legendaria de la reina judía DihyaelKahina, quien intentó frenarlo. Bereberes
judaizados participaron de la conquista de la casi isla ibérica, y establecieron allí los
fundamentos de la particular simbiosis entre judíos y musulmanes, característica de la
cultura hispanoárabe.
La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar Negro y el mar Caspio:
comprendió al inmenso reino jázaro en el siglo VIII. La expansión del judaísmo del
Cáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples comunidades, que las invasiones de los
mongoles del siglo XIII rechazaron en gran medida hacia el este de Europa. Allí, con
los judíos provenientes de las regiones eslavas del sur y de los actuales territorios
alemanes,
sentaron
las
bases
de
la
gran
cultura
yidish
(4).
Estos relatos de los orígenes múltiples de los judíos figuran, de manera más o menos
imprecisa, en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendo
dejados de lado antes de desaparecer totalmente de la memoria pública en Israel. Los
conquistadores de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reino
mítico y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de jinetes
jázaros. Los judíos aparecen entonces como un “etnos” específico que, después de dos
mil años de exilio y errancia, terminó volviendo a Jerusalén, su capital.
Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo recurren a la enseñanza de la
historia: convocan también a la biología. Desde los años ’70, en Israel, una serie de
investigaciones “científicas” se esfuerza por demostrar, por todos los medios, la
proximidad genética de los judíos del mundo entero. La “investigación sobre los
orígenes de las poblaciones” representa actualmente un campo legitimado y popular de
la biología molecular, mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor
junto con una Clío (5) judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del
“pueblo elegido”.
Esta concepción histórica constituye la base de la política identitaria del Estado de
Israel, ¡y ése es su punto débil! En efecto, da lugar a una definición esencialista y
etnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que separa a los judíos de los
no judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores inmigrantes.
Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a considerarse una república que
existe para sus ciudadanos. Aproximadamente el 25% de ellos no son considerados
judíos y, según el espíritu de sus leyes, este Estado no les pertenece. En cambio, Israel
se presenta siempre como el Estado de los judíos del mundo entero, aunque ya no se
trate de refugiados perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plena
igualdad en los países donde habitan. Dicho de otro modo, una etnocracia sin fronteras
justifica la severa discriminación que practica con una parte de sus ciudadanos
invocando el mito de la nación eterna, reconstruida para reunirse en la “tierra de sus
ancestros”.
Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil. La luz
que lo atraviesa se transforma en colores etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíos
siempre formaron comunidades religiosas constituidas, la mayoría de las veces por
conversión, en diversas regiones del mundo: éstas no representan pues un “etnos”
portador de un mismo origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia
de veinte siglos.
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