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“De los principios del método experimental surgió el método clínico. Cualquier médico que
atiende enfermos, cada vez que se enfrenta a un nuevo paciente realiza una miniinvestigación (n
=1), aplica el mismo método enunciado por Claude Bernard, pero dirigido esta vez no a la
experimentación, sino a la atención del enfermo”. (59)
El apogeo de la Clínica
El resto del siglo XIX y la primera parte del siglo XX, constituyeron la “época de oro” de la clínica,
principalmente en Europa y, sobre todo, en Francia. Cada paso para ascender en la carrera
hospitalaria y universitaria se hacía a base de concursos: el internado, el externado, la jefatura
de clínica, la jefatura de servicio, la agregación y, finalmente, el nombramiento de profesor de
clínica. (60) Al decir de Moreno, “en un clima de libertad científica y de primavera, germinaron
cientos de clínicos profundos y acuciosos, en una floración nunca antes vista, que describieron
una miríada de síntomas, signos, maniobras, cuadros clínicos y enfermedades: las observaron,
aislaron, clasificaron y nombraron, todo ello en un contacto íntimo, humano y fructífero con los
enfermos y, en primer lugar, con los enfermos de los hospitales, donde ya pululaban libremente
por salas y pasillos los jóvenes estudiantes”. (61) Ésta fue una época de ascensión económica y
social del cuerpo médico, que se tradujo en un progresivo ascendiente político y moral. Es el
tiempo en que aparecen las obras de los grandes profesores franceses, sistematizadotes del
conocimiento clínico de entonces: Bretonneau y sus aventajados discípulos Trousseau y Velpeau.
Fueron de gran valor los aportes del ya mencionado Armand Trousseau (1801-1867) y George
Dielafoy (1840-1911), maestro y discípulo, autores además de una serie de tratados de
patología, verdaderas obras maestras de la clínica (62,63,64); Jean Martin Charcot (1825-1893),
gran clínico, mundialmente famoso por sus sesiones clínicas de los martes en el hospital parisino
de la Salpêtrière, realizó un sinfín de aportes originales en diversas áreas de la medicina, sobre
todo en torno al sistema nervioso, reconocido como fundador de la neurología y sus alumnos, no
menos importantes, Joseph François Félix Babinski (1857-1932), Guillaume-Benjamin Duchenne
de Boulogne (1806-1875). y Pierre Marie (1859-1940), de sobra conocidos con sólo mencionar
sus nombres; Segismundo Jaccoud (1830-1912), Pierre Potain (1825-1901) y P. Duroziez, entre
otros muchos. Aunque dedicado a la cirugía, merece mención por sus contribuciones clínicas,
Cruverlhier, discípulo de Dupuytren. Fueron significativos los aportes en la inspección de los
italianos Aquiles de Giovanni (1837-1916) y Nicolás Pende (1880-1950). La palpación se
enriqueció con los aportes de Ernest Laségue (1816-1883) y Frans Glenard (1848-1920), así
como la auscultación con los trabajos de Austin Flint (1812-1886) y Henry Vaquez (1830-1936).
(9)
Ya en 1882, Bartolomé Robert decía en el prólogo a la versión en castellano del Manual de
Patología Interna de Dielafoy -conocido en su época como “el príncipe de la clínica”-, refiriéndose
a los atributos de estos grandes maestros, que ya los comenzaban a distinguir del resto de los
“médicos generales” de entonces: “¡Qué diferencia entre el médico de bufete y el médico clínico!
Una imaginación más o menos brillante, una memoria feliz, una laboriosidad bibliográfica, cierto
talento crítico para la asimilación de unas ideas y para el desvío de otras y, sobre todo, destreza,
manejo y travesura para revestir con ropaje propio las hechuras ajenas, todo eso bastaba y
sobraba para dar renombre, bien que poco estable, a los médicos de bufete. Pero cada una de
estas cualidades y todas conjuntamente no alcanzan a formar un profesor de Clínica: a este no
sólo el genio observador debe protegerlo, sino que en ciertos momentos debe lucir toda la
fuerza de la intuición y debe concentrarse dentro de sí mismo y no puede divagar entregándose
a una gárrula palabrería, pues frente a frente de casos siempre individuales, siempre concretos,
sólo puede girar dentro de un círculo de escasísima elasticidad” (65)
Y agregaba, refiriéndose a los textos disponibles en esa época: “Los clásicos alemanes no
pueden negar su procedencia; disponiendo de un idioma altamente científico en su contextura
íntima, severos y profundos en sus operaciones intelectuales y buscadores de un fin utilitario que
deriva de sus altas especulaciones, son sus libros modelos de precisión lingüística, pero tan
nutridos en su fondo que, a veces, su riqueza misma fatiga la mente de los lectores que, si son
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