viernes, 11 de marzo de 2016

Historia - La Monarquía Hispánica - Los Borbones - Carlos III

Historia - La Monarquía Hispánica - Los Borbones - Carlos III












Sección de Historia
La Monarquia Hispanica Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes









Los Borbones

Carlos III

(1759 - 1788)


por Roberto Fernández Díaz


Catedrático de Historia Moderna (Universidad de Lleida)



     El
20 de enero de 1716, entre las tres y las cuatro de la madrugada,
en el viejo, inmenso y destartalado Alcázar, nacía
el niño que con el paso de los años iba a ser investido
como rey de España con el nombre de Carlos III. Fruto del
matrimonio de Felipe V con su segunda esposa, la parmesana Isabel
de Farnesio, mujer de fuerte personalidad y opinión política
propia, el nuevo infante venía al mundo con pocas posibilidades
de ser proclamado rey de la vasta Monarquía hispana. Su infancia
transcurrió dentro de los cánones establecidos por
la familia real española para la educación de los
infantes. Hasta la edad de los siete años fue confiado al
cuidado de las mujeres, siendo su aya la experimentada María
Antonia de Salcedo, persona a la que siempre guardó gratamente
en su recuerdo. Después tomaron el relevo los hombres, comandados
por el duque de San Pedro y un total de catorce personas que iban
a conformar el cuarto del infante. El niño "muy rubio, hermoso
y blanco" del que nos habla su primer biógrafo coetáneo,
el conde de Fernán Núñez, gozó durante
su primera infancia de buena salud, amplios cuidados y una enseñanza
rutinaria dentro de lo que se estilaba en la corte española.
Además de las primeras letras, Carlos recibiría una
educación variada propia de quien el día de mañana
podía ser un futuro gobernante. Así, la formación
religiosa, humanística, idiomática, militar y técnica
se combinaría durante años con la cortesana del baile,
la música o la equitación para ir forjando la personalidad
de un joven de buen y mesurado carácter, solícito
a las sugerencias paternas y educado en la convicción de
la evidente supremacía de la religión católica.
También fue en su más tierna infancia cuando Carlos
se aficionó a la caza y a la pesca, pasiones, especialmente
la primera, que nunca abandonaría a lo largo de su vida.
     Pronto el infante
Carlos empezó a entrar en los planes de la diplomacia española
y en las cábalas de Isabel de Farnesio, estas últimas
destinadas a dar a su primogénito una posición acorde
con su rango real. En la política internacional de los gobiernos
felipinos, alentada por el irredentismo italiano que anidaba en
la Corte madrileña desde que las cláusulas más
lesivas del Tratado de Utrecht (1714) habían dejado a España
fuera de la península transalpina, Carlos iba a revelarse
como una pieza importante. Tras numerosas vicisitudes bélicas
y diplomáticas en el complicado cuadro europeo, se presentó
la ocasión propicia para que Carlos pudiera alcanzar un sillón
de mando en Italia. La misma tuvo lugar con la muerte sin descendencia,
en 1731, del duque Antonio de Farnesio, precisamente el día
en que Carlos cumplía quince años, lo que propició
que el joven infante fuera encauzado hacia los caminos de Italia.
Primero se asentaría en los pequeños pero históricos
ducados de Toscana, Parma, Plasencia, donde permanecería
muy poco tiempo, pues los acontecimientos bélicos derivados
de la cuestión sucesoria de Polonia lo condujeron finalmente
a ser proclamado rey de las Dos Sicilias el 3 de julio de 1735 en
Palermo, contando tan solo con diecinueve años de edad.
     Nápoles no
fue para Carlos un destino intermedio en espera del gran reino de
España. Allí vivió un cuarto de siglo, allí
emprendió una política reformista en un complicado
país dominado por las clases privilegiadas y allí
constituyó, con su amada esposa María Amalia, una
familia numerosa de trece hijos, siete mujeres y seis varones. Durante
su reinado napolitano, Carlos configuró definitivamente su
carácter y su modelo de reinar, siempre ayudado por su consejero
personal Bernardo Tanucci y siempre tutelado por sus padres desde
Madrid. En términos generales aprendió a ser un rey
moderado en la acción de gobierno, un soberano que supo animar
una política reformista que sin acabar con todos los problemas
que sufría el abigarrado pueblo napolitano y sin menoscabar
los poderes esenciales de la nobleza, al menos sí consiguió
que el reino se consolidara como tal, que fuera cada vez más
italiano y que tuviera una cierta consideración en el concierto
internacional.
     Cuando ya pensaba
que su destino último era Nápoles, la muerte sin descendencia
de su hermanastro Fernando VI lo condujo de vuelta a su patria de
nacimiento. Carlos cumplió así con unos designios
testamentarios que en buena parte él consideraba dictados
por la Divina Providencia. Dejando como rey de las Dos Sicilias
a su hijo Fernando IV y siendo despedido con afecto por el pueblo,
embarcó rumbo a Barcelona, donde el calor popular vino a
demostrar que las heridas de la Guerra de Sucesión cada vez
estaban más cicatrizadas.
     El rey que Madrid
recibió el 9 de diciembre de 1759, en medio de una incesante
