domingo, 24 de abril de 2016

(101) EL ESPÍRITU SANTO Y LA REVELACIÓN. Este estudio... - La Mujer Piadosa Que Se Disciplina

(101) EL ESPÍRITU SANTO Y LA REVELACIÓN. Este estudio... - La Mujer Piadosa Que Se Disciplina

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EL ESPÍRITU SANTO Y LA REVELACIÓN.

Este estudio del Espíritu Santo tratamos de temas muy importantes.
Hemos visto algunos de los misterio eternos de la divinidad, tales como
la relación de providencia del Espíritu Santo respecto al Padre y al
Hijo, el papel perfeccionador que el Espíritu Santo desempeño en la
creación de este mundo, y los efectos transcendentales del Espíritu
Santo por medio de la gracia común. En los estudios que siguen
trataremos de otros temas importantes, tales como el papel del Espíritu
Santo en la encarnación, en la regeneración, en la santificación, y en
la iglesia.
En este estudio nos ocuparemos de aun otro gran
ministerio del Espíritu Santo, su obra en la revelación. Por revelación
entendemos el acto de Dios por medio del cual da a conocer al hombre
ciertas cosas que estaban ocultas y se desconocían. Esto ocurre de dos
formas: por medio de la naturaleza y por medio de la Biblia.
A. EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO.

La revelación divina es de suma importancia porque es la fuente de todo
nuestro conocimiento. A lo largo de los siglos los hombres, cristianos y
no cristianos por igual, se han interesado por el conocimiento. Desean
saber la verdad acerca de si mismos, acerca de la naturaleza y acerca de
dios. Tienen un ansia básica dentro de su naturaleza por conocer, y por
conocer con certeza. Solamente por medio de la revelación alcanza el
hombre verdadero entendimiento de las cosas. Por la revelación, Dios se
manifiesta al hombre y también revela la verdadera naturaleza de los
seres que pueblan el mundo, tanto la de los hombres como la de los
objetos naturales.
El no cristiano niega, explicita o
implícitamente, la revelación de Dios, y por ello busca la verdad sin
éxito. Niega al Dios cristiano y con el lo niega, la única forma posible
de conocer verdaderamente las cosas, mediante la revelación. Carece de
certeza absoluta en su forma de conocimiento. Conjetura y dice ‘quizá’ y
‘creo’, pero nunca conoce con carácter definitivo. Pero cuando uno
acude al Dios de la Biblia y a su revelación, adquiere el fundamento
para el conocimiento verdadero. Porque Dios, por su revelación, dice
muchas cosas al hombre. Dios dice algo acerca de lo que a Él le agrada y
lo que le desagrada, acerca sus planes que previamente fueron
decretados, acerca la norma de vida según la cual debe andar el hombre,
acerca del camino de la salvación, acerca de la realidad y naturaleza de
este mundo, acerca de ciertas leyes, y de lo que sucederá después de la
muerte, sólo para nombrar algunas. El hombre puede conocer con certeza
absoluta cosas que de otro modo no hubieran podido comprenderse nunca,
cosas relacionadas con este mundo creado y con Dios. El hombre que
conoce a través de la revelación de Dios posee un fundamento firme que
es eternamente inalterable. Su saber no cambiará con el tiempo. Esto le
da una satisfacción total. Posee algo que los filósofos, y todo hombre
es filósofo en su corazón, han buscado desde los tiempos de Adán.

Esta revelación divina es doble. Es una revelación natural y sobre
natural; o, todavía mejor, una revelación general y una especial. Esa
primera revelación, la revelación general, se encuentra donde quiera que
uno esté. Está en las flores del jardín, en la pantalla de la
televisión, en la sala de estar, y en las gotas de la lluvia prendidas
del cristal de la ventana, en las hojas de los árboles, en una brizna de
hierba, en todo lo general creado etc. Todas las cosas las hizo Dios, y
revelan en sí mismas algo de Dios, muestran algo de su gloria, poder,
sabiduría, y divinidad. No es necesario ver a dios con los ojos físicos
para conocerlo.
Es posible conocer algunas de las características
de Dios observando la naturaleza. ‘Los cielos’, dice David, ‘cuentan la
gloria de Dios’ (Sal. 19:1). Es casi como si el sol, la luna, y las
estrellas pudieran hablar, ya que son claras las cosas de Dios que
revelan, tales como su infinidad y omnipotencia. Cuando el hombre
examina los rayos de la luna, o el resplandor del sol, o ve los millones
de estrellas con sus distancias vastas e incompresibles, que se
observaron por primera vez en la historia, gracias al telescopio
gigantesco del palomar, entonces, sino está ciego, y si el Espíritu
Santo abre sus ojos, ve la gloria de Dios, tanto el día como la noche
revelan cosas acerca de Dios, y con tanta claridad, como si tuvieran
labios y lenguas para hablar. Porque David dice también: ‘Un día emite
palabra a otro día, y una noche a otra sabiduría´ (Sal. 19: 2).
Observando simplemente estas cosas, aprendemos acerca de Dios, como si
la naturaleza nos hubiera hablado de Él. Pablo afirma lo mismo en
Romanos 1: 20, donde dice que ciertas cosas invisibles de Dios, tales
como su poder y divinidad, se pueden ver claramente al observar el mundo
creado. Veamos un ejemplo, como a los seis anos de edad el niño perderá
algún diente. Muy pronto comenzará a aparecer uno más grande, en
concordancia con la mandíbula que se está desarrollando, y llenará el
espacio que dejó el diente perdido. Cuando uno se da cuenta que fue Dios
quién hizo que el diente del niño cayera en el momento oportuno, ni
demasiado pronto, ni demasiado tarde, para luego brotar otro exactamente
en el lugar adecuado, entonces se da cuenta que Dios es un Dios sabio.
Dios le reveló esto por medio de un diente. Este es un ejemplo de
revelación, y por él el hombre conoce algo acerca de Dios.
En esta
revelación general el Espíritu Santo desempeña su papel, como ya hemos
visto en el estudio a cerca del ‘El Espíritu y la creación´. Hay una
segunda revelación también, llamada revelación especial, que es la
Biblia, en que el Espíritu Santo desempeña un papel destacado. Es
interesante advertir que incluso la primera revelación, la revelación
general, no se puede captar bien sin conocer la revelación especial y
sin el poder iluminador del Espíritu en al mente del hombre. Esto se
debe a que el hombre es espiritualmente ciego debido a su propio pecado.
Por ello el hombre no puede conocer ni una sola cosa tanto de la
revelación general como de la especial sin el Espíritu Santo. El
Espíritu realiza tres obras, y todas ellas son esenciales para un
verdadero conocimiento del universo y del Creador. Muestra la verdad por
medio de la revelación general, en la cual participa activamente.
También proporciona la Biblia (revelación especial), que es necesaria
para ver adecuadamente las verdades reveladas en al naturaleza, y la que
también es necesaria para conocer cosas grandes no reveladas en la
naturaleza, tales como el camino de salvación, la naturaleza de la
iglesia, y la segunda venida de Cristo. Finalmente, actúa en la
interioridad del hombre a fin de que pueda ver las verdades manifestadas
en esas dos revelaciones.
Así pues, si el hombre verdaderamente
desea la plena satisfacción del alma, si quiere obtener respuesta a las
preguntas profundas que se suscitan en un momento u otro de su vida, sea
cual fuere su grado de educación, puede conseguirlo. Pero tiene que
conocer la obra del Espíritu Santo, no sólo en la revelación general,
sino también en la revelación especial, y tiene que experimentar la
actividad del Espíritu Santo para iluminar su mente, con lo que se
desterrará su ceguera espiritual. El Espíritu Santo es la llave para
todo verdadero conocimiento. Sin él no se puede conocer nada en su
esencia, pero con Él el hombre puede adquirir un conocimiento del
universo y de Dios, que es eternamente verídico.
Pasemos, pues, a
estas dos obras del Espíritu Santo: la Biblia y su iluminación de la
mente del cristiano. Como el tema es muy amplio, en este estudio
siguiente trataremos sólo de la primera obra. En el estudio siguiente
nos ocuparemos de la segunda, iluminación por medio del Espíritu Santo.
B. REVELACIÓN ESPECIAL

Hay una clase de revelación especial aparte de la biblia que Dios dio
al hombre. Desde el paraíso hasta Patmos, desde Adán hasta Juan, Dios se
reveló así mismo al hombre de una manera especial. Lo hizo en distintas
formas.
Se presentó en lo que se llaman teofanías, apareciéndose
en una forma visible, por ejemplo a Abraham, a Agar, y a Jacob. Se
reveló en el fuego y en las nubes que protegiera y guiara a Israel en el
desierto. También habló directamente a personas del Antiguo Testamento:
a Adán, Noé, Abraham, Jacob, José, Moisés, Samuel, y otros. Habló con
voz del cielo audible. Se apareció en sueños y en visiones. Habló por
medio de los Urim y Tummim. Se comunicó directamente con los Profetas.
Así pues, desde el paraíso hasta Patmos, Dios se presentó en formas
especiales y directas, y se reveló a los hombres aparte de la Biblia.

Algunas de estas revelaciones son de suma importancia para nosotros.
Por ejemplo, el mandamiento cultural a Adán, ‘Fructificad y
multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread sobre ella’
(Gn. 1: 28) tiene implicaciones de largo alcance para nosotros. O
pensemos en la gran voz de la primera profecía acerca de la salvación
venidera, cuando Dios hablo a la serpiente en presencia de Adán y Eva,
diciendo: ‘Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y
la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza y tú le herirás en el
calcañar’ (Gn. 3: 15). O supongamos el significado del pacto monumental
hecho con Abraham, cuando Dios dijo que sería Dios para él y para su
descendencia después de él. Estas y otras revelaciones son asuntos de
suma importancia para el cristiano. Suministran conocimiento glorioso y
veras en cuanto a los planes de Dios para la eternidad y en cuanto a sus
mandamientos para nosotros en campos tan importantes como la salvación y
la cultura. Esto es lo que los hombres de todos los tiempos han
buscado: certeza en relación al futuro, y certeza en cuanto a sus
deberes actuales.
En lo que a nosotros respecta, sin embargo, hay
una limitación básica en todas estas revelaciones especiales. Dios
habló. Nadie podría dudarlo. Pero una vez entrado el pecado, ¿Podría el
hombre recordar exactamente lo que Dios dijo en esas ocasiones?

Concedido, por ejemplo, que Dios se apareció y hablo por medio de
revelación directa a ciertos personajes de los tiempos bíblicos, ¿Cuál
sería la garantía de que esa revelación no se distorsionó, debido al
pecado del hombre, al transmitir de boca en boca desde Adán hasta Set y a
lo largo de centenares de generaciones hasta llegar a nosotros, miles
de años después?
No vayamos tan lejos. Supongamos, por ejemplo, que
estamos en lugar de Adán y Eva. Adán llegó hasta los novecientos
treinta años de edad. Conjeturemos también que ochocientos años después
de la caída habló con uno u otro acerca de lo que había sucedido y de lo
que Dios le había dicho en el jardín. ¿Qué cree que podría suceder
después de ochocientos años? No cabe duda de que habría conflicto y
malos entendidos sobre lo que Dios había dicho exactamente.

Imaginemos también que estábamos con los Israelitas cuando Moisés les
dio los Diez mandamientos, y que después de cuarenta años de errar por
el desierto tratáremos de recordar con precisión lo que Moisés había
dicho. Se podría plantear la pregunta: ¿Qué afirmó exactamente Moisés?
¿Dijo: recordad el día sábado? O ¿Recordad el día sábado para
santificarlo?
Podríamos suponer por otro lado que hubiéramos estado
en le lugar de Pedro en el monte de transfiguración con Santiago, Juan,
Moisés y Elías; que hubiéramos visto a Cristo glorificado y que
hubiéramos oído la voz del Padre desde el cielo. ¿Podríamos recordar,
diez años más tarde, todos los detalles con precisión, y garantizar que
el relato de los mismos pasaría con exactitud de generación en
generación, por medio de la tradición oral?
Pedro no pudo. Estuvo
con Cristo. Y sin embargo dice en segunda carta que hay ‘la palabra
profética más segura’ (2ª Ped. 1: 19) Pedro estuvo en el monte. Vio a
Cristo. Oyó la voz de Dios salir del cielo, y sin embargo dice que en la
Biblia (Profecía) hay algo que es más cierto, más seguro, que oír la
voz de Dios con los oídos propios y ver Jesús con los ojos propios. Se
da a entender, desde luego, que algo visto con los ojos o algo oído con
los oídos puede distorsionarse al cabo del tiempo. Pero hay una profecía
que es más segura que la visión o audición propias, a saber la Biblia,
la cual pasa a describir en los dos versículos siguientes. Debido a la
inspiración del Espíritu Santo, está garantizada la exactitud de lo que
se dice en ella respecto a sucesos a pesar de las fallas de la memoria y
a pesar de los errores que naturalmente se desarrollan en cualquier
relato de segunda o milésima mano.
Pedro se dio cuenta, pues,
claramente que, por maravilloso que pudiera ser para una persona oír la
voz de Dios, la certeza de ésta dura sólo para esa persona y por un
tiempo limitado. Nosotros hoy día, cuando Dios ya no habla como lo hacía
en otros tiempos, necesitamos el relato en blanco y negro, al que
podamos recurrir una y a través para asegurarnos exactamente de lo que
se dijo. Esto es lo que la Biblia nos proporciona. Nos de certeza
absoluta. Se trata de la misma palabra de Dios, como si Cristo se fuera a
aparecer hoy en la habitación para hablarle en forma visible, en una
teofanía.
Sólo que la Biblia es mejor. Porque si Cristo le hablará
una vez que él hubiera terminado de hablar su voz desaparecería. No
podría Ud. Volver a ella para comprobar la precisión de su memoria.
Quizás diría más tarde: ¿Fue acaso un sueño? ¿Habló Dios de verdad? ¿Y
qué dijo exactamente, no en forma aproximadamente? Nunca podría
comprobarlo. Nunca podría repetir ese momento bendito. Pero en la
Biblia, la voz de Dios permanece grabada por siempre para que pueda
volver a ella cuantas veces quiera, para comprobar con toda precisión lo
que Él dijo. Así pues, si desea oír la voz de Dios, sus mismas
palabras, y el mensaje auténtico que es suyo exclusivamente, si desea
este milagro, entonces acude a la Biblia para escuchar la palabra de
Dios. Porque la palabra de Dios es un milagro vivo; es Dios que habla
constantemente al hombre, como si le estuviera conversando en forma
visible en su propia habitación.
C. EL ESPÍRITU EN LA REVELACIÓN ESPECIAL

