrecha puerta dorada
que nos conduciría hasta la estancia donde nos esperaba el Buda
Viviente. El sol que caía de lleno fuera contrastaba con la oscuridad
que se compactaba en el interior del tabernáculo. Una neblina de
incienso parecía suspendida como un velo en el umbral. Antes de
atravesarla, eché una mirada hasta el fondo de la oscuridad y allá, no
muy lejos, sobre un sitial iluminado con centenares de velas, distinguí
la figura de un hombre sentado con las piernas cruzadas y cubierto con
una suntuosa túnica morada. Bajo una especie de mitra del mismo color,
vi destellar dos ojos de una intensidad inaudita. Pensé en un gato, pero
aquellos ojos se parecían más a los de una pantera al acecho y, sin
embargo, sólo podía tratarse del Buda Viviente. Hubo un instante
extraño, sucedió algo en ese fugaz cruce de miradas. Tal vez, en
efecto, me llegaron las señales. O tal vez desde allá donde estuviera,
Manuel me envió un último mensaje y obré en consecuencia. Sin una
palabra, sin una pregunta, me di la vuelta y eché a andar hacia la
puerta del monasterio de Mulbek. —¿Pero qué hace? —exclamó Naropa,
sorprendentemente desconcertado—. El Buda Viviente le aguarda... Seguí
caminando sin volverme. Cada paso que daba, me hacía sentir más
profundamente que era eso y no otra cosa lo que debía hacer. —No se
puede rechazar una invitación del Buda Viviente... —insistió Naropa, que
seguía clavado en el umbral del tabernáculo, elevando sensiblemente su
tono de voz—. La llamada del Buda Viviente se escucha una sola vez en la
vida. Su voz sana todos los males del cuerpo y del alma. Su bendición
dispensa la inmortalidad... Yo seguí mi camino, me quedaba poco para
alcanzar la puerta del patio. —¡Lo que está haciendo es muy grave,
señor...! —Naropa había comenzado a gritar, algo impensable en un
maestro de la serenidad celestial, como sin duda lo era él—. ¡Ha de
saber que su comportamiento es una ofensa al Buda Viviente y a todos
nosotros! ¡Vuelva ahora mismo o se arrepentirá! Consulté mi reloj, las
once y media de la mañana... —¿Es que no me oye? ;Le he dicho que
vuelva! Con un poco de suerte, llegaría para dormir en Leh. —¡Vuelva! Un
hombre fuera de sí, ahogado en su espléndida dignidad: ésa es la última
imagen que conservo del lama Naropa. Ya nunca más volvería a oír su
voz, jamás regresaría a Mulbek.
72
Poco después alcancé la celda donde había dormido, recogí mi
equipaje, comprobé que llevaba encima mi pasaporte y que mi pickup
conservaba los tres bidones de gasolina suplementarios. Todo estaba
bien. Hasta las dos tulpas que me saltaron al cuello cuando iba a entrar
en la estancia del Buda Viviente se habían sosegado ya: dos tulpas o
más bien dos imágenes con dos mujeres diferentes y un mismo hombre...
haciendo una misma cosa. Primero fue la imagen de Tara apuntando a
Manuel con su pistola al filo de un precipicio. Una leve presión sobre
el gatillo y desaparecería de su vida para siempre. En la otra imagen,
sobrepuesta a ésta, Carmen hacía lo mismo. Apuntaba a Manuel con su
revólver, sabiendo que bastaría una leve presión para acabar con todo.
En un principio, pensé que la misma historia volvía a repetirse veinte
años después. Pero no había sido así. Y eso lo cambiaba todo. No se
había repetido la misma vieja historia. Al contrario, la historia que
Carmen dejó abierta con ese suicidio terrible, la había cerrado Tara
salvándole la vida y dejándole escapar. ¿Por qué? ¿Sólo por amor? La
respuesta es bien sencilla, transparente como el Libro de Cristal. Pero
él no pudo soportarla. Su razón estalló, perdió el habla, se volvió
loco. O accedió a la última y definitiva lucidez. Y eligió desaparecer
de una vez y para siempre. De Qumrán a Mulbek, Manuel siempre había
buscado eso: el olvido, la extinción. O mejor, ese estado final de
depuración y despojamiento absolutos que propicia a un tiempo el retorno
al origen y la apertura hacia otra dimensión. Da igual que lo
identifiquemos con el Thatagata de los budistas, o con la Tierra Santa
de los primeros cristianos. Con las Puertas de la Percepción según
Aldous Huxley, o con la Ecuación Infinito planteada por Stephen Hawking.
