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EL ÁRBOL DE LA VIDA I
El Árbol de la Vida es el símbolo fundamental que usa la Cabalá. La
referencia es, evidentemente, al árbol de la vida del huerto del Edén (Gen
2:9), del cual podía el hombre arquetípico, antes de la Caída, comer
libremente y "vivir para siempre" (Gen 3:22). El
árbol de la Vida -a diferencia del árbol prohibido del Conocimiento del
bien y del mal- expresa la conexión del hombre con la Luz Infinita, que es
el plano de la esencia, frente a la multiplicidad de sus manifestaciones. El
Árbol hunde sus raíces en el fértil suelo de lo Inmanifestado (otro nombre
para designar esa Realidad Absoluta, más allá de toda concepción posible,
que llamamos el Infinito, la verdadera morada de Dios). Su tronco y sus
ramas crecen a través de todos los cielos, de todos los mundos,
floreciendo en multitud de seres, y hasta los rincones más apartados son
alcanzados por su savia nutritiva. Esta savia, el agua viva, se convierte
en portadora y sustentadora de la vida y, por tanto, en símbolo de la vida
misma.
La
Manifestación es la totalidad de la existencia. Es un término más amplio
que el de Creación, a la cual incluye, y tiene una componente de "toma de
conciencia". Y mediante el simbolismo del Árbol, la Cabalá postula que
todo el gigantesco entramado de la Manifestación está estructurado como un
conjunto orgánico que participa de una vida única. Como dice el Séfer
Yetsirá: "Tres cosas hay vivas: el Dios Vivo, las Aguas Vivas y el Árbol
de la Vida". El
Dios Vivo es la Realidad Última, superlativa, la Vida con mayúsculas. Pero
no considerada esta Realidad como un principio puramente abstracto y
ajeno, sino como una Realidad que se comunica constantemente y confiere a
sus criaturas el supremo bien que es su propia realidad viviente. Este
Dios crea y conforma la realidad como un Jardín de Deleite (Edén) que
riega con su agua. El
Agua Viva es el símbolo de la influencia divina que se comunica
constantemente a los mundos y sin la cual éstos dejarían instantáneamente
de ser. El agua es un símbolo de la Luz que desciende. Porque toda la
realidad es concebida como una vasija, vacía, es decir, nula, salvo por
esta agua que la llena a rebosar. Y
en este Jardín de Deleite fue puesto el hombre para que lo guardara y lo
cultivara (participando y completando así la obra creativa). En su estado
originario el hombre podía comer del Árbol de la Vida, la conexión
infinita en medio de lo finito, y de ese modo unir lo múltiple a lo Uno.
En el plano de la Unidad no hay muerte, sólo hay puro ser. Y la conciencia
iluminada de Adam le permitía, como dice la Tradición, ver de un extremo
al otro del cosmos, es decir, abarcar la totalidad en un acto de
conocimiento único.
Pero cuando el hombre, por un acto de libre albedrío, decidió ligarse al
Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, se excluyó a sí mismo de la
conexión consciente con la Fuente de la Vida, y se sumergió en el mundo
dual de la vida (esta vez con minúscula) y de la muerte.
Desde entonces, pues Adam es el ser humano arquetípico del que todos
participamos, vivimos vidas fragmentadas, discontinuas, inmersas en la
confusión de nuestras propias mentes, en las que el bien y el mal se
hallan inextricablemente ligados, teniendo que aprender por dura
experiencia a discernir lo verdadero de lo falso, lo recto de lo torcido,
el bien del mal.
Porque el Árbol del Conocimiento, al cual nos hemos adherido, es
separador, y al hacerse uno con él (ya que comer implica unificación de
sustancia, que no es otra cosa que vibración en la misma frecuencia), el
hombre perdió su conexión con la totalidad. Siguió siendo hoja del gran
Árbol, pero sin percatarse, sin tener consciencia de su unidad con el
Todo, sin ver la rama que le unía a la fuente y le daba la conciencia de
la relación esencial de todas las cosas entre sí y de su dependencia con
su Creador.
Con
el hombre, la imagen viva del Creador, cayó también toda la realidad.
Porque cuando el hombre se duerme, su circunstancia pasa a ser el mundo
del sueño. Es como un Rey que hubiera preparado un magnífico palacio para
que lo habitara con él su bienamado hijo y heredero. Éste puede elegir
entre un conjunto de vestiduras maravillosas, comer espléndidos manjares y
ser atendido por resplandecientes sirvientes. Pero abrumado por tantos
dones, un sentimiento de vergüenza se apodera de él: de ningún modo puede
corresponder a tal superabundancia de amor; sólo puede recibir, pero no
dar nada a cambio. Se encuentra entonces radicalmente separado de su
Padre, que es puro Amor, puro deseo de Dar. De esta forma el bien supremo
de la naturaleza divina se le niega. Pues en el plano espiritual, la
unidad es identidad de fase vibratoria, y la diferencia es separación. No
pueden coexistir en el mismo estado fases diferentes u opuestas, como son
la fase de dar del Creador – pues “dar” es su esencia desde el punto de
vista de la creación– y la fase de recibir de la criatura. Esta tiene que
tener algún desarrollo del deseo de dar (y no sólo de recibir) para tener
un punto de adhesión a lo divino.