EL Espíritu Santo es el responsable de este milagro sorprendente. El es
quien nos da la voz de Dios de forma que, en las lenguas originales, no
tiene ni un solo error, grabado exactamente tal como Dios quiso. El
Espíritu Santo también da al hombre la posibilidad de conocer asuntos
eternos y temporales con certeza absoluto.
La misma Escritura da
testimonio de que es el Espíritu Santo quien inspiró la Biblia. Pedro lo
afirma con toda claridad cuando dice: ‘Porque nunca la profecía fue
traída por voluntad humana, siendo inspirados por el Espíritu Santo’ (2ª
Ped. 1: 21). ‘Pablo dice que las cosas que dice las habla no con
palabras enseñadas con sabiduría humana, sino con las que enseña el
Espíritu’ (1ª Cor. 2: 13).
En muchos lugares del Nuevo Testamento
se menciona al Espíritu Santo como autor de una porción del Antiguo
Testamento. En Mateo 22: 43, Jesús, al citar un Salmo, dijo que David,
en el Espíritu, llamó al Mesías, (Cristo). Al escoger a un discípulo
para que reemplazara a Judas, Pedro dijo: ‘varones hermanos, era
necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló
antes por boca de David a cerca de Judas, (Hech. 1: 16). Y el autor de
Hebreos, al citar el Salmo 95, lo menciona sin referirse siquiera al
Salmista, sino diciendo: ‘Como dice el Espíritu Santo’ (Heb. 3: 7), con
lo que atribuye el Salmo al Espíritu Santo. Constantemente se alude al
Espíritu Santo, y no al Padre ni al Hijo, como autor de la Biblia, si
bien como vimos previamente, nunca se puede separar la obra de los tres,
ya que la Trinidad es una unidad.
Ahora se suscita la pregunta:
¿Cómo inspiró el Espíritu Santo la Biblia? ¿Cómo logró que fuera la
misma palabra de Dios, de forma que esté revestida de autoridad
absoluta? La Biblia nos da indicios respecto a este proceso.
Ante
todo, no se llevó a cabo por medio del proceso de la gracia común. No se
llevó a cabo por la acción general del Espíritu Santo en las vidas de
los no regenerados, lo que les proporcionan nuevas habilidades en la
mente de tal manera que sus facultades naturales quedaran agudizadas
hasta un grado elevadísimo, por lo que pudieron escribir obras que
estuvieron al nivel de las llamadas obras ‘inspiradas´ de Dante, Milton,
Shakespeare, Cervantes o Unamuno.la Biblia fue escrita por hombres
regenerados, y el resultado final tiene categoría completamente
diferente de todos los demás escritos. Tiene autoridad absoluta porque
está divinamente inspirada, y por lo tanto es infalible.
Tampoco el
Espíritu Santo dio lugar a la Biblia intensificando lo poderes
regenerativos del hombre. Porque el hombre nunca llega a ser perfecto en
esta vida, sino que es pecador hasta la muerte como se ve tan
obviamente en David, Pedro, y Pablo. Ha habido muchos hombres santos,
tales como Calvino y Lutero, que nunca fueron inspirados en este
sentido. Los hombres son santos porque están unidos místicamente a
Cristo Jesús, pero algunos santos son autores de la Escritura porque han
sido especialmente llamados por Dios para esta misión particular.

Las pruebas tampoco señalan ningún método mecánico de dictado por parte
del Espíritu Santo. El Espíritu no se apareció en una visión a unos
cuantos individuos escogidos, ni les susurró al oído, de forma que estos
escritores bíblicos no fueran sino secretarios que no usaran sus
propias mentes, sus propios genios o propias personalidades al formular
sus propios pensamientos y palabras, sino que movieran mecánicamente la
pluma mientras que el Espíritu Santo les decía exactamente que tenían
que escribir. Este punto de vista prescinde de lo que es obvio en la
Escritura, las diferencias en los varios escritos que hacen que incluso
el no experto diga: ‘Esto suena a Pablo’, o ¿No parece que esto sea
David? Si es cierto que estas características personales diferentes se
notan en los distintos libros de la Biblia, entonces el que sostiene la
teoría del dictado debe suponer que el Espíritu Santo dictó a sus
secretarios en una forma tal que creara la ilusión de que las palabras
las formulaban autores humanos, cuando en realidad procedían del
Espíritu Santo.
Ninguna de estas teorías es satisfactoria. Antes
bien, el Espíritu Santo hizo que la Biblia fuera escrita en lo que se ha
llamado manera orgánica. Fue elaborada en forma más natural, la forma
en la que Dios suele actuar.
Hay un aspecto pasivo an la
composición de la Biblia, y un aspecto activo. En cierto sentido los
escritores fueron completamente pasivos. No cooperaron con Dios en el
sentido de que ellos hicieron la mitad en tanto que Dios hacía la otra
mitad, ni tampoco de manera que Dios los fuera guiando mientras ellos
hacían la mayor parte del trabajo. Antes bien, fueron completamente
pasivos en el sentido que Pedro indica cuando, al hablar acerca de la
palabra profética más segura, dice: ‘Porque nunca la profecía fue traída
por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron
siendo ‘inspirados’ por el Espíritu Santo’ (2ª Ped. 1: 21). El hombre no
interpuso su voluntad, fue el Espíritu Santo quien la quiso. El hombre
no tuvo absolutamente nada que aportar en la decisión de producir la
Biblia. Dios lo decidió. En otras palabras, los autores humanos fueron
los instrumentos por medio de los cuales Dios escribió. El Espíritu
Santo impulsó en forma irresistible a los autores humanos para que
escribieran precisamente lo que él deseaba que escribieran palabras de
su propia elección. Además, la traducción más exacta de la palabra
‘inspirados’ sería: ‘llevados’. Indica la pasividad de los autores
bíblicos. No fueron parcialmente activos, al mismo tiempo que eran
guiados por el Espíritu Santo. Sino más bien, fueron ‘llevados’, lo que
indica que no contribuyeron en nada al proceso de ser movidos, sino que
fueron los objetos movidos o inspirados. La silla que es acarreada no
ayuda en el traslado, tampoco quiere ser trasladada, ni contribuye en lo
más mínimo al movimiento, sino que está inerte las manos del que la
lleva. Así también los profetas, dice Pedro, fueron ‘llevados’ o
inspirados por el Espíritu Santo para escribir lo que escribieron.
Fueron pasivos.
Lo mismo indica la afirmación de Pablo en 2ª
Timoteo 3: 16, cuando dice que ‘Toda la escritura es inspirada por
Dios’. Este versículo quizá se traduciría mejor en esta forma: ‘Toda la
Escritura es ‘espirada’ por Dios’. Es el aliento de Dios, es un producto
completamente divino. Siendo esto así, la Biblia no es algo que los
hombres resolvieron producir por su propia decisión, sino que la
recibieron del Espíritu Santo. Es un producto divino, y los hombres
fueron pasivos al producirla.
Si bien hay un aspecto pasivo en la
composición de la Biblia, también hay un aspecto activo. Ahora debemos
de insistir en éste si queremos describir adecuadamente el proceso de
composición, y si queremos comprender en forma total de qué manera el
Espíritu Santo inspiró la Escritura.
La composición de la Biblia se
puede comparar en un sentido a la salvación del creyente. En un sentido
se puede decir que la salvación es totalmente de Dios. Es algo que el
hombre recibe. El hombre está pasivo, y Dios está activo al producirla
en el hombre. Sin embargo, en otro sentido, el hombre está muy activo.
Si bien toda su salvación incluye la fe, es un don que viene totalmente
de Dios; y si bien ‘Dios es el que en vosotros produce así el querer
como el hacer, por su buena voluntad’ (Fil. 2: 13), de forma que le
hombre está completa y receptivamente pasivo; sin embargo la frase
inmediatamente anterior presenta el aspecto activo de la salvación, el
mandato de ‘ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor’ Dios no
regenera a los hombres tratándolos como simples máquinas que no tienen,
ni mente ni, voluntad. Cuando los regenera no suprime sus experiencias
previas ni sus características personales de forma que pierdan todas
estas cualidades especificas que hacen que el Señor ‘A’ sea tan
diferente del Señor ‘B’. Los cristianos no son personajes uniformes y
estereotipados, sin características propias. No son como soldaditos de
plomo que hace una máquina, sin diferencias entre sí, todos pintados del
mismo color, de la misma altura, con fácil al hombro, con el mismo
gesto de caminar. No, Dios conserva todos los talentos distintivos del
hombre, la individualidad, las características propias, y éstas forman
parte de la vida del cristiano. El hombre recibe la salvación; está
pasivo. Pero también está muy activo, creyendo en Cristo y viviendo la
vida cristiana en una forma propia, según sus características
distintivas.
En forma semejante fue la composición de la Biblia.
Los autores estuvieron completamente pasivos. La Biblia es un producto
divino. No procedió de la voluntad del hombre, sino que hombres de Dios
hablaron inspirados ‘llevados’ por el Espíritu Santo. Sin embargo, Dios
no destruyó la individualidad y talentos de los autores, haciendo que la
Biblia resultará estereotipada, con un estilo único desde Génesis hasta
Apocalipsis, el estilo del Espíritu Santo, con todas las diferencias
humanas de los escritores suprimidas o escondidas. Antes bien. Dios
permitió que las experiencias de los autores dirigieran el acto de
escribir, que sus emociones diferentes afectaran su pensamiento, sus
gustos individuales se expresaran en al Biblia. Dios permitió que el
amor de David por la naturaleza brillará en sus Salmos, que le
conocimiento que Pablo tenia de la literatura pagana se manifestara en
sus cartas, que los conocimientos médico de Lucas caracterizaran su
escritos, que la brusquedad de Marcos apareciera en su libro. En tanto
que Pablo escribió en una lógica, Juan lo hizo en una forma más mística.

Los autores estuvieron ciento por ciento pasivos y también
estuvieron ciento por ciento activos. No se les obligó a escribir
mensajes contrarios a su voluntad, como tampoco el no creyente se ve
obligado a creer en contra de su voluntad. Dios crea las circunstancias
en una forma tal que cuando regenera el corazón del no creyente, hace
naturalmente que él mismo desee apartarse de sus pecados y aceptar a
Cristo como su Salvador. En una forma semejante, Dios tiene un mensaje,
mensaje exacto, con palabras precisas, que quiere que escriba sin un
solo error, en el punto de una ‘i’ o en el palito de una ‘t’ (Cristo
dice: ‘ni una jota ni una tilde’). Para ello prepara a seres humanos
para que lo hagan en una forma voluntaria y activa.
Siglos antes de
que Moisés naciera, Dios moldeó a sus tatarabuelos para que hicieran
llegar hasta Moisés las características adecuadas para que escribiera
con una cierta perspectiva, con naturalidad, y no de una manera forzada.
Fueron escogidos la madre y el padre adecuados para que le dieran
cierta preparación que lo capacitaría para escribir con las emociones
precisas que el Espíritu Santo deseaba. Le sobrevino persecución, de
modo que, oculto y hallado en una costa, fuera adecuado en la cultura
egipcia, porque el Espíritu Santo quería que aprendiera a leer y a
escribir y que poseyera preparación legal, de modo que pudiera escribir
el pentateuco. Luego Dios dirigió las circunstancias que rodearon la
muerte de un egipcio, lo que obligo a Moisés a adentrarse en el desierto
para estar solo durante años a fin de aprender humildad y devoción, de
modo que pudiera escribir el Pentateuco también con ese espíritu.