Hablamos del umbral de Agartha, un paso entre lo físico y lo
metafísico, cuya definición más exacta no puede ser otra que la
transparencia, pues sólo lo transparente es y no es a un tiempo. Como el
Libro de Cristal. Como la Puerta de Mulbek. La transparencia fusiona lo
tangible con lo evanescente, lo cerrado con lo abierto, los caminos de
este mundo con los del próximo. Manuel había descifrado los mapas que le
permitían atravesar ese territorio sin perderse. El mapa grabado en el
techo de la caverna de Mulbek, o el de la cripta de Tielontang, ¿qué
eran sino derroteros para esa navegación después de esta vida física?
Así como le sucedió a él después de traducir el último enigma, a mí
tampoco me importaba ya que nadie me entendiera. No necesitaba más
explicaciones, no aceptaba ninguna otra versión. Ni siquiera la de aquel
presunto Buda Viviente que, a buen seguro, tendría preparado un cuento
maravilloso sobre la vida y milagros de Manuel Nájera. Lo único cierto
era que yo había perdido para
siempre a mi amigo, como el mundo había perdido para siempre la
posibilidad de tener acceso a ese texto que hubiera cambiado la
historia. El Evangelio del Tíbet, dictado por Jesús a su hermano Tomás,
ese testimonio excepcional que éste transcribió sobre hojas de palma y
que el buen rey Gopananda hizo grabar sobre un portentoso Libro de
Cristal, probablemente había sido destruido por esa secta de venerables
que nunca podrían aceptar que Buda y Cristo pertenecieran a la misma
genética solar, que su palabra brotara de un mismo manantial, y que esa
palabra fuese entre los hombres luz viva y vivificante como la
irradiante luz del mana. Acababa de dejar atrás la gompa de Mulbek, y
rodaba por una llanura de tierra color cobre, junto a las ruinas de lo
que había sido el gran Buda rojo. El imponente monasterio-fortaleza era
un trazo en la distancia. Sólo entonces reparé en el silencio inmenso
que gravitaba sobre aquel espacio apenas perturbado por un viento seco y
helado, la pura desolación. Apagué el motor y me encaramé sobre el
pescante de la pickup. Apenas a un centenar de metros de la pista, se
veían los restos de lo que fue el Gran Buda de Mulbek encallados en la
arena y entre las rocas. El torso se había partido en tres pedazos
monumentales, una mano en diagonal parecía impedir el paso hasta el
lugar donde había caído la cabeza que, en efecto, se había preservado
milagrosamente intacta, reclinada sobre una pequeña duna, como si el
coloso estuviera durmiendo. Durmiendo con los ojos abiertos. Tan
abiertos que sentí su mirada como una llamada. «Pues muy bien —me dije—,
si es eso lo que estás esperando de mí, allá voy.» A medida que
avanzaba, se fueron precisando los rasgos de esa obra maestra. La
delicada curvatura de sus pómulos, pero también la dura elocuencia de
sus mejillas hundidas. Sus labios cincelados hasta expresar la serenidad
más perfecta, a la manera oriental, pero también esa barba apenas
esbozada, idéntica a la de los Cristos bizantinos. Y así como ellos, por
encima de todo, esa luz viva contenida en el óvalo repujado de ágatas y
amatistas que perfilaban sus enormes ojos tristes. Si la máxima belleza
es el deseo de engendrar en la divinidad, si la divinidad es el deseo
de engendrar en la belleza, aquella obra sublime conjugaba ambas
ambiciones hasta hacerte sentir que también tú respirabas a través de su
alma. Pero todo lo que quedaba vivo de su corazón, me estaba esperando
al otro lado. Al doblar la cabeza, y a un paso de la losa de las
inscripciones, descubrí una figura en pie, velada y cubierta de pies a
cabeza con una cerrada túnica negra que azotaba el viento. Era una
mujer. No pareció sorprenderse al verme. Y no voy a escribir que la
esperaba, pero lo cierto es que yo tampoco extrañé su presencia. Una
mujer sin rostro que de pronto me resultaba tan familiar, que tanto me
recordaba... ¿A quién? Sí, aunque pareciera una locura, era María de
Betania ante el sepulcro de Cristo, después de la crucifixión, al caer
la tarde del tercer día.