lluvia, era un monarca experimentado y maduro, como gobernante y
como persona, lo cual representaba una cierta novedad en la historia
de España. En estos primeros tiempos madrileños, Carlos
vivió una experiencia familiar agradable y otra amarga. La
primera se produjo por la designación de su primogénito,
el futuro Carlos IV, como heredero de la corona española,
sobre lo cual existían algunas dudas dado que había
nacido fuera de España. El segundo, fue la desaparición
de su esposa, que con la salud quebradiza y con cierta nostalgia
napolitana no pudo superar el año de estancia en España.
Esta muerte afectó seriamente a Carlos, que ya no volvería
a desposarse nunca más pese a algunas insistencias cortesanas.
     El monarca que España
iba a tener en los próximos treinta años mantendría
una misma tónica de comportamiento en su vida personal. Según
todos los datos recogidos por sus biógrafos, era una persona
tranquila y reflexiva, que sabía combinar la calma y la frialdad
con la firmeza y la seguridad en sí mismo. Cumplidor con
el deber, fiel a sus amigos íntimos, conservador de cosas
y personas, era poco dado a la aventura y no estaba exento de un
cierto humor irónico. Dotado de un alto sentido cívico
en su acción de gobierno, tenía en la religión
la base de su comportamiento moral, lo que le llevaba a sustentar
un acusado sentido hacia los otros y una cierta exigencia sobre
su propio comportarse, que concebía siempre como un modelo
para los demás, fueran sus hijos, sus servidores o sus vasallos.
     En cuanto a su apariencia
personal, bien puede decirse que no era nada agraciado. Bajo de
estatura, delgado y enjuto, de cara alargada, labio inferior prominente,
ojos pequeños ligeramente achinados, su enorme nariz resultaba
el rasgo más distintivo de toda su figura. A todo ello había
que añadir un progresivo ennegrecimiento de su piel a causa
de la actividad física de la caza, práctica cinegética
que continuadamente realizaba no solo por motivos placenteros, sino
como una especie de terapia que él consideraba un preventivo
para no caer en el desvarío mental de su padre y de su hermanastro.
El retrato con armadura pintado por Rafael Meng confirma los rasgos
físicos del Carlos maduro y la pintura de Goya, presentándolo
en traje de caza, con una leve sonrisa en los labios entre burlona
y bondadosa, lo ha inmortalizado como un rey campechano y poco preocupado
por la elegancia en el vestir.
     A pesar de residir
en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los
Sitios Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres
de la época. No le divertían los grandes espectáculos,
ni la ópera ni la música. Su vida era metódica
y rutinaria, algo sosa para lo que su posición privilegiada
le hubiera permitido. Se despertaba a las seis de la mañana,
rezaba un cuarto de hora, se lavaba, vestía y tomaba el chocolate
siempre en la misma jícara mientras conversaba con los médicos.
Después oía misa, pasaba a ver a sus hijos y a las
ocho de la mañana despachaba asuntos políticos en
privado hasta las once, hora en la que se dedicaba a recibir las
visitas de sus ministros o del cuerpo diplomático. Tras comer
en público con rutina y frugalidad - en verano dormía
la siesta pero no en invierno - invariablemente salía por
las tardes a cazar hasta que anochecía. Vuelto a palacio
departía con la familia, volvía a ocuparse de los
asuntos políticos y a veces jugaba un rato a las cartas antes
de cenar, casi siempre el mismo tipo de alimentos. Después
venía el rezo y el descanso. A diferencia de otras cortes
europeas del momento, la carolina se comportó siempre con
una evidente austeridad. Quizá esta vida rutinaria fue en
parte la que le permitió ser un rey con excelente salud,
pues salvo el sarampión de pequeño no tuvo importantes
achaques hasta semanas antes de su muerte.
     Carlos fue un rey
muy devoto, con un sentido providencialista de la vida ciertamente
acusado. Su pensamiento, su lenguaje y sus actos estuvieron siempre
impregnados por la religión católica. Aunque no puede
decirse que fuera un beato, resultó desde luego un creyente
fervoroso, con gran devoción por la Inmaculada Concepción
y por San Jenaro (patrón de Nápoles). De misa y rezo
diarios, era un hombre preocupado por actuar según los dictados
de la Iglesia para conseguir así la eterna salvación
de su alma, asunto que consideraba de prioritario interés
en su vida. Esta profunda religiosidad, sin embargo, no fue obstáculo
para dejar bien sentado que, en el concierto temporal, el soberano
era el único al que todos los súbditos debían
obedecer, incluidos los eclesiásticos.
     Estaba profundamente
convencido de la necesidad de practicar su oficio de rey absoluto
al modo y manera que reclamaban los tiempos. Cualquier opinión
acerca de que era un mero testaferro de sus ministros deber ser
condenada al saco de los asertos sin fundamentos. Él era
quien elegía a sus ministros y quien supervisaba sus principales
acciones de gobierno, y si bien tenía querencia por mantenerlos
durante largo tiempo en sus responsabilidades, no dudaba tampoco
en cambiarlos cuando la coyuntura política así se