Luego, cuando Dios hubo preparado todas las circunstancias en la forma
adecuada, cuando Moisés y poseía las influencias hereditarias y las
características apropiadas, cuando su vida ya había sido moldeada por
las experiencias que el Espíritu deseaba, bajo la influencia del
Espíritu, Moisés empezó a escribir exactamente lo que el Espíritu
deseaba. Y no se llevó a cabo en una manera forzada de dictado mecánico,
ni el Espíritu Santo le susurró al oído lo que tenía que escribir.
Antes bien, influido por los muchos factores que intervinieron en su
vida hasta lo más mínimos detalles, los que Dios había preparado con un
propósito, Moisés escribió con naturalidad y se expresó a sí mismo como
lo hubiera hecho en la vida normal. Así pues, utilizando su propia
mente, sus propios recursos y características individuales, escribió las
mismas palabras que el Espíritu Santo deseaba. Desde luego que, al
escribir, Moisés también recibió del Espíritu Santo revelaciones
directas acerca de cosas que no conocía, tales como la creación de
universo o las profecías; y el Espíritu supervisó su acción de escribir
de forma que no se filtran los errores que normal entran en los escritos
de cualquier persona.
El producto final fue verdaderamente obra de
Moisés Él lo realizó. Moisés no fue sólo un secretario o una pluma de
los que el Espíritu Santo se sirvió para escribir, sino que Moisés
contribuyó con su propio pensamiento y experiencias. Fueron ciento por
ciento activos. Al mismo tiempo, sin embargo, como Dios había controlado
todos lo factores que influyeron par Moisés escribiera, precisamente
como lo hizo, lo que Moisés escribió fue también un producto divino; fue
el aliento de Dios, ‘espirado’ por Dios. Fue un libro del Espíritu
Santo en todas sus partes. En este sentido Moisés estuvo también ciento
por ciento pasivo. El Pentateuco fue la palabra de Moisés ya la mismo
tiempo la Palabra de Dios.
CONCLUSIÓN
El resultado de esta
actividad y control del Espíritu Santo es un libro que, respecto a los
otros libros, es lo que Jesús hombre es, respecto a los otros hombres.
Así como la gente notó que Jesús hablaba no como otros hombres, no como
los escribas, sino como quien tiene autoridad; así también nosotros
notamos que la Biblia habla, no como otros libros, sino con autoridad de
Dios. Así como Jesús fue alguien que poseyó no sólo la naturaleza
humana sino también la divina, así la Biblia tiene no sólo naturaleza
humana, en cuanto fue escrita por hombres, sino también naturaleza
divina, en cuanto fue inspirada por Dios. Del mismo modo que Jesús es la
Palabra de Dios, así también lo es la Biblia. Y del mismo modo que
Jesús es Señor de Señores, Así también la Biblia es el libro de Libros.

La Biblia, pues, es la Palabra misma de Dios, y no simplemente un
documento que contiene esa palabra. Es Dios que habla a los hombres
todos los días. Es un milagro vivo del aliento de Dios. Y por esta
razón, como lo mencionamos el comienzo de este estudio, el hombre puede
poseer la certeza absoluta que los filósofos de todos los tiempos han
buscado. Acudiendo a la Biblia se puede poseer conocimiento verdadero y
cierto, que satisface, en forma profunda, esa ansia natural del hombre.
Por consiguiente, alabemos también al Espíritu Santo, por esta tercera
acción estupenda: no sólo por su acción en la creación, no solamente por
sua actividad penetrante en el campo de la gracia común que hace que
este mundo sea visible, sino también por hacer posible que podamos oír
precisamente en este momento, y por todo lo que dure nuestra vida, la
voz de Dios, que está contenida de modo permanente e infalible en la
Biblia.
EL ESPÍRITU SANTO Y LA ILUMINACIÓN.
En el estudio
anterior vimos que la revelación es la fuente de todo conocimiento. Dios
ha dado al hombre dos clases de revelación: general y especial. La
revelación general es la que se encuentra en todas partes del universo
creado. La revelación especial es la Biblia. Estas dos revelaciones son
la fuente de todo conocimiento. Si bien la revelación general es fuente
de conocimiento, no se puede interpretar bien sin la Biblia. Explicamos
el hecho de que la Biblia, por medio de la acción comprensiva del
Espíritu Santo, es la voz constante de Dios y no contiene error. Si
alguien quiere poseer conocimiento verdadero, debe acudir a estas dos
revelaciones, y en ellas puede conseguir la certeza que busca.

Afirmamos, sin embargo, que no es suficiente que nuestro conocimiento
posee una revelación externa y objetiva donde se encuentra
infaliblemente escrita la verada. Esto bastó en una época cuando el
pecado no había entrado en el mundo, cuando Adán y Eva todavía eran
inocentes. Pero una vez que el pecado hubo entrado en el mundo, tanto la
revelación general como la especial fueron suficientes para
proporcionar el conocimiento verdadero. No es que estas dos revelaciones
fueran insuficientes en sí mismas, ni fueran deficientes. Al contrario.
En cuanto a la revelación general, el mundo creado revelaba claramente
las cosas invisibles de Dios (Rom. 1:20). En cuanto a la revelación
especial, el Espíritu Santo nos dio la Biblia que en las lenguas
originales es infalible, tanto en las palabras mismas como en sus más
pequeñas letras, ‘sus jotas y tildes’. Las revelaciones son perfectas,
claras y sencillas. La deficiencia no está en ellas. Son perfectamente
suficientes para darle al hombre conocimiento absoluto.
El problema
está, sin embargo, en el hombre, y en este estudio veremos cómo el
disfrute de la vista, o la iluminación de la mente para que el hombre
pueda leer bien la Biblia, es también acción del Espíritu Santo. En
primer lugar, debiéramos caer en cuenta que el hombre necesita
iluminación espiritual. En segundo lugar, debiéramos advertir que el
Espíritu Santo es el único que puede colmara esa necesidad.
A. LA CEGUERA DEL HOMBRE.

El Nuevo Testamento señala que el hombre natural es ciego, ciego como
una piedra, de forma que no puede ver las verdades más claras ni
siquiera si se las presenta un apóstol. Lucas refiere que Lidia, junto
con otras mujeres que se encontraban a la orilla del río, oyeron
predicar a Pablo, y que el Señor abrió el corazón de ella para que oyera
las cosas que Pablo hablaba (Hech. 16: 14). La conclusión evidente es
que, cuando empezó a escuchar, Lidia no entendía nada. En lo espiritual
tenía embotado el corazón. Su comprensión estaba entenebrecido, para
usar la descripción que Pablo hace de los Efesios gentiles (Ef. 4: 8).
Podía entender el griego que se hablaba, pero no el significado
verdadero de las palabras. Pero cuando el Señor abrió su corazón, estuvo
en condiciones de entender lo que se le decía. Sin el Señor no tenía
comprensión espiritual. Estaba ciega.
Pablo describe la ceguera del
alma como un velo que hay en el corazón (2ª Cor. 3: 12-18). Al hablar
de los Judíos inconversos, dice que la mente de ellos estaba ciega.
Cuando se les leían los escritos de Moisés no los entendían. Esta falta
de comprensión no era porque los escritos de Moisés sean difíciles, si
no más bien porque no han sido regenerados; pues dice Pablo, ‘Cuando se
conviertan al Señor, el velo se quitará’ (v.16) y entenderán.
Quizá
el pasaje de la Escritura que muestra en forma más clara la incapacidad
del hombre natural para entender cosas espirituales es 1ª Cor. 1 y 2.
Ahí Pablo dice que los réprobos cuando oyen el evangelio lo consideran
sin sentido, ‘porque la palabra de la cruz es locura a los que se
pierden’ (1ª Cor. 1: 18). El hombre natural no lo puede entender. Si
pudiera, entonces habría muchos sabios, muchos nobles y poderosos que
serían cristianos. Pero este es el caso. ´Pues mirad, hermanos, vuestra
vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderoso,
ni muchos nobles’ (1ª Cor. 1: 26). La razón de que las mentes brillantes
no acepten el cristianismo es que todas las mentes ciegas, no importa
cuál sea su cociente intelectual, a no ser que hayan sido regenerados.
Pablo afirma en términos inequívocos ‘el hombre natural no percibe las
cosas que son del Espíritu de Dios’ (1ª Cor. 2: 14). No dice el hombre
poco inteligente o sin educación o sin cultura, sino simplemente el
hombre natural simplemente’. Las tiene por ‘locura’. Rechaza el relato
de la creación como contrario a hechos científicos obvios. Toma la
historia de Adán y Eva y en la serpiente como fantasía. Que el Nuevo
Testamento diga que Jesús es Dios lo atribuye a autores ingenuos que
vivieron mucho después y que, por tanto, no conocían muy bien los
hechos. La expiación por situación la encuentran ridícula. La
predestinación es evidentemente incompatible con la responsabilidad
humana. Que un Dios omnipotente y al mismo tiempo santo predetermine el
pecado lo consideran absurdo. En consecuencia, considerándose sabio,
llega a ser necio (1ª Cor. 2: 14). Pablo vuelve a afirmar en forma
enfática esta misma enseñanza cuando dice, ‘no las puede entender’. Le
es imposible conocerlas. La razón es, prosigue Pablo, que las cosas de
Dios se juzgan espiritualmente, es decir, sólo una persona que posee el
Espíritu de Dios las puede entender. Y como el hombre natural no posee
al Espíritu Santo, no las puede entender.
Si bien la Biblia nos
dice que el hombre natural está completamente ciego, no se debe presumir
que el regenerado tenga una visión perfecta. El Salmista dice ‘Abre mis
ojos, y miraré las maravillas de tu ley’ (Sal. 119: 18) en el Antiguo
Testamento hay cosas maravillosas. Son muy claras para cualquiera que
pueda ver. Ahí están ante el Salmista. No pide algo más que la ley. Pero
no puede ver lo que está ante él. Por ello pide que Dios abra sus ojos
espirituales a fin de que pueda ver estas ‘maravillas’. En una palabra,
David era parcialmente ciego, a pesar de estar regenerado.
El Nuevo
Testamento también implica la ceguera parcial del cristiano. Lucas, al
relatar los acontecimiento que precedieron a la ascensión, dice que
cuando Jesús comunicó a sus discípulos profecías del Antiguo Testamento,
‘les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras’
(Luc. 24: 45). En otras palabras, antes de que Jesús abriera su mente,
no podían entender las Escrituras, aunque quizá las habían leído un
centenar de veces. Tenían la mente cerrada.
En Efesios 1: 17-18,
Pablo pide que le Dios de nuestro Señor Jesucristo ‘os dé Espíritu de
sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, alumbrando los ojos
de vuestro entendimiento, para que sepáis cual es la esperanza a que él
os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los
santo’. Estas grandes bendiciones estaban delante de estos efesios
regenerados y las estaban experimentando, y con todo no las conocían
plenamente; no las podían ver. No era porque los Efesios no fueran
inteligentes o educados; hay razones para creer que eran hombres muy
entendidos. Tampoco era porque Pablo no les hubiera hablado de estas
verdades: en Hechos 20, les había presentado todo el consejo de Dios,
noche y día, con lágrimas, por tres años. Era porque todavía eran
parcialmente ciegos. Aunque eran cristianos, por tanto nacidos de nuevo y
trasladados del reino de oscuridad del reino de la luz, sin embargo, no
se había despojado de toda su ceguera. Por ello Pablo pide que Dios le
dé el Espíritu de sabiduría y revelación, que sus ojos reciban
iluminación, afín de que vean las riquezas del evangelio de Cristo
Jesús.
Así pues, la enseñanza inconfundible de la Escritura es que
la sabiduría se encuentra en la doble revelación de Dios: el universo
creado y la Biblia. Ambas son claras. Pero el pecado ha entenebrecido la
mente del hombre. El hombre regenerado, en quien el Espíritu santo ha
comenzado su acción santificadora, puede por lo menos vislumbrar estas
verdades, pero poder ver estas verdades en la revelación de Dios, porque
son absolutamente claras. Pero no puede. Llevemos a una persona al
campo abierto en un día de verano, diáfano y sin nubes, en el momento en
que el sol está en su meridiano, pidámosle que lo mire y preguntémosle
qué ve. Si dice que no ve nada, entonces tengamos la seguridad de que
está ciego, totalmente ciego, y que necesita ir al oculista. De la misma
manera, presentemos a un hombre la diáfana Palabra de Dios, la cual
testifica claramente acerca de la divinidad de Jesucristo, del pecado
del hombre, y de que Cristo es el único camino de salvación, y luego
preguntémosle si reconoce estas verdades. Si dice: ‘no veo que sean
verdades; son fantasías, creaciones de la imaginación del hombre,
tonterías que sólo cree un ignorante’, entonces sabremos que este hombre
está ciego, completamente ciego. No puede ver nada. Debería poder ver,
porque la Escritura no puede ser más clara: es tan brillante como el
sol. Si no ve las verdades, entonces es que está espiritualmente ciego.
Como dice la Escritura. El hombre natural no percibe las cosas de Dios.
Tiene el corazón cubierto con un velo. Tiene los ojos cerrados.
B. LA ILUMINACIÓN DEL ESPÍRITU.