73
Entonces lo entendí todo, y sin necesidad de que se quitara el velo,
supe inequívocamente quién era ella y por qué, en el epílogo de su
historia, Manuel Nájera había decidido preservar su mayor
descubrimiento, tal y como ella lo hubiera deseado. Tal y como quizá
llegó incluso a pactarlo con ella después de que le salvara la vida en
el barranco de Khaling, y antes de ponerse en camino hacia una nueva
existencia. O quizá sólo hacia el olvido. El Libro de Cristal no era lo
más importante. Lo había dejado escrito muchas veces en su cuaderno
amarillo, pero yo —como Naropa, como Kupka— me había dejado cegar por
sus destellos cuando, en realidad, el verdadero y definitivo Evangelio
de Jesús el Cristo yacía bajo aquella losa. La losa era algo más que una
lápida sepulcral. En realidad era una puerta, la última puerta que
atravesaron físicamente Maitreya y el Mesías. Allá abajo quedó su cuerpo
irradiante, un rostro cubierto con una máscara de oro, sus ojos
abiertos al infinito, una vibración radioactiva envolviendo su
prodigiosa semilla. Su astral entretanto atravesó la Puerta Cósmica y se
zambulló en un océano de luz y éter ... El Pez regresaba a la
eternidad. Por eso Manuel entregó a Kupka su traducción final sin añadir
ni una sola palabra acerca del acróstico donde se revelaban su
identidad y todas las incógnitas. Las huellas del viaje de los esenios
marcadas por esas cruces de San Jorge que pautaban toda su ruta hasta el
Tíbet. La pervivencia de esa tradición sagrada que enlazaba el vino de
Noé con la memoria de la tribu número trece en la cripta del padre
Stellios. La constatación de que la losa de Mulbek respondía a la
orientación exacta de las tumbas levíticas. Y hasta ese incremento del
magnetismo terrestre o ese índice de radioactividad que había detectado
la misión japonesa, de la que él se había burlado con esa exacta
intención: salvar el gran secreto, preservarlo hasta el día en que la
humanidad aceptara esa evidencia trascendental, sorteando el riesgo de
que la casta sacerdotal la destruyera nuevamente, como había sucedido
con el Libro de Cristal, con el Buda rojo y aun con la Puerta de Mulbek.
¿Quiénes eran en realidad Tara y Tushita? ¿Dos miembros del Frente de
Liberación Tibetano, o más bien dos nestorianos, dos esenios, dos
genuinos budistas, dos enviados de aquellos Fundadores que preservaban
la ciudad de Agartha? Sólo desde la convicción de que Manuel había sido
siempre uno de ellos, aun sin saberlo, puedo entender que lo dejaran
irse con vida, pese a la condena a muerte que había caído sobre él por
parte del Frente de Liberación Tibetano tras su incursión en Tielontang.
Si en el momento en que Tushita vino a por él, Manuel hubiese alzado la
losa lo suficiente para llegar a ver el rostro más
inquietante de toda la historia de la humanidad, el rostro de
Cristo dos mil años después de su crucifixión en Jerusalén,
probablemente nadie hubiera podido salvarle. Pero él mismo aceptó no
saber más, aceptó no alzar ese último velo y guardar el último secreto.
Eso le salvó, no me cabe duda. Y él lo sabía. Sabía que llegaría el
momento en que tendría en su mano resolver el gran enigma que le había
obsesionado toda su vida... y habría de renunciar. Pero, en realidad,
fue él libremente quien aceptó no saber más. Fue sin duda esa renuncia a
«saber más» la que le salvó la vida. Y la que le abrió,
definitivamente, todas las puertas. Así como los analistas habían errado
la datación del Libro de Cristal, aquella losa de basalto podía haber
sido tallada y labrada perfectamente mil y hasta dos mil años antes de
Cristo. ¿Por qué? Porque tal y como acabo de escribirlo, antes que una
tumba había sido una puerta ancestral. La puerta subterránea que conduce
a Agartha. Allá había dejado el Cristo, tal vez como muchos otros
enviados antes que él, su última encarnadura humana antes de alzarse
como un cuerpo etéreo y desaparecer. No puedo resistirme a escribir lo
que imagino. Ser yo mismo quien alzase esa máscara de oro y cristal de
roca, y encontrarme ante el rostro de Jesús de Nazareth. ¿Cómo sería ese
rostro? ¿Un rostro de fuego que enfrentaría a quien se atreviera a
alzar esa losa, mirándole cara a cara con los ojos muy abiertos bajo una
máscara de cristal de roca, o tal vez el rostro de un príncipe dormido,
envuelto en su crisálida de luz azul, la irradiante luz del mana?
Manuel sabía que las tumbas sagradas de todas las grandes civilizaciones
son semillas, embriones cósmicos, cunas de luz para un nuevo
nacimiento. En lugar de profanar la de Cristo, él decidió nacer de sí
mismo a partir de ella. Y así como Él, «se hizo morir» para seguir
caminando. A veces pienso que en este mundo sólo hay dos razas humanas y
que éstas se diferencian por aquello que piensa cada hombre al elevar
sus ojos al cielo en una noche estrellada. Unos preguntan por qué, y
otros solamente cuándo, Manuel pertenecía a esta especie. Tenía la
certeza de que cada uno de nosotros ha heredado un código cifrado, una
fuente de luz incesante que nos hace nacer y renacer como una apertura
al infinito. Una vez que llegó ante las últimas claves se limitó a
descifrarlas sin profanarlas, y siguió caminando hacia su tierra
prometida, hacia la estrella origen, hacia el corazón de la inteligencia
cósmica. «Nadie encuentra Agartha. Es Agartha quien conduce a ella a
quien ha elegido.» Estaba claro, había sido así y no de otro modo.