Así, "padre mío - le dice el hijo - sólo hay una solución. Renuncio a todo
lo que me das para ganarlo con mi propio mérito, para ganarme mi propio
pan con el sudor de mi frente. Sé que con esto te parto el corazón, pero
es la única forma de que te pueda dar algo y ser también como tú. Y esto
que te puedo dar no puede ser otra cosa que la alegría del retorno a ti,
cuando esté preparado para aceptar libre, voluntaria y conscientemente
todos tus dones, sabiendo lo que son por haber carecido de ellos. Sé
además que con esto también realizo tu voluntad más íntima, pues tú
también quieres que yo sea lo más parecido a ti y que sea lo más feliz,
siendo uno contigo".
A
pesar de su dolor, el Rey accede a sus deseos y transforma todo el
esplendor que había preparado en una apariencia de lúgubre chabola en los
sótanos de su palacio. Constantemente está esperando a su hijo, vigilante,
aunque oculto, y le envía todo tipo de mensajes y ayudas encubiertas para
facilitarle el camino de retorno a su lado. Le dice: "Esta es la escalera
de la creación. Sube por ella de vuelta a los salones y jardines de tu
palacio, pues para ti lo hice construir". La
escalera, de descenso y de ascenso, no es otra cosa que el Árbol de la
Vida. Nuestra tarea es volver nosotros, y hacer retornar a todas las
cosas, a ese estado primordial bañado en la Luz del Infinito que todo lo
colma hasta el máximo de su deseo, pues alcanzar el estado realizado de
total plenitud y dicha es lo que constituye el objetivo último de toda la
Creación. Un
árbol se halla, de alguna manera, totalmente prefigurado en su semilla. En
ella, en su código genético, se tiene toda la información de lo que será
el futuro ser. Cuando, a su vez, el árbol fructifica y da su propia
semilla, ésta vuelve a reproducir la pauta original.
También en el diseño divino la Manifestación proviene de un punto
primordial en el que "la decisión del Santo grabó innumerables esquemas",
en palabras del Zohar, el Libro del Esplendor, obra magna de la Cabalá
española del siglo XIII. Este punto, la semilla del cosmos, es la
formulación, del propio Pensamiento del Creador.
Uno
de los nombres de Dios es Sabiduría, pues Él contiene todo lo que ha sido,
es y será, en su estado más exaltado. Lo
que se conoce técnicamente como Árbol de la Vida cabalístico es un intento
de codificar la información esencial que porta la Semilla Cósmica, el
fruto de la propia Vida Divina, en una fórmula o expresión resumida,
sintética, la cual, por tanto, contiene el modelo de todos los desarrollos
pasados, presentes y futuros. Y cada ente, en cualquier fase o mundo
reproducirá más o menos perfectamente la pauta original, lo que definirá
su estatus en la escala del ser. El
esquema del Árbol de la Vida más en uso hoy en día se muestra en la Figura
que presentamos. Se trata de un símbolo compuesto con elementos de dos
tipos:
1. Esferas, que son sus componentes estructurales;
2. Canales o Senderos, que conectan las Esferas entre sí.
El
Árbol de la Vida es un mapa de la Consciencia. Representa cómo desde el
ser vacío e inmanifestado de la Esencia Divina, una e infinita, transcurre
por una serie de pasos todo el Cosmos manifestado, que a nuestra
percepción se manifiesta como múltiple, finito, lleno de cosas y de seres. Y
este proceso no es algo ajeno al ser de Dios, algo "exterior" a Él, sino
que involucra a las diversas facetas de su propia vida interna: los
arquetipos de manifestación de lo Divino, que son las Esferas en su
aspecto más exaltado y que se convierten en núcleos o modelos de todos los
desarrollos posteriores. Es decir, conformándose a Sí mismo, Dios crea y
da forma a todo lo que existe: el Cosmos y el Hombre. Por eso decimos que
el Árbol de la Vida es un símbolo omniabarcante. Hay
diez Esferas y veintidós canales, más una Esfera complementaria, indicada
en la figura con puntos suspensivos, que no es propiamente una Esfera más.
Explicaresmo más adelante su significado y su función. Juntos, Esferas y
Canales, constituyen los treinta y dos senderos secretos de Sabiduría
(porque todos son objeto de meditación y caminos a recorrer). Las Esferas
son los diez números primordiales, los diez arquetipos de la Mente Divina.
Y por los canales se vierte la Luz del Infinito a través de estos diez
arquetipos. Representan los veintidós tipos de energía metafísica,
simbolizados por las veintidós letras fundamento del alfabeto hebreo. Se
entiende que éstas son las letras del Lenguaje Divino, la expresión pura
de su Pensamiento, articulado en vibración y palabra. Al
mismo tiempo, el Árbol de la Vida no es sólo una efusión creativa, sino
que también es un camino de reorno, Puesto que, en el trabajo práctico,
considerando el Árbol de la Vida como un mapa evolutivo, la conciencia
realmente se “mueve” de una a otra Esfera en su regreso a la Fuente. Se
suele dar el nombre de Senderos en sentido estricto a los veintidós
canales, y hablaremos entonces de las diez Esferas -los diferentes
estadios fundamentales o niveles alcanzados por la conciencia - y los
veintidós Senderos o vías de acceso a los mismos. |
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