Para adquirir conocimiento verdadero no basta, pues, poseer la clara
revelación de Dios; el hombre también debe poder ver. Y precisamente ahí
es donde también entra el Espíritu Santo. Da al hombre no sólo un libro
infalible, sino también ojos para que lo pueda leer.
Algunos de
los pasajes ya mencionados muestran claramente que sólo Dios es quien
puede abrir los ojos espirituales y no el hombre. El Salmista, al
sentirse incapaz de abrir los ojos por sí mismo, le pide a Dios que lo
haga suplicándole: ‘Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley’
(Sal. 119: 18). Trató de hacerlo por sí mismo. No pudo. Por ello pide a
Dios, el único que puede, que abra sus ojos. Del mismo modo, Lucas dice
fue el Señor quien abrió los ojos de los discípulos para que pudieran
entender, y leemos que fue el Señor quien abrió el corazón de Lidia para
que pudiera comprender.
En forma más específica, sin embargo, es
la tercera Persona de la Trinidad, y no el Padre ni el Hijo, quien
ilumina la mente del hombre. Así como es él quien da la comprensión y
sabiduría naturales en primer lugar, así también es él quien restaura
esta sabiduría después de que el hombre ha caído.
Esto está
profusamente claro, especialmente en cuatro pasajes de la Escritura. En
1ª Corintios 2, Pablo afirma que no vino a Corinto ‘con excelencia de
palabras o de sabiduría’ (1ª Cor. 2: 1) y prosigue, ‘ni mi palabra ni mi
predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría de los
hombres sino en el poder de Dios’ (1ª Cor. 2: 4-5). En otras palabras,
Pablo, o ni ningún otro hombre, es capaz de comunicar fe no el
conocimiento necesario para le fe por medio de la oratoria, la
elocuencia, ni la lógica. Antes bien, esta fe proviene por la
demostración y el poder del Espíritu Santo. Este es quien entra en el
corazón en una forma indescriptible y misteriosa, el que convence a la
persona en manera irresistible de la verdad del evangelio, y el que, por
tanto, lo hace creer. De ahí que la fe de los corintios no se apoya en
algo tan superficial como la sabiduría de los hombres, sino en el poder
del Espíritu Santo.
Más adelante, en este mismo capítulo, pablo
vuelve a insistir sobre el mismo punto al contrastar al hombre natural
con el espiritual (1ª Cor. 2: 14-15). El hombre natural, como hemos
visto, está ciego, y por consiguiente no puede percibir las cosas del
Espíritu de Dios. ‘En cambio el espiritual juzga todas las cosas’ (1ª
Cor. 2: 15). Cuando habla de la persona ‘espiritual’, Pablo quiere decir
la persona en la que mora el Espíritu Santo. Sólo una persona así, como
dice Pablo, puede juzgar y discernir todas las cosas. Por consiguiente,
el Espíritu Santo es necesario para la iluminación de la mente.
En
Efesios 1: 17, Pablo dice también, muy claramente, que es el Espíritu
Santo el que ilumina la mente; porque pide, no que la inteligencia de
los creyentes sea agudizada, no se trata de conocimiento nuevo, sino que
pide, especialmente, el Espíritu de sabiduría y revelación para que
‘los ojos de su entendimiento’ sean iluminados a fin de que puedan
conocer las cosas del Espíritu de Dios.
A los tesalonicenses les
dice que el evangelio no les llegó sólo de palabra, ya fuesen escritas u
orales, sino que fue acompañada del poder del Espíritu, de modo que fue
recibido con gran gozo (1ª Tes. 1: 5-6).
Finalmente, Juan escribe
que sus lectores ‘tienen la unción’, es decir, al Espíritu Santo en
ellos. La consecuencia es, escribe, que ‘conoceréis todas las cosas’ (es
decir las cosas básicas, espirituales, 1ª Jn. 2: 20) y que ‘la unción
misma os enseña todas las cosas’ (1ª Jn. 2: 27).
En resumen, cuando
el Espíritu Santo entra en la viada de la persona la ilumina, la da
entendimiento, la enseña, abre sus ojos, quita el velo de su corazón, y
sensibiliza su corazón a fin de que pueda conocer las cosas del Espíritu
de Dios. Sin él, el hombre es ciego para ver las verdades dela
revelación; pero cuando hay demostración del Espíritu y de poder el
hombre conoce las cosas.
Debería observarse cuidadosamente que el
Espíritu Santo no ilumina al hombre comunicándole una revelación
secreta, conocimiento nuevo. No ha habido más revelaciones desde que la
Biblia quedó completa; la revelación especial concluyó con el Nuevo
Testamento. Además dar revelaciones nuevas sería tan inútil como tratar
de que el ciego viera porque se colocan dos soles en el firmamento, en
vez de uno. No, el Espíritu Santo no ilumina al hombre, dándole más
conocimiento, sino actuando misteriosamente en su corazón, a fin de que
pueda ver la revelación ya dada. El Salmista no necesitó otra ley, sino
el que se le abriera los ojos para ver la ley que ya estaba ante él. Los
Judíos inconversos no necesitaron revelaciones adicionales a las de
Moisés, sino que se les quitara el velo del corazón. Los Efesios no
necesitaron otro evangelio, sino que se disipara la oscuridad que les
impedía ver el evangelio que Pablo ya les había predicado.
Y cuando
Pablo escribe a los Tesalonicenses que ‘nuestro evangelio no llegó a
vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu
Santo y en plena certidumbre’, no dice que les dio un mensaje nuevo,
sino que el antiguo les llegó en forma nueva. De manera semejante, la
razón de que los cristianos de Corinto pudieran entender el evangelio,
en tanto que otros sabios no podían, no fue por una revelación nueva que
les había sido dada, sino por la antigua que les había llegado con
‘demostración del Espíritu y poder’.
Esta iluminación se podría
comparar a la apertura de ojos de Balaam cuando el ángel del Señor se le
interpuso. El ángel estaba allí, y el asno lo podía ver pero Balaam no.
A fin de que Balaam viera, Dios no tuvo que colocar otro ángel delante
de él, sino simplemente abrir sus ojos para que pudiera ver al que ya
estaba allí.
Esta iluminación también podría comparase al efecto de
un telescopio. Sin él, el hombre no ve las estrellas que están en la
lejanía. Lo que necesita es un ojo nuevo, un telescopio, afín de poder
ver lo que está ante sus ojos. El telescopio no sitúa un objeto nuevo
delante de la persona, sino que hace visible lo que ya está allí.

Así sucede con la iluminación por medio del Espíritu Santo. El Espíritu
abre los ojos espirituales del hombre para que vea la revelación que ya
está ante él. Mil revelaciones nuevas no ayudarían a que el hombre vea,
si no puede ver ni una. La iluminación, pues, consiste, no en comunicar
un conocimiento nuevo, sino en abrir los ojos del hombre para que vea lo
está claramente delante de él.
CONCLUSIÓN
Estos hechos
explican sucesos que de otro modo serían enigmáticos. A veces se piensa
que si el cristiano es tan bueno, si ofrece los mayores beneficios para
este mundo y el mundo venidero, si es tan lógico, si es la fuente de
todo conocimiento verdadero, entonces ¿Por qué no cree más gente? ¿Por
qué las iglesias en su mayoría, integradas por graduados de universidad y
profesionales? ¿Por qué los más educados no llenan las iglesias?

La respuesta es, desde luego, que hacerse cristiano no depende de la
sabiduría del hombre sino de la acción iluminadora del Espíritu Santo
para que el que está espiritualmente ciego pueda ver.
Por esta
misma razón, en ocasiones las personas con menos probabilidad acatan a
Cristo. A veces miramos a una persona desde un punto de vista humano y
pensamos: ‘Esta persona está perdida sin remedio. Está demasiado cerrada
para llegar a ser cristiana. Nada le importa. Está demasiado
empedernida en el pecado. Lanza juramentos terribles. Su vida es
escandalosa’. Y sin embargo, para sorpresa nuestra, esa persona se
vuelve receptiva al evangelio. Ese pecador endurecido que nunca derramó
una lágrima en su vida, acude a Cristo con lágrimas en los ojos. No
puede seguir haciendo más resistencia a la oferta de salvación como la
margarita no puede resistir el ser aplastado bajo la pesuña del
elefante. Esto ocurre así porque el llegara aser cristiano no depende
del hombre, sino del Espíritu Santo. Nada tiene que ver el hecho que una
persona sea un genio o un criminal empedernido. Su sabiduría no la
salvará, ni su maldad lo condenará. Pero si el Espíritu Santo actúa
dentro de su corazón, ese corazón se suaviza, se derrite, o como lo dice
Ezequiel, el corazón de piedra se vuelve corazón de carne, toda
resistencia desaparece y la persona acepta a Cristo. La salvación
depende de Dios y no del hombre.
Por consiguiente, si queremos
hacer discípulos para Cristo debemos pedir que el Espíritu Santo ilumine
a la persona con la cual estamos trabajando. De otro modo nuestros
esfuerzos de nada servirán. Podemos llevar al amigo no converso a
escuchar al predicador más elocuente y popular, podemos argüir con él
con la lógica más abrumadora y brillante (y el cristianismo posee una
lógica sorprendente), podemos acercarnos a él en la forma más sutil,
discreta y sabia, podemos hablarle hasta quedar sin aliento, pero de
nada servirá si el Espíritu Santo no abre sus ojos y le quita el velo
del corazón a fin de que pueda ver la verdad y crea. Así pues, para
cumplir con la misión de hacer discípulos, el requisito primordial es
orar para que el Espíritu Santo abarque el corazón del no creyente.
Cuando eso sucede, incluso nuestra mayor necedad no puede impedirle que
entienda. Quizá gran parte del desaliento que se experimenta en el
evangelismo personal se debe al hecho de que, al ofrecer tratados y al
dar testimonio, no hemos pedido la acción iluminadora del Espíritu Santo
en la vida de aquel con quien tratamos.
Respecto a nuestra propia
comprensión, también debemos pedir la iluminación del Espíritu Santo.
Recordemos que los Efesios a quienes Pablo escribió ya eran cristiano.
Eran aquellos a quienes Pablo escribió en ese primer capítulo tan
maravilloso, mostrándoles que el fundamento de su fe estaba en el amor
eterno y predestinador de Dios. Sin embargo pide en ese mismo capítulo
que Dios les conceda el Espíritu de sabiduría y revelación a fin de que
se iluminen los ojos de su comprensión y pueda conocer las glorias del
evangelio de Cristo. Lo mismo nos sucede a nosotros; todavía hay
tinieblas considerables en nuestros ojos (en algunos más que otros); aún
no estamos libres de la ceguera; todavía no podemos ver tan bien como
debiéramos. Por ello, como cristianos debemos orar constantemente a fin
de que el Espíritu de sabiduría y revelación venga a iluminar nuestros
ojos para poder ver más claramente las grandes verdades de la
revelación.
Así pues, como conclusión de este estudio y del
anterior, se puede afirmar que el cristianismo posee en secreto de todo
conocimiento verdadero. Este secreto depende de la doble operación del
Espíritu Santo. Depende de su acción en la Biblia, la voz eterna de
Dios, que es la fuente de todo conocimiento, incluso de la
interpretación correcta de la revelación natural; y depende de la
iluminación de la mente por parte del Espíritu Santo. Sin alguien confía
en estas operaciones del Espíritu, podrá alcanzar lo que los filósofos
han buscado desde todos los tiempos: conocimiento verdadero. Y que dará
satisfecho.
EL MATRIMONIO
INTRODUCCIÓN
(1)

A. El matrimonio ha de ser entre un hombre y una mujer; no es lícito
para ningún hombre tener más de una esposa, ni para ninguna mujer tener
más de un marido: Gn. 2:24 con Mt. 19:5,6; 1 Ti. 3:2; Tit. 1:6.
(2)
A. El matrimonio fue instituido para la mutua ayuda de esposo y esposa: Gn. 2:18; Pr. 2:17; Mal. 2:14.
B. Para multiplicar el género humano por medio de una descendencia legítima: Gn. 1:28; Sal 127:3-5; 128:3,4.
C. Y para evitar la impureza: 1 Co. 7:2,9.
(3)