lo daba a entender. Lo que sí hacía era trasladarles
la tarea concreta de gobierno. Una labor para la que requería
ministros fieles y eficaces, técnicamente dotados y con claridad
política suficiente como para comprender que todo el poder
que detentaban procedía directa y exclusivamente de su real
persona. Escuchaba mucho y a muchos, era difícil de engañar
y los asuntos realmente importantes los decidía personalmente.
Su correspondencia con Tanucci y los testimonios de grandes personajes
del siglo atestiguan que podía pasarse una parte del día
cazando, pero que los principales asuntos de Estado solía
llevarlos en primera persona y con conocimiento de causa. Carlos
siempre mantuvo el timón de la nave española y siempre
fue él quien fijó su rumbo. Así lo pudieron
constatar personajes políticos de la talla de Wall, Grimaldi,
Esquilache, Campomanes, Floridablanca o Aranda, entre otros.
     Comandando estos
hombres, y con la experiencia siempre presente de lo que había
acometido ya en Italia, trazó un plan reformista heredado
en gran parte de sus antecesores, un plan que buscaba favorecer
el cambio gradual y pacífico de aquellos aspectos de la vida
nacional que impedían que España funcionara adecuadamente
en un contexto internacional en el que la lucha por el dominio y
conservación de las colonias resultaba un objetivo prioritario
de buena parte de las grandes potencias europeas, en especial de
Inglaterra, que fue la mayor enemiga de Carlos debido a sus aspiraciones
sobre los territorios españoles en América. Una política
de cambios moderados y graduales en la economía, en la sociedad
o en la cultura, que no tenía como meta última la
de finiquitar el sistema imperante, que Carlos consideraba básicamente
adecuado, sino dar a la Monarquía un mejor tono que le permitiera
ser más competitiva en el marco internacional y mejorar su
vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes en el pensamiento
carolino. Así pues, Carlos fue un actor principalísimo,
el "nervio de la reforma", en la continuidad del regeneracionismo
inaugurado por su dinastía desde las primeras décadas
del siglo: no se inventó la reforma de España, pero
estuvo sinceramente al frente de la misma durante la mayor parte
de su reinado. Sin ser un intelectual, su educación le llevó
a la profunda creencia de que el más alto sentido del deber
de un monarca era engrandecer la Monarquía y mejorar la vida
de su pueblo. Y ese profundo convencimiento lo animaría a
liderar una renovación del país a través de
una práctica a medio camino entre el idealismo moderado y
el pragmatismo político.
     Como es natural,
la edad fue mermando en Carlos sus ímpetus de gobierno. En
los últimos años de su vida, su progresiva pérdida
de facultades lo condujeron a delegar cada vez más la tarea
de gobernar en manos del conde de Floridablanca, que llegó
a convertirse en su verdadero primer ministro. Tras cincuenta años
de reinado, entre Nápoles y España, aunque no perdía
el hilo de las cuestiones fundamentales, el rey fue comprendiendo
que ya no era el de antes. De hecho, en el crepúsculo de
su vida, se encontró bastante solo. Ya no tenía esposa,
la mayoría de sus hermanos habían muerto, las relaciones
con su otrora fraternal hermano Luis eran precarias, las que mantenía
con su hijo Carlos, el futuro heredero, no eran demasiado fluidas,
y sin duda resultaban tensas las existentes con su hijo Fernando,
rey de Nápoles. Además, en 1783, había muerto
su viejo amigo Tanucci y cinco años más tarde el mazazo
de la muerte de su querido hijo Gabriel y de su esposa fue el principio
del fin para Carlos: "Murió Gabriel, poco puedo yo vivir",
anunció con cierta premonición. Y, en efecto, Carlos
no se equivocaba. Aquel iba a ser su último invierno. Tras
una breve enfermedad, el 14 de diciembre de 1788, fallecía
sin aspavienteos, sin espectáculo, con sobriedad, y sin locura
alguna, lo que debió ser para él un íntimo
alivio.
     Desde luego, el reformismo
moderado que siempre practicó en política no sirvió
para arreglar definitivamente los profundos problemas que albergaban
los dos reinos que tuvo que gobernar. No fueron pocas, incluso,
las contradicciones existentes en la política carolina en
parte propiciadas por el carácter y el ideario real y en
parte por un mundo cambiante que se debatía entre lo nuevo
y lo viejo, entre la fuerza de las innovaciones y el peso de la
tradición. En el caso de España, no todas las enfermedades
estaban sanadas cuando desapareció, pero, como ocurrió
en Nápoles treinta años antes, bien puede decirse
que su salud era mejor que al principio de su reinado. Al menos,
en España pudo cumplir con lo que fue una de sus promesas
más queridas: que nadie extirpara del cuerpo de la Monarquía
ninguna de sus partes. En el complicado intento de mantener y renovar
una Monarquía instalada en el Viejo y el Nuevo Mundo, bien
puede afirmarse que Carlos III se apuntó más logros
en su haber que deficiencias en su debe.


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Textos en el catálogo de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


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