Manuel había llegado al final del laberinto, aceptó el pacto y la última
puerta, la puerta de la transparencial, se abrió definitivamente ante
él. A cambio de su silencio, el Evangelio del Tíbet y la tumba de Cristo
se habían salvado de la destrucción y nadie lo sabía. Nadie salvo esa
mujer que, en ese momento, decidió quitarse el velo y mirarme de frente.
Toda su belleza irradiaba de aquellos ojos, todos sus misterios estaban
cifrados en los tatuajes de sus mejillas. Me lo dijo sin una palabra,
sólo
con esa mirada. Sí, yo soy Tara. Como yo tampoco pregunté, ella
se agachó y con su dedo índice, lenta, ceremoniosamente, dibujó un pez
sobre la arena. Entendí su mensaje: ese mensaje que implicaba un nuevo
pacto y hasta un desafío. Ella no traicionaría jamás la memoria de su
amor, yo no debía traicionar su secreto. Probablemente, también a mí me
iba la vida en ello. Una caricia de hielo me recorrió la nuca cuando
avanzó hacia mí, mirándome con esos ojos como dos soles negros. Caminaba
como una reina, serena y altiva, absolutamente dueña de su escenario.
Conté cada uno de sus pasos hasta que llegó donde yo estaba, y dejé de
contarlos cuando me dejó atrás sin detenerse. Pero yo sentí que esos
ojos seguían mirándome mientras me dejaba atrás y se alejaba hacia la
inmensidad. El viento había comenzado a soplar con fuerza, levantando
violentos remolinos de polvo que azotaban su túnica y haciéndola parecer
aún más espectral. No arranqué mi pickup hasta que desapareció
engullida por la nube terrosa, y aun entonces seguí viéndola, como una
vestal sagrada fundiéndose con el sol que se ponía entre las montañas
azules del horizonte. Entonces miré por última vez el perfil del
monasterio de Mulbek. Los monjes no hicieron sonar sus trompas ni sus
flautas de fémur humano llamando a la oración, ni destelló un último
rayo sobre la cúpula de oro de su gran stupa. Sus torres se fueron
difuminando en la grisalla del viento y la arena, y al poco todo el
mundo conocido no era más que una toyota rodando por una pista tibetana,
sin más horizonte que llegar sano y salvo a un lugar civilizado, a ser
posible esa misma noche.
74
Tardé siete horas más en alcanzar Leh. En el hotel, al solicitar mis
llaves, un recepcionista sonriente me pasó un sobre con mi nombre. Lo
abrí y me encontré con un telegrama de la embajada británica. Un
secretario de la delegación diplomática me informaba que el cuerpo de
alguien que podía ser Manuel Nájera había sido localizado en un paraje
casi inaccesible de la senda de peregrinos que conduce al monte Kailas,
en el Tíbet Occidental. El cónsul en persona me proporcionó algunos
detalles que, sin embargo, cuestionaban la moderada certeza que parecía
desprenderse de aquel telegrama. Lamentablemente, cuando lo encontraron,
los ragyab —esa orden de monjes descuartizadores de cadáveres a la que
había pertenecido el propio Manuel— ya habían subido sus restos a la
Torre del Silencio. Los buitres no dejaron ni un mínimo vestigio de su
osamenta que permitiera identificarle. Por otra parte, la inexistencia
de familiares vivos tampoco permitía el entonces innovador recurso al
ADN. Ahora bien, aquel cadáver nuevamente desaparecido, ¿era el suyo o
se trataba de una nueva pista falsa, la definitiva? Una leyenda tibetana
asegura que toda una constelación de budas llena el universo, y que
sólo en el nuestro se pueden contar más de un millón de miríadas. Pero
todos esos budas descendientes de un gran Buda primordial y esparcidos
como granos de arena en los tres millones de mundos, se reúnen en el
corazón de cualquier hombre cuando éste da un paso hacia ellos y a favor
de sí mismo, hacia su despertar. Había caído ya la medianoche cuando
salí de la embajada británica. Antes de meterme dentro del taxi eché una
mirada al cielo. Por primera vez en mi vida me sentí tan cerca de las
estrellas que empezó a darme miedo ser inmortal.
Fin
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