A. Pueden casarse lícitamente toda clase de personas capaces de dar su
consentimiento en su sano juicio: 1 Co. 7:39; 2 Co. 6:14; He 13:4; 1 Ti.
4:3.
B. Sin embargo, es deber de los cristianos casarse en el
Señor. Y, por lo tanto, los que profesan la verdadera fe no deben
casarse con incrédulos o idólatras; ni deben los que son piadosos unirse
en yugo desigual, casándose con los que viven una vida malvada o que
sostengan herejías condenables: 1 Co. 7:39; 2 Co. 6:14.
(4)
A.
El matrimonio no debe contraerse dentro de los grados de consanguinidad o
afinidad prohibidos en la Palabra, ni pueden tales matrimonios
incestuosos legalizarse jamás por ninguna ley humana, ni por el
consentimiento de las partes, de tal manera que esas personas puedan
vivir juntas como marido y mujer: Lv. 18:6-18; Am. 2:7; Mr. 6:18; 1 Co.
5:1.
MATRIMONIO. Formalizar y santificar la unión del hombre y la
mujer para la procreación de hijos. El término más común en heb. Es
laqah, tomar en matrimonio. Debe ser considerado junto con el verbo
ba’al, ser dueño, gobernar, o poseer en matrimonio tanto como con el
sustantivo ba’al, dueño, señor, esposo.
El padre estaba a cargo de
encontrar una novia adecuada para su hijo. Los deseos o sentimientos de
los jóvenes eran mayormente irrelevantes en la decisión. El matrimonio
de Isaac fue arreglado entre el siervo de su padre y el hermano de su
futura esposa. A ella le consultaron al final (Génesis 24:33-53, 57,
58), aunque a lo mejor sólo porque su padre ya había muerto. En raras
ocasiones el consejo de los padres era ignorado, rehusado o no
solicitado (Génesis 26:34, 35), y, en una ocasión muy rara, Mical, la
hija de Saúl, expresó su amor por David (1 Samuel 18:30).
El
casamiento con un extranjero era generalmente no aconsejado, aunque
algunos hebreos tomaban esposas de entre las mujeres capturadas en
guerra.
Los padres de Sansón le dieron permiso para casarse con una
mujer filistea (Jueces 14:2, 3). Siempre se expresaba el temor de que el
matrimonio con un no israelita debilitaría la fe del pacto debido a la
presencia de ideas y prácticas relacionadas con otros dioses (1 Reyes
11:4).
Debido a que matrimonios entre parientes cercanos eran
comunes, había límites de consanguinidad que los israelitas debían
seguir (Levítico 18:6-18).
Antiguamente, un hombre podía casarse con
su media hermana del lado de su padre (Génesis 20:12; 2 Samuel 13:13),
aunque estaba prohibido en Levítico 20:17. Primos, como Isaac con Rebeca
y también Jacob con Raquel y Lea, frecuentemente se casaban, aunque un
matrimonio simultáneo con dos hermanas estaba específicamente prohibido
(Levítico 18:18). La unión de tía y sobrino produjo a Moisés (Éxodo
6:20; Números 26:59), aunque un matrimonio entre tales parientes fue
prohibido posteriormente por la ley de Moisés. Jacob, ya casado con las
dos hermanas, Raquel y Lea, recibió las siervas de cada una como esposas
(Génesis 30:3-9), mientras que su hermano Esaú tuvo tres esposas
(Génesis 26:34; 28:9; 36:1-5). De Gedeón se dice que tuvo muchas mujeres
(Jueces 8:30, 31) y Salomón tuvo 700 esposas y 300 concubinas (1 Reyes
11:1-3).
A pesar de estos ejemplos de poligamía, la forma de
matrimonios más común y aceptable era la monogamia, la cual recibió la
sanción de la ley de Moisés (Éxodo 20:17; 21:5; Deuteronomio 5:21, et
al.). La enseñanza de Jesús sobre el matrimonio enfatizaba el hecho de
que es un compromiso de por vida y, aunque reconocía que Moisés había
reglamentado la práctica del divorcio que ya existía en sus tiempos ante
vuestra dureza de corazón (Marcos 10:4, 5), él enseñó la monogamia
hebrea tradicional y agregó que el matrimonio de una persona divorciada
mientras que el cónyuge estuviera todavía vivo constituía adulterio
(Marcos 10:11, 12).
El matrimonio levirático ayudó a mantener y a
proteger el nombre de familia y la propiedad de la misma. Cuando un
hombre moría sin dejar hijo, era la responsabilidad del pariente varón
más cercano, generalmente el hermano, de casarse con la viuda. El primer
varón que naciera de esta unión sería considerado hijo del muerto y le
correspondería por ley su nombre y todos los derechos a su propiedad.
Inclusive, si la viuda ya tenía hijos, todavía se esperaba que el
pariente varón se casara con ella y la mantuviera.
Antes de casarse,
una mujer era miembro de la familia de su padre y, como tal, estaba
sujeta a su autoridad. Al casarse, su esposo se convertía en su
protector y, cuando éste moría, por medio de su matrimonio levirático
ella encontraba su nuevo redentor. Tal como muchas otras tradiciones
hebreas, el matrimonio levirático era también conocido por los cananeos,
las asirios y los heteos. El matrimonio levirático más conocido en el
AT es el de Rut la moabita, quien se casó con Boaz después de que el
pariente más cercano rehusó tomar la responsabilidad (Deuteronomio
25:5-10; Rut 4:1-12).
La práctica de desposarse (Deuteronomio 28:30;
2 Samuel 3:14) involucraba cierto estado legal que la hacía casi
idéntica al matrimonio. La ley demandaba que un hombre que cometiera
adulterio con una virgen desposada con otro debía ser apedreado por
violar a la mujer de su prójimo (Deuteronomio 22:23, 24). Era normal que
una pareja estuviera desposada por un año, y este año contaba como
parte de la relación matrimonial permanente (Mateo 1:18; Lucas 1:27;
2:5). Durante el primer año de su matrimonio el novio estaba exento del
servicio militar (Deuteronomio 24:5) para que el matrimonio fuera
establecido sobre una base sólida. El padre de la novia se refería a su
yerno como tal desde el momento que la pareja se desposaba (Génesis
19:14), una costumbre que fortalecía el concepto de la solidaridad de la
familia. En el período antes del cristianismo, el divorcio era una
opción siempre disponible al esposo y a veces también a la esposa.

Después del regreso de la cautividad, se demandó el divorcio al por
mayor de todos los hebreos que se habían casado con mujeres extranjeras
para evitar la influencia de la idolatría en el pueblo de Dios. Sin
embargo, bajo circunstancias normales, en la tradición judía había una
tendencia a disuadir a los israelitas de divorciarse. Siguiendo la
costumbre egipcia, se exigía una multa pesada de dinero de divorcio como
fuerza disuasiva. El estado de la esposa no era muy elevado, sin
embargo; un certificado de divorcio podía tomar la forma de un rechazo
muy simple del esposo con una expresión tal como: Ella ya no es mi
mujer, ni yo soy su marido (Oseas 2:2). En el primer período cristiano,
el divorcio podía ser considerado solamente cuando existía un matrimonio
mixto entre un creyente y un pagano y, hasta en este caso, no se le
permitía al creyente casarse de nuevo mientras que el cónyuge estuviera
vivo. La iglesia primitiva fue criticada por ser demasiado indulgente
cuando empezó a dejar que las viudas se casaran de nuevo.
MATRIMONIO
LEVIRATICO: (lat. levir, un hermano del esposo). Una costumbre antigua,
sancionada por la práctica (Génesis 38:8 ss.) y por la ley
(Deuteronomio 25:5-10, que no contradice Levítico 18:16; 20:21, donde
todos los participantes están vivos), de manera que el hermano o el
varón familiar más cercano de un hombre que ha muerto debía casarse con
la viuda y levantar descendencia en nombre de él. Rehusar esta
obligación era causa de infamia pública (Génesis 38:8-10). El casamiento
de Rut con Boaz reconoció esta ley (Rut 4:1-17). También se lo ve
resaltado en el argumento de los saduceos en Mateo 22:23-33.
EL MATRIMONIO

La institución del matrimonio fue ordenada e instituida por Dios en la
creación. Cristo la santificó con su presencia en las bodas de Canaán y
por medio de las instrucciones dadas por los apóstoles en el Nuevo
Testamento. La mayoría de las ceremonias de casamiento reflejan esto y
reconocen el origen divino del matrimonio. Lo que se suele ignorar o
pasar por alto en los contratos modernos es que el matrimonio ha sido
regulado por los mandamientos de Dios. La ley de Dios circunscribe el
significado y la legitimidad del matrimonio.
El matrimonio debe ser
una relación exclusiva entre un hombre y una mujer en la que ambos se
convierten en "una carne", siendo unidos física, emocional, intelectual y
espiritualmente. La intención es que dure por toda la vida. La unión
está asegurada por un voto sagrado y una alianza, y consumada con la
unión física. La Escritura señala solo dos motivos por el cual esta
unión puede ser disuelta -la infidelidad y el abandono.
La
infidelidad está prohibida en la relación matrimonial. La institución
del matrimonio fue creada por Dios para que los hombres y las mujeres
pudiesen complementarse mutuamente y participar en su obra creativa de
procreación. La unión física necesaria para la procreación tiene también
un significado espiritual.
Está señalando e ilustrando la unión
espiritual entre el esposo y su esposa. Pablo utiliza esta unión para
simbolizar la unión entre Cristo y su iglesia de la misma manera que el
Antiguo Testamento describía a la relación de la alianza entre Dios e
Israel con la figura del matrimonio. La fidelidad, el cariño y el apoyo
mutuo, deben estar en el fundamento del matrimonio. Los actos de
infidelidad quiebran este pacto y, en consecuencia, le permiten a la
parte lastimada la posibilidad de pedir el divorcio.
Además, Pablo
en 1 Corintios 7:12-16 nos dice que si alguien de la pareja es
abandonado o abandonada, él o ella no tienen la obligación de mantener
la alianza matrimonial. El abandono, como la infidelidad, es una
violación fundamental de la intención de Dios para el matrimonio.
El
matrimonio es una ordenanza de la creación. No es necesario ser un
cristiano para recibir la gracia común de esta institución. Mientras que
todos los hombres y las mujeres pueden casarse, el cristiano debe
casarse solamente "en el Señor". La Escritura es clara a este respecto y
prohíbe que los cristianos se casen con los no cristianos.
En la
institución del matrimonio, el marido debe ser "la cabeza" de la mujer.
La mujer debe sujetarse a su marido como se sujeta al Señor. El marido
debe amar a su mujer y entregarse a ella con sacrificio de la misma
manera que Cristo amó a su esposa, la iglesia, y entregó su vida por
ella.
RESUMEN
1. El matrimonio ha sido instituido por Dios y está regulado por Dios.
2. El matrimonio debe ser monogámico.
3. La unión física permitida y ordenada en el matrimonio refleja la unión espiritual entre el esposo y su esposa.
4. El estado matrimonial es utilizado en sentido figurado en la Escritura para ilustrar la relación entre Cristo y su iglesia.

5. El matrimonio, siendo una ordenanza de la creación, es posible para
todos los seres humanos. La iglesia reconoce los matrimonios civiles.
Los cristianos, sin embargo, deben casarse "en el Señor".
6. Dios ha
ordenado la estructura de la unión matrimonial. Cada miembro de la
pareja tiene mandatos específicos de Dios que debe obedecer.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Génesis 2:24, Mateo 19:1-9, 1 Corintios 7, Efesios 5:21-33, 1 Tesalonicenses 4:3-8, Hebreos 13:4.
EL DIVORCIO

La cuestión del divorcio se ha convertido en un tema urgente en una
sociedad donde la incidencia de los divorcios ha alcanzado proporciones
epidémicas. Debido a la proliferación radical de los divorcios y a los
problemas legales y familiares que provoca, la ley se ha movido en la
dirección de facilitar el proceso permitiendo el divorcio sin ninguna
causal. Al convertirse el divorcio cada vez más fácil de obtener, el
problema de su aceleración se exacerba.
La Biblia no es tan
superficial al tratar el divorcio. La enseñanza de Jesús sobre el tema
está planteada en el contexto de un debate del primer siglo entre las
escuelas rabínicas. Los liberales y los conservadores mantenían un largo
desacuerdo sobre las bases legítimas para el divorcio. Jesús fue
confrontado con el siguiente planteo:
Entonces vinieron a él los
fariseos, tentándole y diciéndole: ¿Es lícito al hombre repudiar a su
mujer por cualquier causa? Él, respondiendo, le dijo: ¿No habéis leído
que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por
esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos
serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne;
por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre (Mateo 19:3-6).

Observamos que cuando los fariseos le preguntaron a Jesús sobre la ley
de divorcio liberal, Jesús inmediatamente los remitió a la Escritura y a
la institución originaria de Dios para el matrimonio.
Subrayó que
el matrimonio está intencionado para durar toda la vida. Resaltó la
unión entre el hombre y la mujer en una sola carne, unión que no puede
ser disuelta por decretos humanos.
Solo Dios está autorizado para
determinar los fundamentos para disolver el matrimonio. El debate
continuó: Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de
divorcio, y repudiarla? Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón
Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue
así. Y yo os digo que cualquiera que repudia su mujer, salvo por causa
de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la
repudiada, adultera (Mateo 19:7-9).
Si analizamos en detalle la
respuesta de Jesús, vemos que cuestionó la manera que los fariseos
tenían de entender la ley del Antiguo Testamento. Moisés no había
"ordenado" el divorcio sino que lo había permitido para casos
especiales. (Moisés, por supuesto, era el vocero de Dios. Fue Dios quien
permitió este desvío de su intención original por la presencia del
pecado que violaba el matrimonio.) Jesús les recordó que hasta este
permiso había sido dado solo por causa del pecado (la dureza de su
corazón) y que por sí no anulaba la intención original del matrimonio.

Jesús luego dio su pronunciamiento sobre el tema –prohibiendo el
divorcio excepto por causa de inmoralidad sexual. Sus palabras
enigmáticas sobre un segundo matrimonio y el adulterio deben ser
entendidas en relación con los divorcios inválidos e ilegítimos. Si se
permite el divorcio en los casos que Dios no lo permite, entonces la
pareja sigue casada a los ojos de Dios. Por lo tanto, un segundo
matrimonio entre dos personas ilegítimamente divorciadas constituiría
una relación de adulterio.
Más adelante, como lo expresamos en el
capítulo anterior, Pablo extendió el permiso del divorcio para el caso
del creyente que había sido abandonado por el no cristiano (l Corintios
7: 1015).
La Confesión de Westminster resume este tema. Expresa lo
siguiente: En el caso del adulterio después del matrimonio, es legítimo
que la parte inocente solicite el divorcio; y que después del divorcio
pueda contraer nuevo matrimonio, como si la parte ofensora se hubiese
muerto. Aunque la corrupción del hombre puede ser tal que proponga otros
argumentos indebidos para romper los lazos que Dios ha unido en el
matrimonio; sin embargo, nada excepto el adulterio, o el abandono
voluntario que de ningún modo pueden ser remediados por la iglesia, o el
magistrado civil, es motivo suficiente para disolver los lazos del
matrimonio; por lo cual, deberá cumplirse con un procedimiento público y
ordenado; y las personas involucradas no deberán ser dejadas libres a
su voluntad, y su discreción, para su propio caso.
RESUMEN
1. La Biblia no suscribe el divorcio "sin ninguna causal".
2. Jesús repudió la posición liberal sostenida por los fariseos con respecto al divorcio.
3. Moisés permitió, pero no ordenó, el divorcio.
4. Jesús permitió el divorcio narra los casos de inmoralidad sexual.
5. Jesús enseñó que el matrimonio entre dos personas ilegítimamente divorciadas constituye adulterio.
6. Pablo agregó la deserción por parte del no creyente como otra causal para el divorcio.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Mateo 5:31-32, Mateo 19:3-9, Romanos 7:1-3, 1 Corintios 7:10-16.
MATRIMONIO DIVORCIO Y NUEVO MATRIMONIO INTRODUCCIÓN

Éste no es un estudio sobre el matrimonio en sentido primario, aunque
he tenido que decir mu¬cho sobre el matrimonio (para más detalles ver mi
libro Vida cristiana en el hogar. No hay manera de hablar sobre el
divorcio y el nuevo casamiento sin discutir primero el matrimonio. No
quiero decir que hayamos de tratar el matrimonio de modo exhaustivo,
pero hay necesidad de conside¬rar los principios básicos. Sin esto como
fondo, es difícil ver el punto de vista bíblico sobre el divor¬cio y el
nuevo casamiento.
Los temas tratados en este estudio implican
cuestiones de gran interés para la Iglesia. Si bien no todos los
problemas pueden ser resueltos en estas páginas, espero que el lector
estará de acuerdo en que se resuelven bastantes. Debido a que los
asuntos del divorcio y el nuevo casamien¬to han sido evitados en el
pasado reciente, hay poco material sustantivo a disposición. Los
co¬mentaristas lo discuten brevemente, de paso, cuando tocan los pasajes
pertinentes en la Biblia. De vez en cuando se oye algún sermón que toca
algunas de las cuestiones fáciles. Pero, de modo fundamental, la
dirección de la Iglesia ha ido a la deriva, y los miembros la han
seguido.
Cuando hace veinticinco años empecé oficial¬mente mi
ministerio como pastor de una iglesia en la sección occidental de
Pennsylvania, los cris¬tianos apenas hablaban del divorcio y el nuevo
casamiento. No es que estas cuestiones fueran tabú; es que no parecía
que fuera necesario. Apar¬te del libro de John Murray, virtualmente
nadie escribía sobre estas cuestiones. Hoy, naturalmen¬te, los estantes
de las librerías cristianas están atiborrados de libros sobre el
matrimonio y el di¬vorcio, aunque uno pierde las ganas de seguir
le¬yendo la mayoría de ellos una vez ha dado una ojeada a varias
páginas. Pero en aquellos tiempos las cosas eran así. ¿Por qué?
No
veíamos la necesidad de discutir la familia por cierto número de
razones. En primer lugar, estábamos liados en una lucha de vida o muerte
con el modernismo o liberalismo, y estábamos perdiendo la mayoría de
las batallas. Las institu¬ciones cristianas a docenas caían en mano
moder¬nistas; los conservadores eran echados de sus igle¬sias, en tanto
que las denominaciones, una tras otra, pasaban bajo el control de
líderes no creyen-tes. La radio (la TV religiosa estaba sólo en su
co¬mienzo) pertenecía a los modernistas. Los evolu¬cionistas iban a la
cabeza. Los conservadores es¬taban sentados frente a sus iglesias,
caídos y vendándose las heridas. La lucha era encarnizada por todas
partes, y pocos los recursos o el personal. En realidad, en comparación
con la abundancia de materiales de hoy, se publicaban muy pocos li¬bros
de cristianos. Las grandes editoriales las di¬rigían los modernistas, y
modernista era el perso¬nal. Los editores conservadores eran pocos y
pe¬queños, y el mercado conservador era escaso. Los cristianos que
creían en la Biblia eran una peque¬ña minoría.
Los conservadores
estaban a la última pregun¬ta. Y en aquellos días, gran parte de ellos
eran dispensacionalistas, del tipo de los que decían: «Pronto habrá
llegado el fin. Ésta es la hora undé¬cima. Si podemos resistir por un
año o dos, el Se¬ñor vendrá dentro de poco.» Esto significaba que se
hacían muy pocos planes de largo alcance, y no había nadie a la
ofensiva, activo, agresivo; había, pues, una preocupación mínima sobre
las fami¬lias.
Unido a estas actitudes estaba el hecho de que no
quedaban muchos recursos, tiempo o energía para producir. Lo que quedaba
se utilizaba en la defensa. Algunas cosas tenían que ser sacrifica¬das.
Por desgracia, lo que se procuraba cultivar eran cosas distintas de las
que trata este estudio.
En tanto que esta explicación no excusa a
la Iglesia, sí explica por qué toda una generación (la mía) creció con
una instrucción muy escasa o nin¬guna sobre la vida cristiana (en
general) y el ma¬trimonio y la familia (en particular). No nos que¬daba
más recurso que avanzar dando tropiezos, no siempre por el camino recto,
cuando teníamos que aprender lo que ahora podemos pasar a la próxima
generación.
El ministro joven que empieza hoy vive en una era
totalmente diferente. La situación ha cambia¬do radicalmente. La
verdadera iglesia está ahora encima; son los modernistas que van de capa
caí¬da. Los conservadores ahora tienen los recursos máximos y avanzan
hacia adelante. Los semina¬rios están a rebosar de estudiantes, y hay
libros sobre todas las fases de la vida. (En realidad, el problema hoy
es abrirse paso entre la plétora de publicaciones para descubrir lo que
vale la pena.)
Y, con todo incluso con este cambio, ha habido pocos
libros sobre el divorcio y el nuevo casamiento, virtualmente ninguno
bueno, aparte de los mencionados en -el prefacio. Hay libros
anecdóticos, que nos cuentan las luchas y tribula¬ciones de los
matrimonios naufragados, sermones que denuncian el divorcio, pero
todavía hay pocas obras que consideren estas materias exegética y
teológicamente. Los pastores, como resultado, es¬tán desorientados. Sus
consejos de iglesia son confusos. Los seminarios, en gran parte,
esquivan el tema, y el público cristiano está totalmente perplejo.
Incluso muchas cuestiones sobre el ma¬trimonio quedan todavía por
clarificar.
Añádanse a esta confusión todas las nociones eclécticas
importadas de origen psicológico o psico-terapéutico pagano, y rocíense
con algunas ideas populares junto con algunos conferencian¬tes bien
intencionados (pero equivocados), y ten¬dremos todos los ingredientes
necesarios para un brebaje más bien áspero al paladar. Hay más li¬bros
que psicologizan las Escrituras cuando dis¬cuten el divorcio, que libros
que hagan una exégesis seria en su intento de comprenderlo y
expli¬carlo. Es evidente, pues, que la necesidad de estos materiales es
grande.
Pero esto no es todo. Hubo un tiempo en que el pensamiento
de la Iglesia (equivocadamente) creía que podía depender de la sociedad
en gene¬ral para dar apoyo e instruir a los jóvenes sobre el matrimonio.
Los educadores, los políticos, los líderes populares, y casi todo el
mundo (incluidos los departamentos de policía), en aquel entonces
adoptaban una posición clara y explícita en favor del matrimonio y
contra el divorcio. El matrimo¬nio y la familia en nuestro país tenían
asientos en primera fila, junto a la maternidad, la bandera
norteamericana y la tarta de manzana. Así, toda una generación (o dos)
creció sabiendo que estaba a favor del matrimonio, aunque no sabía por
qué. Bíblicamente éramos analfabetos respecto a la fa¬milia, el
matrimonio, el divorcio y el nuevo casa¬miento.
Hoy se ven muchas
diferencias: la gente ya no piensa tanto que la bandera norteamericana,
la maternidad y la tarta de manzana sean intangibles. Los jóvenes han
visto quemar la bandera, los adherentes a la ERA y las lesbias han
denunciado la maternidad, y espero que el FDA o el cirujano ge¬neral,
uno de esos días, vaya a prohibir la tarta de manzana como «peligrosa
para la salud». Los tiem¬pos han cambiado. La familia no ha quedado
inmune; junto con otros valores axiomáticos, el suyo ha sido puesto en
duda. En realidad, la fami¬lia está sometida a serios asaltos; ¡no es de
extra–ar que haya tantos divorcios!
Los matrimonios de tipo
abierto y otra docena de variedades son defendidos en las escuelas; los
programas de TV han popularizado el divorcio y el nuevo casamiento, lo
han hecho aceptable y aún lo glorifican; y a los jóvenes se les dice que
el matrimonio es una invención humana y que aho¬ra ya no es necesario
cuando hemos llegado a la «mayoría de edad». Se nos dice que ha dejado
de ser útil y que en el mejor de los casos es inofen¬sivo, si bien
innecesario, un vestigio o reliquia del pasado. Estamos ya más allá de
la necesidad de un matrimonio para que controle la vida huma¬na. Si hoy
es más conveniente no casarse, cuando ya no somos tan cándidos sobre los
métodos anti-conceptivos, pues uno deja de casarse. Después de todo, el
matrimonio tiene sus inconvenientes, ¿no? Y si el hombre lo inventó
como una conveniencia, ahora que están a disposición la píldora y los
abortos a petición legales, el hombre puede prescindir del matrimonio,
pues ya no es necesa¬rio.
Bajo esta clase de ataque por parte de
teólogos modernistas, los políticos, maestros, médicos y otros, la
juventud cristiana está confusa. Han cre¬cido sin una instrucción
bíblica sólida, positiva, sobre el matrimonio, tanto de sus padres como
de la Iglesia, y ahora sucumben al bombardeo de estas ideas negativas
sobre el matrimonio y la fa¬milia.
Esta nueva situación exige una
nueva respues¬ta de la Iglesia y del hogar cristiano. Hemos de aprender a
discutir los elementos básicos del ma¬trimonio y del divorcio. Ya no
podemos seguir de¬pendiendo de instituciones sociales para que lo hagan
por nosotros. (En realidad nunca han podi¬do. Siempre han apoyado el
matrimonio por razo¬nes no bíblicas y, por tanto, han sembrado la
se¬milla de su destrucción.) Si no lo hacemos noso-tros, podemos estar
seguros de que el mundo les va a enseñar sus ideologías. Y ahora que el
mun¬do ha salido de su escondrijo, abiertamente ex¬presa las ideas de la
«nueva normalidad» que ya estaban presentes antes, pero debajo de la
mesa. Es imposible, pues, que los cristianos se queden mano sobre mano
en tanto que nuestra juventud va siendo corrompida.
En épocas
anteriores, cuando teníamos enta¬blada la batalla con el modernismo,
cuando los recursos eran tan limitados y cuando la sociedad abiertamente
apoyaba algo similar a los ideales cristianos del matrimonio y el
divorcio, podía ser fácil dejar dormir toda la cuestión. Además, como
había tan poco divorcio, en general (y especial¬mente en la Iglesia), el
divorcio representaba una tentación en la cual la Iglesia no se creía
que iba a tropezar. El creyente cansado de luchar podía fácilmente
razonar (con alguna justificación): «¿Por qué defenderse contra el perro
si está dur¬miendo? ¿Quién lucha contra la familia, después de todo?
¿Por qué preocuparse de este tema?» Pero, aunque entonces no era del
todo erróneo ha¬blar de esta forma, ¿quién puede dejar de ver que hoy es
falso? La guerra que luchamos hoy es en un frente distinto: el frente
pasa por el hogar.
En cierta forma, pues, estamos en mejores
condiciones que nunca antes. Este ataque más abierto, menos sutil, sobre
la familia, ha forzado a la Iglesia a volver a la Biblia y renovar el
estudio del matrimonio y el divorcio, que había sido des¬cuidado durante
tanto tiempo. Esto, desde el pun¬to de vista de su responsabilidad, es
algo bueno (aunque las razones de la presión que se le hace son muy
tristes).
A menos que nos lancemos ahora a mostrar lo que tenemos ya
no podemos esperar más, todos los valores cristianos quedarán
arrastrados. Y la próxima generación de cristianos va a crecer como los
infieles, siguiendo sus sentimientos so¬bre estas materias, en vez de
seguir sus responsa¬bilidades bíblicas.
Consideremos ahora un
factor más. En aque¬llos días, yendo hacia atrás todo lo que puedo
re¬cordar, muchas iglesias no trataban los asuntos del divorcio y el
nuevo casamiento, porque (como apunté) esta cuestión no tenía
importancia. El di¬vorcio era virtualmente desconocido entre cristia¬nos
hasta hace unos veinticinco años. Por ello, la Iglesia podía cerrar los
ojos sobre el tema. Era conveniente, porque el divorcio estaba
embrolla¬do y los pasajes bíblicos no se mostraban fáciles de entender.
Entonces, también, los nuevos con vertidos eran pocos, de modo que había
menos personas ya divorciadas que entraban en la Igle¬sia, de las que
entran hoy. Además, la sociedad (como hemos dicho) no veía con buenos
ojos el di¬vorcio, y las leyes presentes hacían el divorcio di¬fícil, de
modo que también había menos fuera de la Iglesia. Las iglesias
conservadoras, respaldadas por esta postura ética de la sociedad, en
general, tenían muy pocos casos que resolver. En general seguían una
política de no intervención. Había al¬gunas excepciones, naturalmente.
Pero, en con¬junto, las iglesias conservadoras se mantenían en una
ignorancia feliz, por encima de estos asuntos sórdidos y mundanos, y no
tenían por qué dedicar tiempo y sudor a estudiar y resolver los
proble¬mas desconcertantes y desagradables relaciona¬dos con toda esta
área. Pero hubo un rudo desper¬tar cuando las cosas dieron media vuelta;
la nue¬va moralidad sacó ventaja y se proclamó victorio¬sa, y la
Iglesia, pillada desprevenida, no supo qué decir.
La Iglesia pudo
fácilmente mantener su acti¬tud de «yo soy más santo que tú» cuando
había tan pocos casos con que enfrentarse (o sea, que podían ser
esquivados). Estos casos solían darse en vidas que habían naufragado,
después de todo. Y se pensaba: «¿No son estos casos sospechosos?»

Algunos divorciados consiguieron sobrevivir a este tratamiento por su
cuenta. Otros se fueron, ¿quién sabe adonde? Muchos se eliminaron de la
primera fila, nada de cargos, de enseñar, incluso de cantar en coros,
porque eran «divorciados», y, así, pasaron a ser ciudadanos de segunda
clase en el reino de Dios.
Y la mayoría de pastores nunca, en
ningún caso y bajo ninguna circunstancia, volvía a casar a las personas
divorciadas; ésta era la actitud ge¬neral. Los pastores defendían con
éxito sus posi¬ciones atrincheradas en métodos y reglas, o sea, política
operativa: «Me sabe mal, pero nosotros no casamos a las personas
divorciadas.» No se ha¬cía pregunta alguna sobre el pasado; había
ocu¬rrido un divorcio y ¡esto era bastante! Este tipo de actitud no ha
desaparecido del todo. Hoy per¬siste todavía en algunos puntos, y
ciertamente va siendo reforzada por medio de enseñanzas que circulan por
todo el país.
De modo que todo esto hemos de tenerlo en cuenta como
fondo para nuestra discusión. Es así que hemos llegado al punto en que
estamos. Bien, y si es así, ¿dónde estamos?
Vivimos en una cultura
ambiental en transi¬ción. Vivimos en unos días en que todos los valo¬res
son discutidos (tanto dentro como fuera de la Iglesia). Han sido
arrancados de raíz, echados al aire, y ahora empiezan a posarse como una
ensa¬lada mezclada toda ella.
1. Los cristianos están confusos. No saben se¬guro lo que han de creer.
2. No saben lo que es tradición y lo que es bíblico.
3. Quieren rechazar las tradiciones de los hombres en favor de una posición más bíblica.
4. Pero no saben dónde hallar la ayuda que necesitan. Personalmente, esto me gusta a mí.

Hay oportunidades para pensar bíblica¬mente, de nuevo, sin los estorbos
de prejuicios, que realmente no tienen base para que sean acep¬tados
por personas que quieren pensar de modo bíblico. Es un momento magnífico
en que minis¬trar la palabra. Con todo, tiene sus propias tenta¬ciones.
El radicalismo de la clase que lo echa todo, lo bueno y lo malo
prospera en períodos así. El miedo al radicalismo, por otra parte,
aho¬ga los cambios buenos y el verdadero progreso en el pensamiento.
Pero no hemos de permitir que los extremos impidan el progreso en
entender y aplicar las Escrituras. La gran ventaja de un pe¬ríodo así es
que los cristianos conservadores están dispuestos a prestar atención
seria a los nuevos puntos de vista, con tal que sean realmente
bíbli¬cos. Mi propósito en este libro es explorar las Es¬crituras y
llegar a posiciones más concretas y más definidas de carácter bíblico.
Quiero ser tan bíbli¬co como pueda. El lector puede decidir si lo he
conseguido o no.
No hay otra posibilidad. La Iglesia está
su¬friendo. Las personas divorciadas son una avalan¬cha en nuestras
congregaciones. Los nuevos casa¬mientos tienen lugar por todas partes.
¿Es recto? ¿Es malo? ¿Sobre qué base se trata a las personas
divorciadas? Estas preguntas y otras muchas simi¬lares no pueden ya ser
descartadas, no se puede hacer a los mismos oídos sordos. Por el hecho
de que creo tener algunas respuestas (aunque no todas), considero que no
debo abstenerme en in¬tentar aclarar tantos problemas como pueda. El
lector tiene en las manos el fruto de mis esfuer¬zos.
Dije antes que
me gusta el hecho de que la Iglesia no puede ya evitar tratar esta área
durante más tiempo. Esto es verdad; la frecuencia de las preguntas y la
enormidad del problema presente ha llevado a innumerables peticiones de
que se escriba un libro así.
Reconozco que este libro llega demasiado tar¬de para ayudar a muchos. Pero quizá podemos re¬cobrar algo y evitar más traspiés.

Reconozco, también, que hay muchas perso¬nas que preferirían barrer el
problema dejando todo el polvo bajo la alfombra. Este hecho no va a
detenernos. Ni debería frenarnos el peligro im¬plicado. Hablo de peligro
a propósito. Hay algu¬nos quizá más de lo que parece para los cua¬les
ésta es la más explosiva de todas las cuestio¬nes. La murmuración, el
cisma, incluso el adulte¬rio (tal como ellos lo ven), todo les parece
perdo-nable; pero ¿el divorcio? ¡Nunca! Es un asunto al¬tamente cargado
de pasión para ellos, y pasan un mal rato incluso reconsiderando de
nuevo lo que la Biblia tiene por decir sobre el divorcio y el nue¬vo
casamiento debido a sus emociones exacerba¬das. Es por esto que hay
algún peligro al escribir sobre el divorcio y el nuevo casamiento.
Desearía que si el lector es uno de estos cuyos sentimientos sobre el
tema son intensos, hiciera por lo menos tres cosas:
1. No me descartara sin más. Me escuchara y considerara seriamente lo que tengo que decir, aunque luego lo rechace.
2. Reconociera que mi deseo es honrar a Cristo siendo tan escritural como me sea posible.
3. Tratara de poner los prejuicios a un lado y doblegara sus emociones al leer.
Por amor de la Iglesia de Cristo tengo que es¬cribir, cueste lo que cueste.

Naturalmente, esto es sólo parte de la historia. Hay muchos un número
creciente que no se contentan con esconder la cabeza bajo la arena.
Quieren saber lo que enseña la Biblia sobre estos asuntos y cómo pueden
poner en vigor esta ense–anza al aconsejar a otros y en sus propias
vidas. Es para éstos que he escrito especialmente este libro.
***
1. ALGUNAS CONSIDERACIONES BÁSICAS SOBRE EL MATRIMONIO

Hemos de empezar aquí. No te saltes esta par¬te primera. No hay manera
de considerar el divorcio la disolución del matrimonio, o el nue¬vo
casamiento después del divorcio, hasta que se han establecido algunos
hechos esenciales bíbli¬cos sobre el matrimonio mismo. Con demasiada
frecuencia, los que discuten sobre problemas rela¬cionados con el
divorcio entienden mal (e inter¬pretan mal) los datos bíblicos
precisamente por¬que no han dedicado el tiempo necesario a desa¬rrollar
un punto de vista bíblico del matrimonio. El esmerarse en hacerlo es
vital: los dos se sostie¬nen juntos o se caen juntos.
No voy a
considerar el matrimonio en profun¬didad, sino sólo los aspectos del
tema que son ab¬solutamente esenciales para conseguir una posi¬ción
debidamente escritural sobre el divorcio y el nuevo casamiento. En este
libro, pues, el énfasis será sobre estos dos puntos. El estudio del
matri¬monio es la ruta al estudio del divorcio.
Como el divorcio es
la disolución del matrimo¬nio («separar lo que Dios juntó»), es
necesario que descubramos y comprendamos claramente qué es lo que el
divorcio disuelve y por qué.
Algunos, por ejemplo, hablan como si el
divor¬cio no disolviera necesariamente el matrimonio. Hablan como si
las personas divorciadas estuvie¬ran «todavía casadas a la vista de
Dios». ¿Es vá¬lido este concepto? El lenguaje no es bíblico; ¿lo es la
idea? Si lo es, ¿por qué se opone Cristo a «se¬parar» lo que no se puede
separar?
O, dicho de otro modo, ¿pone fin realmente el divorcio al
matrimonio, no sólo legalmente, sino también delante del Señor? Sólo si
es así puede ser considerada la advertencia de Cristo directa¬mente como
una advertencia contra el cometer un acto que no deberíamos cometer.

La cuestión no es meramente académica; la resolución del problema tiene
varias e importan¬tísimas implicaciones prácticas para la vida. Y no se
pueden evitar en ningún modo de pensar cris¬tiano. Pero para resolver
el problema contestando la pregunta, uno, primero, ha de saber qué es lo
que establece un matrimonio. ¿Cómo se hace un matrimonio? ¿Cuál es su
estado delante de Dios?
¿QUÉ ES EL MATRIMONIO?
En contra de
gran parte del pensamiento y la enseñanza contemporánea, el matrimonio
no es un arreglo de conveniencia humana. No fue dise–ado o planeado por
el hombre, algo que ocurrió en el curso de la historia humana, como una
for¬ma conveniente de separar nuestras responsabili¬dades respecto a
los hijos, etc. En vez de ello, Dios nos dice que Él mismo estableció,
instituyó y or¬denó el matrimonio al principio de la historia hu¬mana
(Génesis 2, 3).
Dios diseñó el matrimonio como el elemento
fundacional de toda la sociedad humana. Antes de que existieran la
Iglesia, la escuela, los nego¬cios (hablando formalmente), Dios
instituyó for¬malmente el matrimonio, al declarar: «Dejará el hombre a
su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y se harán una sola
carne.» Es importante enseñar esto a los jóvenes.
Si el matrimonio
fuera de origen humano, en¬tonces los seres humanos tendrían derecho a
des¬cartarlo. Pero como fue Dios el que instituyó el matrimonio, sólo Él
tiene derecho a eliminarlo. Él nos ha dicho que el matrimonio no dejará
de ser hasta la vida venidera (Marcos 12:25; Lucas 17:26, 27). Y el
matrimonio no puede ser regulado según el capricho humano. El matrimonio
como institución (que incluye los matrimonios indivi-duales,
naturalmente) está sujeto a las reglas esti¬puladas por Dios. Si Él no
hubiera dicho nada más sobre el matrimonio después de establecerlo,
nosotros mismos habríamos tenido que fijar sus reglas por nuestra
cuenta. Pero Él no nos dejó a oscuras; Dios ha revelado su voluntad
sobre el matrimonio en las páginas de la Biblia. Los indi¬viduos pueden
casarse, divorciarse y volverse a casar sólo cuando puedan hacerlo sin
pecar. Por tanto, hemos de estudiar los principios bíblicos para el
matrimonio y respetarlos. Ni un individuo particular ni el Estado tienen
autoridad para de¬cidir quién puede casarse (o divorciarse) y bajo qué
condiciones. El Estado ha recibido como en¬comienda el guardar registros
ordenados, etc., pero no el derecho (ni la competencia) de decidir las
reglas del matrimonio y el divorcio; esto es prerrogativa de Dios. Él ha
revelado su voluntad sobre estos asuntos en las Escrituras, que son
ex¬plicadas y aplicadas por la Iglesia.
En segundo lugar, el
matrimonio es una insti¬tución fundacional. Hemos visto que fue la
prime¬ra en ser instituida formalmente como una esfera de la sociedad
humana. La sociedad misma en todas sus formas depende del matrimonio. El
ata¬que al matrimonio que contemplamos hoy es, en realidad, un ataque a
la sociedad (y a Dios, que edificó la sociedad sobre el matrimonio). El
ma¬trimonio es, además, el fundamento sobre el cual descansa la
Iglesia, como sociedad especial de Dios. Esta comunidad pactada es
debilitada cuan¬do la «casa» u «hogar» es debilitado. (El concepto de
«casa» en las Escrituras es de la unidad más pequeña de la sociedad. Es
un grupo de personas que viven bajo el mismo techo, bajo una cabeza
humana, y es una unidad separada que toma de¬cisiones.) Esta «casa»
(concepto equivalente al nuestro de «familia», pero más rico) es una
uni¬dad con la cual Dios trata realmente como a uni¬dad. Por tanto, el
ataque contra el matrimonio (alrededor del cual se forma «la casa») es
un ata¬que a la sub-unidad básica de la Iglesia.
Por todas estas
razones, un ataque a la familia no es una cosa baladí, ya que constituye
un ata¬que al orden de Dios en el mundo y a su Iglesia.
En tercer
lugar, un matrimonio no es lo que la teología católico-romana y muchos
protestantes (equivocadamente) han pensado: una institución designada
para la propagación de la raza huma¬na. Si bien Dios ha ordenado
(«Creced y multipli¬caos»), y sólo dentro del matrimonio la procrea¬ción
no es el rasgo fundamental del matrimonio.
El defender, como hacen
algunos, que el ma¬trimonio per se es biológicamente necesario para la
procreación es una tontería y sólo da lugar a confusión. En particular,
este modo de pensar confunde y mezcla el matrimonio con el
aparea¬miento. La raza humana (como los ratones y las cabras) podría
propagarse de modo adecuado, al margen del matrimonio, por medio del
simple apareamiento. En algunos segmentos subliminales de la sociedad en
que hay matrimonios muy débi¬les, si es que existen, el crecimiento por
aparea¬miento es enorme, al margen, pues, del matrimo¬nio.
No, el
matrimonio es algo más que el aparea¬miento. Si bien el matrimonio
incluye el aparea¬miento, éste es sólo uno de sus deberes, y no hay que
identificar a los dos. El reducir el matrimonio a un apareamiento
legalizado, responsable, por tanto, es un error con serias
consecuencias. La propagación de la raza es un propósito secunda¬rio del
matrimonio, no el propósito principal. Los seres humanos serían,
quizás, incluso más prolíficos si no existiera la institución
matrimonial.
En cuarto lugar, es importante entender que el
matrimonio no se ha de hacer equivalente a las relaciones sexuales. Una
unión sexual no ha de ser igualada a la unión matrimonial (como creen
algunos que estudian la Biblia de modo descuida¬do). El matrimonio es
una unión que implica unión sexual como obligación central y placer (1.a
Corintios 7:3-5), es verdad, pero la unión sexual no implica por
necesidad matrimonio. El matri¬monio es diferente de la unión sexual; es
mayor, e incluye la unión sexual (como también incluye la obligación de
propagar la raza), pero las dos no son lo mismo.
Si el matrimonio y
la unión sexual fueran la misma cosa, la Biblia no podría hablar de
relacio¬nes sexuales ilícitas; en vez de ello (al referirse a la
fornicación) hablaría de matrimonio informal. El adulterio no sería
adulterio, sino bigamia (o poligamia) informal. Pero la Biblia habla de
peca¬do sexual fuera del matrimonio y no de la menor base a la noción de
que el adulterio sea bigamia. En toda la Biblia se habla del matrimonio
en sí como algo distinto de la unión sexual (lícita o ilí¬cita). Las
palabras «matrimonio» y «fornicación» (porneia, que significa cualquier
pecado sexual, todo pecado sexual) no pueden ser identificadas.

Aunque puede ser fácil en lo abstracto el acep¬tar este hecho, que las
relaciones sexuales no constituyen el matrimonio, cuando llegamos al
asunto del divorcio, hallamos con frecuencia a muchos que hablan de modo
distinto. Algunos dicen erróneamente que el adulterio disuelve el
matrimonio porque hace un nuevo matrimonio.
Pero esto no es verdad
tampoco, hablando bí¬blicamente. Algunos dicen: «Bueno, queda disuel¬to a
la vista de Dios.» Pero este modo de hablar (y la idea subyacente en el
mismo) tampoco tiene apoyo bíblico. La noción de que el matrimonio
empieza en la luna de miel, cuando tienen lugar las primeras relaciones
sexuales, y no cuando se toman los votos, es totalmente extraña a las
Es¬crituras. En este supuesto el pastor diría una mentira cuando dice:
«Declaro que sois marido y mujer.» Al contrario, el matrimonio queda
consu¬mado cuando un hombre y una mujer hacen votos solemnes ante Dios y
entran en una relación de pacto. El ministro que oficia en la boda está
di¬ciendo la verdad.
El matrimonio autoriza las relaciones
sexua¬les. La luna de miel es propia y santa (Hebreos 13:4) sólo porque
la pareja ya está casada. Y el adulterio, más tarde, aunque ejerce una
tremenda presión sobre el matrimonio, no lo disuelve. Las relaciones
sexuales per se no hacen el matrimonio y no disuelven el matrimonio.

El divorcio, al seguir al adulterio como una de sus consecuencias, por
tanto, no es meramente un reconocimiento externo y una formalización de
una realidad interna, sino un nuevo paso más allá del adulterio, (y que
no es necesario como resul¬tado del mismo). No es apropiado volver a
casar a una pareja casada si un cónyuge concede perdón por el adulterio
del otro y los dos deciden seguir viviendo juntos. Todavía siguen
casados; el per¬dón solo basta.
Este punto que las relaciones
sexuales no constituyen un matrimonio es absolutamente esencial para la
comprensión apropiada del ma¬trimonio, el divorcio y el nuevo
casamiento. El matrimonio es mayor y distinto que la relación sexual,
aunque la incluye. No es ni constituido ni disuelto por las relaciones
sexuales.
Si el matrimonio no ha de ser equiparado a la unión sexual
o a la propagación de la raza, hemos de buscar la esencia del
matrimonio en otro pun¬to. ¿Qué es el matrimonio?, preguntamos otra
vez. La respuesta a esta pregunta tan importante la hallaremos y
discutiremos en el capítulo próximo.
***
2. ¿EN QUE CONSISTE EL MATRIMONIO?

Hemos dado un vistazo preliminar al origen e importancia del matrimonio
y a algunas ideas fal¬sas del matrimonio que había que aclarar. Hemos
visto lo esencial que es el matrimonio a la socie¬dad en general y a la
Iglesia en particular. Pero de nuevo ahora hemos de hacer la pregunta:
¿Qué es el matrimonio?
Nuestra respuesta a la pregunta establecerá
un fundamento para la discusión del divorcio y el nuevo casamiento
después del divorcio.
Ya es hora que los cristianos tengan una idea
tan clara como el agua de lo que Dios ha dicho so¬bre este asunto. Ha
habido mucha especulación, mucho filosofar y psicologizar en lugar de
ello. No hay necesidad, no hay excusa; Dios ha habla¬do claramente. Su
palabra es tan explícita que no hay lugar para más especulación y dudas.

La respuesta del mismo Dios a la pregunta se halla en Génesis 2:18: «No
es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.»
En otras palabras, la razón del matrimonio es el resolver el problema de la soledad.

El matrimonio fue establecido porque Adán estaba solo, y esto no era
bueno. El compañeris¬mo, la compañía, pues, es la esencia del
matrimo¬nio. Veremos que la Biblia habla de modo explíci¬to del
matrimonio como el pacto de compañía.
EL MATRIMONIO Y LA VIDA A SOLAS O CELIBATO

La evaluación fundamental de la vida a solas es que «no es buena». Esto
es lo que Él dice, y en esta palabra se halla la razón de la regla
general, que «el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su
mujer, y se harán una sola carne» (Génesis 2:24).
El pecado, sin
embargo, ha deformado la so¬ciedad y los seres humanos en cuanto a sus
rela¬ciones con Dios y entre sí, hasta el punto que al¬gunos viven a
solas, solteros, a pesar de esta regla y su provisión. Pero además,
debido a la natura¬leza de crisis de la vida, de vez en cuando traída
por el pecado y debido a las demandas urgentes de la Iglesia de Dios en
todos los tiempos para es¬parcir las buenas nuevas y edificar a los
cristia¬nos débiles en la fe, Dios ha llamado a algunos a ser
excepciones de su propia regla, y ha provisto para su necesidad de
compañía, dándoles el don especial de llevar una vida de soltería (ver
Mateo 19:11, 12; 1.a Corintios 7:7).
Según Mateo 19:11, 12 y 1.a
Corintios 7:7, hay personas a las cuales podríamos decir que Dios ha
apartado para sí, para que lleven una vida de ce¬libato por causa de su
reino. Jesús habla más ple¬namente de esto en Mateo 19:11, 12 que en
cual¬quier otro lugar. Después de la discusión sobre el divorcio (vv.
3-9) en la cual Jesús dice que la fornicación (el pecado sexual) es la
única base permisible para el divorcio entre los creyentes, los
discípulos comentan: «Si así es la condición del hombre con su mujer, no
conviene casarse.» Pensaban es de suponer que si el matrimonio ha de
ser permanente, así sería mejor no correr el riesgo de casarse con una
persona desacertada. Pero como respuesta Jesús dice: «No todos son
ca¬paces de comprender esta doctrina, sino aquellos a quienes ha sido
dado» (v. 11). Queda claro por esta respuesta (así como por 1.a
Corintios 7:7) que hay excepciones a la regla dada en Génesis 2:18, 24. Y
como el don del celibato es un don de Dios, queda claro que Él ha hecho
la excepción a su propia regla. Este don nunca se explica claramen¬te
en detalle, pero, sin duda, en él hay la «capaci¬dad» de hallar una
compañía de una clase dife¬rente (nunca podría ser de la misma clase)
fuera del matrimonio, en la obra especial del reino, a la que algunos
son llamados. Esto parece implicado en el versículo 12: «Hay eunucos que
nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos
eunucos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron eunucos a sí
mismos por causa del reino de los cielos.»
La última parte de este
versículo indica que estas personas célibes han recibido el don o
capa¬cidad de vivir vidas satisfactorias (no de soledad) como resultado
(en una forma u otra) de una in¬mersión profunda en la obra del Señor en
formas que no son posibles a las personas casadas (ver 1 .a Corintios
7:32-34).
Nótese la conclusión del versículo 12: «El que sea capaz
de aceptar esto, que lo acepte.» No deja opciones abiertas; Dios no da
dones inútiles. Los que tienen el don del matrimonio (1.a Corin¬tios
7:7) han de prepararse para el matrimonio y buscarlo. Los que tienen el
don de seguir una vida de soltería, asimismo, se han de preparar para
ella y seguirla. El primer grupo evita el matrimo¬nio a propósito; el
segundo, peca si lo contrae. Cada persona ha de averiguar, y luego
ejercer, los dones y capacidades que vienen con ellos. No debe de haber
quejas sobre la sabiduría de Dios al dispensarnos sus dones: Él lo hace
todo bien.
Antes de hacer otras preguntas o quejarse de que «Dios
debe haberme pasado por alto», etc., uno ha de hacerse la pregunta
básica: «¿Pertenez¬co a aquellos a quienes Dios ha señalado para la
soltería?» Cuando uno puede contestar sincera¬mente esta pregunta de
modo definitivo, no halla¬rá necesidad de hacer las demás preguntas (y,
sin duda, no tendrá causas para quejarse).
La vida de soltería no es
conforme a la regla establecida en Génesis 2:18; es excepcional. Pero
precisamente porque constituye una excepción (que Dios mismo, por medio
del don, ha hecho), debería ser especialmente reconocida en la Iglesia
por lo que es. Los cristianos que son solteros no deberían ser mirados
con desdén o descuidados por los casados (algo que ocurre con
frecuencia). Más bien deberían ser honrados por los esfuerzos especiales
que hacen en prosecución de tareas es¬peciales del reino, a las cuales
Dios los ha llama¬do. Esto no quiere decir colocarles medallas, sino
conferir honor a aquellos que se lo merecen. Des¬pués de todo, Pablo era
uno de éstos; no le mira¬mos con desdén, ¿verdad?
Alguien puede
preguntarse cómo pueden com¬paginarse 1.a Corintios 7:8, 26 con Génesis
2:18. En este último versículo Moisés escribe: «No es bueno estar solo»;
en el anterior, Pablo dice que «es bueno» quedarse como Él. ¿No hay
contradic¬ción entre los dos?
No. La regla general de Génesis 2:18
se aplica a la mayoría, y (en general) siempre ha sido ver¬dad. La
excepción dada en 1a Corintios 7 (ade¬más de la que hemos estudiado en
Mateo 19) se aplica a circunstancias extraordinarias («a causa del
agobio inminente», 1.a Corintios 7:26). La re¬gla general es verdadera
para la mayoría.
En muchos de las circunstancias. Pero puede ser
puesta a un lado en tiempos de persecución. En un período de gran
persecución, similar a la matanza de Nerón, que Pablo (un profeta) veía
con antelación, este pasaje entra en vigor. Las dos cosas son «buenas»
para personas diferentes en situaciones diferentes. (Naturalmente,
ninguna excepción habría sido necesaria si Adán no hubiera pecado. La
regla general fue enunciada antes de este pecado.)
Pero incluso en
tiempos de persecución, las personas que tienen dificultad en
«abstenerse» no pecan si siguen la regla general y se casan (o dan sus
hijos en casamiento; ver 1.a Corintios 7:27-31). Las personas señaladas
para proseguir una vida de soltería en Mateo 19 tienen que hacerlo, no
de¬bido a una crisis inminente, sino debido a que hay tareas especiales
que Dios les tiene prepara¬das. Aquellos que han sido señalados para
seguir una vida de soltería (si les es posible) en 1 .a Corin¬tios 7 son
aquellos que (en contraste), bajo otras condiciones, serían instados a
casarse. En reali¬dad, incluso las personas casadas deben abstener¬se
algo de lo que, por otra parte, son privilegios y actividades normales
de la vida de matrimonio (1.a Corintios 7:29).
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Alberto Sanchez Sanchez
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